CAPÍTULO CINCUENTA Y UNO

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Mariana sintió una mezcla extraña de emociones al escuchar la respuesta de Ramiro. Miró de nuevo la libreta, preguntándose cómo las cosas podían ir tan mal y aún así considerarse una victoria. La partida de los hombres de Mackena de un momento a otro todavía la tenía confundida y alterada, a pesar de que nadie podría haberlo dicho al mirarla. Tenía que aparentar calma si no quería que los pocos compañeros de la Resistencia que aún quedaban no sucumbieran al miedo. Los escuchaba reunir los cuerpos de los caídos en el segundo piso, lo único que podrían hacer por ellos antes de quemarlo todo. 

—Tenemos que irnos —dijo, mientras tomaba la libreta—. Los pacos pueden llegar en cualquier momento. 

Ramiro se giró hacia ella, permitiéndole ver la verdadera envergadura de su agotamiento y cuán enormes eran las manchas de sangre que cubrían su ropa. Mariana asumió que toda debía ser de Roberto, lo que la hizo sentir un vacío en el estómago. Quiso pronunciar su nombre al ver que caminaba hacia el cuerpo del niño, pero fue incapaz de hablar. 

El joven se agachó para tomar en brazos el cadáver, acto que le hizo emitir un quejido ronco de dolor y llevarse la mano a un costado. 

—¿Estás herido? —No respondió, así que Mariana se le acercó, obligándolo a ponerse de pie. Ramiro estaba pálido y con los labios apretados—. Estás herido. 

—Estoy bien. 

—Muéstrame —espetó con fuerza, tanta que él dio un ligero respingo. 

Ramiro llevaba su acostumbrada cazadora azul y abajo una camisa de franela gris que seguramente tendría que tirar a la basura después de esa noche, sobre todo debido al rasgón en el costado izquierdo, a la altura de la cintura y la mancha oscura de que se iba extendiendo más y más. 

—No es grave. Me rozó cuando ella le disparó al niño. 

—¿Por qué lo hizo? Dijo que quería salvarlo...

—¿Pretendas que entienda a una mujer como ella? —le preguntó Ramiro, enojado—. No sé por qué lo mató. Primero me apuntó a mí, pero falló. Luego le disparó —sus ojos, al decir eso, buscaron a Roberto—. Debí matarla antes, pero también fallé. 

—No es tu culpa. 

—¿Entonces por qué... por qué duele tanto?

Al escucharlo, Mariana negó con la cabeza. Tenía cosas más apremiantes de las que ocuparse.

—Tenemos que curarte eso. Pero antes tenemos que salir de aquí. 

—¿Qué pasó allá abajo? 

Al ver que la joven no respondía, Ramiro se giró hacia ella. Mariana tragó saliva. 

—Fue... una carnicería. Mataron a muchos, pero de repente se fueron. —Los ojos oscuros de él la estudiaron con atención—. Él los guiaba. Héctor Seguel. 

Un gesto de comprensión endureció aún más el rostro de Ramiro. 

—Reconociste su voz...

—Cuando le hablé, les dijo que se retiraran. No sé por qué... Solo sé que en un principio, solo te querían vivo a ti. 

Quizás fue su impresión, pero le pareció ver una fugaz sonrisa asomando en la comisura izquierda de la boca del ex detective. 

—Abajo ya deben tener todo listo para quemar este sitio. Los pocos niños que quedaban ya salieron y el resto... —Se acercó a la puerta, pero él no se movió—. No nos queda tiempo.

—No lo dejaré aquí. 

Mariana tardó unos segundos en comprender a quién se refería. Cuando lo hizo, el cansancio y también la pena la hicieron cerrar los ojos un instante. 

—Te estoy diciendo que no tenemos tiempo, Ramiro. 

—No puedo dejarlo aquí, para que se queme con este lugar. 

—¿Y crees que para mí es fácil hacerlo? ¿Dejarlo a él y a todos los compañeros que perdí? ¿Dejarlos aquí y que luego sus cuerpos sean tirados a una fosa o se les identifique y sean tratados como delincuentes en las noticias? —Ramiro solo lució más cansado que antes ante su voz alzada—. No, no es fácil, pero no podemos hacer nada más. Ya hemos hecho todo lo que hemos podido... —Se detuvo un segundo, antes de alzar el libro con los nombres de los clientes de ese lugar—. Trataré de convencerme de que todo ha valido la pena por esto. 

—Fue él quién me lo entregó... justo antes de morir. Me dijo dónde encontrarlo. Él lo sabía, sabía que ese libro existía y antes de... 

—En su honor —lo cortó Mariana—, tenemos que decidir cuál es el mejor uso para darle a esta información. 

—¿Qué otro uso podemos darle? Hay que buscarlos a todos y...

—¿Matarlos? —La joven negó levemente con la cabeza—. No, Ramiro. Sé que te he hecho creer que mis recursos son algo así como ilimitados, pero no lo son. Y aunque los tuviera, no arriesgaría la vida de mi gente por cada hijo de puta anotado en este libro. Sobre mí pesa su sangre...

Llegó a la puerta y miró hacia el segundo piso, donde los cuerpos de parte de sus compañeros muertos estaban dispuestos, uno junto a otro, en el pasillo. Escuchó a Ramiro acercarse. 

—¿Entonces?

—Le haremos copias para resguardarnos de cualquier cosa. Se las entregaremos a Frank para que la use en lo que estás escribiendo... y luego se lo llevarás al fiscal que está investigando el secuestro de Vicente.



****************************************



Héctor Seguel llegó al lugar que llevaba meses usando como su casa, si es que la construcción podía ser catalogada como tal. En algún momento, quizás, lo había sido. Antes de que Salvador Mackena la remodelara hasta convertirla en un centro de torturas y lo pusiera a él, cual minotauro en el laberinto, como custodio. 

