CAPÍTULO SESENTA Y SEIS

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Hugo y Frank llegaron a la Brigada muy temprano, mucho antes de la hora en que habían citado el último a declarar. Cuando el detective le advirtió que tendría que esperar, él le dijo que no le importaba. Se sentó en la silla que Hugo le señaló y se quedó allí,  en silencio y con la caja de pertenencias de Daniel junto a sus pies, observando cómo la oficina se ponía lentamente en movimiento. En un momento, Juan Díaz entró y lo miró fijamente por unos segundos, hasta que se hizo evidente que lo había reconocido. Frank le sostuvo la mirada, demasiado cansado como para hacer nada más. 

Después de eso, decidió sumirse en sus pensamientos y alzar la vista lo justo y necesario. Pensó en Gabriela y Mariana, solas en la casa de Hugo. Supuso que para la niña eso sería una especie de mejora, ya que al menos tendría alguien con quien conversar. También pensó en su artículo, que no era más que un montón de hojas llenas de su letra cada vez más errática, de manchones, de palabras tachadas. Quería terminarlo antes de llamar a Andrés para ultimar los detalles del envío, que suponía sería por fax, como con las transcripciones. Su amigo seguramente lo revisaría mil veces antes de darle el visto bueno; él haría caso de todas las correcciones, porque nunca había sido bueno para pelear por ellas y ahora tenía aún menos ánimos de hacerlo de lo normal. Pensó en Ramiro y Vicente, en lo cabizbajos que se habían ido la noche anterior luego de la advertencia de Hugo sobre poner al último bajo custodia de la fiscalía. Pensó en Manuel a punto de irse al norte con su familia por esa situación tan horrible que ponía su vida en riesgo cuando no tenía más que quince años. 

Pensó en su inminente separación de Gabriela, la que duraría quizás cuánto tiempo. 

Cuando pasaban de las ocho y media de la mañana, llegó el fiscal Lagos. Frank vio que los ojos del hombre se nublaban al verlo. Sintió un retorcijón en el estómago. El momento de enfrentar aquello en lo que había evitado pensar se acercaba y en ese instante se dio cuenta que no estaba listo. Que tenía muchísimo miedo. 

—Buenos días, Francisco —dijo el fiscal cuando estuvo frente a él. Frank estrechó la mano que le extendía—. Le agradezco mucho su disposición. 

—No agradezca. Es lo mínimo que puedo hacer. 

Lagos asintió levemente. 

—Iré a ver al inspector Farías. Podemos empezar con usted en unos minutos si no le molesta. 

—No hay problema. 

—Bien. Permiso.  

Con un gesto de cabeza, el hombre se alejó hacia la primera sala de interrogatorios, a menos que Frank se equivocara en sus suposiciones. En esa habían estado encerrados Hugo y uno de sus compañeros por un buen rato. Las otras dos estaban vacías, con las puertas abiertas. En la que tenía más cerca, Frank podía vislumbrar una mesa estrecha y una silla. Hasta ahí se parecían a las que salían en las películas, pero dudaba que tuvieran ese vidrio que solo permitía ver hacia el interior de la habitación. Chile no era Estados Unidos; la PDI no era el FBI. 

Pasaron unos quince minutos hasta que Lagos, acompañado por Hugo y un detective de unos treinta años que Frank apenas conocía de vista, salieron de la sala. Se acercaron a él con expresiones tensas y serias. Al ver a Hugo, Frank asumió que ese día y en ese lugar, no era su amigo, sino un inspector con un trabajo que hacer. Su tono al hablar se lo confirmó.

—¿Estás listo?

—Sí. 

Se puso de pie, al tiempo que un teléfono comenzaba a sonar. El detective desconocido fue a contestar. Intercambió un par de frases cortas y colgó. 

—María José Martínez llegó —dijo para responder a las preguntas mudas de Hugo y Eduardo Lagos. 

Ambos hombres intercambiaron una mirada. 

—Esperémosla —murmuró el fiscal—. Ella como familiar directo tiene prioridad. —Se giró para mirar a Frank—. Tendrá que esperar un poco más. 

—No hay problema. 

Se quedaron los cuatro de pie, hasta que unos minutos después apareció María José por la puerta de la oficina. La acompañaba su marido, cuyo nombre Frank fue incapaz de recordar. El hombre sostenía a su esposa por el brazo en un ademán que condensaba toda su preocupación, a pesar de que la hermana de Daniel lucía tranquila. Vestía un traje de dos piezas color azul oscuro y apenas se había maquillado los labios. Al verla, Frank no pudo evitar pensar que había adelgazado un poco. 

Lagos se adelantó para saludar al matrimonio seguido de Hugo. Ella los saludó con cortesía. Poco después, sin embargo, los ojos de María José Martínez se clavaron en Frank. Sonrió, sus ojos humedeciéndose de repente. 

—Francisco... —susurró cuando él se acercó—. No sabía que te habían llamado también. ¿Cómo estás?

Al fijarse en sus ojos oscuros, tan parecidos a los de Daniel, Frank se dijo que no podía mentirle del todo. 

—Pues... No muy bien. ¿Y tú?

—No muy bien. 

Lagos, que los observaba con atención, cambió de postura en el puesto. 

—Sabemos que esto no es fácil, pero es crucial para la investigación. 

María José asintió. 

—Lo entiendo, fiscal. Haré lo que sea para que se descubra quién le hizo eso a mi hermano. 

—Muy bien. Pasemos a la sala. 

—¿Puedo acompañarla? —preguntó el esposo de la mujer, hablando por primera vez. 

—Sí —le contestó Hugo antes de guiarlos a la sala. 

Desaparecieron tras la puerta cerrada, dejando solo a Frank y el otro detective en la oficina. Este se aproximó con las manos en los bolsillos y el ceño fruncido. Cuando el periodista lo miró, le estiró la mano. 

—Esteban Correa. 

—Francisco Rodríguez. 

—Un gusto. ¿Quiere un café?

—No, muchas gracias. 

El inspector asintió antes de alejarse hacia su escritorio. Se sentó tras este y Frank volvió a sumirse en sus pensamientos hasta que, pasado un tiempo que no supo o no quiso calcular, Hugo salió de la sala. A su espalda apareció María José Martínez. Estaba pálida y temblorosa. No lloraba, pero sus ojos abiertos de par en par eran una visión peor. Su esposo la sostenía, también muy pálido. 

Frank se puso de pie de forma brusca y al hacerlo chocó con la caja que contenía las cosas de su amigo. La había olvidado, pero tenía que entregársela a quién pertenecía. La levantó con cuidado y por unos segundos no pudo evitar clavar la vista en el libro que estaba arriba de todo, la copia de Puerto triste de la que había dolido mucho desprenderse. Para cuando alcanzó a María José y su marido, estos ya avanzaban hacia la salida. 

—María José... —Ambos se voltearon hacia él. Frank sintió la boca seca al hablar—. Esta caja tiene algunas cosas de Daniel. Ropa, libros... 

La mujer miró los objetos, aturdida. Pasados unos segundos, su esposo tomó la caja de los brazos de Frank con un gesto que pudo haber sido una sonrisa en otras circunstancias. 

—Gracias —le dijo. 

Hizo el ademán de continuar su camino, pero al ver que María José seguía inmóvil, se detuvo. Frank y ella se contemplaron a unos pasos de distancia. 

—Lo siento mucho —murmuró María José. Al escucharla, Frank pestañeó. Luego, su mirada fue de nuevo hacia el libro. Ella le vio hacerlo. Tomó la novela y la estudió unos segundos. Al alzar de nuevo la mirada, sonreía con suavidad—. Daniel decía que tú eras el único de sus amigos que leía tanto como él. También me dijo una vez que querías ser escritor. ¿Es verdad? 

—Sí. 

María José asintió. Luego, lentamente, le estiró el libro de Mateo Salvatierra. 

—No conocí mucho a mi hermano, pero estoy seguro que él hubiera querido que tuvieras algo de él. 

—No puedo aceptarlo. 

—Por favor. Hazlo por mí. Por él. 

Frank botó el aire de los pulmones. No era capaz de decirle que tenía muchas cosas de Daniel, la mayoría de ellas intangibles. Recuerdos que no lo abandonarían jamás, como su risa sarcástica, su expresión de aburrimiento, los pocos abrazos que le había dado, en especial aquel que lo había contenido en medio del dolor. También tenía sus cartas. Ni siquiera sabía cuántas, a pesar de que varias se las sabía de memoria, en especial la última, la de despedida. Tenía muchas cosas de Daniel y varias de ellas se sentían como una cicatriz. Pero al tomar el libro, se dio cuenta que Mateo Salvatierra parecía destinado a ser parte de la historia que compartía con sus amigos.  

María José se acercó para abrazarlo. Fue un apretón breve, casi débil. Luego se fue, acompañada de su esposo. Frank los vio alejarse hasta que Hugo lo llamó. Aquella fue la última vez que la vio.




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Se sentó en la silla que le indicaron. Puerto Triste era un peso leve en el bolsillo derecho de su chaqueta, un peso que le reconfortó. Apoyó la espalda en el respaldo, las manos sobre el regazo y mantuvo la mirada fija en la madera frente a él. Escuchó a Hugo cerrar la puerta de la sala, mientras Lagos, inmóvil al otro lado de la mesa, mantenía los dedos sobre una carpeta color gris. Cuando Hugo se sentó por fin a su lado, Lagos suspiró. 

—Bien, señor Rodríguez. Esto es un proceso bastante rápido. Solo necesitamos que mire unas fotografías y nos diga si reconoce al hombre que estas muestran. 

Frank levantó la cabeza con cierta dificultad. Sus cejas oscuras temblaban sobre sus ojos. Miró a Hugo, quien lo observaba a su vez, impertérrito. 

—¿Fotografías? —musitó cuando no pudo soportar más el silencio. 

—Sí. —Lagos deslizó la carpeta por la superficie de la mesa—. Encontramos algunas fotografías en una casa que creemos se utilizó para mantener oculto a Daniel Martínez antes de su asesinato. —Apretó los labios unos segundos antes de hablar—. Queremos advertirle que las imágenes son bastante gráficas. Pero son la única forma que tenemos de conectar a Daniel Martínez con ese lugar, en caso de que sea él. 

Tras respirar hondo, Frank asintió. Lagos abrió la carpeta, dentro de la cual descansaban dos fotografías en blanco y negro. Al principio, Frank solo vio manchas, pero cuando el fiscal las extendió frente a él, una al lado de la otra, se dio cuenta que una de ellas mostraba a alguien acurrucado en el piso. El retratado apenas parecía tener fuerzas para alzar la cabeza y aún así lo había hecho, justo en el momento en que el fotógrafo apretaba el obturador. La toma, hecha desde arriba, dejaba a la vista los ojos oscuros y brillantes bajo un pelo negro apelmazado por el sudor. Frank sintió que la mirada encendida de rabia y dolor de Daniel lo atravesaba. Jadeó sin darse cuenta, inclinado hacia adelante. 

Los hombres frente a él permanecieron inmóviles. 

Con esfuerzo, miró la otra fotografía. Mostraba a Daniel sentado y atado a un silla de madera, desnudo de la cintura para arriba. Con los ojos cerrados, parecía inconsciente, pero su cuello permanecía erguido. Eso permitía apreciar mejor sus facciones, para que no quedara ninguna duda de quién se trataba. 

—Es él... 

Las palabras de Frank apenas arañaron el silencio. A pesar de ello, el fiscal Lagos recogió las fotos y las ocultó en la carpeta. Cuando habló, tenía la voz estrangulada. 

—Necesito que diga el nombre.

Hugo sintió que se le revolvía el estómago. Frank se quedó con la cabeza gacha, muy quieto.

—El hombre que muestran las fotografías es... —Alzó el mentón, los ojos enrojecidos, pero secos—Era mi amigo: Daniel Augusto Martínez Saavedra. 




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Cuando Andrés terminó de leer la última de las cartas, la dobló con cuidado para meterla en el sobre correspondiente. Luego, la puso junto a las otras en una pila que alcanzaba fácilmente los veinte centímetros de alto. Apoyó los codos en el escritorio y luego su frente en la base de sus manos. Se quedó así, inspirando hondo para ordenar sus ideas. 

Sentía una sensación muy extraña en el paladar, un asco que sin duda se debía a las palabras que Salvador Mackena llevaba escribiéndole a Eric Villanueva desde 1965. Es decir, después de graduarse de Markham, seguramente por la distancia física que de repente había entre ambos.

La primera carta estaba fechada el 20 de Febrero de ese año. Para entonces, Salvador Mackena tenía dieciocho años y Eric solo trece. El objetivo de dicha carta era muy claro: Mackena no quería que la "relación" que ambos habían comenzado en el internado se rompiera. Tanto en la letra como en la forma de expresarse, era evidente en esta y en varias de las siguientes que  Mackena era un joven lleno de sus propias confusiones y miedos. Aún así, para un adulto como Andrés, era también evidente la manera en que tejía su red de manipulación: mezclaba culpa, tanto la suya como la de Eric, con frases del tipo "lo que hacemos, lo que sentimos, no puede ser entendido por cualquiera"; a ratos extorsionaba sutilmente a Villanueva con contar su secreto a todos, es decir, su homosexualidad. Le explicaba lo que le pasaba a los hombres que se acostaban con otros hombres, y volvía a repetir alguna de las variantes de uno de sus mantras principales: "ellos no nos entienden". Cuando tocaba ese tema, y en una de los aspectos que más habían perturbado a Andrés, Mackena también se dedicaba a celar al muchacho, a interrogarlo sobre los otros chicos que lo rodeaban. A kilómetros de distancia, se esforzaba por controlar con quiénes Eric hablaba o se relacionaba.

Entre 1965 y 1968, la relación que ambos tenían era algo tan complejo que Andrés dudaba que algún juzgado chileno lo considerara abuso. Estupro tal vez, sobre todo desde que Salvador Mackena había cumplido la mayoría de edad. Aunque no tenía en su poder las respuestas que Eric Villanueva le enviaba al actual secretario ministerial, era evidente que el joven estaba tan confundido y manipulado que hasta había llegado a creer que lo sentía por Mackena era amor. Frases del tipo "yo también te amo", indicaban que la constante declaración de sentimientos que era bilateral. 

Las cosas, sin embargo, habían comenzado a cambiar en 1969. Por el tono de las cartas, era evidente que Eric por fin había comprendido, al menos en parte, que el vínculo que tenía con Mackena era algo nocivo. Las manipulaciones se volvieron aún menos sutiles, las extorsiones aumentaron, al igual que las promesas de "un futuro juntos", "la oportunidad de sacar adelante lo nuestro". En los momentos en que Mackena se permitía sonar incluso desesperado, le prometía al joven dinero y oportunidades para que se dedicara a su vocación musical. Becas, viajes, la entrada por la puerta grande y fácil al mejor conservatorio del país. En una carta que casi le había provocado dolor de estómago, Mackena le rogaba a Eric que se olvidara de "aquel que te está alejando de mí" para que ambos volvieran a ser los mismos de antes. Incluso, hacía alusión a un verano (que Andrés fijó entre 1967 y 1968), durante el cual Eric y Mackena habían pasado un par de semanas solos en una cabaña que la familia del último tenía en el Cajón del Maipo. 

Para cuando Eric se graduó de Markham, las misivas se habían transformado en peticiones constantes para que se vieran. Ambos vivían en Santiago y al parecer cerca, porque Mackena no paraba de aludir a ocasiones en que había visto a Villanueva en algún restaurante, a la salida de un teatro, en una tienda. Andrés no tenía claro si durante esos encuentros el joven también lo había visto, si habían conversado, si incluso habían tenido algún tipo de contacto más íntimo. No quiso profundizar en ello y las cartas, en un intento casi poético que le dio asco, eran muy vagas y hasta ambiguas. Andrés sentía que Mackena, en el fondo, entendía que estaba pisando suelo inestable y no quería ser demasiado evidente. 

La comunicación no se cortó tras el autoexilio de Eric posterior al Golpe de Estado, pero sí había disminuido. Para el año 1980, que era cuando estaba fecha la última de las cartas, el tono era casi frío en comparación con las anteriores. Excepto al final; con letra más errática que antes y a modo de postdata, Mackena había escrito algo que Andrés no pudo evitar traducir como una amenaza: "no te olvido, mi Eric. Y sé que tú tampoco me olvidas". Lo único que le tranquilizaba mientras leía esa misiva en particular, enviada a modo de saludo por el cumpleaños de Villanueva, es que era evidente que este ya no respondía de ninguna forma. Mackena lanzaba sus intentos al vacío y lo sabía. Eric ya estaba demasiado lejos de él como para que sus manipulaciones, amenazas, extorsiones y falsas promesas sirvieran de algo. 

Miró de nuevo la pila de sobres, pensando. Tenía que llamar a Frank para contarle. Aunque lo haría por teléfono, no podía evitar imaginar su cara al enterarse que su ex compañero había accedido, a su manera, a ayudarlos. El problema es que Frank estaba muy lejos y para escribir sobre las cartas necesitaba leerlas, tal como había hecho él. Y no tenían tiempo para los plazos que implicaban enviar un paquete a Santiago o para que él volviera. El fax era una opción, pero cuando pensó en ella, se dijo que estaba buscando excusas para no afrontar lo que de verdad lo detenía: su amigo había conocido a Mackena, a Eric Villanueva... si él apenas podía soportar la náusea por lo que había leído, no quería imaginar cómo le afectaría a Frank. Especialmente ahora, cuando las cosas parecían ir mal en Santiago, tan mal que el periodista, a pesar de no decirlo, no podía evitar que se traspasaran a su voz todas sus preocupaciones y temores. 

Sus ojos se desviaron hacia su máquina de escribir, una Olivetti vieja, tan vieja que ya era suya cuando comenzó a escribir para La Bruma. Quería a esa máquina, a pesar de que gracias a lo duras que eran sus teclas se habían resentidos sus tendones y su espalda. No la usaba demasiado, excepto cuando ameritaba alguna editorial o le bajaba la nostalgia por sus años de periodista. La observó, sintiendo esa misma nostalgia, pero también la rabia que lo embargaba antaño cuando escribía, como si teclear fuera otra forma de ir a la guerra, de estar en la trinchera. 

Mientras levantaba el teléfono para marcar a la casa donde se hospedaba Frank en la capital, se dijo que le haría falta esa rabia para plasmar lo que contenían las cartas de Mackena. Su amigo no tenía tiempo para leerlas y procesarlas. Él tendría que ayudarle con esa parte. 

—¿Aló? —dijo una desconocida voz femenina al otro lado de la línea. 

—Buenos días, busco a Francisco Rodríguez. 

—Él no se encuentra. ¿Quién lo busca?

—Andrés Le...

—Andrés Leyton, editor de La Bruma de Lafken. 

Alzó una ceja, interesado a su pesar. 

—¿Con quién tengo el gusto de hablar? 

—Con Mariana Duarte.

La mujer, con un tono que condensaba la burla juvenil con seguridad y hasta desafío, sonrió. Andrés no podía verla, pero estaba seguro que había sonreído. Ampliamente. 

—Creo que Frank me ha hablado de ti —dijo el editor. 

—¿Ah, sí? Cosas buenas, supongo. 

—¿Tendría cosas malas que contar sobre ti? 

La sonrisa se transformó en carcajada, mientras Andrés se prometía a sí mismo interrogar a Frank sobre aquella mujer apenas tuviera la oportunidad. 

—Eso depende de la perspectiva. Supongo que necesitas hablar urgentemente con él. 

—Sí. ¿Salió?

—Está en la Brigada.

—¿Por qué?

—Por un asunto relacionado a Daniel. 

Andrés alzó las cejas y suspiró. 

—Entiendo. Por favor, dile que lo llamé. Que me devuelva la llamada en la noche. 

—Le daré tu mensaje. Un gusto, Andrés Leyton. 

—Igualmente. 

Mariana Duarte cortó y él se quedó con con el auricular en la mano un rato. Tenía que salir de la oficina, tomar aire, comer algo, ver si alguno de de los periodistas que trabajaban al otro lado de la puerta necesitaba algo. Pero no podía quitarse de la cabeza la voz que su imaginación le había dado a Salvador Mackena. Miró de nuevo su Olivetti. No estaba seguro de poseer la misma habilidad que en sus mejores años; a veces se sentía oxidado, demasiado crítico consigo mismo y el resto como para dejarse llevar. Tal vez le faltara la fluidez de su juventud.

Pero la rabia sí la tenía. Se sentía lleno de ella. 




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Llegaron a la casa que ocupaban Manuel, su madre y su hermana pasadas la una de la tarde. Habían decidido ir en dos autos, el de Mariana y el de Vicente, que hasta ese día había permanecido estacionado fuera de la casa de Hugo. En el primero iba el detective, acompañado de Frank y Gabriela; en el otro iban Ramiro, Vicente y Mariana. Lo hicieron así para llevar las maletas del periodista y la niña, ya que como la casa era grande, habían decidido que se trasladaran de inmediato para allá. De esa forma, Manuel y Gabriela no se sentirían tan solos en las horas previas a ser mandados lejos. Esa, al menos, había sido la intención de Hugo al sugerir la idea. Mariana también pensaba quedarse , ya que allí tenía ropa para cambiarse y otras pertenencias que según sus palabras necesitaba. Al escucharla, Hugo supuso que se trataba de algún tipo de arma. 

Vio que el auto conducido por Ramiro se detenía frente a la vivienda y él hizo lo mismo, a poca distancia. Tal como le había dicho a su amigo que hiciera, nadie se bajó del Chevrolet de Vicente de inmediato. El joven y ahora también Mariana, debían estar vigilando los alrededores con atención antes de apearse. Él también analizó el entorno y cuando le pareció que estaba todo en orden, le indicó con un gesto a Frank que descendiera. 

Cuando ya estuvieron todos afuera, Vicente tocó el timbre que le señaló Mariana. Apenas había acercado el dedo al botón cuando Manuel abrió la puerta. Tenía el pelo ondulado muy revuelto y la polera azul cubierta de harina. Su rostro, demudado por una sorpresa demasiado grande como para expresarla con palabras, se contrajo por fin cuando asumió que no se estaba imaginando a Mariana parada al otro de la reja. Ella, que vestía un suéter de Frank que le quedaba grande, se esforzó por convertir su propia emoción en una sonrisa amplia. 

—Abre la puerta, cabro chico —exclamó Hugo, rompiendo el silencio—. Ábrela antes de que te desmayes. 

Manuel avanzó hasta la reja sin quitarle la vista de encima a Mariana. Ya con las manos en los barrotes, logró sonreír un poco. 

—La dieron de alta... 

—No —murmuró Frank—. Se dio de alta. 

El hombre rio y Mariana lo imitó. Ramiro y Vicente, tras mirarse, también rieron de forma indecisa. Gabriela estudió a Hugo, que se mantenía serio; cuando él percibió su análisis y se giró hacia ella, la niña sonrió. Entonces, sin poder soportarlo más, Hugo soltó una carcajada. 

—Están todos locos —masculló Manuel, entre dientes y con los ojos llorosos. 

—Sí —dijo Mariana—. Un poco. Ahora abre, que quiero abrazarte. 

Manuel lo hizo, refugiándose en los brazos de la mujer apenas dejaron de separarlos los barrotes de la reja. Cuando ella lo soltó, lo abrazó Gabriela, luego Frank, Hugo, Vicente. Al final, solo quedó Ramiro, de pie y con las manos ocultas en los bolsillos. El resto había entrado en la casa, excepto Vicente y Hugo; este último, con los brazos cruzados sobre el pecho, simulaba que solo se dedicaba a vigilar la calle en la que se encontraban y no a escuchar lo que estaba a punto de decir Manuel. 

El adolescente, serio, observaba a Ramiro con atención. 

—Quiero hablar con usted. —Miró de refilón a Vicente, parado a su derecha—. No ahora, después. Y a solas. 

Ramiro asintió, pero, tras unos segundos, sintió que eso no era suficiente. 

—Está bien. 

Manuel se giró por completo entonces hacia Vicente. Le sonrió antes de abrazarlo. 

—Mi mamá se volvió loca cuando usted llamó y dijo que vendrían. ¡Lleva toda la mañana cocinando! Mire cómo me tiene... Y ahora que debe haber visto a Mariana, se va a volver más loca... 

Se adentraron en el jardín y luego en la casa. Ramiro los siguió con la mirada, hasta que Hugo le puso un brazo por encima de los hombros. 

—Si creías que enfrentarte a los Santander para estar con Vicente iba a ser difícil te equivocabas. Ese cabro te va a poner los puntos sobre las íes, ya vas a ver... 

—Hugo... 

El detective se tensó al escuchar su tono. 

—Si piensas hablarme sobre lo que dije sobre poner a Vicente bajo custodia, no voy a cambiar de opinión. 

—Pero... 

—Haré lo que sea por la seguridad de todos. Y él es el que corre más riesgo. Tú lo sabes muy bien. Y por más que te convenzas a ti mismo que bastas para protegerlo, siento decirte que no. Eres hábil, pero todo esto te saca de tus cabales, Ramiro. Quizás puedas dar la pelea, pero dudo que algo así termine en algo distinto a ustedes dos muertos. 

—Entonces prométeme que tú mismo lo cuidarás, que no lo pondrás en manos de nadie más. De nadie.  

Se miraron durante unos segundos, hasta que Hugo asintió. 

—Te lo prometo. 

Ramiro agachó la cabeza, cansado. 

—Gracias. 

—Ahora vamos. Tratemos de comer algo y olvidarnos un rato de todo esto. 




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Tal como Manuel había previsto, al ver llegar a Mariana, su madre sintió que no era suficiente con las casi cuarenta empanadas de pino que había hecho para el almuerzo. Tras saludar a todos, obligó a su hijo a volver a la cocina para preparar comida apropiada para alguien que venía recién saliendo del hospital. El muchacho, como si acabaran de condenarlo a una pena de cárcel, miró a Gabriela en busca de ayuda. Lo único que pudo hacer la niña fue acompañarlos y ofrecerse a ayudar. Hugo, libre de la obligación de cocinar para todos, se sentó en el sillón cuya mitad ya ocupaba Vicente, a quien la hermana de Manuel había monopolizado apenas el joven cruzó la puerta de la casa. Lo tenía tomando un té invisible en una tacita que Vicente debía tomar con las puntas del índice y el pulgar de la mano derecha. 

Ramiro se quedó al principio cerca de la puerta, junto a Frank, pero Carolina pronto lo encontró con la mirada. Se puso de pie para ir a buscarlo y lo llevó de la mano hasta el sillón. El joven se sentó al lado de Vicente, quien le sonrió. 

—Ella sí le echa azúcar al té. Mira, pruébalo. —Vicente le extendió la tacita, mientras Ramiro lo miraba con el ceño fruncido, simulando molestia. 

—No, gracias. 

En respuesta, Carolina le tiró del pantalón. 

—Amiro —dijo mientras le extendía otra tacita. Ramiro escuchó a Frank y a Hugo reír, así que la aceptó un poco rojo por la vergüenza. 

—Dile gracias a la niña, Amiro —le espetó el detective mientras Vicente también comenzaba a reír, tan sonrojado como él. 

—Gracias, Carolina. 

—De nada —respondió la niña. Luego bebió de su propia taza alzando su pequeño meñique. 

Ramiro se inclinó hacia atrás en el sillón, agradecido de que al menos ni Mariana ni Manuel hubieran presenciado la escena. Vicente, sin necesidad de mirarlo para saber que la vergüenza no lo había abandonado, se le acercó un poco más, apoyándose en su hombro. Al mirarlo, Ramiro vio que por primera vez en días su rostro mostraba algo más que cansancio y pena, así que sonrió. Se llevó la taza a los labios y simuló beber. 

—Sí... Le queda mejor que a mí. 




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Almorzaron todos juntos alrededor de la mesa larga que ocupaba gran parte del comedor. A pesar de que al principio cuarenta empanadas parecían demasiadas, poco a poco fueron desapareciendo de la bandeja ubicada en el centro, sobre todo gracias a Manuel, Hugo y Frank. Mariana, a quien la señora Gladys sirvió sopa, los miraba con envidia. La conversación fue errática, porque habían muchos temas que preferían no tratar ese día, mucho menos delante de la hermana y la madre de Manuel. Para cuando la comida se acabó, Carolina se había dormido en los brazos de Vicente, así que su mamá decidió subir con ella para acostarla. Cuando las escucharon alcanzar el segundo piso, todos se miraron, silenciosos y serios. 

Hugo, pasados unos segundos, rebuscó en el bolsillo interno de su chaqueta hasta dar con los pasajes en bus que había comprado junto a Frank antes de ir a buscar a Mariana y Gabriela a Maipú. Manuel palideció al verlos. Sus ojos buscaron el rostro de Vicente, sentado frente a él, al lado de Ramiro. 

—Ya no podemos retrasarlo más, Manuel —murmuró el joven. 

El muchacho asintió con cierta dificultad. 

—¿Cuándo?

—El domingo —respondió Hugo—. El bus parte a las ocho de la mañana. Yo los llevaré al terminal. 

—¿Usted no irá, jefe? 

Vicente iba a responder, pero el detective se le adelantó. 

—Preferiría que no, Manuel. Es un poco riesgoso que nos estemos moviendo todos en auto. 

—Entonces... ¿Tenemos que despedirnos hoy? 

—No —dijo Vicente—. Mañana vendremos. Lo prometo. 

El adolescente respiró hondo, esforzándose para no llorar. A su lado, Gabriela tenía la vista clavadas en sus manos. Manuel tardó casi un minuto en volver a hablar. 

—Por favor... cuídense. —A pesar de que le temblaban los labios, miró a cada uno de los adultos que lo rodeaban. Se detuvo en Ramiro—. Quiero volver a verlos de nuevo. A todos. No sé cuándo podremos hacerlo... pero no quiero que hoy o mañana sea el último día que los vea. 

Hugo carraspeó antes de dibujar la sonrisa más amplia que podía. 

—Tranquilo, puberto. Nos volveremos a ver. Me tendrás diciéndote puberto hasta que seas viejo. 

Manuel sonrió, pero era un gesto pálido, tembloroso. Vicente, que lo conocía bien, que había visto miles de sonrisas en su rostro, sabía muy bien que era una concesión. A ellos, a lo que estaba pasando, a sí mismo. El tipo de sonrisa que se hace para no conjurar otra expresión y, con ella, el verdadero sentimiento. 

Él no se sentía capaz de hacer lo mismo. Como si Ramiro lo supiera, su mano buscó la suya por debajo de la mesa y la apretó. 




****************************************************




Algunas horas después, mientras Mariana les mostraba a Frank y a Gabriela dónde dormirían, Hugo dormitaba en el sillón y Vicente le leía un cuento a una Carolina que había despertado de su siesta, pero volvía a cabecear de sueño en el regazo del joven, Manuel llamó con un movimiento de cabeza a Ramiro desde la puerta de la casa. 

El ex detective se puso de pie, girándose a medias hacia Vicente para rozarle el brazo a modo de despedida. Sintió que este lo seguía con la mirada hacia la salida, donde lo esperaba Manuel. El muchacho cortó la conexión cerrando nada más Ramiro salió, para luego guiarlo hacia aquella habitación anexa donde hace unas semanas le había contado cómo se encontraba Vicente tras despertar del coma. En aquella época, jamás habría accedido a tener una charla con el adolescente como la que seguramente estaban a punto de tener. Pero muchas cosas habían cambiado desde entonces y aunque una parte de sí, la que lo hacía caminar con los hombros tensos y las manos en los bolsillos, todavía consideraba que Manuel y él ya no tenían posibilidades de entenderse, lo siguió sin dudar. 

Cuando cruzó el umbral y el muchacho encendió la luz, se dio cuenta que aquel lugar seguramente había cumplido el rol de refugio para Manuel durante los días que llevaba recluido en aquella casa sin poder salir. Había un tablero de ajedrez sobre la mesa, algunas revistas y diarios viejos, su chaqueta colgada en una de las sillas. Fue esta la que Manuel ocupó cuando la puerta estuvo cerrada y los dos quedaron refugiados allí. 

Ramiro, recordando cuánto había tardado en sentarse en su anterior visita, miró la silla que tenía más cerca y la ocupó sin decir nada. Se quedaron en silencio, sin mirarse. Hasta que él se concentró en el tablero sobre el cual Manuel parecía haber tenido una partida a medias consigo mismo. 

—¿Qué color movió último? —preguntó mientras analizaba la disposición de las piezas. 

—Negro. 

Ramiro asintió. Luego giró el tablero para que el lado de las blancas quedara mirando hacia él. Pensó unos segundos, el mentón apoyado en la mano. Finalmente movió uno de sus alfiles para quitarlo de la línea de ataque del caballo de Manuel. Alzó la cabeza y se encontró con la mirada tensa del muchacho. 

—No soy tan bueno —murmuró este. Sus manos, apoyadas sobre la mesa, indicaban que ya sabía qué movimiento hacer para responder al juego. 

Ramiro sonrió. 

—Mentira. Sí eres bueno. 

—¿Cómo lo sabe? Nunca me ha visto jugar. 

El ex detective señaló tablero. 

—Solo alguien bueno, cuando juega solo, es capaz de poner en aprieto a las piezas blancas y a las piezas negras. 

Manuel lo observó unos segundos, la respiración agitada. Casi un minuto después, alzó la mano derecha y movió sin dudar una torre con la cual volvió a poner en riesgo el alfil de Ramiro.  

—¿Es cierto que lo ama? —preguntó de golpe, antes de que su contrincante pudiera decidir qué mover—. ¿A mi jefe?

—Sí. Lo amo. 

Ramiro movió un caballo, abriéndole camino a su Reina para que esta, de tener suerte, pudiera romper el bloque que el único alfil, la segunda torre y un par de peones negros formaban cerca del Rey. Sacó del tablero el peón que había comido al mover y lo apretó entre sus dedos. 

—Lo amo más que a nada, Manuel. 

El muchacho pestañeó. Inhaló con fuerza antes de concentrarse de nuevo en el juego. 

—Hace un tiempo, le pregunté si alguna vez pensaba en qué sería de su vida cuando todo esto terminara. Dudo que lo haya tenido claro en ese momento, porque... porque no lo tenía cerca. A mi jefe. Pero ahora sí... —Manuel alzó un peón y con ello le bloqueó el camino a la Reina blanca—. Si se lo preguntara en este momento, qué me diría. ¿Qué me diría sobre lo que espera de la vida cuando todo esto acabe? 

Ramiro tragó saliva. 

—¿La verdad?

—Por supuesto que la verdad. 

—Solo quiero una vida junto a él. Ojalá lejos de aquí... En un lugar donde podamos estar juntos y empezar de cero. Donde posamos ser felices. 

Se observaron en silencio, hasta que el adolescente le indicó con un gesto el juego. 

—Mueva. —Ramiro lo hizo, aunque sin pensarlo demasiado. Fue un movimiento que le traería problemas en uno o dos turnos, pero no le importó. Manuel seguía mirando su rostro, al parecer ajeno a la partida—. O sea, que quiere un después. 

—Sí. 

El muchacho asintió lentamente. Su mano se movió sobre el tablero hasta su caballo, el que movió para comer una torre. Ramiro tardó un instante en ver lo que aquello significaba, no solo para la pieza recién perdida, sino para el resto de la partida. 

—Jaque —dijo Manuel y él sonrió. Tomó su propio Rey, observándolo entre sus dedos—. Prométame que hará lo que sea para tener un después junto a Vicente. Y que lo hará feliz. Todo lo feliz que pueda. 

Un jadeo muy semejante a un sollozo sacudió el pecho de Ramiro. Cerró los ojos, que le ardían casi tanto como el pecho. Luego, de forma muy suave, puso el Rey tumbado sobre el tablero. 

—Te lo prometo. 




*****************************************************




Luego de que Hugo, Vicente y Ramiro se hubieron ido, Mariana entró en la habitación que le había cedido a Frank. Era pequeña, pero el hombre dijo no necesitar nada más. Estaba sentado en la cama cuando ella se apoyó en el umbral. Revisaba unas hojas escritas a mano con atención. 

—¿Eso es lo que has escrito hasta ahora? —preguntó, provocándole un pequeño sobresalto. Ni siquiera la había escuchado abrir la puerta. 

—Sí... —dijo después de un par de segundos—. Ya no me falta mucho para acabar. Pero no puedo enviárselo así a Andrés. Necesito pasarlo a máquina. 

—Creo que hay una guardada en algún armario. 

—¿De verdad? 

—Sí. Y si no, puedo conseguirme una. —Mariana avanzó hasta la cama y se sentó frente a él—. Andrés Leyton te llamó. 

—¿Cuándo?

—Temprano. Dijo que lo llamaras en la noche. 

Frank asintió, el ceño fruncido. 

—También tengo que llamar a... al abuelo de Gabriela. Pedirle que la reciba mañana o el domingo. 

—¿Hace cuánto que no hablas con ella? —El hombre alzó la cabeza con brusquedad, pero Mariana no se amilanó ante su expresión tensa—. ¿Hace cuánto que no hablas de verdad con ella? 

—N-no lo sé... No hay nada más que pueda decirle. —Mariana alzó las cejas. Frank se encogió más ante su gesto—. Ella... ella me dijo que me odia por lo que estoy a punto de hacerle. Y lo entiendo... Yo sentiría lo mismo. 

—¿De verdad crees que te odia? 

—No, pero... 

—Pero, ¿qué? —insistió Mariana cuando el silencio tras las palabras de él se prolongó. 

—Pero... creo que si le hablara, sería aún más difícil separarme de ella. Si las cosas siguieran siendo como antes, cuando ella me lo contaba todo y... éramos amigos... Si las cosas siguieran siendo así, no podría hacerlo. 

—Entonces la alejas desde antes, para que la despedida duela menos. 

Frank asintió. Mariana tomó los papeles que mediaban entre ambos, los dejó a un lado y se acercó más a él. Con la mano derecha recorrió su mejilla, sintiendo la barba que llevaba varios días sin afeitarse, y lo hizo mirarla fijamente. 

—Dolerá igual, Frank. Dolerá porque la amas... No importa cuántos días lleves sin hablarle. Dolerá. No puedes hacer nada para evitarlo. 

—Lo sé. 

—Habla con ella. De lo que sea... Hazlo por el Frank que en unos días no la tendrá a unas habitaciones de distancia para hacerlo. —Él le sostuvo la mirada; una petición en silencio para no le pidiera aquello. Pero ella se mantuvo firme y, pasado un instante, Frank asintió. Mariana se puso de pie—Buscaré esa máquina de escribir. Tú haz tus llamadas. 

Cuando la joven desapareció por la puerta, Frank cerró los ojos. Si hacía un esfuerzo y a pesar de lo grande que era la casa, podía escuchar las voces amortiguadas de Gabriela y Manuel, que charlaban en la habitación de este desde que Hugo, Ramiro y Vicente se habían ido. Tal vez hablaban de todo lo que estaba pasando o, por el contrario, de cualquier otra cosa que les sirviera para distraerse. Deseó que fuera lo segundo. Deseó que ahora que volvían a estar juntos, pudieran ayudarse el uno al otro a olvidar lo que les rodeaba y a recordar que eran poco más que niños. 

Se levantó de la cama y atravesó el dormitorio rumbo al pasillo. Bajó hasta el primer piso, que estaba vacío. La mamá y la hermana de Manuel estaban en el patio, regando las plantas. Escuchaba reír a la niña a la distancia y a Mariana trastear en el segundo piso, casi justo encima de donde se sentó para llamar por teléfono. 

Marcó primero a La Bruma, porque debajo de todas sus preocupaciones sentía curiosidad por el motivo de la llamada de Andrés. Quizás solo era interés por saber sobre su progreso con lo que estaba escribiendo, pero existía la posibilidad de que fuera algo más. Cuando su editor por fin contestó, se dio cuenta que era algo más. 

—Frank, necesitamos hablar. 

—¿Qué pasó? —preguntó, intentando no traslucir todo el nerviosismo que sentía de repente. 

—Hoy llegó un paquete de parte de Eric Villanueva. Con sus cartas, Frank... Las cartas que ese hijo de puta le manda desde hace años. Las conté... Son 143 cartas. Ya las leí... Todas... 

—Andrés...

—Tenemos algo más, Frank. Él incluso dio la autorización para usar su nombre. 

Frank se inclinó hacia delante. Dejó caer el rostro en su mano, tan aturdido que no sabía qué decir. 

—El problema es que no tenemos tiempo para hacértelas llegar. Y estaba pensando que... que yo podría escribir esa parte. Si tú quieres, claro... 

—Sí, sí... 

—Bien. 

Ambos se quedaron en silencio un momento que se sintió muy largo. Fue Frank el primero en hablar. 

—Estoy a punto de terminarlo, Andrés. 

—¿Tienes miedo? ¿De acabar?

—Mucho. Pero... hace años leí un libro donde decían que... las historias no acaban en realidad. Continúan siempre. Quizás en otro libro, con otros personajes. Se renuevan. Sé que esto parece diferente, porque no es un libro, sino algo que saldrá en el diario, pero en realidad no es distinto... Publicaremos esto y vendrán las consecuencias. Más preguntas, quizás más testimonios... No acabará, mucho menos si Mackena es juzgado. Así que yo solo estoy a punto de terminar la primera parte... Pero vendrán más. Que quizás no escriba yo, ni tú. Pero seguro que alguien lo hará, tarde o temprano. 

—Así que tenemos que prepararle bien el camino. 

—Sí. Tenemos que prepararle bien el camino. 

Se quedaron en silencio otra vez, haciéndose compañía a pesar de estar a kilómetros y kilómetros de distancia. Por un instante, fue casi como si estuvieran sentados el uno frente al otro en la oficina de Andrés, mientras una lluvia constante caía fuera del edificio, sobre Lafken. 




****************************************************




Encontró a Gabriela en la habitación de Manuel, leyendo. El muchacho, acostado en su cama cuan largo era, fue el primero en verlo. Detuvo su tarareo y se sentó, desconcentrando a su amiga. 

—Hola... —murmuró Frank cuando la niña lo miró—. Me gustaría que habláramos... Por favor. 

Manuel, inmóvil en medio del silencio que siguió, puso todo en movimiento otra vez al ponerse de pie. 

—Iré donde Mariana... 

—Gracias, Manuel. 

Le sonrió a Frank al pasar por su lado, para luego girarse hacia Gabriela, quien volvía a observar el libro que sostenía entre las manos. Cuando los pasos de Manuel se alejaron por el pasillo, Frank cerró la puerta y fue hasta la cama, en cuyo borde se sentó. Su sobrina no se movió y él se conformó, durante unos segundos, con leer por sobre su hombro la página que leía del tomo de las Obras Completas de Sherlock Holmes. 

—Siempre te ha gustado mucho esa novela. Yo prefiero El Sabueso de los Baskerville

Cuando Gabriela por fin respondió, Frank sintió que algo dentro de su pecho se distendía. 

El Valle del Terror tiene uno de los mejores personajes de Conan Doyle. 

—Birdy Edwards. Sí... aunque no supera a un perro infernal. 

Supuestamente infernal. 

—En eso tienes razón. 

Gabriela se giró para mirarlo. 

—¿Cuándo tendré que irme? 

—El domingo. 

Los labios de la niña se contrajeron. Antes de que pudiera volver a su posición inicial, Frank estiró la mano y le acarició el pelo. Ella cerró los ojos ante el contacto. 

—Tu abuelo se llama Edward Wagner —susurró Frank—. Es un respetado matemático. Ahora se dedica solo a escribir sobre el tema, pero no hace mucho también hacía clases. Cuando lo veas, pensarás que es muy viejo, pero en realidad no es lo es tanto. Cuando yo lo conocí, daba un poco de miedo. Ahora ya no... Es como un personaje de libro de Dickens... Una mezcla rara entre Samuel Pickwick y el de Grandes Esperanzas... ¿Cómo se llamaba?

—Abel Magwitch. 

—Ese. —Frank alejó la mano de la cabeza de Gabriela y la llevó hasta el bolsillo de su chaqueta, donde había guardado Puerto triste, de Mateo Salvatierra, luego de llamar a Edward Wagner. Lo sacó y como si la niña sintiera su presencia, pronto percibió su mirada de curiosidad. 

—No pude ver toda la casa, pero es muy probable que tenga libros de matemáticas. O de ciencias. Quizás haya algunas novelas, pero con lo rápido que lees, te las devorarás en una semana. Eso si es que hay alguna que no hayas leído. Puedes llevarte todos los míos... 

—No los de Sherlock. 

—¿Por qué no? 

Gabriela tragó saliva antes de responder. 

—Porque te gusta leerlos cuando te sientes solo. Te hacen sentir acompañado. 

—Es verdad. —Frank, que ya no podía contener las lágrimas, sonrió a pesar de todo—. Déjame esos y llévate este. —Le extendió el libro. Gabriela lo tomó entre sus manos y estudió la portada—. Nunca te he hablado de ese autor. Tampoco es que sepa muchas cosas sobre él. Es como un misterio... solo sé que murió joven y que escribió algunos de los mejores libros que leído en mi vida. Ese es uno de ellos. 

—Frank... 

—Cuídalo mucho. Era de Daniel. Mi amigo, ¿recuerdas? El de pelo negro que sale en la foto. Al que tu papá le pegó en la nuca para que mirara a la cámara. —Frank se inclinó hacia adelante hasta que su cabeza quedó casi a la altura de la de Gabriela, que estaba sentada con la espalda apoyada en el borde de la cama—. En las cartas que le enviaba, le hablaba siempre de ti. Le contaba lo mucho que te gusta leer... Le decía que no te asustaba ninguna historia, por más larga que fuera. Que seguías adelante, sobre todo después de leer Historia de dos ciudades. Daniel odiaba ese libro. Nunca pudo terminarlo y cuando tú sí lo hiciste, le escribí para contarle. Repetí tus mismas palabras: "es el mejor final que he leído nunca". Tiempo después, él me escribió de vuelta y me dijo que sí, era el mejor final. Decía que ojalá hubiera más hombres en el mundo como Carton. 

Frank se detuvo, sus lágrimas cayendo sobre manos entrelazadas. Gabriela esperó, viendo la pierna de su tío moverse sin descanso a su lado. Cuando habló de nuevo, su voz no era la de un hombre treinta años. Era la de un joven no mucho mayor que ella o que Manuel. 

—Daniel y tu padre fueron como Carton. Hicieron lo mismo que él: dieron su vida por sus amigos.

Gabriela se puso de pie. Miró de frente a Frank, hasta que este alzó la vista hacia ella. 

—Tú eres mi padre. —Lo abrazó con fuerza, para así contener los sollozos del hombre—. Tú siempre serás mi padre. 

Se quedaron así, abrazados, hasta que Frank dejó de llorar y afuera comenzó a llover tal como, muy lejos, llovía en Lafken. 


GRACIAS POR LEER :)



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