Capítulo 8. Samantha. La madrastra malvada de Cenicienta.

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«Quien siembra vientos, recoge tempestades».

Refrán popular.

  En las siguientes horas Sam se quedó impresionada por un par de aspectos relacionados con Darien. El primero, la capacidad de planear hasta el más mínimo detalle para conseguir un determinado objetivo, en este caso que Adrian y ella fuesen pareja. Borrando a Karen del esquema, por supuesto. El segundo, la cantidad de mujeres que lo llamaban a casa.

—Responde tú, Samantha, por favor, no conozco este número —le pedía Darien, haciendo un gesto como indicándole que le cedía el honor.

—¿Y qué le digo? —le preguntaba, confusa; nunca había conocido a un hombre como él ni se había hallado en una circunstancia semejante.

—Lo que se te ocurra con tal de que no vuelvan a molestar, da igual, nunca volveré a salir con ella ni con las otras, usa tu inventiva. —Darien lucía desganado—. No sé cómo obtienen el número de teléfono de aquí, jamás se los doy. Dicen que son maduras y que se trata de compartir una única noche de placer, pero luego nunca se conforman con esto y quieren más.

—¿Y no has tomado en serio a ninguna? —Se sorprendía ella.

—No, ¿para qué? —Y él le propinaba un golpecito en la nariz, y, luego, le acariciaba el rostro—. ¡Ya habrá tiempo! Supongo que aún no he conocido a la apropiada, o, de lo contrario, que soy incapaz de amar.

  Pero aunque Darien le explicaba esto último con gesto despreocupado y aparente indiferencia, Sam advertía que escondía un misterio que lo reconcomía por dentro, quizá algún amor frustrado, una desilusión profunda o algo similar. Sea lo que fuese la intrigaba al máximo. Se hallaba convencida de que el comportamiento del hombre obedecía a un problema que él, receloso, guardaba para sí y no se lo contaba a nadie. Un secreto que, obviamente, la joven anhelaba conocer.

  Porque, pensándolo bien, existía un tercer aspecto que la impresionaba y que le despertaba curiosidad: la apariencia de Darien, el hermoso rostro y el magnífico cuerpo que la dejaba sin respiración y hecha un flan. Por la cuantía de las llamadas telefónicas que recibía y la decepción en las voces de las mujeres cuando les proporcionaba algún pretexto, debía de ser una máquina perfecta al hacer el amor. ¿Qué procedimiento empleaba para resultarles tan irresistible? Adrian era muy guapo, pero ni por asomo recibía tantas atenciones.

  Pero aunque el millonario fuese tentador para algunas, Sam estaba enamorada de su amigo y en estos momentos se dirigían en la limusina a encontrarse con él y con Karen. Su anfitrión había hecho una reservación en el restaurante The Dining Room and Terrace  de Santa Bárbara. E, inclusive, había tenido la amabilidad de enviarle a la pareja a Point Dume State Beach un vehículo con chófer para que los recogiera. ¿El motivo? Que a Sam no le convenía desplazarse porque se recuperaba del accidente. ¡Qué tierno!

  No sabía qué pensaba Adrian del encuentro, pero a juzgar por la cara se notaba que no esperaba la presencia de Darien. Y, mucho menos aún, que pareciese tan cercano a ella...

—Hola —lo saludó ella en cuanto entraron dando un golpe de efecto: habían arribado un poco más tarde que ambos y se habían preparado para llamar la atención del público en general.

  «Al menos solo ha mirado con enfado a Darien y no le ha largado uno de sus insultos», pensó la muchacha, echándole un vistazo al billonario. «Me hubiese apenado que lo hiciera, no se lo merece, conmigo se ha portado estupendo». No debió de haber curioseado porque lucía impresionante vestido más casual, con un elegante pantalón gris oscuro, a juego con la camisa Armani, y una cazadora fina de cuero negro. El perfume que utilizaba, además, parecía impregnarse en su propia ropa, ya que él la llevaba abrazada por la cintura.

  Aunque era imprescindible aclarar que en la foto de Ties  también brillaba por su atractivo, se notaba que el traje se lo había hecho un diseñador exclusivamente para él. Suspiró, ignoraba por qué desde que lo había visto desnudo no dejaba de analizar al detalle la dichosa fotografía. Pensaba que, quizá, era porque ahora sabía a la perfección qué le escamoteaba la ropa de marca al cubrirlo.

—Siéntate, Samantha, cariño. —Darien apartó la silla con modales de caballero; parecía que levantaba una pluma, a pesar de que el sillón tapizado en cuero blanco era sólido y pesaba lo suyo—. Bueno, chicos, me alegra que seamos capaces de juntarnos y de aclarar las diferencias. Es un placer poder compartir con ustedes nuestra actual felicidad. —Y Karen efectuó con Sam el mismo repaso que la madrastra a Cenicienta cuando se enteró de que había ido al baile sin su permiso y de  que había acaparado al príncipe heredero dejando en mal lugar a las hermanastras—. ¿Qué tal si brindamos por nuestra suerte con champagne?