A pesar de todo, a él le gustaba, especialmente por lo alejada que estaba del resto de la ciudad. Al menos esa sensación tenía cuando subía en el auto por el camino de tierra hasta la cima de ese cerro achatado y desde el cual era posible vislumbrar gran parte del sector oriente de Santiago. Apostado allí, era fácil escuchar cuando se acercaba algún vehículo, y también olvidarse que a solo unos kilómetros de distancia las calles estaban abarrotadas de personas que parecían no callarse nunca. 

Cuando cruzó el umbral, comenzó a despojarse de su ropa, sucia de sudor y de sangre. Ni una gota era suya, lo que lo hacía aún peor. A diferencia de Durán, a él no le gustaba mancharse con los trabajos. Lo detestaba, en realidad. Algunas de las manchas debían ser de los hombres que Mackena había contratado, profesionales con los que había sido fácil trabajar, aunque no agradable. Él siempre había trabajado mejor solo. Pero claro, solo no hubiera podido enfrentarse a los que acompañaban a Ramiro Aránguiz. Uno tenía que conocer sus límites y aunque los jóvenes que habían tomado el querido local de su jefe eran poco más que novatos, habían dado la pelea. Cuatro esbirros de Mackena habían muerto, nada menos que cuatro. 

Aún así, Seguel sabía que de haberlo querido, habrían acabado con todos ellos. Tal vez no tan rápido como le hubiera gustado, pero tarde o temprano hubieran caído todos. 

Incluso ella. 

Daniel Martínez se lo había dicho, muchos meses atrás. Solo que él no había podido descubrir, ni siquiera a base de golpes y cosas peores, a qué o quién se refería exactamente. Pero se lo había dicho. 

—No sabes con quién te estás metiendo... 

—Yo solo veo a un hombre que le queda poco por delante si no habla —dijo su propia voz en sus recuerdos. 

Entonces, Daniel había reído, escupiendo sangre. 

—No hablo de mí, hueón. Yo no soy nadie. Por encima mío, hay alguien que va a acabar contigo y luego con tu jefe. Solo dale tiempo. 

Días después, había muerto en un auto, sin decir el nombre de aquella persona, ni de ninguna otra. Héctor Seguel había conocido a varios capaces de mantenerse firmes hasta el final, pero a ninguno que lo mirara como lo hizo Daniel Martínez, sabiendo que él se iría, pero otro (u otra) haría el resto del trabajo por él. Como si aceptara fácilmente que allí terminara su papel. 

Espero que tengas muchas balas, Cóndor. 

Tenía muchas balas, demasiadas. Trabajando para Salvador Mackena, tendría a su disposición todas las balas que quisiera o que necesitara. Pero, ya desde la noche en que había matado a Daniel Martínez sabía que estas no serían suficientes. Que en las sombras se movía alguien tan hábil como para inclinar la balanza a su favor, a pesar de las ventajas de su jefe. Ahora ya sabía quién era y con solo escuchar su voz comprobó que Martínez tenía razón. Si Mariana Duarte, la hija del hombre que en una época había sido su mejor amigo, estaba involucrada, significaba que la balanza dejaba de estar inclinada hacia el bando del secretario ministerial.

Cóndor. 

Cerró los ojos y obligó a su cerebro a rememorar el timbre exacto de su voz, la forma en que esta se había alzado en medio del enfrentamiento para hablarle directamente a él. Y al final, cómo lo había llamado por su apodo sin titubear. Habían pasado muchos años y durante estos ella había crecido, pasando de la adolescencia a la adultez. Y con parte de la juventud, se había ido el miedo, para ser reemplazado por odio, por deseos de venganza. 

Ahora era Mackena quien no tenía idea de con quién se estaba metiendo. De haberlo sabido, de haber siquiera imaginado que la presa en todo eso era él, habría dejado de pensar tanto en Ramiro Aránguiz para tomar sus cosas e irse del país, ahora que aún tenía tiempo. Había tenido suerte hasta entonces, pero no la tendría por siempre. 

Seguel sonrió. 



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Manuel escuchó cómo la llave rebuscaba en la cerradura hasta abrir la puerta. Se puso de pie, sin saber muy bien por qué, seguramente por el enorme nerviosismo que lo embargaba. Vio su silueta perfilada por la luz débil del exterior, hasta que no la vio más. Prendió la lámpara que tenía a la derecha, mientras Mariana cerraba. 

La joven dio un respingo de sorpresa. Su mano derecha viajó con rapidez hasta el bolsillo. Toda su postura indicaba miedo y también estado de alerta. Al ver quién la esperaba, se relajó, al menos un poco. 

—No hagas eso... no me sorprendas así. 

—Lo siento, es que...

—Podría haberte...

Manuel se acercó, quedando a solo unos pasos de ella. La había visto cansada antes, pero esa noche su expresión transparentaba algo más, algo casi tan alarmante como la sangre que cubría algunas zonas de su ropa. 

—Mariana...

Ella lo miró, tensa. Luego dejó caer las manos a los costados del cuerpo y agachó la cabeza. Sus hombros fueron lo primero que acusó el llanto. Temblaban, haciéndola ver como una niña  aterida de frío. Cuando el muchacho llegó frente a ella, la mujer lo atrajo hacia sí, abrazándolo con fuerza. 

Manuel se quedó inmóvil al principio. Una parte de sí quería obligarla a contar por qué estaba así, qué había ocurrido para que llegara cubierta de sangre y tan vulnerable como para llorar de esa manera frente a él. Sin embargo, al ver que sus sollozos no remitían, alzó las manos y las posó en su espalda con firmeza. Se dijo que no importaban los motivos; lo único que importaba en ese momento era que ella había vuelto y que necesitaba de su compañía. 

