Morderéis el polvo

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

No puede ser por eso. No puede ser. Fui a hablar con Clara, nos hicimos amigas. Muy buenas amigas. Nos llegamos a creer aquello que tantas veces vimos en la película Amigas para siempre, esa frase que no dejábamos de repetir de: pase lo que pase y pese a quien pese. Pero la edad pasa, aunque no lo queramos, y es cierto que a veces es ese tiempo y nosotros mismos lo que nos pesa.

Sin embargo, no creo que el universo me pueda tener en cuenta nada relacionado con Clara y nuestra amistad. Tiene que ser otra cosa. A lo mejor me he portado mal en otra vida, por lo que me va a resultar imposible saber qué he podido hacer. Pero no, creo que ha sido en esta vida y tengo que descubrir qué es, porque alguna explicación tiene que haber.

En fin, creo que he sido buena persona siempre. He ido por la vida de frente con todo el mundo. ¿A veces he podido ser más brusca de la cuenta? Puede ser. Pero nunca he engañado, siempre he sido leal y siempre he tratado de ayudar a los demás. ¡Si soy trabajadora social, por el amor de Dios! Mis padres me intentaron inculcar buenos valores y creo que lo consiguieron, pero en algo he tenido que fallar en algún momento. ¡Y tengo que saber cuándo fue!

No puedo estar más tiempo sentada y por eso mismo me pongo a dar vueltas por el rellano. Cualquiera que salga ahora de su casa creerá que soy una tía loca y que estoy buscando la mejor manera de robar en sus hogares, pero me da igual que lo piensen. ¡Yo tengo que saber!

Porque no será... No, no puede ser. Yo solo tenía quince años y... no puede ser. Necesito sentarme de nuevo. Mis recuerdos me llevan al instituto. Esa bendita época que mucha gente detesta pero yo adoré. Me lo pasé genial, disfruté de lo lindo. Hice amigos nuevos, aprendí cosas nuevas, tuve nuevas experiencias...

Pero también es cierto que fue una época en la que descubrí el poder de la envidia, de los malentendidos y también de la mala leche. Fue una etapa de lo más completa.

—¡Hola, Rocío! —me dijo Jose llegando a mi clase para irnos al recreo.

Como cada día desde que lo conocí hacía ya nueve años siempre era igual, solo que en el instituto sí tenía motivos para saludarme porque no estábamos en la misma clase. Le sonreí y lo saludé de vuelta y fuimos directos hacia la cafetería del instituto para comprarnos un bocadillo.

—¿Has visto a Clara? —me preguntó cuando, tras una intensa y encarnizada lucha, conseguimos hacernos con un par de bocatas de tortilla.

—Lleva unos días muy rara, creo que le pasa algo.

Se sorprendió bastante por aquello. Él parecía no haberse percatado de nada, pero en realidad no solía hacerlo, así que no me extrañaba.

—¿Por eso no está por aquí? —preguntó de nuevo mirando para todos lados.

Yo me encogí de hombros no sabiendo qué responderle. Tenía una vaga idea de por qué estaba ausente pero no sabía si decírselo a Jose o no.

—¿Qué pasa, Rocío?

Me sorprendí entonces yo, porque sí que se dio cuenta de que me pasaba algo. También se dio cuenta de mi gesto.

—¡Oh, vamos! No soy tonto. Pones esa cara cuando no sabes cómo salir de atolladero. No sabes mentir, pero tampoco saber cómo decir la verdad. Casi te pones bizca del esfuerzo.

—¡Eeeeeh! —le dije con falsa indignación.

Le pegué un golpe en el brazo y ambos nos reímos, pero cuando la risa cesó volvió a preguntarme. Y sí, tenía razón en que no sabía cómo decirle la verdad.

—Creo que le gustas —le solté de sopetón.

Reconozco que fue una mala idea decírselo así y justo cuando acababa de morder su bocadillo, porque comenzó a toser y acabó escupiéndome tortilla. En realidad fue divertido, pero solo cuando comprobé que no iba a morir asfixiado ni nada de eso.

—¿Por qué crees eso?

—Porque me preguntó el otro día si me gustabas —expliqué simplemente. Estaba claro lo que eso significaba.

—¿Por qué te iba a preguntar eso? —preguntó de nuevo pero con una voz más chillona.