  E hizo un gesto en dirección al sumiller, que apareció al lado de la mesa.

—Una botella de Krug Clos d'Ambonnay, por favor —le solicitó con amabilidad; Sam pensó que Darien resultaba encantador pronunciando en francés.

  Unos minutos después, cuando disfrutaban del líquido en las copas, Adrian les preguntó:

—Entonces lo de Ties  es cierto, ¿se convirtieron en pareja?

  Se notaba que Karen intentaba pasar inadvertida, al fin y al cabo la jugada le había salido de perlas el otro día, pero cualquiera percibía que miraba a Sam con envidia. Sin duda tenía otras intenciones para el príncipe Darien.

  De inmediato él supo interpretarlo y lo esgrimió de forma favorable: sujetó el rostro de Sam entre las manos, con tanta delicadeza como si cargase un indefenso ratoncillo y de tal manera que parecía que no podía estar apartado los pocos centímetros que había entre uno y otro. Se aproximó con lentitud mirándola a los ojos, primero, y luego a los labios. Pegó los suyos sensuales contra los de ella, que creyó que alucinaba al sentir la cálida textura. El hombre no lo sabía, pero para Sam era el primer beso, ya que el de Adrian no contaba, pues había sido el resultado de un impulso y su amigo se había arrepentido casi al instante de protagonizar tal audacia.

  Ni siquiera repararon en la circunstancia de que el resto de comensales los observaba con indulgencia. Los atraía la hermosa chica enfundada en un delicado vestido negro, ¡tan inocente!, con las mejillas arrebatadas en carmesí y los ojos entornados. El apuesto magnate, al que conocían por las noticias y porque era vecino de la zona, se dejaba arrastrar por el impulso amoroso y con razón, pues la joven era un encanto. Excepto Adrian y Karen, por supuesto, que daban la impresión de haberse bebido varios litros de zumo de limón sin azúcar. Así, como todos disfrutaban del despliegue de romanticismo, al finalizar el beso comenzaron a aplaudir al unísono.

  Al escuchar las ovaciones, Sam levantó los párpados y contempló a Darien extasiada. No tuvo ni tiempo de sorprenderse, casi, porque era tanta la habilidad al besarla que lo ajeno a ambos le pasaba desapercibido. Su anfitrión le recorrió con la lengua la superficie de la boca y el interior, suavemente, dándole toquecitos y retirándola como para tentarla, lo que la dejó con ganas de profundizar el beso. Sentía que un volcán había hecho erupción junto a ella y que se hallaba rodeada por la lava. ¡Con razón las mujeres se volvían locas por él, un simple beso de Darien modificaba la perspectiva de vida!

  Por un momento se olvidó de dónde estaba. Acercó el cuerpo al de él, impidiéndole que se retirase, en tanto le atrapaba la lengua. El hombre pareció sorprenderse de la audacia de la chica, y, de este modo, ambos se olvidaron de en qué lugar se encontraban. Hasta que la gente volvió a aplaudir y a chiflar. Entonces Darien se levantó del asiento, agarró por la mano a Sam y se inclinó, igual que los actores al finalizar la obra de teatro.

—No puedo mantener las manos apartadas de mi novia, ¡es una mujer increíble! —les explicó,  recorriéndolos uno a uno con la vista.

  Y los asistentes repitieron las ovaciones, pues el romanticismo de la pareja les había alegrado la cena.

—Deberíamos pedir la comida. —Adrian, muy molesto, mordía las palabras—. ¿Por qué mejor no se van a la habitación del hotel?

  Darien miró a Sam con gesto suspicaz, resaltando la actitud posesiva del colega, y le plantó un beso cariñoso.

—¡Ganas no me faltan! —y suspiró como si lamentase no poder hacerlo ya, lo que irritó más al otro hombre—. Lo siento, soy un anfitrión horrible, deberíamos encargar la cena —se disculpó, aunque se notaba que no lo sentía en absoluto; llamó al camarero, le pidió langosta para los cuatro y otros manjares que ninguno de ellos conocía y luego continuó—: Samantha me resulta adictiva, nunca tengo suficiente de los besos de ella. ¿A que es genial? ¡Jamás conocí a una mujer así, tan considerada, tan cariñosa, tan dulce! Pero ¿qué te digo? Tú eres su amigo desde hace años, seguro que lo sabes.

  Y el rostro de Adrian era un poema, parecía sentirse muy tonto.

—Bueno, querido Darien, es difícil que mi novio  lo sepa porque un amigo no hace este tipo de cosas. —Karen, despectiva, se comportaba como si ambos hubiesen ejecutado el acto sexual encima de la mesa, apartando un poco los platos y la cubertería—. Imagino que ahora que nos hemos reconciliado podremos visitar a Sam en la mansión. Es una tontería estar separados, y, más, cuando las competiciones de parkour  están a la vuelta de la esquina. Adrian y ella deberían practicar para tener alguna posibilidad de ganar. Además su tía nos vuelve locos con las llamadas, preguntando quién es el hombre con el que está de novio, por qué desapareció, por qué no la quiere ver y ni siquiera le habla...