Él era el único capaz de abrazarla allí. 



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Ramiro detuvo el auto frente a la casa amarilla. Apretar el freno con su pie mandó un relámpago de dolor al resto de su cuerpo, asentándose luego en la herida en su costado. Sentía que la cabeza le daba vueltas y que toda la piel del torso le tiraba. No había querido mirarse el surco abierto por la bala, pero sabía que era más grave de lo que le había dicho a Mariana. Por fortuna ella estaba tan ocupada con finiquitar el ataque de esa noche, que no pudo ver cómo su rostro se torcía de dolor cuando debía ayudar a mover algún cuerpo o cuando bajó cada tramo de escalera. Para cuando el auto negro con los niños que la gente de Mackena había prostituido en el local partió rumbo a la comisaría más cercana y dos de los pocos jóvenes, compañeros de Mariana, prendían la casa en llamas, él apenas podía sostenerse en pie. 

Se dijo que lo más probable es que se debiera a la pérdida de sangre, no a la gravedad de la herida en sí. Rogó que así fuera cuando se subió a otro auto negro y Mariana lo llevó hasta la calle donde había dejado estacionado su escarabajo. Ninguno dijo nada en el trayecto, cosa que Ramiro agradeció. Ya en su vehículo, tardó casi cinco minutos en enfocarse lo suficiente para hacerlo partir. Lentamente al principio, condujo rumbo a su casa. Cuando se dio cuenta que la vista se le nublaba a intervalos cada vez más regulares, asumió que probablemente no podría llegar a su destino. 

Fue entonces cuando recordó a Ernesto. 

Ahora estaba frente a la consulta clandestina del hombre, pero no tenía la energía suficiente para bajarse del auto. Cerró lo ojos y respiró hondo, dos, cinco, diez veces. Lo hizo hasta que sintió que su cuerpo dejaba de temblar un poco. Abrió la puerta y salió con cuidado, dejando escapar un quejido ahogado entre los dientes. Se llevó la mano a la herida, manchando esta aún más con su sangre. Ya no habría podido decir cuánto de la de Roberto permanecía en sus dedos. Cerró la portezuela con toda la fuerza que pudo reunir y caminó hacia la puerta de la casa. 

Ya frente a ella, golpeó. No supo por cuánto tiempo, porque ya no le era fácil contar los segundos. Incluso los sonidos sonaban lejanos, ahogados. Tampoco notó cuando se sentó en el suelo. Para cuando el médico abrió, él estaba recostado en el concreto frío, al borde de la inconsciencia. 

—Pero, qué mierda...

—Sé que se lo prometí... las entradas par... el partido. Se lo juro... esta vez sí le pagaré...

Después de eso, Ramiro no recordaba nada más. 



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—No sé si sea buena idea que lo vayamos a buscar, estando su familia ahí. 

Frank tomó un sorbo de su café, mientras Hugo, frente a él, meditaba en sus palabras. Pasados unos segundos, el hombre se encogió ligeramente de hombros. 

—Los conocí una vez, a los Santander... No son muy simpáticos que digamos, aunque bueno, yo estaba acompañando a Ramiro, así que...

—Las veces que hemos ido a verlo, ellos no estaban. Pero ahora, de seguro irán a buscarlo. Y no sé si se pongan muy felices al vernos. 

Hugo le dio un considerable mordisco a su tostada, la que masticó y tragó antes de responder. 

—Bueno, pero Vicente seguro que querrá verlos. Sobre todo hoy. Además, andarán con Mariana. Se ve que ella es capaz de hacer que le abran los archivos de la DINA con solo pedirlo. 

El periodista sonrió. 

—Eso es verdad. 

—Si quieres los acompaño.

La voz del detective sonó firme al decir eso, pero a Frank le bastó un vistazo para darse cuenta que tenía otros planes. 

—No —murmuró—. Es mejor que tú vayas a ver qué tal está Ramiro, para evitar que...

—¿Que se aparezca por el hospital?

Ambos se miraron unos segundos. 

—Tarde o temprano tendrán que toparse, pero no creo que este sea el mejor momento. 

Hugo estuvo de acuerdo. Iba a decir algo más, cuando escuchó que Gabriela, recién bañada y vestida, se acercaba por el pasillo hacia el comedor. Al llegar al comedor, la niña lo saludó con un murmullo y luego se sentó junto a su tío, sin apenas mirarlo. Desde el día anterior que estaban así, distantes. Pero Hugo, como padre de dos hijas, sabía que esas cosas ocurrían seguido, sobre todo en la pubertad y la adolescencia. A veces eran problemas reales, otras veces era solo el cansancio que provocaba crecer centímetros sin parar o hambre. 

—¿Te hago tostadas? —Le preguntó nada más se sentó. 

—Por favor. 

Hugo sonrió antes de ponerse de pie e irse a la cocina. Esperó escuchar a la distancia las voces de ambos, pero no lo hizo. Tío y sobrina no se dijeron nada. El resto del desayuno lo ingirieron en silencio, hasta que llegaron Mariana y Manuel. 



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 A Vicente acababan de hacerle la última revisión general antes del alta cuando llegó el fiscal Lagos. El hombre incluso se cruzó con la enfermera a pasos de la puerta, a quien le preguntó por el estado del paciente, mientras este estiraba la ropa que su madre le había traído para su marcha. Era un traje negro, una camisa blanca muy bien planchada y la corbata que más odiaba dentro de las que tenía. Pero eso no importaba. Estaba tan impaciente por irse que lo hubiera hecho con la bata del hospital de no haber tenido más opción. 

