CAPÍTULO ONCE

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Frank pensó que Vicente se quedaría quieto mirando hacia la puerta, tal vez corroborando por el sonido de los pasos de Ramiro su partida. Pero no. En vez de eso Vicente se fue hacia su dormitorio y, tras encender la luz, revisó que todo estuviera en orden. Con ademanes bruscos tomó varias prendas de ropa de encima de su cama e hizo una bola con ellas. Tenía el rostro tan tenso que Frank se obligó a apartar la mirada.

—Puedes buscar lo que necesites para dormir... —comenzó el joven, sin quedarse quieto. Se había acercado a su maleta para abrirla y hurgar en su interior—. Es tarde... deberíamos...

Al verlo tan desesperado por hacer como que nada pasaba, Frank se sintió sumamente cansado. De repente, toda la espera y la pena parecía haberse convertido en agotamiento. El hombre sabía que le esperaban muchas cosas aún en ese viaje, pero ese instante, con Vicente incapaz de mirarlo a la cara mientras él se erguía en una casa extraña, demasiado lejos de su hogar y de su gente, le supo a una pausa sin sonido ni el suficiente aire. Necesitaba sentarse, de modo que caminó hacia el sofá y se tiró en él con brusquedad, logrando que este emitiera un crujido que alertó a Vicente. El joven, por fin, se volteó hacia él y lo observó con una mezcla extraña de sentimientos.

—Lo siento... —murmuró Frank—. Todo esto es tan...

No fue capaz de encontrar la palabra indicada. No importaba que la escritura fuera su trabajo y su rutina; en esas situaciones nunca sabía qué decir. El silencio se alargó hasta que el sonido de los pasos de Vicente rumbo al sofá lo rompió.

—Lo sé —dijo con la voz grave, más grave de lo normal. Frank supo al escucharlo que estaba conteniendo muchas cosas.

—Vicente... deberías hablar con él.

El abogado se estremeció junto a él, para luego tensar los brazos, que tenía sobre las rodillas. Cuando alzó la cabeza para mirar a Frank de costado, este vio que tenía los ojos enrojecidos.

—No. No tengo nada que hablar con él.

—Es evidente que sí. —Frank, antes de seguir hablando, se limpió de las mejillas las pocas lágrimas que se había permitido derramar tras la revelación de Ramiro—. Me gustaría preguntarte qué pasó entre ustedes. Sé que no es el momento y que no tienes por qué contármelo... Pero, me gustaría saber.

Vicente, con cierta dificultad, se puso de pie. Era igual de alto que Frank y solo un poco más delgado. A pesar de ello, era fácil ver en él al niño de doce años que había sido. Su pelo castaño mantenía la costumbre de elevarse en la zona de la frente, ayudado por la tendencia que tenía el joven de pasarse las manos por él cada vez que estaba ansioso. Su rostro, más alargado y menos lleno que en sus años en Markham, seguía teniendo ese aire de niño sorprendido y risueño, sobre todo por los ojos, grandes e inquietos. Ojos que casi siempre parecían a punto de brillar a causa de una sonrisa, excepto en ese momento. Allí, en medio del silencio de su departamento, Vicente solo parecía a punto de llorar.

—¿Es por lo ocurrido en Markham?

—No... —respondió el joven tras unos segundos—. Sí... En realidad, sí. Todo tiene que ver siempre con ese lugar, ¿cierto?

Vicente se acercó a la puerta de su habitación y miró el interior, como si buscara algo. Frank no contestó, porque no necesitaba hacerlo. Ambos conocían la respuesta demasiado bien.

—No insistiré para que me cuentes nada. Entiendo que es difícil para ti hacerlo. Es solo que... aún recuerdo los buenos amigos que ustedes eran. Pero también sé que es muy diferente tener un amigo a los doce, a los diecisiete o a los veinticinco. Parecen solo años, pero es mucho más que eso...

Frank escuchó que Vicente respiraba con fuerza. Sus manos, apoyadas en el dintel de la puerta, apretaron la madera antes de que todo en él pareciera, de golpe, darse por vencido.

—Ramiro... Él y yo íbamos a trabajar juntos para que Mackena... Para meter a ese hijo de puta en la cárcel. Hay muchas cosas que tú no sabes, que ni siquiera te imaginas. Nosotros las descubrimos y todo iba bien, pero Mackena... —Vicente inclinó la cabeza, con la respiración agitada—. Yo vengo de buena familia, sé lo que el dinero puede hacer. Pero nunca pensé que...

—Que se libraría.

—Teníamos pruebas, muchas pruebas, pero no sirvieron de nada. Pasó menos de una semana detenido. Y el caso quedó ahí, en pausa... Ramiro se descontroló. Dijo que no iba a permitir que se saliera con la suya, que lo mataría si hacía falta... Yo quería volver a intentarlo en el tribunal, no descansar hasta que alguien hiciera algo, pero la mañana en que lo liberaron...

—Ramiro fue y lo golpeó.

Vicente agitó la cabeza.

—Después de eso, no podíamos hacer nada. A Ramiro lo expulsaron... y ahora...