  «¡¿Cómo?! ¡¿Ahora sí quieres que estemos juntos y que practiquemos parkour?!», se preguntó Sam con rabia. «¡Bruja!» Pero, sorprendida, descubrió que no la afectaba ni lo que hacía ni lo que decía la otra mujer, y, menos todavía, los temores de tía Kitty. Ignoraba el porqué. Por supuesto, cuanto más lejos estuviese de la casa palacio, su remanso de paz, mejor, no la quería allí.

—Lo organizaremos más adelante —le prometió Darien, pero se sobreentendía por el tono que no tenía la menor intención de cumplirlo—. Samantha y yo nos estamos descubriendo como pareja. —Efectuó una pausa para llevarse el tenedor con un trozo de langosta a la boca; suspiró, sensual, y luego prosiguió—: ¡Exquisita!... Nos hemos propuesto hacer el amor en cada habitación y todavía nos quedan unas cuantas para cumplir nuestro reto. Necesito acostumbrarme a mantener las manos apartadas de Samantha, y, mientras ello no ocurra, creo que lo mejor es estar a solas para no volverte a incomodar como hace unos minutos. Supongo que lo mismo les sucede a ustedes dos...

  Y le hizo un guiño cómplice al otro hombre, que parecía a punto de estallar: Darien, con sus atenciones apasionadas, lo dejaba a la altura del betún.

  «Igual que el perro del hortelano», pensó Sam, decepcionada. «No come ni deja comer». Y no comprendía por qué ahora esta actitud, de la que había reparado con anterioridad, ya no le dolía tanto. Porque, además, se suponía que iban a hacer las paces y sabía cuánto detestaba a Karen, e, incluso así, la había traído a cuestas. Por desgracia Sam lo seguía queriendo aunque reconocía que la desilusionaba, porque su falta de carácter resaltaba más al comparar cómo se comportaba Darien con ella.

  Se alegró cuando la cena terminó y regresaron a la mansión en la limusina.

—¡Todo salió genial! —exclamó su compañero de fechorías, dándole un beso en la mejilla.

  Luego, cuando iba a regresar a su sitio, sin querer le rozó la pierna.

—¡Qué suave! —le susurró en el oído.

—Es tu gel —musitó ella, sintiéndose relajada como nunca gracias a la consideración y a los detalles de Darien; no le pareció inapropiado que permaneciese con la mano allí, encima del muslo, calentándole la piel que el corto vestido dejaba al descubierto y con la fragancia embriagadora de él nublándole los sentidos.

  Siguiendo un impulso le acarició los dedos, como indicándole que todo era correcto. Darien la miró directo a los ojos y luego bajó por la pierna, en tanto ella se derretía por el contacto. Sin embargo, cuando comenzó a subir, llevando la palma hacia el interior, al principio juntó ambas extremidades. Le avergonzaba no saber qué sucedería a continuación.

  Pero necesitaba explorar las sensaciones, estaba harta de ser una ignorante. Y por ello las apartó, lo que el hombre aprovechó para seguir subiendo con toques extremadamente eróticos hasta llegar al monte de Venus.

—¿Puedo? —le preguntó sin hacer nada más, dejándola quieta ahí.

  Ella suspiró, lamentando tener que dar una respuesta, prefería que él continuase a su ritmo y sin comprometerla.

—Sí —contestó, avergonzada, exhalando un pequeño quejido.

  Y Darien utilizó la autorización para introducir los dedos debajo de la prenda interior de seda, frotando suave el pubis aterciopelado. Sam, asombrada, sentía que la garganta se le secaba y se movía al ritmo de las caricias, ebria de deseo. Él llevó un dedo hasta el clítoris y empezó a frotarlo con maestría, mirándola fijo. Ahí ya sintió, primero, que volaba como una gaviota, y, luego, que el cuerpo se le deshacía formando pequeñas burbujas de espuma marina.

  Le pareció prodigioso cómo respondía ante el contacto, ¡nunca había llegado tan lejos con nadie! Siempre temió que al estar enamorada de Adrian se mantendría virgen para siempre. Supuso que sería frígida con otros, una estatua de hielo o un témpano. ¡Cómo se había equivocado! Casi despedía humo de tan caliente que se hallaba y podía percibir el aroma de su excitación. Sorprendida, frunció la nariz sin querer. 

  Tal vez Darien, que la observaba fijamente, lo tomó como un rechazo porque retiró la mano y se disculpó:

—Lo siento, no quería molestarte.

  Luego se apartó hacia la otra punta de la limusina. Pero Sam apreció que algo le faltaba, pues anhelaba explorar las sensaciones que él había despertado dentro de sí. 

  Así que fue hasta donde Darien se encontraba, y, roja como un tomate y un tanto mortificada, le suplicó:

—Por favor, vuélveme a acariciar.



https://youtu.be/QTjPXHR6mac



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