Siguió preparando su ropa cuando el fiscal entró en la habitación, aunque su cuerpo no pudo evitar tensarse. Esperaba esa visita, pero eso no implicaba que estuviera listo para enfrentarse a ella. 

—Señor Santander —comenzó Lagos, aún junto a la puerta—, me alegró mucho que esté en condiciones de volver a su casa. 

Por fin, Vicente lo miró. Cuando Andrade, su profesor, le había hablado de él, sostuvo sin un ápice de duda que era el indicado. "justo el hombre que necesitamos", fueron sus palabras exactas. Y Vicente, al conocerlo, había llegado a la conclusión que el juez probablemente tenía razón. Lagos era solo unos años mayor que él, una década en el mejor de los casos, y quizás por eso aún no se daba cuenta que en Chile no tenía mucho sentido ser decente. Era un hombre bueno, un fiscal con ganas de hacer su trabajo. Como Bascuñán, años atrás. Y tal como en el caso del profesor, decirle la verdad era ponerlo en peligro. 

—¿Qué necesita?

—Me imagino que usted lo sabe muy bien. Necesito que hablamos sobre lo que le ocurrió. Si no vine antes, fue únicamente por su estado. Pero creo que ya es tiempo de...

—No tengo nada que decirle. —Vicente dejó a un lado la camisa que sostenía entre las manos y se sentó en el borde de la cama—. No sé quién me secuestró, ni quien me agredió. Lo siento. 

Lagos le sostuvo la mirada por largos segundos antes de hablar. 

—No, señor Santander. Quien lo siente soy yo. Me apena ver que no confía en mi ayuda lo suficiente para decirme la verdad. Supongo que no queda más remedio que hacerlo de manera más formal. 

—¿Me va a citar a declarar?

—El lunes, a las nueve de la mañana. En la fiscalía. 

Vicente asintió. 

—Le diré allí lo mismo que le dije aquí. 

—Tal vez. Pero eso no quita que tenga que tenga que segur el debido proceso. Por lo mismo, citaré a Manuel Ortiz para este viernes. 

El joven apretó la mandíbula al escucharlo. 

—Manuel no vio nada. 

—¿Nada? a usted lo secuestraron frente a él. Claro que vio algo. Y espero que para ese joven, su vida sí tenga el valor suficiente como para decir la verdad. 

Lagos le dio la espalda y Vicente se puso de pie con rapidez para impedir que se fuera. 

—Por favor... —dijo, algo mareado. 

—No se sobre esfuerce. —El hombre se giró hacia él, el ceño fruncido—. Y no pida ahora que no haga mi trabajo. Es demasiado tarde. 

—Esto es por su bien. Créame, no sabe...

—Sé más de lo que supone. y no puedo culparlo. Fueron muchos los días que estuvo encerrado, primero donde sea que lo hayan tenido y luego aquí. Pero tiene que entender algo, señor Santander. Mientras eso sucedía, muchas otras cosas sucedieron. Su secuestro no es ni de lejos el único crimen que estoy investigando. Y si usted, o incluso Manuel Ortiz, no me dicen lo que espero escuchar, no importa. Habrán otras formas para que lleve a Salvador Mackena a juicio. 

Vicente sintió que un escalofrío le recorría las extremidades. Si Lagos notó su reacción, no dijo ni hizo nada al respecto. Simplemente dio la estocada final de su discurso. 

—Quién diría que Ramiro Aránguiz estaría más dispuesto a cooperar que usted. A su forma, claro. 



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Ramiro despertó o comenzó a despertar cuando la luz del sol entraba con fuerza por la ventana. Pestañeó hasta que sus ojos se acostumbraron a la iluminación y luego, olvidando dónde estaba y por qué, intentó ponerse de pie. Nada más moverse, un fuerte dolor lo aquejó en su costado izquierdo. Se dejó caer sobre la cama, jadeando, y el sonido atrajo a una silueta que se le acercó rápidamente. 

—No se mueva, hombre. A menos que quiera abrir de nuevo todo lo que cosí. 

Unas manos firmes lo obligaron a apoyar por completo la espalda en lo que, entendió de pronto, no era una cama, sino una camilla. Tardó unos segundos más en reconocer el rostro que tenía a unos palmos de distancia. 

—Usted... ¿Cómo llegué aquí?

—Teniendo en cuenta la cantidad de sangre que perdió, yo me pregunto lo mismo. Se lo hubiera preguntado anoche, pero cayó inconsciente antes de que pudiera decirle cualquier cosa. 

Ernesto rodeó la camilla y comprobó los vendajes de la herida, que envolvían a Ramiro entre la cintura y la cadera. Cuando comprobó que todo estaba en orden, volvió a mirarlo. 

—Supongo que no tiene caso que le pregunte cómo o quién le hizo esto, ¿verdad?

—No, a menos que quiera que le mienta. 

—A ver, miéntame.

—Fue un puma. 

El doctor soltó una carcajada. Ramiro, en la medida en que su cuerpo se lo permitía, también. 

—Ahora dígame usted la verdad, no me mienta: ¿es muy grave?

Ernesto negó con la cabeza. 

—No más que la herida con la que trajo a su amigo la última vez. Fue superficial, solo que sangró mucho. Pero sobrevivirá. Claro, mientras no se agarre a balazos con nadie. —Ramiro, al escucharlo, intentó erguirse, pero el hombre lo detuvo—. Lo que no quiere decir que pueda parar e irse. Mínimo se quedará aquí el resto de la tarde...

—No puedo. Tengo que volver a mi casa. 

—¿Y dónde queda su casa? ¿En la cueva de un puma?

—No, en Quinta Normal. 