Fruncí el ceño no porque me gustara —porque no me gustaba—, pero parecía casi indignado por eso. No creía que dudara de sus posibilidades de gustar a alguien, pero me dio la sensación de que veía inconcebible que le gustara yo, y seguro que no quería decirme que no. Como si yo le fuera a decir que sí. ¡Qué se creía!

Era un chico normal, tampoco era un guaperas. La única ventaja que tenía con respecto a los demás es que ya no tenía espinillas en la cara. Ya había pegado el estirón, aunque tampoco es que fuera muy alto, y era más bien corpulento, con hombros anchos. No tenía pelo de guaperas, tenía el pelo negro con un remolino en la frente que hacía que se le levantara un poco al más puro estilo Tintín. Los ojos tampoco eran llamativos, sino marrones de lo más normal. Y además tenía un picotazo en uno de los paletones, aunque sí tenía una sonrisa bonita. Pero no, no era ningún guaperas ni me gustaba, que no se lo tuviera tan creído.

—Tienes cara de mala leche —me advirtió.

—No sé por qué me preguntó eso —contesté pasando de su último comentario—. Fue cuando fuimos al cine los tres.

—¿Entonces crees que le gusto?

—Si no lo creyera no te lo hubiera dicho, so idiota.

Parecía que esa idea no le parecía tan mala y me vi analizando la situación que se me planteaba. Por un lado me alegraba que mis dos mejores amigos se gustaran y salieran, porque para eso soy una romántica. Pero por otro me preocupaba que de empezar a salir me dejaran de lado, aunque sé que eso no podía ocurrir.

—¿Qué pasa, te...?

—¡Hey, Roci! —La voz de Seoane un compañero idiota de clase me interrumpió.

Tengo que reconocer que odiaba que me llamaran Roci. Había muchas opciones pero al idiota y su grupito parecía que no se les había ocurrido alguno mejor. No eran matones porque lo cierto es que en mi instituto no había de esos, como los niñatos malcriados que hoy destrozan a base de bullying a los demás. No, tengo que parar ese hilo de pensamientos sobre mi trabajo, sigo sin querer entristecerme más, solo quiero llegar a la razón de mi mal karma.

—Hola, Seoane —contesté con desgana llamándole por el apellido como todo el mundo hacía.

Estaba de pie delante de nosotros, con tres amigos más que siempre iban juntos. Jose y yo teníamos que inclinar la cabeza hacia arriba para mirarlos por donde estábamos sentados. Era una incómoda posición, además de que la claridad molestaba mucho más así, por lo que tenía que ponerme la mano de visera y entrecerrar los ojos para enfocarlo bien. Una de las desventajas de los ojos claros.

—¿Es verdad eso que dicen?

Si tuviera que saber todas las tonterías que decíamos niños de quince o dieciséis años no me cabrían en el cerebro cosas importantes como saber cuánto eran dos más dos, así que no, no sabía si era verdad y así se lo hice saber.

—Dicen que eres una llorica.

No sabía de qué estaba hablando.

—Todavía te parto la cara —dijo entonces Jose que se iba a levantar del escalón en el que estábamos sentados, pero lo sujeté.

Me parecía bien tener el apoyo de mi amigo pero no lo necesitaba con ese idiota. Era mucho de boquilla, pero poco más. En realidad era bastante inofensivo.

—Déjalo, es un idiota —le dije a Jose.

—Pero no niegas que eres una llorica —insistió.

—¿Se supone que tengo que saber de lo que hablas?

—¡Vamos, Roci! Se dice por ahí que tienes miedo a los sitios cerrados. Que lloras y pataleas como una niña de tres años.

Apreté la mandíbula para relajarme un poco. Solo mi familia cercana y dos amigos sabían que tenía pánico a los espacios cerrados. Mi madre siempre me había tratado de tranquilizar al respecto, diciéndome que no era malo tener miedo a algo, pero que nunca dejara que mi vida se pudiera regir por ese miedo. No sabía bien lo que significaba, creía que era una de esas frases de madre que tiene sentido solo cuando eres madre.

Por la cara que vi que tenía Jose supe que él no había dicho nada a nadie, porque si en algún momento soltaba su brazo sabía que saltaría a partir caras tal y como había prometido.

—En primer lugar, mi nombre es Rocío, no Roci —comencé poniéndome yo de pie para estar a su altura. Vi que Jose me siguió pero me dejó al mando. Era el mejor—. Mi nombre es muy bonito y no me da vergüenza que me llamen por él. No lo que tiene que ser el tuyo, que prefieres que te llamen Seoane. ¿Qué clase de apellido es ese de todas formas?