Frank observó cómo el joven se estremecía, pero no hizo nada, ni por consolarlo ni para que siguiera hablando. Esperó a que el silencio fuera algo más que un peso sobre ambos.

—¿No hay —murmuró—...ninguna parte de ti que entienda lo que él hizo?

Al escucharlo, el abogado se giró hacia él con brusquedad. Pareció querer decir algo, pero finalmente lo único que hizo fue negar con un gesto.

—Tú no entiendes... Una cosa es haber sabido lo que estaba pasando en el internado y otra muy distinta es ver en lo que se está convirtiendo... No puedo perderlo otra vez.

Frank asintió. Muchas cosas habían pasado por su mente mientras lo escuchaba, muchas ideas y presentimientos. Y aunque pensó en seguir indagando para ver si lo que comenzaba a creer era cierto, prefirió callar.

—Ahora tenemos que ver qué haremos con Daniel —continuó Vicente—. Mañana iremos a mi oficina y pensaremos cómo...

—Vicente... —Frank esperó a que el joven lo mirara para seguir—. Tú no me debes nada. Y aunque no lo creas, tampoco le debes nada a Daniel.

—¿No quieres mi ayuda?

—La agradezco y tomaré la mano que estás dispuesto a darme, pero quiero que lo recuerdes: no nos debes nada. Si quisieras comenzar de nuevo y olvidarte de...

—¿Olvidarme? —Vicente se acercó unos pasos, de modo que Frank tuvo que alzar la cabeza para seguir mirándolo a los ojos—. ¿De verdad crees que puedo olvidarme? ¿De ese año, de ustedes... de lo que pasaron? ¿Tú podrías en mi lugar?

Frank negó con la cabeza.

—Yo tampoco... Sé que no te debo nada. No es por eso que quiero ayudarte. Creo que en el fondo ni siquiera es por ti que hago esto. Es por mí... y por él. Por todos.

—Entiendo. —Con lentitud, Frank se puso de pie, quedando a pocos pasos de Vicente, la suficiente distancia para poder poner su mano sobre el hombro de este sin problemas—. Dejarlo ir también es perderlo. No te olvides de eso.

Antes de poder ver el efecto que tenían sus palabras, el hombre se dirigió hacia el baño y desapareció en su interior. De haberse quedado allí habría contemplado cómo Vicente, pasados unos segundos, se aproximaba hacia la puerta del departamento y, tras abrirla, dejaba la llave que Ramiro le había entregado en lo alto del dintel.


*************************************


Vicente, por más que Frank se negó, no quiso dejarlo dormir en el sofá. Le cedió su cama y él durmió, armado de un par de mantas y una almohada, en el salón. No creía poder dormir bien, dijo, y Frank no quiso decirle que él tampoco. Lo extraño, sin embargo, fue que el sueño llegó de manera tan imprevista que ni siquiera lo notó. Despertó de golpe a la mañana siguiente, cerca de las siete. Durante unos segundos, confundido, se preguntó dónde estaba, a quién pertenecían esas paredes y esa cama, qué era esa luz extraña que entraba por la ventana, por qué no llovía como en Lafken. Pasada la confusión, lo recordó todo: Vicente, Daniel, Ramiro... Él en Santiago, por primera vez.

Se levantó y sus pies descalzos acusaron el contacto del suelo de manera. Se aproximó a la ventana y descorriendo unos centímetros la cortina, miró hacia el exterior. A la luz grisácea de un amanecer de inverno en la capital, vio edificios, muchos, no demasiados altos, pero que convertían el trozo de ciudad que tenía a la vista en un mar de relieves diversos. Sonrió, pensando en cuánto le gustaría ese lugar a Gabriela. ¿Cómo estaría ella? ¿Habría despertado ya? Heredera de su propia costumbre de despertar con las primeras luces del día, probablemente llevaba mucho preguntándose, lejos allá en el sur, cómo estaba él.

Rascándose el cabello desordenado por la noche de sueño, atravesó la habitación rumbo al salón. Vicente era un bulto de mantas en el sillón, del que solo se atisbaban un pie y la parte más alta de su cabeza. Roncaba ligeramente y Frank se lo imaginó con la boca abierta, entregado por completo al descanso. Estuvo a punto de sonreír, antes de que la imagen le trajera recuerdos antiguos. Se frotó los ojos y se alejó en dirección a la cocina. Con mucho cuidado de no hacer ruido, preparó un desayuno simple con las cosas que logró encontrar. Sobre el estrecho mesón que separa la cocina del salón, dispuso dos tazas de café, unas galletas sin sabor y dos platos con huevos. Estaba pensando en despertar a Vicente cuando este, por sí solo, se sentó en el sillón y lo observó con los ojos entrecerrados. Por la única ventana de esa parte del departamento entraba luz de un día ya iniciado, brillante y fría, que al parecer le estaba dando problemas al joven abogado.

—¿Qué hora es? —preguntó con la voz pastosa.

—Aún no deben ser las ocho. Ven a comer algo.

Vicente alzó las cejas debido a la sorpresa y fijó los ojos en la comida. Con parsimonia se levantó y estiró antes de tomar asiento frente a Frank en el mesón.