—Muy bien. Entonces lo iré a dejar. —Ramiro lo contempló, confundido—. Sí, puedo manejar el bonito auto que dejó mal estacionado frente a mi casa y luego usted me paga un taxi de vuelta a aquí. Y de paso me pasa el dinero para la entrada del partido que me prometió. 

Ramiro, sonriendo levemente, asintió. 



*******************************************



El silencio dentro del auto de Mariana pasó a ser una especie de sonido, una vibración en baja frecuencia oculta casi todo el tiempo por el ruido del motor. Al principio, Frank pensó que se debía a la tensión entre él y Gabriela; cuando ya habían recorrido un par de kilómetros, sin embargo, se dio cuenta que tal silencio provenía también de Manuel y de Mariana. 

Fue esta última quien más le preocupó. Lucía pálida y ojerosa, distraída. Había intentado buscar su mirada en el espejo retrovisor o en algunas de las ocasiones que ella tenía que girarse hacia él para girar a la derecha por una calle, pero ella siempre le rehuía. En un momento, mientras esperaban que un semáforo diera verde y teniendo su mano a solo unos centímetros, apoyada en la manilla de cambios, estuvo tentada a tomársela, para demostrarle que no importaba el silencio, él estaba ahí en caso de que ella lo necesitara. Pero no lo hizo. Pasados unos minutos, escondió la mano en el bolsillo de su chaqueta y se concentró en lo que había más allá de la ventanilla. 

Cuando por fin llegaron al hospital, Mariana fue la primera en bajarse, nada más estacionar. Manuel y Gabriela hicieron lo mismo, dejándolo solo dentro del auto. Finalmente, y sintiéndose muy cansado de pronto, él también bajó. 

Los cuatro recorrieron la explanada hasta la entrada del establecimiento, en cuya recepción vieron a una mujer de unos sesenta años, bien vestida, acompañada de un hombre aproximadamente de su edad, alto y con un uniforme de la Fuerza Aérea. Era la primera que los veía, pero Frank supo de inmediato que eran la madre y el hermano de Vicente, Matías Santander. Este último, en particular, era muy parecido al abogado. Ellos, a su vez, reconocieron a Manuel, quien los saludó con un gesto que solo la mujer respondió. 

De pronto, por el costado del uniformado, apareció un hombre de traje y aire ejecutivo. Al verlos, se les acercó. 

—Buenos días, soy el fiscal a cargo del caso de Vicente. —Saludó a cada uno, incluida a Gabriela y a Manuel, con un estrechón de manos—. Me llamo Eduardo Lagos.   

—Buenos días —le dijo Frank—. ¿Qué se le ofrece?

—Hablar con Manuel. —Lo miró con atención, los párpados entrecerrados, como si estuviera haciendo memoria—. Disculpe, ¿usted es...?

—Francisco Rodríguez, un amigo de Vicente. 

—Recuerdo que él alguna vez lo nombró. Es periodista, ¿verdad?

—Sí. 

—Un gusto. —Se giró entonces hacia Mariana—. ¿Y usted?

La joven le sonrió de lado. 

—Andrea. ¿Qué necesita hablar con Manuel?

—¿Es usted su familiar?

—Su hermana. 

El fiscal dibujó una expresión de asombro. 

—Qué bueno, porque quería notificar al joven de que está citado a la fiscalía este viernes a las nueve de la mañana, para declarar sobre el secuestro de Vicente Santander. 

Todos se quedaron inmóviles, excepto el aludido, que miró a Mariana, que se hallaba a su espalda. Ella, sin quitarle la vista del encima a Lagos, puso una mano sobre el hombre del muchacho. 

—Es solo un niño. 

—Lo sé, pero es el único testigo que tenemos. No es de mi agrado hacerlo pasar por esto, de verdad... —El hombre buscó con la mirada a Frank, en quien quizás esperaba encontrar algo de apoyo, pero este este estaba tan contrariado como Mariana o Manuel—. No me queda más remedio. 

Mariana respiró hondo tres veces, antes de asentir. 

—Allí estaremos. —Al ver que las cejas del fiscal se movían con cierta sorpresa, endureció su tono—. Supongo que su hermana lo puede acompañar. 

—Claro, claro. 

Eduardo Lagos se irguió un poco más y luego se despidió. Hizo lo mismo con la madre y el hermano de Vicente, para posteriormente salir del hospital. Tras su partida, en la recepción, fuera de algunas personas que esperaban en unas sillas a unos metros de distancia, solo quedaron los familiares de Vicente y ellos. Pasados unos segundos, Mariana dijo las palabras que Manuel no se atrevía aún a pronunciar. 

—Interrogatorio. 

—Está haciendo su trabajo —murmuró Frank. 

—Lo sé. Es solo que...

—¿Qué?

Mariana lo miró. 

—Nada. 

Frank podría haber hecho el esfuerzo para creerse su mentira, pero no lo hizo. Ya no soportaba más sus silencios. 

—¿Podemos hablar un momento? —Tanto Manuel como Gabriela le lanzaron miradas cargadas de curiosidad, pero por esa vez, las ignoró. No dejó de contemplar a Mariana, quien lo observa a su vez con interés y cansancio. 

—Claro —dijo por fin, alejándose unos pasos hacia la puerta. Frank la siguió, sintiendo sobre sí los ojos no solo de su sobrina y Manuel, sino también del hermano y la mamá de Vicente—. ¿Qué pasa?

—No, ¿qué te pasa a ti? Has estado todo el viaje muy callada y... no sé, estás... ¿Estás bien?

Mariana inspiró hondo, antes de pestañear un par de veces y clavar la mirada en el suelo. Al verla a la luz del día que provenía del exterior, Frank se preguntó cuántas horas había logrado dormir la noche anterior, o si había dormido siquiera. 