—Es un apellido gallego, colega —explicó con pomposidad.

—Es un apellido pedante. Y con respecto a tu pregunta: no. No soy una llorica.

—Pues no es eso lo que se cuenta —insistió.

—No te tendrías que creer todo lo que se cuenta. Seguro que tu padre dice que tu apellido es genial y ya ves que no tiene ni idea.

Se estaba cabreando, como era normal. Aunque tampoco es que yo estuviera diciendo ninguna mentira, tenía un apellido horrible. Iba a irme de allí, el recreo iba a acabar pronto y no tenía ganas de continuar con aquella absurda conversación con gente que no me aportaba nada en realidad.

—Demuéstralo —dijo de pronto cuando ya nos habíamos dado la vuelta.

—No tengo por qué, pero gracias —le contesté muy digna.

—¡Bah! También va a ser verdad lo que dijeron de que no había huevos de hacerlo.

Escuché un leve gemido de Jose, que iba a mi lado, y que sabía lo que iba a pasar a continuación. En verdad también yo lo sabía, porque si había algo que pudiera superar a cualquiera de mis miedos o a mi sentido común, era el decirme que no iba a ser capaz de hacerlo.

—¿Qué tienes pensado?

Sí. Efectivamente entré al trapo como un miura al capote. Él sonrió, con sus dientes perfectos de los que tanto se jactaba.

—Te retamos a que te encierres solo... ¿dos horitas? —dijo como si se le estuviera ocurriendo sobre la marcha.

Dos horas eran ciento veinte minutos. Eternos minutos. Pero no me iba a achantar y menos ante un reto de estos idiotas.

—¿En una clase? —pregunté. Bueno, eso no me daba claustrofobia, pero tenía que intentarlo por si eran tan idiotas de caer.

—Sí, claro —se burló. No, no había caído—. En el armario en el que tiene las cosas de limpieza Juan.

Juan era el conserje del instituto y siempre estaba protestando del cuartucho en el que tenía que dejarlo todo. Me estaba empezando a agobiar y se me tuvo que notar en la cara, porque de pronto vi su expresión de suficiencia y traté de recomponerme. Creo que no tuve mucho éxito.

—Va...le —titubeé y luego me aclaré la garganta para parecer más segura, aunque era fachada porque tenía la sensación de que me iba a caer—. ¿Cuándo? Y lo más importante, ¿qué gano yo a cambio?

—Podemos hacerlo ahora. Y por supuesto que lo que tú quieras.

Sus amigos no decían nada pero estaban de lo más divertidos. Eran unos borregos idiotas, casi más idiotas que borregos que ya era decir.

—Ahora tenemos clases, tontolaba.

Se encogió de hombros como si le diera igual. Claro, como la que se iba a saltar las clases era yo. Me negaba a tener faltas y menos por una tontería así.

—De acuerdo, pues esta tarde. Hasta las seis que cierran tenemos tiempo.

—Vale. Morderéis el polvo... los cuatro —avisé.

Ellos volvieron a reír.

—Es un reto que tendréis que cumplir. De hecho quiero testigos.

No sé por qué dije aquello pues Julio, otro de los idiotas, comenzó a llamar a los que estaban más cerca de nosotros que eran los que estaban jugando al fútbol para que hicieran de testigos del desafío. Claro que también se apuntaban a ver cómo chillaba esa misma tarde. ¡Qué bien que les pillara de camino a su entrenamiento de fútbol en extraescolares! ¡Yupiiiii!

Las clases terminaban a las tres menos cuarto y salí corriendo a casa, tenía poco tiempo hasta las cuatro que haría lo más horrible para mí. Apenas comí porque tenía la sensación de que iba a vomitar. Mi madre se dio cuenta pero cuando me preguntó le conté que me encontraba mal por la regla y, con una cara de entendimiento, lo dejó estar.

Poco antes de las cuatro estaba justo delante de mi muerte. Lo tenía claro. Iba a tener un ataque de pánico y me iba a morir o peor, iba a hacer el ridículo. Pensé en Clara, en cómo y por qué le había dicho al idiota mayor del reino mi mayor miedo. Y allí estaba ella. Parecía hasta arrepentida y no me quería mirar a la cara, así que no la obligué a ello. Si ya no quería mi amistad no se la iba a imponer, por lo que pasé por delante sin más.

