CAPÍTULO CUARENTA Y CINCO

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Ella miraba todo a su alrededor y él la miraba a ella. Así habían atravesado la Estación Central y caminado hacia el lugar donde Ramiro había estacionado al llegar. Hugo Farías avanzaba tras ellos, vigilante, cargando las dos maletas de Frank mientras Manuel hacía lo propio con las maletas de la niña. 

Porque era una niña, de eso no cabía duda. Una niña tal vez cinco años menor que él. Bueno, quizás estaba exagerando. Si la estudiaba con atención (que era lo que venía haciendo desde hace más de cinco minutos),  se hacía evidente que solo le llevaba dos o tres. La sensación de que era menor vino de su estatura, ya que fácilmente la superaba por una cabeza. También contribuyó la expresión de total asombro de ella, como si en vez de llegar a una nueva ciudad acabara de pisar otro planeta. En un momento la había visto contemplar concentrada un semáforo y a punto estuvo de lanzarle una broma al respecto. Justo entonces, sin embargo, ella lo miró. Tenía los ojos de un tono oscuro de, muy brillantes. Manuel sintió que con esa mirada no le costaría demasiado leerle la mente y saber de inmediato lo que estaba pensando. 

—¿Quieres que te lleve el bolso? —preguntó por decir algo, al tiempo que señalaba el bolso de cuero que ella cargaba. 

—Tú eres Manuel, ¿cierto? —respondió ella, sin quitarle los ojos de encima. A pesar de no ser de Santiago, no parecía tener problemas para esquivar instintivamente a la gente que se le cruzaba en el camino. 

—Sí. —Se giró para mirar a Hugo. El hombre sonreía de lado, observando la escena—. Soy Manuel. Ese es mi nombre. 

—Yo soy Gabriela. 

—Lo sé. 

La niña se volteó para mirar a Hugo.

—Y usted es Hugo Farías. Frank me dijo que era detective. 

—Así es. 

—Qué genial. Yo siempre leo de detectives, pero nunca había conocido a un de verdad. 

—Los de verdad somos más entretenidos, aunque ganamos peor. 

Gabriela soltó una carcajada, sonido que dibujó una sonrisa instantánea en la boca de Manuel. Cuando este se dio cuenta del gesto, se puso serio de nuevo. 

—Ya estamos por llegar —dijo Hugo, adelantándose un poco. Antes de llegar al auto, cruzó una mirada con Manuel y alzó las cejas en un gesto que el muchacho interpretó como "manténte alerta". 

Giraron en una esquina, lo que les permitió ver por fin el automóvil en el que habían llegado. El primero en alcanzarlo fue Hugo, que abrió la puerta trasera para que Gabriela se subiera. Manuel, con la maleta aún en la mano, se quedó en la vereda. 

—Deja la maleta en el suelo y súbete —ordenó el detective, rodeando el auto. 

—No, yo le ayudo. 

—Súbete, dije. 

Manuel frunció los labios, pero obedeció. Dejó la maleta en el piso y ocupó el extremo opuesto del asiento trasero. Gabriela miraba la calle donde se encontraban por la ventanilla, inclinada hacia el vidrio hasta casi tocarlo con la punta de la nariz. 

—¿Nunca habías venido a Santiago? —le preguntó en voz baja, esperando que Hugo no lo escuchara en el exterior. 

—Sí. Es muy feo. 

—No es feo. 

Gabriela se enderezó al tiempo que daba un suspiro. 

—Bueno, no es feo. Solo es gris es tristón. 

—Tú vienes del sur. Allá llueve todo el año. Eso sí que es triste. 

—No, porque la lluvia limpia el aire y hace crecer más la vegetación. —Manuel abrió la boca para responder, hasta que se dio cuenta que nunca había escuchado a nadie decir la palabra "vegetación" en una frase cualquiera, mucho menos a una niña que podía tener nueve años. Bueno, quizás diez—. Si acá lloviera más no olería como si se estuviera quemando algo. 

—Es que acá hay autos. Apuesto que donde vives tú solo usan carretas. 

—No, pero todos sabemos montar a caballo. 

—¿De verdad? 

Se giró para observarlo, sonriendo de lado con una expresión que solo podía significar una cosa. 

—No, tonto. No lo necesitamos, porque allá también hay autos. 

Hugo abrió la puerta del copiloto y entró, dejando escapar un largo suspiro. Miró a los dos niños por el espejo retrovisor. 

—¿Qué pasó? No me digan que estaban peleando... Mi niña, si este cabro le hace algo me dice y lo meto preso. 

Gabriela volvió a reírse, logrando que Manuel se enfadara un poco más. 

—¡No le hice nada! Ella dijo que Santiago es feo.

—Y es verdad, es feo —espetó Hugo, mirando por el parabrisas, que apuntaba en dirección norte. Bajo el cielo gris, miles y miles de casas y edificios se extendían hasta que, a lo lejos y un poco hacia el oeste, se erguía el cerro de Renca a modo de falsa frontera de la ciudad—. Pero uno lo quiere igual. Sobre todo cuando se despeja y se ve toda la cordillera blanquita por la nieve. —Se acomodó en el asiento para hablarle de frente a Gabriela—. Ojalá la alcance a ver. 