—Estoy bien. Pero anoche... anoche fue difícil. Muy difícil. 

—¿Por qué? ¿Qué pasó?

—Trabajo. Fue una noche de trabajo. 

—¿Trabajo... o esas misiones que te traes entre manos con Ramiro? 

Mariana sonrió. 

—Puedes llamarlas como quieras... Lo importante es que son otra forma de lograr que todo esto termine de una vez. —Lentamente, como si tuviera los músculos agarrotados, buscó en un bolsillo interior de su chaqueta de mezclilla, hasta dar con un montó de hojas blancas, de copias—. Anoche fue muy difícil, Frank. Por un momento, pensé que viviría para contarlo. Pero aquí estoy... con esto. 

El extendió los papeles, que Frank tomó sin dejar de sostenerle la mirada. 

—¿Qué es esto?

—Algo que hace que lo de anoche valiera la pena. 

El periodista por fin leyó las hojas, frunciendo el ceño cada vez más. 

—No entiendo...

—Son los nombres de los clientes de un local regentado por Mackena —dijo Mariana en voz baja, para que solo él la escuchara—. Por las fechas, guarda la información de los dos últimos años. ¿Crees que eso pueda servir para tu investigación?

Frank la estudió con la boca abierta y los ojos brillantes. Mariana creyó que su expresión se debía a la sorpresa y a la satisfacción, pero no. Se equivocaba. 

—Esto no hubiera valido tu muerte. Nada podría compensar eso, ¿entiendes? Nada. 

—Esto es así. Un riesgo, un...

De pronto, lo tuvo muy cerca. Tan cerca que pudo sentir el calor de su aliento. 

—No quiero que te pase nada. —De pronto, Frank fue consciente de su proximidad y tragó saliva. Dio un paso atrás con lentitud, la cabeza gacha y los papeles junto a su pierna derecha—. Ni a ti, ni a Ramiro. A nadie. 

Mariana sintió deseos de abrazarlo. Se quedó quieta, sin embargo. Entonces, por un pasillo lateral apareció Vicente Santander acompañado de una enfermera. Vestía un traje negro que le quedaba holgado sobre los hombros. Lucía pálido y cansado, pero caminaba con más firmeza de la que ella había esperado. Al mirar de nuevo a Frank, vio que este tenía la vista clavada en el abogado, o eso pensó al principio. Mientras la madre de Vicente se acercaba a su hijo recién dado de alta, Mariana notó al médico que también lo acompañaba. 

De pelo claro, lentes y un gesto de seria eficiencia. No era otro que Ignacio Lara. A él miraba Frank.  



************************************************



Ignacio lo vio de pronto. Estaba junto a la puerta, al lado de una joven que reconoció de inmediato. Era la misma que lo había ido a buscar el día en que Mackena se metió a la habitación de Vicente. Se quedó inmóvil de la impresión y también por otra sensación, una más difícil de reconocer. 

Vergüenza. 

—¿Disculpe? —murmuró al notar que la madre de Vicente le preguntaba algo. 

—Le digo que si hay alguna indicación para que mi hijo siga recuperándose. Alguna dieta...

—Debe comer cosas que le hagan recuperar masa muscular —dijo, intentando concentrarse—. Y tomar mucho líquido. No hacer esfuerzos innecesarios, pero tratar de hacer algo de actividad física, para recuperar el ritmo. 

—¿Dónde está el médico que lo atendió estos días? —preguntó un oficial de la Fuerza Aérea apostado junto a la mujer y que Ignacio supuso se trataba de uno de los hermanos de Vicente. 

—Se encuentra ocupado. Por eso vine yo. Durante estos días estuve pendiente del progreso de Vicente. 

Este lo miró por primera vez desde que habían salido de la habitación. Ignacio no pudo descifrar su mirada, la que tras un instante fue a posarse en Frank, que ahora tenía alrededor a Manuel, el muchacho que siempre visitaba a Vicente, y a una niña que... que...

—Muchas gracias, doctor. 

—¿Si?

—Le digo que muchas gracias. 

—No hay de qué. —Se obligó a apartar la vista de la niña y se fijó en Vicente—. Buena suerte. 

—Lo mismo digo. 

Vicente dejó que su madre lo abrazara, antes de separarse de ella y caminar hacia Manuel. Ambos se saludaron con un fuerte abrazo, gesto que los miembros de familia Santander contemplaron con frialdad. Luego de separarse del muchacho, el joven saludo a Frank. Ignacio contuvo la respiración. Llevaba más de una década sin verlos juntos y la primera imagen que le vino a la mente fue una escena en la biblioteca: los cuatro, Frank y él junto al par de novatos, estudiando mientras afuera llovía. Él preguntándose si alcanzaría a repasar todo el temario antes del día del examen, pero también preguntándose, en el fondo, cómo decirle a Daniel lo mucho que sentía el golpe que le había dado unos días antes. 

Dio media vuelta para internarse en uno de los pasillos que se habían transformado en su hogar durante los últimos años. Oyó unos pasos a su espalda, y creyó que serían los de cualquier persona, menos los de él. Pero se equivocaba. 

—Ignacio...

Se detuvo. Tenía una sensación extraña en el pecho, una especie de peso. Aún así, le dio la cara. 

—Hola, Frank. ¿Cómo estás?

El hombre frente a él lo miró. Los segundos se estiraron hasta que esa mirada se transformó en un abrazo que se sentía como antaño, cuando los dos eran unos jóvenes estudiantes. Lo abrazó de vuelta, cerrando los ojos para no dejar escapar las lágrimas de culpa, vergüenza y añoranza. 

