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Rosé. 11 de febrero del 2017, lugar desconocido.

Una mujer con máscara estaba sentada en su trono de piedra gris, su cabello castaño caía en cascada sobre sus hombros.

Frente a ella, una semidiosa de cabellos rojos mantenía una rodilla en el suelo y su cabeza agachada, alcanzando a ver únicamente las botas negras de la enmascarada.

—Señorita Rosé —dijo la semidiosa cómo saludo—. La chica sigue causando problemas, no ha comido y tampoco quiere colaborar.

—¿Es así? —ronroneó con una voz fría—. Yo me encargaré de ella.

La chica salió del lugar oscuro y vacío, lo único que había era aquel trono de piedra fría y muerta, y la única luz que tenía la habitación era la que provenía de las tres ventanas detrás y a cada lado del asiento.

Rosé se levantó de su lugar y empezó a caminar para ir a dónde estaba la chica.

La muerte la solía acompañar, y ella gustosa la jalaba con ella a cada lugar al que iba.

Había tardado unos cuantos años de su vida en darse cuenta del poder que poseía, sin dudas, la primera muestra de él, fue a sus doce años de edad, cuando en medio de una discusión en la escuela, mató a uno de sus compañeros con sólo pensarlo.

No le había dicho a nadie, ni a su madre, y mucho menos al hombre que decía llamarse su padre, tardó uno que otro año más en entender que no estaba loca, sino que se trataba del rastro de magia en sus venas.

Después de aquello, obtuvo un gran resentimiento contra el Olimpo, un dios, su padre, la había abandonado sin siquiera mirarla de reojo al nacer. Y eso no había sido lo único, su madre también la había abandonado casi veinte años después, luego de que otro dios la abandonara.

Todo era culpa de los malditos dioses en el Olimpo, le habían quitado todo y, a su vez, le habían dado muchos problemas y complicaciones, le quitaron la posibilidad de una vida normal, pero estaba bien, podría tomar su venganza.

Había aprendido muchos trucos útiles durante su juventud, podía crear ilusiones, podía matar con un pensamiento, y podía torturar sin mancharse las manos. Lo que era peor para sus víctimas, era que cada ser que moría por sus manos iba al infierno.

No podía amar a nadie, por dentro estaba muerta, pero era una gran actriz, de eso no había dudas.

Sus pasos se detuvieron frente a una puerta de acero, una pequeña ventana circular a la altura de su cabeza mostraban el oscuro interior sin ventanas. Y a un cuerpo en una esquina.

Abrió con una llave plateada, el cerrojo sonó con un pequeño clik y finalmente entró.

La chica tenía las piernas pegadas al pecho y los brazos las rodeaban, su cabello caía por sus costados, sin vida, y sus ojos estaban apagados con una chispa de terror en ellos. La piel se pegaba a sus huesos de una forma extrema, por la falta de alimento.

Temblaba, presa del pánico, pero era lo suficientemente inteligente cómo para saber que si se movía de forma amenazante, su piel pálida se mancharía de sangre una vez más.

—Así que… ¿no quieres colaborar? —preguntó Rosé con una sonrisa sádica.

Aunque quizás no hacía falta tentarla con una actitud amenazante para que eso pasara.

Elizabeth Thompson. 11 de febrero del 2017, salón de entrenamiento.

Elizabeth estaba en el salón de entrenamiento, ya había pasado el almuerzo y ella y Evan estaban sentados en posición de indio en el suelo, frente a frente.

No habían mencionado nada del encuentro del sábado, y no tenían planeado hacerlo. Era cómo si lo hubieran olvidado y así estaba bien para ambos.

El día anterior se había pasado en su cama, las caderas le dolían a horrores y una de las chicas con vestidos blancos le había dado un tónico para el dolor, y como precaución a lo que había hecho el día anterior. Ahora no era más que una leve molestia al sentarse.

—Antes de empezar a practicar con tu magia —empezó Evan—, debes saber que no te puedes esforzar en exceso. Si no usas de forma cuidadosa tus dones, estos podrían terminar agotándote, si aún así sigues usándolos, te pueden matar.

Elizabeth asintió, un tanto nerviosa por la nueva experiencia, mantenía sus manos sudorosas sobre sus piernas.

—Debes aprender a buscar el fondo de tu poder, pero no será problema ya que sólo tienes las bendiciones de los dioses, el fondo no debería estar tan lejos de la superficie. No lo uses de golpe, menos cuando no te has familiarizado con él, podrías descontrolarte y no será peligroso sólo para ti.

—¿Qué debo hacer? —carraspeó, frustrada por el pequeño temblor que su voz había tenido.

—Cierra los ojos y pon las manos en tus rodillas, viendo hacia arriba —ordenó y Elizabeth hizo caso—. Mantén tu respiración calmada, céntrate en una de tus bendiciones, escoge una que sea la principal, tu base, piensa que es una extensión de tu cuerpo, una nueva extremidad a la que puedes controlar a tu antojo, cómo si fuera una mano o una pierna.

Elizabeth se imaginó un rayo, un pequeño trueno que iluminaba el oscuro espacio que era su mente. Su cabeza empezó a punzar y frunció el ceño.

—Concéntrate, Elizabeth. Conoce a tu poder y confía en él, hará lo mismo contigo.

El relámpago en su mente brilló más, la cegó por completo y no podía pensar en nada más que una blancura interminable.

Bajó por un pozo dentro de ella, intentó tocar un fondo oscuro y frío, pero no lo alcanzaba, no lo veía. Tanteó con sus manos y cayó, su mente era un manchón de blancura mientras caía y caía, preparándose para un duro y doloroso golpe.

Empezó a sudar, sin darse cuenta del tiempo que llevaba con los ojos cerrados.

—Elizabeth —habló Evan a su lado al notar el sudor que humedecía su frente.

Elizabeth seguía cayendo en ese pozo sin fin, temerosa, se sostuvo de un una piedra suelta y su costado se aporreó en la pared de aquel pozo.

Sus ojos se abrieron, brillantes y eléctricos y una luz blanca parpadeó en sus manos, una vez, y se apagó. El zumbido en su cabeza no paraba y la mareaba.

—¿Lo hice bien? —una pregunta ridícula, notó después de hablar.

—Fue una decepción, sigue intentando —frunció el ceño.

[ EDITADO ☑️ ]

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