—No tuviste que hacerlo... —murmuró al tomar la taza y llevársela a los labios.

—Tal vez no lo recuerdes, pero nunca he sido muy bueno para aguantar el hambre. Si esperaba a que despertaras habría muerto de inanición.

El joven se rió, lo que le sacó una sonrisa a Frank.

—Bueno, gracias. Está bueno.

—De nada. ¿Ayer dijiste que iríamos a tu oficina?

—Sí, queda cerca... —Vicente dio dos cucharadas a sus huevos y luego de tragar continuó—. Iremos caminando. Necesito ver cómo están las cosas y también cómo está Manuel.

—¿Quién es Manuel?

—Mi ayudante...

Frank hizo un pequeño gesto de sorpresa.

—¿Tienes ayudante? Te van bien las cosas...

—No es lo que piensas. —El abogado, con una sonrisa en la boca, se reacomodó en la silla—. En realidad es un cabro chico de quince años.

—¿En serio? —Vicente asintió y Frank, cada vez más interesado, lo observó comer por unos segundos antes de hacer otra pregunta—. ¿Y cómo llegó a ser tu ayudante?

—Esa es una larga historia. Mejor te la cuento cuando vayamos en camino. 


**************************************


Tras alistarse y salir, Vicente cumplió su promesa de contarle sobre el tal Manuel Ortiz, muchacho de quince años, oriundo de la comuna de San Miguel y estudiante, cuando no estaba de vacaciones de invierno, de un colegio municipal del que lo habían suspendido tres veces en lo que iba del año por tentativas revolucionarias. Vicente, que ejercía la, casi siempre amarga, labor de apoderado, era quien ponía las excusas frente al director cada vez que el jovenzuelo se las daba de, según él, "único ser consciente en un establecimiento lleno fachos sin dónde caerse muertos". Vicente le dijo a Frank, con pesadumbre, que aquello le venía a Manuel de familia, herencia que era la culpable de que él lo hubiera conocido hace ya un par de años.

Se acercaban a la Plaza de Armas cuando Vicente llegó al inicio de la historia: el día en que, en una comisaría, había visto por primera vez a Manuel. Por esa época tenía trece años y los miembros delgados y largos, como si por las noches alguien lo estirara para ver cuánta altura podía alcanzar. Vicente, que se hallaba en el lugar para hablar con un cliente, no pudo sacarle los ojos de encima al muchacho, preguntándose qué hacía allí, sentado en un rincón, con las puntas de los dedos enrojecidas de tanto mordérselas. Cuando regresó de hablar con su cliente, se acercó a un carabinero de guardia para averiguar quién era el joven y qué hacía allí.

—Anda buscando a su papá —soltó el cabo después de darle a Vicente una mirada de pies a cabeza.

—¿Está preso?

—Sí, pero no aquí. Lo trasladaron hace un par de días.

—¿A dónde? —preguntó Vicente, temiéndose la respuesta, que no fue más que un encogimiento de hombros de parte del carabinero. Esa era una mala señal y el abogado, sin poder contenerse, le echó el enésimo vistazo al muchacho—. ¿Y la mamá?

—¿Qué voy a saber yo? El otro día estuvo acá con una guagua en brazos.

—¿De verdad no tienen idea de dónde está el papá?

El carabinero, probablemente más joven que el propio Vicente, se tensó en el puesto y reacomodó las manos sobre el fusil que sostenía frente a su cuerpo. Cuando habló, lo hizo con la voz del que está a punto perder la paciencia.

—No.

Vicente, entendiendo la indirecta, se alejó de él. Los primeros pasos los dio hacia la salida de la comisaría, pero de pronto se detuvo y regresó, caminando hasta donde estaba el muchacho. Se paró frente a él y aunque al principio este quiso ignorarlo, pronto no pudo hacer otra cosa que devolverle la mirada.

—Hola —dijo Vicente cuando sus ojos se toparon con los del adolescente.

—Hola.

—Me llamo Vicente Santander.

—Ya.

—Soy abogado.

Solo entonces Manuel lo observó de verdad, pero su gesto era el de alguien que presencia una tormenta, preguntándose si será una bendición o todo lo contrario.

—Sé que tu papá está preso y que no está aquí.

—Nadie nos quiere decir dónde está. —Al decir esto, el muchacho se rascó el antebrazo al descubierto. Era verano cuando se conocieron y aunque en la comisaría el ambiente poseía una gelidez latente que casi hacía olvidar el calor, en el exterior el termómetro superaba los treinta grados. Vicente sudaba bajo su terno y su camisa, pero intentaba no demostrarlo—. ¿Usted sabe dónde está?

El abogado estudió el rostro que lo observaba, notando por primera vez que el adolescente no lloraba ni mostraba signos de haberlo hecho hace poco. Su voz, al hablar, no tenía ese temblor de los desesperados e impotentes. Al contrario, era firme, tan firme que alguien que solo lo escuchara habría pensado que era mayor. Aún no lo conocía lo suficiente, pero más pronto que tarde aprendería que Manuel Ortiz tenía una capacidad innata para esconder muy en el fondo su pena y su dolor. La única emoción que el chico dejaba salir sin control era la ira y fue justo eso lo que Vicente vio brillar en sus pupilas: una rabia fría y bajo control, pero que no se iría hasta conocer el paradero de su padre.