Cuando por fin se separaron, Frank lucía tan triste como él. 

—No puedo quedarme ahora, pero... Pero de verdad me gustaría que habláramos. Un día de estos... 

—S-sí... Claro. 

—Eso sí, quiero presentarte a alguien. 

Ignacio supo a quién y por qué antes de que su amigo dijera nada. Con un gesto, Frank llamó a la niña, que se acercó lentamente. El tiempo que tardó en llegar le permitió ver mejor sus ojos, el color de su pelo, la forma en que caminaba. 

—Ella es Gabriela. Mi sobrina. —La sostuvo por los hombros, como si necesitara su apoyo para decir lo siguiente—. Gabriela, él es Ignacio. Un amigo mío... y de tu padre. 

Gabriela estudió a Ignacio con atención. Cuando pareció encontrar lo que buscaba, sonrió. Al hacerlo, era un vivo reflejo de Nathan Wagner. 

—Hola.

—Hola, Gabriela —dijo Ignacio, estrechando la mano que la niña le ofrecía—. Es un gusto conocerte. 



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Para cuando Hugo llegó a la casa de Ramiro, este ya estaba acostado en su cama, dormido a medias. Escuchó los gritos de su amigo llamando a la puerta, y quiso quedarse allí, simular que no estaba para así no tener que levantarse. Pero supo que de hacerlo, y si Hugo estaba de mal humor o lo buscaba por algo importante, el hombre era capaz de echar la reja y la puerta abajo. 

De modo que con esfuerzo, se levantó. Salió de su habitación y atravesó el resto de la casa con pasos lentos. Ernesto le había dicho que aunque la herida no era grave, debía evitar movimientos bruscos para que no se volviera a abrir. Al menos por un par de días, también tenía que cambiarse las vendas cada pocas horas. El doctor incluso lo había provisto de una buena cantidad de insumos. Cuando Ramiro le entregó el dinero que le debía desde hace semanas, puso mucho más dinero del que costaban un par de entradas al estadio. 

Llegó a la puerta y abrió, encandilándose con la luz del día. 

—¿Estabas durmiendo, hueón?

—Sí, hasta que llegaste a joderme —dijo mientras se acercaba a la reja para abrirla también—. ¿Qué pasa? 

—Nada. Quería ver tu amable rostro. —Hugo lo observó con atención por un par de segundos, así que Ramiro se apresuró a darle la espalda. 

—Pasa. ¿Quieres tomar algo?

—¿Tienes algo para ofrecerme? —preguntó el hombre con un tono extraño, inquisitivo. 

—Puedo buscar algo. 

Ramiro contuvo la respiración y se encontró en caminar sin traslucir ningún tipo de debilidad. Ya en el interior de la casa, se fue todo lo rápido que pudo hacia la cocina, donde buscó algo que servir, pero no encontró nada, de modo que sirvió un vaso de agua. Cuando volvió al comedor, Hugo estaba parado en el centro de este con el ceño fruncido y las manos en las caderas. Le estiró el vaso, pero este no hizo el menor movimiento para recibirlo. 

—¿Qué pasa? —preguntó, hastiado. 

—Tú dime qué pasa. 

—No pasa nada. Solo que no tengo cerveza o...

—¿Crees que yo soy hueón?

—Por la chucha, Hugo...

 —Dime, ¿crees que nací ayer?

Ramiro pasó por el lado de su amigo, hasta llegar a la mesa, donde dejó el agua. Necesitaba sentarse y quería que Hugo lo dejara solo. Pero sospechaba que no podría hacer ninguna de las dos en el futuro inmediato. 

—Estoy cansado —dijo por fin—. Anoche...

—Anoche tú y Mariana, y quizás cuánta gente más, quemaron otro local de Salvador Mackena. Lo vi en los diarios. Encontraron dentro más de diez personas, Ramiro. Creen que fue un asalto que se salió de madres, pero yo sé que fueron ustedes. 

—¿Y qué? ¿Quieres que vaya a entregarme a alguna comisaría?

Hugo lo obligó a girarse tirándolo por el hombro. Al ver la expresión de dolor que Ramiro hacía por lo brusco del movimiento, el hombre apartó las manos. 

—¿Estás...?

—Estoy bien. 

—Hueón, dime la verdad. 

—¡Te digo que estoy bien!

El silencio cayó como una loza fría sobre ambos. Solo fue roto, casi un minuto después, por un profundo suspiro de Hugo. 

—No quiero tener que ir a identificarte a una morgue, Ramiro...

—No tendrás que hacerlo. 

—¿No?

Ramiro negó con la cabeza. 

—Anoche, esos hijos de puta dijeron que solo me querían vivo a mí. ¿Entiendes? Mackena me quiere vivo. 

—¿Y se supone que tengo que alegrarme por eso?

—Haz lo que quieras...

—¿Sabes qué es lo que quiero? En este momento, lo que más quiero es no verte la cara nunca más... 

Al escuchar lo que decía, Ramiro entrecerró los ojos. Dolido, buscó en el rostro de su amigo algún indicio de si mentía, pero no. En las facciones de Hugo se transparentaba total sinceridad. 

—Me gustaría que tomaras tus cosas y te fueras... muy lejos. Que te olvidaras de esto. De mí, de Santiago, de Mackena... Hasta sería capaz de darte todos mis ahorros, para que te fueras. A donde sea. 

—¿Y eso lo solucionaría? —escupió entre dientes Ramiro—. ¿Cambiaría algo? ¿Borraría lo que ese hombre me hizo? Como me violó... a mí, y a tantos más. ¿Lo haría? —Esperó una respuesta de parte de Hugo, pero esta no llegó, lo que aumentó más el fuego que le comía el pecho, la garganta, los ojos—. ¡No! ¡No lo haría! No cambiaría nada... nada... Solo su muerte pararía esto. Solo su muerte...