Pero Jose también estaba y me miraba preocupado, aunque traté de tranquilizarlo con una sonrisa que no se creía nadie, mucho menos él. Menuda mala mentirosa que estaba hecha. Y bueno, medio segundo curso estaba allí, esperando el espectáculo de una u otra forma. Sé que el conserje estaba flipando por ver allí a tantos alumnos de pronto, pero no nos echó cuentas.

Quiero pensar que la mayoría de mis compañeros estaban de mi parte y no de los idiotas, pero tampoco es que me importara demasiado porque por mucho que me apoyaran, al final sería yo quien se metería ahí dentro sin espacio ni oxígeno suficiente.

Mi amigo me cogió de la mano un momento y me apartó un poco de los demás, seguramente para decirme que me echara atrás, cosa que los dos sabíamos que no iba a ocurrir.

—Lo he medido y calculado. Está muy bien dar matemáticas y los metros cúbicos y esas cosas porque es todo un...

—Jose, Jose, Jose —lo interrumpí impaciente. No sabía de lo que estaba hablando y ya estaba lo bastante nerviosa—. ¿De qué hablas?

—Vale, perdona. Lo he calculado y tienes oxígeno suficiente para casi seis horas —resumió sonriente.

Era el triple de lo que yo iba a estar ahí pero ponía en duda los cálculos. Capaz de no haber tenido en cuenta algo.

—¡En serio! No te preocupes que tienes pechá de tiempo. Además no está cerrada del todo la puerta porque tiene una rendija debajo. No voy a dejar que la cierre nadie. Claro que estos cálculos es si no te pones nerviosa y respiras demasiado rápido o te pones a hacer ejercicio.

Lo miré con un gesto de incredulidad mezclado con un "no me puedo creer que me digas esa tontería", si es que existe ese gesto, que sé que sí. La cuestión es que lo miré mal.

—¿Quieres que me ponga a hacer aerobic ahí dentro, Jose? ¿En serio?

—¡Eeeh! Yo solo te estoy animando. Eres rara a veces, no sé lo que vas a hacer ahí dentro.

—¡Enrrollarme con una escoba, no te jode! —Estaba perdiendo la paciencia.

Me sujetó por los hombros y se agachó levemente para poner su cara a la altura de la mía y que lo mirara fijo.

—Tranquila. Coges, te sientas y te relajas. ¡Eh, si te pones una caracola en el oído puedes escuchar el mar!

Negué con la cabeza, pensando que era tonto del todo.

—Vale, ¿tienes alguna caracola ahí para mí? —le pregunté sacando mi mala leche.

—¡Eh, tortolitos! ¡Que se nos va la hora! —Seoane interrumpió la charla absurda que llevábamos. En el fondo se lo tenía que agradecer.

Miré hacia donde Clara seguía con la cabeza gacha, aunque noté que estaba con el ceño fruncido.

—Estoy contigo. Tú tranqui —me dijo Jose como despedida, haciendo que lo volviera a mirar.

Tenía la impresión de que caminaba directa hacia mi muerte, pero lo hice andando con seguridad hacia el cuartillo que vería por última vez. A lo mejor no era tan malo ese paso, lo mismo había algo después de la vida y allí estaban mis abuelos y mi padre, que había muerto hacía tres años. Casi me puse contenta por poder verlo de nuevo, pero no me podía dejar llevar por la negatividad. Iba a sobrevivir.

Jose me había dicho que tendría oxígeno para casi seis horas. Deseaba que no me hubiera mentido y ese casi no significara que en realidad tenía para hora y media. No. Tendría suficiente, a pesar de no tener una caracola a mano.

Entré en aquella habitación, por llamarla de alguna forma. Miré rápidamente alrededor y observé cacharros por todas partes, palos de escoba, fregonas, cubos y productos de limpieza. Y donde tendría que haber una bombilla no había nada. Me cerraron la puerta sin miramientos. Estupendo. No solo me encerraban sino que además me dejaron en la más absoluta oscuridad, exceptuando aquella rendija que Jose me había asegurado no permitiría que taparan.

Comencé a respirar a mayor ritmo. Notaba mi corazón y mi pulso acelerarse por segundos y sabía que pronto vendría un ataque de pánico. Gritaría en breve y todo el mundo se reiría, pero al menos estaría viva y podría disfrutar de los años que me quedaran.