Por eso y por muchas cosas que vendrían con el tiempo, Vicente nunca se arrepintió de lo que dijo como respuesta a la pregunta de Manuel.

—No, no lo sé. Solo sé que acá nadie te va a ayudar y quizás yo tampoco pueda hacerlo, pero al menos lo voy a intentar.

No pasaron más de dos minutos antes de que el abogado lo convenciera de que salieran juntos de allí. Para soltarle la lengua, lo llevó al portal Fernández Concha a comer y beber algo. Entre tragos de soda y mordiscos a un sándwich de diez centímetro de alto, Manuel (para ese momento ya se había presentado) le contó que a su padre se lo habían llevado detenido por el simple hecho de ser parte del sindicato de la empresa metalúrgica en la cual trabajaba. Vicente sabía que ese era motivo más que suficiente en los tiempos que corrían, al igual que ser parte de una junta vecinal o una federación de estudiantes. Algunos pensaban que lo peor ya había pasado, que ese tipo de cosas ya no sucedían, pero todo el que albergara esa esperanza se mentía a sí mismo. El caso de Marcos Ortiz, que por exigir derechos laborales básicos y libertad de expresión había sido separado de su hijo Manuel y de su hija Carolina, de trece y dos años, y de su esposa, era un ejemplo de ello.

Vicente llevaba ejerciendo apenas unos meses cuando eso ocurrió, pero ya tenía algunas ideas de dónde ir a hacer preguntas y dónde pedir ayuda. Fue un proceso largo para una familia que no sabía dónde estaba uno de sus miembros, pero corto en comparación con otros casos. En poco más de un mes, el padre de Manuel volvió a casa, pensando que podría seguir con su vida. Se equivocaba. Empezó a recibir amenazas y a ser seguido por un auto negro cuando iba de su casa al trabajo. Los Ortiz, que veían a Vicente como a su salvador (para ese entonces Manuel ya tenía la costumbre de ir a darse una vuelta por la oficina de este después del colegio, rogándole para que lo dejara ayudarle con los papeles o con los mandados, llevando en cada visita algún pastel o postre hecho por su madre), le pidieron ayuda otra vez. Después de pensarlo durante una noche en vela, se dio cuenta que la única opción era mandar a Marcos Ortiz lejos, al menos por un tiempo. Así que se contactó con un primo suyo que era un alto directivo en una mina ubicada en Calama y lo convenció para recibir al padre de Manuel como empleado. El hombre llevaba en el norte poco más de un año y le mandaba puntualmente gran parte de su sueldo a su familia.

Con el tiempo, a pesar de su negativa por tenerlo día sí y día también en su oficina, Vicente se acostumbró a la presencia de Manuel. Le divertían sus divagaciones adolescentes, la manera que tenía de contar las cosas y también la forma que tenía de escucharlo las pocas veces que accedía a revelar algo personal. Al principio su ayuda era una excusa, pero poco a poco lo fue necesitando más y más. Manuel era inteligente, tenía labia y un instinto mucho mayor que el suyo, así que no se sorprendió cuando se hizo evidente que el joven estaba aprendiendo cosas que aplicaba sin problemas en el día a día. Las vacaciones de invierno y verano las pasaba allí y cuando Vicente le preguntaba por qué no aprovechaba el tiempo con sus amigos, el muchacho le decía que el único amigo que tenía era él. Cuando empezaban las clases tenía que obligarlo a ir al colegio y a hacer las tareas, sin contar la de veces que le tocaba hacer acto de presencia en el establecimiento por una de sus "travesuras". Como recompensa por su trabajo, Vicente le daba dinero para sus gastos y durante su visita mensual obligada a la casa de los Ortiz, le daba un poco más a la madre, consciente de que con el dinero proveniente del norte no alcanzaba.

Durante todo ese tiempo, la presencia de Ramiro fue como una enfermedad que crecía silenciosa y oculta. Vicente sabía muy bien que Manuel le tenía desconfianza a su amigo y que este consideraba al muchacho casi siempre un estorbo. Las pocas veces que los tres coincidieron en el mismo lugar, el ambiente se volvía insoportable y Vicente no tenía más remedio que mandar a Manuel de vuelta a su casa. Cuando Ramiro y él comenzaron a trabajar en lo de Mackena, y tras mucho pensarlo, se dijo que lo mejor era mantener al adolescente al margen. Aquello era muy sucio para alguien de su edad y aunque tenía muy claro que Manuel no era inocente e ingenuo, quiso protegerlo de todo ello. Pero el chico era listo y se daba cuenta de muchísimas más cosas de las que él estaba dispuesto a compartir. Cuando todo explotó, ni siquiera se mostró sorprendido. Y desde la mañana en que Ramiro se había ido de su oficina para no volver, Manuel parecía más cauto que de costumbre. En ocasiones el abogado sentía que lo estudiaba en silencio y que cuidaba muy bien sus palabras, para luego preguntarle como quien no quiere la cosa por "el detective". Después de todo, recordó Vicente mientras caminaba junto a Frank, había sido idea del joven buscar a Ramiro para que los ayudara en lo relacionado con Daniel Martínez. Pero el abogado sabía que era una especie de trampa puesta por el muchacho para tantear su reacción.

En ocasiones se preguntaba cuánto sabía Manuel y cuánto ocultaba, para luego convencerse que probablemente todo eran imaginaciones suyas.

Por supuesto, no compartió el segmento de la historia del muchacho que tenía relación con Ramiro. Terminó el relato de la manera más feliz, con ambos trabajando codo a codo y con una familia saliendo adelante a pesar de las dificultades. Frank escuchó al principio con seriedad y para el final ya tenía una sonrisa en la boca. Manuel provocaba ese tipo de reacciones, así que Vicente no dudó al hacer el último comentario.

—Te caerá bien. 


***************************************


Manuel fue el primero en llegar a la oficina y por ende el encargado de recoger el correo en conserjería al entrar al edificio. Ver el pequeño montón de cartas le dijo que su jefe aún llegaba y aquello lo preocupó. ¿Aún no llegaba del sur o era que algo le había pasado en el camino? Mientras subía la escalera hasta el piso que albergaba la oficina, se dijo que no era tiempo de andar pensando en probables desgracias. Vicente tenía sus hábitos, pero tal como los cumplía podía no hacerlo. Tras un viaje tan largo, además, era comprensible que más tarde que de costumbre.

Abrió con su llave, temiendo por un instante encontrarse con una imagen similar o peor a la de hace algunos días, pero al empujar la puerta vio que todo estaba tal cual él lo había dejado la tarde anterior. Aún era posible notar los estragos del ataque; sabia que ni haciendo su mejor esfuerzo lograría que su jefe no se diera cuenta que algo había ocurrido. Por lo mismo había decidido contárselo y ser totalmente sincero al respecto. Lo único que quería, lo que de verdad quería, era que Vicente llegara por fin. Ambos, juntos, podrían encontrar una solución a todo eso, se repitió por enésima vez desde que encontró esa oficina que tanto amaba casi destruida.

Avanzó hasta el escritorio de Vicente para dejar encima las cartas. De pronto sin saber qué hacer, se quedó de pie y fijó los ojos en la silla que hasta hace poco había ocupado su jefe sin mayores problemas. Allí, en las tardes en que no tenían trabajo, a veces jugaban cargas. Tras decidir que una buena idea sería ir a comprar un par de cafés, volvió sobre sus pasos. Fue entonces cuando escuchó pasos en el pasillo. La puerta de la oficina y sus paredes eran de ese grosor tan característico de las construcciones de la primera mitad del siglo, pero el suelo del pasillo tenía la particularidad de que cualquier pisada, en especial si los zapatos tenía tacones o zuelas, se oían con bastante antelación. La altura del techo, además, los dotaba de cierto eco.

A pesar de todo eso, reconoció quién se acercaba. Era Vicente. El problema es que no venía solo y la posibilidad de que su acompañante fuera Ramiro Aránguiz lo dejó congelado en el puesto.

Al otro lado de la puerta, Vicente introdujo la llave en la cerradura. Manuel alcanzó a escuchar que decía algo, pero no supo descifrar qué. Su noto, al menos, le hizo perder algo de la tensión acumulada en la espalda y en los brazos. Quizás se equivocaba, pero su jefe se escuchaba relajado y él nunca estaba relajado en presencia de Ramiro Aránguiz.

—...veces en la tarde. Yo nunca...

Vicente, con la mano en la cerradura, se quedó inmóvil al ver a Manuel a poca distancia de la entrada. Su sorpresa aumentó cuando el muchacho, tras dar unos pasos, lo abrazó con fuerza. El contacto fue breve y cuando terminó, Manuel tenía el rostro rojo a causa de la vergüenza. Vicente, aún algo aturdido, solo atinó a tomarlo por los hombros y contemplarlo de pies a cabeza para ver que estuviera bien.

—¡Por fin llegó! —soltó el adolescente y aunque su atención estaba puesta en su jefe, en un segundo desvió los ojos y estudió al desconocido que lo acompañaba—. Pensé que no iba a llegar nunca...

—El viaje fue largo y creo que hoy se me pasó la hora durmiendo. Pero entremos, que tengo que presentarte a alguien y preguntarte muchas cosas.

Manteniendo una mano en el hombro derecho de Manuel, lo empujó hacia el interior. Con un gesto invitó a entrar a Frank y le pidió que cerrara la puerta. Tenía demasiadas cosas en la cabeza como para fijarse realmente a su alrededor, sino que hizo lo que le parecía más importante en ese instante.

—Manuel, él es Francisco Rodríguez. Un amigo de mis años en el colegio. Él además era amigo de Daniel Martínez. —Se giró hacia Frank—. Él es Manuel Ortiz, mi ayudante.

Frank fue el primero en estirar la mano a modo de saludo y, tras una breve pausa, Manuel se la estrechó a su manera habitual: rápida y con un seco movimiento. Luego, ambos parecieron estudiarse. El muchacho se detuvo en la expresión melancólica del hombre, en su aire general de cansancio. No era mucho más viejo que Vicente, aunque en algunos aspectos lo parecía. En su pelo castaño, por ejemplo, que mostraba algunas canas cerca de las sienes, o en la postura caída de sus hombros. Le pareció que un hombre así no podía ser de mucha ayuda, pero quizás se equivocaba. Frank, a su vez, se dijo que probablemente nunca había conocido a un joven como Manuel. Era perceptible en todos sus gestos, en la manera en que lo miraba, que no había sido criado bajo figuras de una autoridad intocable y lejana. Podía tener quince años, pero no se sentía disminuido junto a personas mayores que él. Eso le agradó, de modo que sonrió.

—Vicente me habló de ti. Es un placer conocerte.

—Igualmente... Aunque de usted no sé mucho.

Vicente, sonriendo de costado, se alejó de ambos rumbo a su escritorio.

—Tranquilo, Manuel. Ya lo conocerás... —Había cruzado el umbral de su oficina interior cuando notó algo extraño. Ciertas cosas estaban fuera de sus lugares y en las repisas que tenía a su derecha vio papeles fuera de los archivadores, la mayoría arrugados y rotos. Con el cuerpo tenso, se dio la vuelta para mirar a Manuel, que, envarado en su puesto, lucía como alguien que sabía muy bien la pregunta que le harían a continuación—. ¿Qué pasó aquí?

—Jefe, creo que es mejor que se siente y escuche lo que tengo que contarle.

—Pero...

—Siéntese, en serio.

Vicente obedeció con el ceño fruncido, avanzando hacia el sillón viejo que tenían para los clientes que esperaban por una cita. Frank, de pie junto a Manuel, los observaba a ambos a intervalos, sin entender muy bien qué sucedía. El muchacho, al ver su confusión, le señaló una silla. Él, sin embargo, se quedó de pie.

—Bien... —comenzó. Su atento y tenso público lo observaba, pero él no se inmutó—. Hace tres días vine a la oficina como siempre. Mentiría si dijera que hice algo importante, jefe, porque usted sabe que estos días no hay mucho que hacer. De todas maneras, vine porque usted podía llamar y por costumbre. A la hora de almuerzo salí y volví como una hora y media después. Y me encontré con la oficina hecha pedazos...

—¿Quién...?

—No tengo idea. Quien haya sido, no estaba aquí. Me dio miedo, obvio... y rabia... Fue ahí cuando aparecieron Hugo Farías y Ramiro Aránguiz.

Manuel, al decir esto, clavó los ojos en Vicente para ver su reacción. Y lo que vio en ella le provocó un vacío en el estómago. El abogado lucía sorprendido, pero no lo suficiente para alguien que no sabía nada de su mejor amigo desde hace tres meses. Eso solo podía significar una cosa.

—Ya lo vio, ¿cierto?

La mirada de Vicente se opacó al escuchar su pregunta. Tras unos segundos, asintió.

—Anoche apareció en mi departamento. —El muchacho frente a él apretó los puños y por la manera en que separó los labios se hizo evidente para quien lo observaba que estaba a punto de gritar producto de la rabia. Frank, que era quien lo observaba, lo notó y también notó cómo el adolescente hacía un esfuerzo por calmarse—. ¿Qué hacían ellos aquí? —continuó Vicente.

Manuel soltó un suspiro antes de responder.

—Lo buscaban a usted. Descubrieron algo sobre Daniel Martínez. Y yo les dije que usted estaba de viaje y que no sabía cuándo regresaría. Usted llamó justo...

—¿Ramiro estaba aquí cuando hablé contigo ese día?

—Sí... Ellos me dijeron que lo convenciera para que regresara lo más pronto posible.

—¿Por qué no me dijiste?

—¿Hubiera servido de algo? Usted ya tenía suficientes cosas en la cabeza para que además le hablara de ese tipo...

Vicente se puso de pie bruscamente y Manuel, sin querer, dio un paso hacia atrás. Pero Vicente pasó por su lado sin mirarlo, mesándose el pelo. Tenía los labios apretados y los ojos clavados en el piso. El muchacho, al verlo, supo que no era buen momento para hablarle, y sin embargo lo hizo. Había cosas que debía decirlo lo más pronto posible.

—Jefe, esos tipos... los que vinieron a la oficina y rompieron cosas, los que quizás mataron a Daniel Martínez... —Sus ojos se desviaron un par de segundos hacia Francisco Rodríguez—. Esos tipos son peligrosos. Uno de ellos me siguió ayer.

—¿Qué?

Manuel asintió.

—Hay que tener cuidado...

En ese momento, todos escucharon pasos rápidos y luego un par de golpes fuertes en la puerta. Los tres se quedaron inmóviles, conteniendo el aliento. El primero en moverse fue Manuel, que hizo el ademán de ir abrir hasta que Vicente lo detuvo. En su lugar, él se adelantó y, ya junto a la puerta, puso la mano en la cerradura.

—¿Quién es?

—Hugo Farías —le respondió una voz grave.

Vicente ni siquiera lo dudó antes de abrir. En el umbral, un hombre más alto que él, con las espaldas anchas y un traje que parecía haberse puesto de cualquier manera hace muchas horas. Eso, junto a sus ojos enrojecidos y su cabello despeinado, le hizo temer por un momento a Vicente que Hugo estaba bebido. Luego se dio cuenta que era mucho más simple que eso: el detective llevaba al menos una noche sin dormir.

—Vicente, por la cresta... Pensé que quizás aún no llegabas.

—Llegué anoche. Pero pasa... —Hugo dio dos pasos hacia el interior e hizo un paneo, deteniéndose en Frank—. ¿Quieres algo? ¿Un café...? Manuel, anda a la esquina...

—No, no te preocupes por eso. Mejor que este cabro se quede acá...

Vicente, al ver que los ojos de Hugo no se despegaban de Frank, decidió no demorar la presentación.

—Él es Francisco, un amigo. Amigo también de Daniel. Es de confianza.

El detective hizo un gesto de saludo antes de sacarse la chaqueta, que estiró en dirección a Manuel. El muchacho la tomó por inercia y la colgó del respaldo de una silla. Hugo apoyó sus manos grandes en las caderas y con la cabeza algo inclinado miró a Vicente.

—No sabía qué iba a hacer si no te encontraba, pero bueno... acá estás. Daniel Martínez está muerto.

—Lo sé.

El detective abrió los ojos por la sorpresa.

—¿Cómo?

—Ramiro nos dijo.

—¿Ramiro se comunicó contigo?

—Ramiro entró a mi departamento. Estaba ahí cuando llegamos. Nos dijo que habían encontrado un cuerpo en Colina y que él mismo lo identificó.

—Sí... —Bajo la dureza en la expresión de Hugo, asomó algo más, algo similar a la compasión—. Pero eso no es todo. No sé si sea porque este sistema está más mal de lo creía o porque alguien intenta tapar esto, pero si no hacemos algo pronto el asesinato de ese hombre va a pasar al olvido.

—¿Por qué dices eso?

—Porque lo van a tirar a una fosa común sin que nadie se tome la molestia de averiguar qué le pasó.

Frank, el más alejado y el único que permanecía sentado, se pasó la mano derecha por la cara. Vicente tuvo el impulso de acercarse a él, pero finalmente no lo hizo. Se concentró en Hugo.

—¿Qué podemos hacer?

—Es evidente que por los medios normales no vamos a conseguir mucho. Lo que tenemos que hacer es...

—No, Hugo. Tú no me vengas con eso. ¡No me digas que Ramiro...!

—No tengo idea de lo que te dijo Ramiro o qué pasó entre ustedes. Pero si crees que vas a conseguir algo en los tribunales, Vicente, estás muy equivocado. —El abogado iba a interrumpirlo, pero Hugo lo detuvo con un gesto—. Yo también estuve ahí donde estás tú, pensando que a estos hueones podía importarles encontrar un cuerpo con un balazo en la cabeza... Pero no. No les importa. Si Ramiro te dijo que ese no es el modo, tiene razón.

Vicente, respirando entrecortadamente, alzó las manos y mostró las palmas, desesperado.

—Entonces, ¿qué? ¿Transformamos esto en una batalla en las calles a punta de pistolazos?

—No. —Por unos segundos, Hugo lució aún más cansado—. Vemos cuánto podemos conseguir por las buenas, pero teniendo muy claro que no es la única opción. Y luego... Luego ya veremos. Lo que tú tienes que hacer ahora es conseguir a un juez que sea de confianza y pedirle que detenga en el entierro del cuerpo o acceda a una exhumación. Tienes a la hermana que lo busca y pruebas de que el cadáver encontrado en Colina es posiblemente Daniel Martínez.

—¿Pruebas?

Del bolsillo del pantalón, Hugo sacó una fotografía que extendió hacia Vicente para que él la viera. En esta se apreciaba un hombre con la cabeza ensangrentada apoyada contra la puerta de un auto.

—Esa es una foto tomada en la escena del crimen —continuó el detective—. Alguien se la mostró a un periodista de La Nación, quien mañana publicará una nota hablando del caso. Se describirá a la víctima como un hombre de unos treinta años, moreno y delgado. Un hombre aún sin identificar. Su hermana leerá el diario y se dará cuenta que posiblemente es quien busca. Acudirá a ti, como su abogado, para que averigües cómo puede ella identificar el cuerpo. Solo que ya no habrá cuerpo... Pero la sola posibilidad de que el hombre sea identificable convencerá a un buen juez de que la investigación tiene que seguir. ¿Comprendes?

Vicente sintió un escalofrío, pero comprendía.

—¿Por qué haces esto? —le preguntó al hombre frente a él.

—¿Por qué? Porque estoy cansado de que cosas así se dejen pasar. De que yo o personas como yo las dejemos pasar. Hoy es Daniel Martínez, mañana puede ser cualquiera. No me metí a la PDI para esto.

Frank se puso de pie y en silencio se acercó a ellos. Hugo lo observó con atención al darse cuenta de que se dirigía a él.

—¿Podría ver esa foto?

Hugo se la entregó y Frank, con las manos temblorosas, la acercó a su cara para estudiarla. Su rostro no se contrajo por el llanto o el asco, pero Hugo, que no lo conocía de nada, tuvo la impresión de que el hombre rejuvenecía mientras la veía. De pronto no parecía más que un muchacho, no mucho mayor que Manuel Ortiz.

—¿Él era su amigo? —le preguntó, sin recibir respuesta. Estaba a punto de decirle que lo sentía, cuando algo hizo click en su cabeza—. ¿Usted es Francisco Rodríguez?

El hombre desvió los ojos de la fotografía para observarle.

—Sí.

—¿Sherlock?

—¿Cómo?

—¿Él le decía Sherlock y usted a él le decía Dupin?

Hugo sintió las miradas de Vicente y Manuel sobre su rostro, pero no dejó de estudiar al desconocido.

—¿Cómo sabe eso? —preguntó este tras unos segundos de silencio.

El detective tragó saliva. Una parte de sí solo quería irse a casa, comer un plato cocinado por su mujer y luego hacerle el amor hasta caer rendido en la cama.

—Porque en el cuerpo de Daniel Martínez encontramos una carta para usted.

—¿Dónde está?

—Ramiro la tiene. —Solo entonces Hugo se atrevió a mirar a Vicente—. Lo necesitamos. No solo por la carta y tú lo sabes.

Manuel, que había observado todo lo ocurrido en los últimos minutos en silencio y sin moverse, en ese instante pareció despertar de un trance y como si algo lo apremiara se fue hacia el escritorio de Vicente. Encima de este, además de las plumas y papeles que habían sobrevivido al ataque de hace unos días, estaban las cartas que él mismo había recogido en conserjería al llegar.

Eran cuatro en total: una factura, dos cartas del tribunal por casos en curso y una carta de sobre barato y con la dirección de la oficina escrita con letra clara. Fue al leer el remitente que Manuel sintió que el aire se le iba de los pulmones para no ser reemplazado por nada. Volvió a donde estaban los tres hombres sin escuchar ni entender lo que decían. Se paró junto a Vicente y llamó su atención tocándole el hombro.

—¿Qué pasa? —preguntó el abogado al verlo.

—Esta carta... —susurró el muchacho y Vicente, al escucharlo se dio cuenta que estaba asustado—. Es de Daniel Martínez.


***********************************


En una casa antigua y en apariencia abandonada en la comuna de Quinta Normal, un cartero dejó solo una carta. Su bolso a esa hora estaba aún lleno de correspondencia, de modo que aquel trozo de papel del que acababa de librarse era un alivio tan minúsculo que no era alivio en absoluto. De hecho, esa casa nunca suponía un alivio. Con la buena memoria que exigía su oficio, recordó que pocas veces dejaba algo en ese buzón. Eso despertó su curiosidad, de modo que antes de soltar el sobre, leyó el nombre y dirección del remitente: Daniel Martínez, Calle Ernesto Alvear 561, Puente Alto, Santiago.

Se encogió de hombros. Aquello no era más que una carta de índole personal. La metió en el buzón y continuó su ruta, olvidándose de esa en la que vivía un hombre joven y solitario, que al escucharlo partir se acercó a la ventana y observó el exterior. Al ver que la calle estaba vacía, abrió la puerta y salió al jardín que nadie, mucho menos él, había regado y cuidado en al menos tres años.

Ramiro se acercó a la reja y del interior del buzón metálico extrajo la carta. Lo primero que leyó fue el nombre del remitente. Apretó los labios, pero aparte de eso, ningún gesto reflejó la cantidad enorme de pensamientos que cruzaban su cabeza. Introdujo el pulgar derecho en un pequeño hueco en una esquina del sobre y con un movimiento rápido lo abrió. Dentro esperaba una sola hoja de papel escrita con una letra que él ya conocía; era la letra que había escrito la carta para Frank, solo que en este caso el encabezado se dirigía a él, sin apodos, ni distracciones. Un simple "Ramiro" al principio y un "Daniel" al final. Entre medio, cinco líneas que tras el escalofrío le provocaron una sonrisa rota. La sonrisa de un animal de presa.

Ramiro,

Yo solo seré el primero en morir. No creas ni por un segundo que esto terminará conmigo. No ha hecho más que empezar y ellos tienen tiempo y medios para que cada cosa salga como desean. No sé quién será el siguiente, pero temo que sea Vicente. Tú serás el último, porque esto es, en cierta manera, sobre todo por ti. Busca la manera de solucionarlo. Yo lo intenté y fallé. Tú eres mejor. Véngame.

Daniel.


Sé que estos últimos capítulos han ido sin dedicatoria, pero es que estoy muy perdida con eso. Prometo ponerme las pilas para la próxima semana. Espero que hayan disfrutado el capítulo.

GRACIAS POR LEER :)

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