Hugo se acercó a él, lentamente al principio. Luego, con sus brazos detuvo el vaivén que el cuerpo de Ramiro, movimiento que este no había siquiera notado. Lo sostuvo con firmeza por los hombros, obligando al joven a que lo mirara. 

—Vicente salió hoy del hospital... Está bien. Por fin está recuperado, Ramiro. Y yo sé que lo amas. Lo sé desde hace mucho. Por eso, por ti y por él, hazme caso. Vete. Con él... A donde quieran. Para que puedan empezar desde cero. 

Ramiro ser mordió el labio hasta que lo hizo sangrar. Tenía el cuerpo tan tenso que ya no le dolía. Solo era una masa ajena a él, casi irreal. Se zafó del agarre de Hugo, el rostro cubierto de lágrimas, pero ya sin llorar. 

—Ayer vi morir a uno de esos niños. No tenía más de catorce años. Se llamaba Roberto. Murió en mis brazos... ¿Y sabes qué? Sé que al final, se sintió aliviado. Yo también me hubiera sentido así de haber muerto después de lo que él me hizo. 




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Vicente no pudo pasar mucho tiempo con Manuel o Frank. Ni siquiera pudo hablar con esa mujer a la que veía por primera vez, la tal Mariana Duarte. Matías lo había sacado del hospital lo más rápido posible, para luego meterlo en su auto. Su madre se subió en el asiento del copiloto, mientras él ocupaba la parte de atrás. No habló durante el viaje, hasta que su hermano dijo dónde pensaba llevarlo. 

—No quiero ir a tu casa —lo cortó—. Quiero ir a la mía. 

—Vicente, no es bueno que ahora estés solo...

—Ya me escuchaste, mamá. Quiero irme a mi departamento. 

Matías lo miró a través del espejo retrovisor, y Vicente le sostuvo la mirada. 

—¿Vas a recibir alguna visita? —le preguntó después de unos segundos. 

—Sí, por supuesto. Haré una fiesta para celebrar que ya no tendré que verte la cara, porque terminó tu obra de caridad. 

El auto frenó con brusquedad, y al ruido de las llantas sobre el asfalto se sumó el de un par de bocinas y gritos de conductores enojados. A Matías eso no pareció importarle, tal como no le importó la forma en que su mamá le pedía que se calmara. 

—Mira, hueón de mierda, a mí no me hablas así...

—Anda a darle órdenes a tus cadetes. A mí me importan una mierda tus arrebatos de ira.  

—Matías, por favor... Hijo...

—Bien —dijo el uniformado, volviendo a mirar al frente y poniendo en marcha el auto—. Te dejaré en tu casa. 

—Gracias, eres muy amable. 

—Pero que sepas que si él llega a visitarte, me enteraré. ¿Entendido?

Vicente desvió la mirada hacia la ventanilla. Esperaba así poder disimular lo alterado que estaba. Habría dado lo que fuera por tener a Manuel al lado, al menos como muda compañía. 

El resto del viaje duró unos quince minutos, pero a él le supieron como muchas horas. Cuando por fin vio su edificio, el alivio lo hizo liberar todo el aire de sus pulmones. Matías estacionó al frente y cuando su madre quiso bajarse para acompañar a Vicente, fue él quien no la dejó hacerlo. Vicente no quiso fijarse en la mujer, por temor a ver compasión en su rostro, pero lo hizo de todas formas. Era mejor eso que la expresión de su hermano, que lo miraba como si fuera un apestado. 

—¿Tú tienes las llaves? —preguntó en voz baja.

Matías se inclinó para abrir la guantera y del interior de esta sacó un paquete mediano, envuelto en papel de embalaje. 

—Ahí están todas las cosas con las que te encontraron. Ahí están las llaves, tu ropa, tus documentos. 

El hombre le dirigió una última mirada, antes de irse. Vicente los vio alejarse, hasta que no le quedó más remedio que asumir que le daba miedo volver a su casa. Sentía que habían pasado años desde la última vez que había dormido allí. Esa sensación se acrecentó cuando cruzó el recibidor del edificio y un conserje que no reconoció lo saludó con un escueto: "Buenos días, señor". Como adormecido, siguió adelante, hasta los ascensores. Unos cinco minutos después, estaba parado frente a la puerta de su departamento. La llave temblaba en su mano, y lo hizo aún más cuando la introdujo en la cerradura. Más allá de la puerta abierta, vio todo en penumbras, aparentemente intacto. Dio unos pasos hacia el interior y encendió la luz que tenía más cerca. Ayudado por esta, notó los primeros indicios de registro: un par de gabinetes de la cocina abiertos, unos papeles removidos sobre la mesa, la puerta abierta de su armario. 

Y en los pies de su cama, la caja. Solo que lo importante no era la caja, sino lo que estaba fuera de ella. 

Sus pasos resonaron en medio del silencio. Deseó con todas sus fuerzas que a los suyos se sumaran otros, sentir su aliento en la nuca y sus brazos rodeándolo por atrás, como hacía a veces después de que él le entregara una copia de la llave. Su presencia cálida y callada. 

Pero Ramiro ya no estaba. Había estado allí en su ausencia, llenándolo todo con su olor. Solo que él había llegado demasiado tarde. 

Tomó el diario entre las manos. Se escuchó leer las palabras en voz alta, para tratar de suplir la ausencia de aquella voz que añoraba con tanta fuerza. Si aquel era un mensaje, lo había recibido. Pero aquello no era suficiente. 

Necesitaba escucharlo de su boca. 



GRACIAS POR LEER :)

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