—No sé cuánto tiempo nos quedaremos. 

Hugo y Manuel intercambiaron una mirada. 

—Puede que sea harto —dijo finalmente el primero. 

Frank y Ramiro aparecieron entonces en la esquina. Caminaban en silencio, cabizbajos, casi como dos perfectos desconocidos que habían acompasado sus pasos por coincidencia. Al alcanzar el auto, Ramiro lo rodeó para llegar al asiento del conductor y Frank se acercó a la ventanilla de Manuel. Este se apeó para dejarle libre el puesto junto a Gabriela. 

—¿Todo bien? —preguntó Hugo cuando las puertas estuvieron cerradas y aseguradas. 

—Sí. —Ramiro insertó la llave en el contacto y encendió el motor—. ¿Te molestaría que nos fuéramos a tu casa, Hugo? Hay unas cosas que conversar, además... —Clavó su mirada en la de Frank a través del espejo retrovisor—. ¿Dónde planean quedarse mientras están acá?

—En un hotel. 

—Eso es demasiado peligroso —soltó Ramiro sin miramientos—. Tenemos que pensar en algo...

—Pueden quedarse en mi casa.

—No es necesario, Hugo —murmuró Frank. 

—Yo creo que sí. Ramiro tiene razón en que puede ser peligroso que se queden en cualquier parte. Y en mi casa solo estoy yo. Tengo disponible una habitación con dos camas individuales donde pueden dormir los dos sin problemas. 

—Pero...

—Será algo momentáneo —lo apoyó Ramiro—. Luego pensaremos en otra opción. Primero los necesito en un lugar seguro, luego vendrá todo lo demás. 

Frank, antes de responder, miró a Gabriela. La niña lucía asustada, así que él buscó tranquilizarla poniéndole su brazo encima de los hombros. Sabía que eso no sería suficiente, que ella querría una explicación, pero ni consideraba que fuera lo mejor, ni estaba condiciones de dársela en ese momento. Durante su corta conversación con Ramiro este solo le había dicho que tenían mucho de lo que conversar, pero que la estación no era el lugar para hacerlo. Le prometió que esa misma noche hablarían con calma, aunque no estaba seguro si esa charla le daría todas las respuestas que necesitaba, o siquiera si el joven pensaba acceder a su petición. Tendría que esperar para averiguarlo. 

Así que cobijó a Gabriela bajo su brazo y asintió, sabiendo que Ramiro lo observaba. 

—Muy bien. Gracias, Hugo. 

—De nada, hombre. Estamos todos juntos en esto. 

La mirada de Gabriela pareció gritarle la pregunta que debía repetirse sin descanso en la mente de la niña: "¿qué es esto?". 



*********************************************



Cuando llegaron a la casa de Hugo, vieron una silueta apoyada en la reja. Ramiro detuvo el auto de golpe, haciendo que Frank y los niños, en el asiento trasero, se inclinaran hacia delante por la inercia. Cuando Hugo pareció buscar algo en sus bolsillos, el ex detective lo detuvo con un gesto de la mano. 

—Es ella. La mujer de la que te hablé. 

—Por la cresta, casi me matas de un susto. 

Ramiro lo ignoró y condujo los metros que faltaban para llegar a su destino, ligeramente más tenso que durante el resto del viaje. Nada más detenerse, Manuel abrió su puerta y bajó. 

—¿Qué hace acá? Pensé que mañana... —preguntó al llegar junto a la joven, mientras ella observaba hacia el interior del auto con atención. 

—No iba a poder dormir durante la noche por la impaciencia, así que cambié los planes y les doy una sorpresa. Veo que en vez de un nuevo amigo, trajeron dos. —En ese momento se les acercó Ramiro, que venía con el ceño fruncido y las manos en los bolsillos—. Se te ve feliz de verme.  

—No me dijiste que vendrías. 

—Sé que a ti te van más los encuentros casuales. 

—Así que esta es Mariana —soltó Hugo, bajándose también del vehículo. Le estiró la mano a la joven, la que esta estrechó con una sonrisa en los labios—. Me hablaron de usted. Aunque un poco tarde, creo yo. 

—Este Ramiro es fanático de los secretos. Yo también he escuchado hablar mucho de usted, Hugo. 

—¿Ah, sí? —El hombre buscó con la mirada a su ex compañero, quien hizo un leve gesto de negación. 

—No me mires a mí, ella tiene sus propias fuentes. 

—Sí, algo me han dicho también al respecto...

Una cuarta puerta se abrió y todos miraron en dirección al auto. Gabriela se apeaba, mientras Frank hacía lo mismo por la puerta contraria, que Manuel había dejado abierta. Ambos, a su forma, tenían la misma expresión de no entender nada de lo que estaba pasando. Ramiro no le quitaba la vista de encima a Mariana. 

—Supongo que vienes a buscar el Chevrolet y a Manuel. 

—Entre otras cosas. 

—¿A qué te refieres?

—A que es mejor zanjar algunas cosas rápido: como las presentaciones. Ya que estamos todos juntos por fin, sería bueno conocernos. No estamos para perder el tiempo —La joven dirigió una sonrisa en dirección a Frank y a Gabriela. Luego se giró hacia Hugo—. Usted es el dueño de casa. ¿Entramos?



***************************************



Ya en el interior de la casa, todos se sentaron donde pudieron, excepto Mariana y Ramiro. Ambos tenían actitud de querer dirigir la extraña reunión, aunque en el caso de él esto significaba una tensión notoria en los hombros y el ceño fruncido. Eran, a su forma, las representaciones del detective malo y el detective bueno, solo que también les tocaría a ellos responder unas cuentas preguntas. 

—¿Quieren algo para tomar? —dijo Hugo, intentando relajar un poco el ambiente—. Gabriela, ¿tienes hambre?

—No, gracias. 

—¿Francisco?

—Estoy bien. 

—Lo mejor es que terminemos pronto con esto —soltó Ramiro—. Y también sería bueno que los niños se fueran. 

—¡Yo no soy un niño!

Mariana le sonrió a Manuel, lo que hizo creer a este que la joven se negaría en redondo a que él dejara la habitación. Se equivocó. 

—Ramiro tiene razón. Es mejor que nos dejen solos un rato. Lo que vamos a hablar no es muy apropiado para ustedes.

—¡Pero si yo ya sé todo!

—Y yo quiero saber —dijo Gabriela con voz firme. Cuando Mariana le puso atención, no se amilanó ante su análisis. 

—Gabriela... 

La niña se giró hacia su tío con una réplica en la punta de la lengua, pero Mariana la interrumpió. 

—Pues ya está arreglado. Manuel que lo sabe todo le contará a Gabriela que no sabe nada lo que que necesite saber. 

—Un momento. —Frank se puso de pie. Parecía inquieto y cansado, por lo que su mirada vagaba entre Mariana y Ramiro—. Ella está a mi cargo. Yo decido qué se le cuenta y qué no. Pero estoy de acuerdo en que... no debería estar aquí. 

—Es más que comprensible. —Mariana miró a Manuel—. Por favor, Manuel. Hay muchas cosas que arreglar esta noche y ya sabes que no puedes ser parte de todo. 

—Entonces esperaré en el auto. 

—No, esperarás en una habitación. En la misma que Gabriela o en otra eso es asunto de ustedes, pero no saldrás de esta casa más que conmigo. 

El muchacho suspiró, enojado. Tras un par de segundos, se giró hacia la niña. 

—Vamos... si quieres. 

Esta asintió y lo siguió hacia el dormitorio que Hugo les indicó con un gesto. Cuando los adultos escucharon que cerraban la puerta, se miraron entre sí. Frank, que seguía de pie, se puso las manos en las caderas y suspiró. 

—La verdad es que sí le aceptaría algo para beber —murmuró en dirección a Hugo—. Ojalá algo fuerte. 

—Tengo cerveza en el refrigerador. ¿Ustedes quieren?

Mariana y Ramiro negaron con la cabeza. Este último, sin embargo, buscó en el bolsillo de la chaqueta la cajetilla de cigarros. Encendió uno y dio un par de caladas. Cuando Hugo volvió, torció el gesto al verlo, pero no dijo nada. 

—Tome —dijo el detective, extendiéndole una botella de cerveza a Frank. Este la aceptó con una sonrisa. Hugo abrió otra botella para él y, tras dar un sorbo, decidió ser quien rompiera el hielo—. Creo que lo primero es que presentarnos entre todos y establecer algunas reglas. Empiezo yo: soy Hugo Farías, detective suspendido y amigo del guapo joven de acá. Pongo como regla que nos dejemos de formalidades y nos tuteemos. Tu turno, Ramiro. 

Este rodó los ojos. 

—Todos saben perfectamente quién soy. 

—Bueno, te presento yo: Ramiro Aránguiz, detective expulsado. Fuma como condenado a muerte y su regla es que no se escucha a Luis Miguel en el auto. —Miró a Frank—. Tú sigues. 

—Pues... soy Francisco Rodríguez... Periodista. 

—Y te dicen Frank —murmuró Mariana. 

El aludido frunció el ceño, sorprendido. 

—Sí. Algunas personas.

—Su turno, señorita. 

—Mariana Duarte. Me reservo el derecho a decir a qué me dedico con exactitud. Solo diré que de momento mis esfuerzos están concentrados en que Salvador Mackena caiga. Él y toda su gente. Mi regla es que si ustedes se tutean, hagan lo mismo conmigo. Así que nada de "señorita". 

Hugo asintió, conforme.  

—¿Alguien más quiere decir algo? —preguntó. 

—Yo. —Todos miraron a Frank, pero este tenía los ojos clavados en Mariana—. ¿Cómo sabes que me dicen Frank? 

—Es probable que yo te dijera así alguna vez —respondió Ramiro, para luego dar una larga calada a su cigarro. 

—Sí, es probable. Creo que Manuel también lo llamó así en algún momento. Pero ese apodo lo conocí gracias a otra persona. Un amigo en común. 

—¿Quién?

Mariana y Frank se estudiaron el uno al otro durante un instante, hasta que no se pudieron retrasar más las palabras. 

—Daniel Martínez. Por él estoy aquí. 



****************************************



Manuel cerró los ojos y se concentró, pero ni siquiera así pudo escuchar nada útil proveniente del comedor. Emitió un chasquido con la lengua, frustrado y se giró hacia la habitación rosada a su espalda. Era amplia, a pesar de estar ocupada por dos camas individuales, las que estaban cubiertas con mantas tan rosadas como las paredes y las lámparas. Gabriela había encendido una de ellas para leer un libro tan grueso que Manuel se sorprendió de que pudiera tomarlo con una sola mano. 

—No se escucha nada —dijo—. Solo murmullos que no entiendo. 

—Qué lástima —respondió de forma mecánica Gabriela, como si en realidad no le estuviera poniendo atención. 

El muchacho se lanzó de mala gana en la cama libre, ubicada a un metro de distancia a la que ocupaba ella. La observó leer durante unos segundos antes de volver a intentarlo. 

—¿No quieres saber de lo que están hablando?

—Sí. 

—Entonces, ¿por qué lees?

Gabriela lo observó por encima del libro. Solo en ese momento Manuel se fijó en el título: se llamaba Guerra y Paz

—Porque ya sabía que de acá no escucharíamos gran cosa. Y en vez de esperar sin hacer nada a que tú me cuentes algo de lo que sabes, prefiero leer. 

—¿Por qué debería contarte lo que sé?

—Por nada en particular, pero tú empezaste a hablarme. 

Volvió a ocultarse detrás del tomo, pasando una página cuyo crujido retumbó en el silencio. Manuel torció el gesto. No sabía cuánto rato estarían ahí, solos, ella leyendo y él sin nada que hacer más que esperar. La charla en el comedor podía llevar veinte minutos o un par de horas, no había cómo saberlo. Así que lo mejor era usar bien el tiempo. 

—Bueno, te contaré lo que quieras saber. 

Una Gabriela sonriente apareció tras el libro. 

—Quiero saberlo todo. 

—No puedes saberlo todo. 

—¿Por qué no? 

—Porque... —Manuel tragó saliva, recordando de golpe las cosas que había leído en los documentos de las cajas durante aquellas lejanas tardes junto a Ramiro y Hugo. O en el secuestro de su jefe y el estado en el que estaba la primera que volvió a verlo después de eso. Eran cosas que no podía conocer una niña. Cosas que en un mundo normal, como debía ser, ni siquiera un adolescente de quince años como él sabría—. Porque yo no sé tanto tampoco. 

—Muy bien —murmuró la muchacha, al tiempo que dejaba el libro a un lado y cruzaba las piernas para inclinarse hacia delante—. Empieza. 

Manuel se preguntó si sería capaz de ocultarle información si lo miraba de esa forma, con esos ojos verdes tan intensos. Probablemente no. Tal como no podía mentirle a Mariana o a Ramiro si lo estudiaban con atención. En el fondo, no era un buen mentiroso, aunque sí mejor que Vicente y Frank, a los que se les notaba todo en la cara. 

Pero al menos tenía que intentarlo.  



******************************************



Frank miró a Ramiro. Tenía los labios abiertos a causa de la impresión. La botella de cerveza, casi llena, colgaba lánguida sostenida por sus dedos. 

—No entiendo... ¿Daniel? ¿Ella conoce... conocía a Daniel?

—Es mejor que la escuches, Frank —murmuró Ramiro, terminando su primer cigarro. 

A regañadientes, confundido aún hasta el punto en que temía qué podía encontrar en el rostro de Mariana, Frank la contempló otra vez. 

—Sí, conocía a Daniel —dijo la mujer—. Desde hace años... Trabajamos juntos hasta que... hasta que lo secuestraron. 

—¿Trabajaban en qué?

—En muchas cosas. Es difícil de explicar. 

Frank alzó la mano derecha hasta su frente, zona que frotó con fuerza. 

—Pues, inténtelo... Porque necesito saber qué mierda es todo esto. 

—Muy bien —masculló Mariana en medio de un suspiro—. Daniel y yo pertenecíamos a un grupo que se dedica a atacar a gente poderosa, protegidos o cómplices de la dictadura. No tenemos un nombre, apenas manejamos cierta jerarquía. Es más, ni siquiera nos conocemos todos, porque así es más fácil protegernos en caso de que agarren a alguno y lo torturen hasta que suelte nombres. Pero sí trabajamos con un fin en común: hacerles la vida más difícil a esos hijos de puta. 

—Hijos de puta como Salvador Mackena —dijo Hugo. 

—Exacto. —Mariana se cruzó de brazos, en una actitud que más que tensión transmitía concentración—. De hecho, fue Daniel quien puso al grupo detrás de Mackena. Para nosotros no era más que uno de los niños queridos del gobierno, pero nadie particularmente poderoso. La cosa cambió cuando Ramiro y Vicente comenzaron la investigación en su contra. Solemos estar atentos a ese tipo de cosas, a todo lo que pueda implicar que alguien de los altos mandos pueda estar metido en negocios turbios. Daniel, por ese entonces, viajó a Chile a cumplir con una misión rápida. Y se enteró. Los nombres le calzaron, me imagino que sabes muy bien por qué. 

Frank no dijo nada. 