Escuché las risas de idiota de Seoane al otro lado y comenzó a gritarme cosas para ponerme más nerviosa, si es que eso era posible.

—Estás aguantando muy bien sin lloriquear aún, Roci —gritó desde fuera—. Ya solo queda una hora y cincuenta y cinco minutos nada más.

Escuché un forcejeo y deseé que Jose no se metiera en demasiados líos por mi culpa. No escuché después demasiadas risas, y ya no sabía si era porque estaba perdiendo la capacidad de escuchar porque mi cerebro estaba desconectando sentidos hasta que finalmente me desmayara, o porque a nadie le estaba haciendo ni puñetera gracia. Quise pensar que era lo segundo.

Volví a escuchar su voz canturreando mi nombre con sorna y comenzó a hervirme la sangre, y ya no por ansiedad sino de coraje puro y duro.

—En serio que te voy a partir la cara, tío. —La voz de mi amigo volvió a colarse a través de la puerta.

Me senté en el sitio en el que estaba, no quería moverme, tropezar con algo que tirara algún producto de limpieza y muriera asfixiada por los gases de la lejía y el amoníaco.

Puse mis manos sobre mis oídos para dejar de escuchar al idiota y me di cuenta de que al hacerlo escuché el mar. Me sorprendí bastante al principio y separé mis manos, pero cuando las volví a poner lo noté de nuevo. Supe que no necesitaba una caracola para escuchar el mar, así que hice lo que Jose me dijo. Simplemente me relajé.

Dejé de tener conciencia del tiempo. Tampoco escuchaba los minutos que Seoane decía que llevaba ni me importaba. Y sin darme cuenta de nada más, porque yo estaba lejos de allí, pasaron las dos horas pactadas.

Antes de que se abriera la puerta escuché de fondo aplausos y vítores que venían de fuera, por lo que me apresuré a quitarme las manos de los oídos y sonreí, para que pareciera que esa había sido la postura que había tenido todo el tiempo.

De pronto, los fluorescentes del pasillo me cegaron y, tras acostumbrarme de nuevo a la luz, vi la cara sonriente de mi amigo. Le sonreí de vuelta. Una sonrisa sincera que se convirtió en una sonrisa maquiavélica cuando miré a los idiotas, que ya no tenían cara de suficiencia.

Me puse de pie y estiré las piernas, que ya tenía cansadas de tenerlas cruzadas bajo mi cuerpo.

—Os dije que ibais a morder el polvo, chavales.

Recuerdo que Seoane asintió lentamente con la cabeza. Tenía una expresión extraña, como si me concediera el mérito de haber conseguido toda una hazaña. Bueno, por lo menos no tenía mal perder. Al día siguiente iba a cobrarme la venganza.

Los cité a la hora del recreo en el patio, justo en una zona de tierra que usábamos para hacer circuitos de orientación o para tratar de hacer lanzamiento de jabalina, aunque lo hacíamos con piquetas de madera. Allí, de nuevo rodeados por los que habían estado el día anterior y algunos más, les hice tragar tierra.

Al principio no se creyeron que fuera verdad, pero alegué que les dije varias veces que les iba a hacer morder el polvo y que tenía que cumplir mi palabra. Todos los que estaban allí comenzaron a gritar: «traga, traga, traga». Y pude observar con regodeo cómo lo hacían antes de tener arcadas. Apenas al morder un poco de tierra y ver sus caras de asco les permití acabar con aquello e irse a lavar la boca.

Los compañeros divertidos ante todo aquello, se dispersaron cuando se acabó el espectáculo. Volviendo cada uno con sus grupos.

—Te voy a pillar en alguna... Rocío —me dijo el idiota mayor al pasar por mi lado, remarcando mi nombre completo.

—Cuando quieras... Seoane —contesté en el mismo tono—. ¿En serio no tienes un nombre mejor que ese?

Recuerdo que me miró con una expresión extraña, negando con la cabeza. Tal vez el karma ha venido a por mí porque hice tragar tierra a unos tontos adolescentes. ¡Pero no puede ser porque mi venganza fue legal! ¡Yo fui su karma! Y encima sufrí la traición de mi mejor amiga.

Eso sí que es irónico. Estar aquí sentada en este escalón pensando en qué ha provocado una traición, y recordar la primera traición que sufrí. Me llevo las manos a mis oídos, tratando de escuchar de nuevo el mar y relajarme. 

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro