CAPÍTULO SETENTA Y DOS

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Mariana estacionó frente a la casa amarilla ubicada en la dirección que le había indicado Ramiro antes de ponerse a dormitar en el regazo de Vicente. El joven no lo dejaba sumergirse de todo en el sopor, le acariciaba el pelo y le hablaba, llamándolo por su nombre cada vez que lo veía cerrar los ojos por demasiados segundos. La herida la habían vendado provisoriamente con el trozo desgarrado de la camisa del propio Vicente, pero ya estaba húmeda de sangre. 

Cuando Mariana detuvo el auto, todos miraron la vivienda con curiosidad. Fue ella la primera en hacer el ademán de apearse, pero el quejido que emitió entre dientes hizo que Frank la detuviera. 

—Yo iré... —Se giró para mirar a Ramiro, que había abierto los párpados—. ¿Cómo se llama el médico?

—Ernesto. 

Frank asintió y entonces se bajó del auto. Lo vieron golpear la puerta y esperar a que le abrieran, solo que no lo hizo un hombre, sino una joven de frondoso pelo crespo. El periodista superó la sorpresa y habló, haciendo gestos hacia el auto para explicar la situación. La mujer lo escuchó y en un momento, su rostro se puso pálido. Gritó a su espalda llamando a alguien y en menos de diez segundos un hombre apareció en el umbral. 

Los tres se acercaron al auto, Ernesto a la cabeza, ajustándose los lentes sobre la nariz. Abrió la puerta trasera y, con cierto esfuerzo, sonrió al ver a Ramiro.

—¿Usted nunca aprende, verdad?

Entre Frank y el médico llevaron a Ramiro hacia el interior de la consulta. El joven, con la cabeza gacha, vagaba al borde del desmayo y cuando por fin lo recostaron en la camilla, estaba pálido y con los labios blancos. Por un instante recuperó la consciencia y miró alrededor, alarmado. 

—¿Vicente...?

Este se acercó, tomándole la mano bajo la atenta mirada de Ernesto y la joven que al parecer era su ayudante. 

—Estoy aquí... Te pondrás bien. Te curarán. Tienes que estar tranquilo, mi amor... 

—No te vayas... 

—No me iré. 

Vicente miró al médico y antes de que pudiera volver a abrir la boca, el hombre asintió. 

—Puede quedarse mientras no me moleste mientras hago mi trabajo. 

—S-sí... 

—Bien. —El médico se giró hacia Mariana y Frank, parados en el umbral—. Ustedes tendrán que esperar afuera. Isa, por favor, quítale esa tela mientras yo reúno todo lo necesario. —Al ver que Mariana aún no se movía, alzó una ceja—. Señorita, por favor... 

—Vicente, tengo que terminar algo. Trataré de volver lo antes posible...

—No vayas sola —murmuró el joven, sin despegar los ojos del rostro de Ramiro.

—No irá sola —espetó Frank. Estudió a Ernesto y su ayudante—. ¿Podemos confiar en ustedes? 

—No es la primera vez que le salvo la vida —dijo el doctor. Isa no dijo nada, mientras con delicadeza removía la tela que cubría la cabeza de Ramiro—. Pueden ir tranquilos... 

Mariana y Frank asintieron y entonces se fueron hacia la puerta. El auto partió unos segundos después. 



********************************************************


Hugo sentía que llevaba mucho conduciendo, cuando en realidad había salido del hangar, después de que todos se fueran, hace menos de dos horas. Se había detenido solo una vez, junto al canal San Carlos, para dejar caer en el agua el abrecartas que Vicente había usado para matar a Salvador Mackena. Luego había retomado el viaje, sin saber cuándo se detendría. El cadáver del hombre estaba en el maletero, cubierto a medias por las chaquetas de sus guardaespaldas, también muertos. Sus maletas descansaban en el asiento trasero. Ya había decidido que se desharía más adelante en el camino de la que contenía su ropa y pertenencias personales. Las segunda era más interesante; cuando la abrió y vio su contenido, no había podido evitar sonreír.  

Calculaba que los demás ya habían llegado a la consulta de Ernesto. El hombre ayudaría a Ramiro y su amigo se pondría bien. Tenía que hacerlo. En especial ahora, que todo había terminado. 