—Entonces, Daniel nos dijo que debíamos vigilar a Mackena. Y lo hicimos. Cuando pusimos un poco más de atención, muchas cosas salieron a flote. Cosas... terribles. —Mariana desvió los ojos un segundo hacia Ramiro antes de fijarlos de nuevo en Frank—. Pero entonces la situación dio un giro. Con las pocas pruebas que Vicente y Ramiro lograron reunir, intentaron llevar a Mackena a tribunales... sin éxito. Se desestimó el caso y... bueno, Ramiro empeoró todo golpeándolo a la vista de todo el mundo. Daniel quiso que después de eso vigiláramos con más atención incluso a Mackena. Ya teníamos varios antecedentes, pero para él no era suficiente. Tanto así que decidió viajar él mismo con el fin de ayudarnos...

Frank bajó la mirada en ese momento, meditando sobre lo que aquello último significaba. 

—¿Lo viste antes de que...? —preguntó con dificultad, apenas pronunciando las palabras. 

—Sí. Ese mismo día. Le pedí que no saliera solo, porque para entonces habíamos notado que Mackena estaba tomando precauciones para protegerse. Pero no me hizo caso. Tomó un auto y se fue, sin siquiera decirme a dónde iba. 

—Eso es más... mucho más de lo que puedo decir. No lo veía desde hace más de doce años. Un día lo vi en nuestra graduación... y después lo vi muerto. —La observó con los ojos enrojecidos por el llanto que estaba conteniendo y por la ira—. Maldito... siempre fue igual. Cuando se le metía algo en la cabeza, no había cómo... 

Mariana respiró hondo.

—Estoy segura que Daniel murió sabiendo que su muerte serviría de algo. Por esa razón escribió las cartas, aun cuando eran parte del plan de Mackena. —Lo miró fijamente, uno a uno—. Los reunió a ustedes para que terminaran el trabajo. Y yo los voy a ayudar. Todos los que trabajan conmigo también. 

—¿A hacer qué, exactamente? —Hugo bebió un sorbo de cerveza antes de continuar.

—Destruir a Mackena —dijo Ramiro—. A él y también todo lo que ha levantado estos años para seguir abusando de niños. 

—Ya, pero, ¿cómo van... vamos a hacer eso?

—Ya empezamos a hacerlo. —Mariana metió la mano en uno de los bolsillos traseros de su pantalón y sacó de él un recorte de diario. Se lo extendió a Frank, quien lo tomó y le dio un vistazo. Tras unos segundos, alzó la cabeza, confundido, y buscó con la mirada a Ramiro en busca de respuestas. —Ese era uno de los locales que Mackena tenía a cargo —explicó Mariana mientras Hugo se ponía de pie y le quitaba el recorte a Frank —, quedan dos más. El segundo correrá similar suerte pronto. 

—¿Están locos? —exclamó el detective—. Pudieron haber muerto en algo así. O los pudieron haber pillado. 

—Era un riesgo que debíamos tomar. Nadie dijo que fuera fácil. 

—Sin embargo, ese riesgo puede llegar a ser inútil —murmuró Frank, logrando que todos lo miraran—. Bien, quemaron ese local. Pero qué le impide a Mackena abrir otro. Nada. No es suficiente con eso. 

—¿Hay algún otro plan?

Frank se enfrentó a los ojos escrutadores de Mariana con expresión de cansancio. 

—Mi jefe en La Bruma, Andrés Leyton, y yo planeamos desenmascarar a Mackena. 

—Escribiendo un artículo y publicándolo en el diario, supongo. 

—Sí. 

—De la misma manera que una denuncia en tribunales en su contra fue desestimada, Mackena puede lograr que un artículo en un diario pequeño del sur de Chile no pase más que como una calumnia. Y cerrará La Bruma así de fácil —Mariana chasqueó los dedos—. No es mi fin competir, pero creo que quemar sus locales le causa más daño. 

—Por lo que tengo entendido, la denuncia hecha por Vicente en su momento solo lo apuntaba como el líder de una red de prostitución infantil. Algo así es difícil de probar, además de que es una acusación muy grave, que no solo mancha a Mackena, sino a muchísima más gente: socios, clientes, patrocinadores... Lo que nosotros buscamos es ir más atrás. A todo lo que no se sabe de Salvador Mackena, porque han pasado muchos años, pero que está ahí, esperando a que la opinión pública esté dispuesta a escarbar por más. —Bebió de su botella de cerveza y luego de un momento, continuó—. Soy periodista hace varios años. No uno muy bueno, pero sé lo suficiente de la gente para tener clara una cosa: basta muy poco para iniciar un rumor. Y a la gente no hace falta darles tantas pruebas para que crean lo peor sobre alguien. En especial si ese alguien es un ricachón que lleva abusando de niños desde sus años de colegio. No apelaremos ni siquiera al gobierno, solo lo apuntaremos a él. Quedará solo, porque ante algo así todos le darán la espalda. Y entonces cometerá un error...

Ramiro aplastó el tercer cigarro en un cenicero de metal puesto encima de una mesilla. El pequeño recipiente, limpio hace unos minutos, estaba ahora sucio de cenizas y colillas. Cuando la lumbre estuvo extinguida, se irguió. Al hablar, todos lo contemplaron.

—No importa cómo, quiero que Mackena pague por lo que ha hecho. Quemando, escribiendo, deshaciéndonos de su gente... me da lo mismo. Al final, esto acabará igual: con él muerto. Solo quiero que sea rápido. 

—Y que nadie más se ponga en peligro —acotó Hugo—. Ya es suficiente con todo lo que ese tipo ha hecho, sobre todo con lo que le hizo a Vicente. 

—Es cierto. Tenemos que protegernos unos a otros. —Mariana miró nuevamente a Frank—. No sería bueno que anduvieras solo. Sobre todo si planeas hacer averiguaciones sobre Mackena. Y la niña...

—La niña irá donde yo vaya. No me separaré de ella por ningún motivo. 

—Muy bien. Entonces con mayor razón deben protegerse. 

Hugo levantó una mano, pidiendo atención. 

—Yo puedo ayudarlo. Estoy casi cesante y cerca de Ramiro suelo salir herido, así que... Eso sí, te voy a pedir que lo tengas muy vigilado, Mariana. 

La joven sonrió. 

—Por supuesto. 

—Ya es tarde —dijo Ramiro—. Si no hay nada más urgente que tratar hoy, lo mejor que es Frank y su sobrina descansen. 

El aludido asintió. 

—Sí. Además, mañana quiero ir a ver a Vicente. ¿Me acompañarás, Ramiro?

Se hizo un silencio tan tenso que casi se percibía como algo tangible. 

—Yo te llevaré. —Mariana no hizo ni un gesto ante la sorpresa de Frank—. Manuel no me perdonaría si no lo llevo. 

—Gracias. 

—Iré a llamarlo para que nos vamos. Yo te llevo a tu casa, Ramiro. 

Este asintió. Mariana le pidió permiso a Hugo para adentrarse en su casa y traer a Manuel, dejando a los hombres solos un momento. 

—Puedes contar conmigo para lo que necesites, Francisco —dijo Hugo tras unos segundos. 

—Gracias, de verdad. 

—Bien. Voy a ir a cocinar algo porque me muero de hambre. 

Se fue hacia la cocina, donde comenzó a tararear en voz baja una canción. Ramiro y Frank se miraron desde extremos opuestos del comedor. 

—Aún espero que me digas si puedo contar contigo para la investigación —dijo el segundo, el cuerpo tenso por la expectación. 

—¿Cómo sabes que yo conozco esos nombres?

—No lo sé. Solo lo sospecho. 

—Y si te los dijera, ¿cómo sabes que ellos querrán hablar contigo sobre lo que les pasó?

—Tampoco lo sé. Pero planeo averiguarlo. 

—No es algo fácil, Frank...

—Eso lo sé. Nada de esto es fácil. Pero hay que hacerlo. Eso sí, lo que más temo es cuando tú me cuentes lo que te pasó. No estoy seguro de que pueda soportarlo. 

Ramiro inclinó la cabeza, al tiempo que apretaba el puño dentro del bolsillo de su chaqueta. Estuvo a punto de decirle que él tampoco estaba listo para eso, pero Mariana volvió en ese momento, acompañada de Manuel. El muchacho estudió la situación, pero no hizo ni un comentario. 

—¿Nos vamos? —preguntó la mujer, a lo que Ramiro asintió. Ella se acercó entonces a Frank y le extendió la mano—. Fue un gusto conocerte en persona por fin. 

—Igual... Igualmente... 

Mariana le sonrió una vez más y se fue hacia la puerta. Manuel, entonces, abrazó a Frank. Este, sorprendido al principio, tardó un momento en rodear al joven con los brazos. 

—Gracias por volver. 

—No me agradezcas. Mañana iremos a ver a Vicente. 

—¿En serio?

—Sí. 

Manuel sonrió, ansioso y feliz, antes de seguir a Mariana a la puerta. El último en salir fue Ramiro, quien le dirigió una leve inclinación de cabeza. Frrank se quedó solo en el comedor de una casa que no era la suya, en medio de una ciudad que aún le era extraña. Escuchaba la voz de Hugo Farías proveniente de la cocina y sabía que Gabriela estaba a solo unos metros de distancia. Aún así, se sintió abandonado. Perdido. Su plan para desenmascarar a Mackena lució muy simple, incompleto, absurdo. El que Ramiro estaba ayudando a ejecutar junto a esa tal Mariana Duarte, que al parecer había sido amiga de Daniel, era francamente loco y arriesgado. Criminal, incluso. Nada de eso tenía sentido, sobre todo porque en esa reunión debió haber participado Vicente, la persona que había ido a buscarlo a Lafken hace lo que parecía una eternidad. Pero el joven abogado estaba un hospital, restableciéndose lentamente de sus heridas. 

Muchas cosas parecían no encajar y no ayudaba tampoco el cansancio de un viaje larguísimo en tren. Quizás al día siguiente, con horas de sueño en una cama de verdad, vería todo con otra luz. De la misma forma que lo había visto en la oficina de Andrés días atrás, cuando lo convenció y se convenció a sí mismo de no quedarse con los brazos cruzados. No después de lo que le habían hecho a Vicente, pero sobre todo no después de lo de Natalia. Aún cuando Mackena no tuviera relación con la tortura sufrida por su hermana, la sola sospecha lo había terminado de empujar a donde estaba ahora: en una casa desconocida de Santiago luego de una reunión conspirativa en contra del último director de Markham. 

—¿Frank?

Gabriela, de pie en el inicio del pasillo que llevaba a las habitaciones, lo observaba con la misma atención que le dedicaba a los libros más difíciles de leer. Se acercó a ella y la abrazó, escuchando que la niña suspiraba por la sorpresa contra la lana de su chaleco.  

—¿Tienes hambre? Hugo nos está preparando algo para comer... —Ella, a modo de respuesta, lo abrazó con más fuerza. La tomó por los hombros, obligándola a alzar la mirada hacia él—. ¿Qué pasa?

—Prométeme que no te va a pasar nada. 

Sus palabras fueron como un golpe en la parte baja del estómago. No supo qué decir. Incluso la mentira, que habría salido con facilidad unos años atrás, se quedó atascada en su garganta. Ante su silencio, la niña volvió ocultar su rostro entre su ropa. El ahínco con que se aferró a él le recordó cuando tenía unos cuatro años, y toda la familia la fue a dejar al colegio en su primer día. Frank la llevaba de la mano y en el último instante, Gabriela le apretó los dedos, alzando la cara para pedirle en silencio que no la abandonara. Para tranquilizarla, él se puso de cuclillas, aminorando la distancia física de sus estaturas.

Hizo lo mismo, solo que al ponerse de rodillas Gabriela lo superaba en altura. Sonrió o intentó hacerlo. 

—Mientras estés conmigo, voy a estar bien. 

La muchacha le quitó con delicadeza un mechón de pelo que le caía por la frente. Su expresión no era la de una niña de doce años, sino la de alguien que entendía demasiadas cosas para su edad. 

—Te hace falta un corte de pelo —le dijo—. Y una afeitada. 

Frank se pasó una mano por la barba de dos días que llevaba. 

—En este momento, lo único que me hace falta de comer. —De la cocina ya salía olor a huevos revueltos, así que se levantó, con un poco más de entusiasmo—. ¿Qué tal Manuel? —preguntó en dirección a su sobrina. 

La niña se encogió de hombros en un gesto que traslucía una estudiada indiferencia. 

—Es un poco pesado, pero nada más. 

—¿Y de qué hablaron?

—De nada importante. 

Frank frunció el ceño, suspicaz. 

—¿Ah, sí?

—Sí... Me habló de Santiago y de esa mujer... Mariana. 

—Ah...

—Sí. Es... interesante. ¿Verdad? 

Él desvió la mirada hacia la ventana, aun punto indefinido y quizás desconocido del exterior mientras Gabriela lo estudiaba. 

—Sí, es bastante interesante. 



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Mariana llamó al día siguiente a las diez de la mañana. Hugo contestó y cuando reconoció su voz se preguntó en silencio de dónde había sacado ella el número de su casa. Se quiso convencer que Ramiro se lo había dado, pero sospechaba que la respuesta no era tan fácil. La joven le dijo que pasarían a buscar a Frank y a Gabriela al mediodía para ir a visitar a Vicente al hospital. Si él quería acompañarlos, agradecerían su compañía. Hugo se lo pensó un momento antes de responder que no. Se dijo que mejor descansaba durante la tarde, ya que la noche anterior le había costado dormir a causa de su herida. También debía llamar a su esposa y ver si por fin se dignaba atenderle el teléfono. Mariana se despidió, reiterándole su hora de llegada. 

Para el momento en que el teléfono sonó, Frank y Gabriela ya estaban despiertos. Se habían duchado y, a pesar de que Hugo les había dicho que no era necesario, ordenaron también la habitación, haciendo las camas con una destreza digna de mucama de hotel caro. Luego de eso, los tres desayunaron. Hugo los interrogó a ambos sobre Lafken, esa misteriosa ciudad del sur que él no conocía y que apenas había escuchado nombrar antes de toda esa historia. Ellos le respondieron con entusiasmo, en el caso de la niña, y con nostalgia, en el caso de Frank. Aunque, se dijo Hugo, así era como el hombre hacía casi todas las cosas: con un aire que mediaba entre el cansancio y la tristeza permanente. Sin embargo, debía reconocer que el semblante se le iluminaba con mayor frecuencia teniendo a su sobrina cerca. De no haberlo sabido, habría pensado que eran padre e hija.

Eso sí, no se parecían demasiado: ella tenía la piel más clara, el pelo color castaño rojizo y los ojos verdes. Además, poseía una personalidad avasalladora. No hacía falta más que ver la facilidad con la que se dirigía a él, un adulto al que apenas conocía. Con su energía, llenaba todos los silencios de su tío, siempre tan mesurado al momento de hablar. Pero a medida que uno los observaba, las diferencias se diluían para hacer relucir las similitudes: la misma forma de observar al interlocutor mientras escuchaban, luna tendencia a fruncir el ceño, no solo cuando estaban molestos, sino también como muestra de interés y confusión. Y al hablar, acompañando las palabras, ambos solían trazar coreografías casi iguales con las manos. Ese hombre podía no ser su progenitor, pero sin duda había contribuido a su crianza. 

Cuando Mariana y Manuel llegaron en el mismo auto de la noche anterior, él los despidió en la puerta y se quedó allí hasta verlos partir. Estaba a punto de entrar a la casa cuando escuchó el timbre del teléfono. Esperó en su interior que fuera Alicia, pero ya antes de responder sabía que se trataba de Ramiro. Al parecer su propósito de descansar se acababa de ir por el tacho de la basura. 

—¿Aló?

—Hugo, necesito que me acompañes a hacer una visita. 

Suspiró. 

—¿A quién?

Cuando Ramiro le dijo el nombre, se relajó. Al menos la salida no implicaría balazos. Eso esperaba al menos. 



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Tal como Mariana había afirmado, al llegar al piso donde se encontraba hospitalizado Vicente no vieron a ningún miembro de su familia. Según las fuentes de la joven, el señor Santander había tenido que volver a Valdivia por motivos de trabajo, dejando sola a su mujer, quien seguía visitando al menor de sus hijos, pero únicamente durante la tarde. Las visitas más imprevistas eran siempre las de Matías Santander, quien aparecía a cualquier hora, pasaba un par de minutos en la habitación de su hermano y luego se iba. Era su forma de verificar que estuviera bien. 

Otra cosa importante que Mariana había averiguado era que los Santander habían dejado expresamente prohibidas las visitas a Vicente; solo la familia tenía permitido verlo. Ella quería verlo como una señal de que se habían enterado de la presencia de Salvador Mackena un par de días antes, pero no estaba tan segura. Quizás la prohibición tenía como objetivo impedir que Ramiro o el mismo Manuel lo visitaran. Al menos para lo último tenía una solución. 

Cuando llegaron al tercer piso, Mariana se acercó al mesón de la recepcionista. La mujer, de unos cuarenta y cinco años y de pelo del color de la paja mojada, sonrió al verla. 

—Hola, Lucía. 

—Hola, ¿cómo estás?

—Esperándote. No sabes lo que me costó conseguir que me cambiaran el turno. 

—Te debo una. 

—¿Qué dices? Si yo te debo unas mil. 

Mariana sonrió de lado, con una mezcla de altanería y simpatía. Luego se giró hacia sus acompañantes. 

—¿Crees que podamos entrar?

La mujer miró a Frank y luego, con unas finas líneas marcándose en su frente, a Manuel y Gabriela. 

—Solo puedo dejarlos pasar de a uno. Y los niños...

—Mira, lo que necesito es que ellos dos lo vean —Mariana señaló a Frank y a Manuel—. Y no hay problema, que pasen de uno. 

—Bueno. ¿Quién va primero?

Manuel y Frank se miraron. El adolescente le dirigió un gesto de la mano. 

—Usted. Yo lo vi hace poco. 

—Gracias, Manuel. 

Frank sacó las manos de los bolsillos y se las frotó, nervioso. 

—¿Qué habitación es?

—La segunda de la derecha. 

—Gracias. Mariana...

—Yo la cuido, tranquilo. 

El hombre asintió, para luego darle un beso en la coronilla a Gabriela, que había observado la escena con atención y en silencio. Frank se dirigió al pasillo de las habitaciones, seguido por las miradas de Mariana, Manuel y Gabriela. 

—Sentémonos —dijo Mariana cuando Frank alcanzó la puerta indicada—. Tienen mucho que hablar, así que esto se va a demorar. 

Manuel la siguió hasta las sillas de madera ubicadas en la pared opuesta, pero Gabriela se quedó donde estaba. Vio desaparecer a su tío en el interior del cuarto de hospital, deseosa de poder ir a su lado. Aún recordaba su expresión cuando había visto a Vicente Santander en la plaza de Lafken: su palidez, sus ojos vidriosos, su miedo. Cómo sería ahora, al verlo acostado en una cama de hospital. 

Como mi mamá, pensó. 



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Frank abrió la puerta lentamente. En el interior, cobijado por las mantas de la única cama de la habitación, vio a Vicente. Estaba dormido, o con los ojos cerrados, el rostro lleno de hematomas oscuros. Se quedó inmóvil en el umbral, incapaz de dar un paso más. Las manos le temblaban, como aquella vez, muchos años atrás, en que también había visto herido al muchacho. Esa noche, en Lafken, la escena había estado llena de sangre. Esta vez había llegado demasiado tarde, lo que no sabía si era peor o mejor. 

Respiró hondo y el oxígeno entrando a su cuerpo pareció darle la energía suficiente para moverse. Entró e intentando no hacer ruido cerró la puerta. Luego, con el corazón palpitando con fuerza en su pecho, se acercó a la cama. Iba a medio camino cuando Vicente abrió los ojos. Ambos se miraron, en silencio.  

—Volviste —dijo por fin Vicente. Una lágrima se deslizó por su mejilla sin que el joven hiciera nada por detenerla. 

Frank asintió. Habían pasado muchas cosas desde la última vez que se vieron, demasiadas. Debido a ellas es que había vuelto, para cerrar o intentar cerrar por fin el ciclo. 

—Volví. 



GRACIAS POR LEER :)

  


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