Negó con la cabeza. No, no había terminado, no del todo. No para él, pero sí para Ramiro y Vicente, que era lo único que importaba ahora. Cuando se deshiciera del cuerpo, después de reunirse con los demás, iría a ver a Lagos para explicarle, al menos en parte, lo ocurrido. Necesitaba hacerlo partícipe del plan de Mariana, porque de lo contraigo no funcionaría. Tenía miedo de que el fiscal se negara, pero de igual manera tenía que intentarlo. 

Se concentró en el camino, viendo a lo lejos los cerros. Aún no era lo suficientemente lejos para dejar su carga. 





*****************************************************


Llegaron a la casa pasadas las diez de la noche. Mariana, que era la que manejaba, se quedó sentada tras detener el vehículo, muy quieta. Frank la miró un segundo antes de poner una mano en su hombro. 

—Lo mejor es que te quedes aquí —dijo la joven en un susurro—. No me demoraré mucho...

—Iré contigo. 

—No es necesario, Frank. 

—Iré de todas formas. 

El hombre abrió la puerta del auto y salió al aire frío de la noche. Mariana lo vio empujar la reja, que se abrió bajo su mano sin ningún impedimento. Se tensó aún más cuando sus ojos vagaron por el antejardín hasta alcanzar la puerta, que estaba rota cerca de la zona de la cerradura. Salió del auto, espoleada por el miedo, cerrando a su espalda con fuerza. Avanzó hacia la casa, en cuya entrada se encontraba Frank. 

—No sé qué pasó aquí... 

—Sospecho que fueron Hugo y Vicente. —Ella lo miró sin entender—. ¿De qué otra forma se hubieran enterado del plan de Mackena?

Tenía razón, pero aún así, la imagen de su casa forzada le provocó un escalofrío. 

 —No es necesario que vengas, en serio. 

—Pero quiero hacerlo. No te dejaré sola en este momento. 

Resignada, asintió. En trance, con la mente vagando en cientos de recuerdos sobre su padre, Mariana se internó en la vivienda, que había sido una especie de hogar hasta esa noche, o al menos el lugar más seguro que conocía. Hasta aquella tarde, cuando Héctor Seguel había llegado de improviso. Siempre había confiado en su secretismo, pero este no era tal, no cuando se trataba de aquel asesino. Quizás desde hace días sabía dónde encontrarla, y si no lo había hecho era solo porque no era parte del plan que decía haber trazado con Daniel. Pensar en ello le quemó la garganta; en el fondo, no podía negar que el hombre los había ayudado, en especial a Ramiro. Pero el precio era alto, demasiado alto para ella. 

Al menos ya había llegado el tiempo de cobrar su parte. Antes, sin embargo, debía preguntárselo. Luego incendiaría la casa con él en el interior. 

Llegaron al segundo piso. La puerta de la habitación donde lo habían ocultado estaba entornada y, por un instante, Mariana pensó que no estaría dentro. Una parte de sí, la que se conectaba con la niña que había sido alguna vez, abrazó esa idea como si tratara de un deseo cumplido, la oportunidad de no caer más en el Abismo que supone la venganza. Pero cuando empujó la puerta, Seguel seguía sentado y amarrado a la silla. Parecía dormido, pero al escuchar sus pasos alzó la cabeza y se giró hacia ellos.  

—¿Lo consiguieron? 

—Sí. 

El Cóndor sonrió. 

—¿Quién fue?

—Vicente —respondió Frank, ganándose una mirada de parte del hombre.

—Era cierto entonces... —Cerró los ojos, respirando muy hondo. Cuando volvió a abrirlos, en ellos había una pisca de anhelo que brillaba a la luz de la ampolleta que había encendido Mariana—. Estoy listo. 

—No tan rápido. —Caminó hasta pararse frente a él—. Antes de que mueras, merezco que me digas dónde enterraron a mi padre. 

Seguel torció la cabeza. 

—¿Dónde está su cuerpo? —Ante el silencio, Mariana sollozó—. ¡¿Dónde?!

El hombre tardó unos segundos más en responder, como si recordara. 

—Camino a Peñaflor, en un terreno que ahora está cubierto de naranjos. Lo reconocerás por el letrero indicando qué ruta tomar para llegar a Rancagua.

—¿Fuiste tú quien lo enterraste? 

—Sí. 

—¿Vio tu rostro cuando lo mataste? ¿Vio el rostro de su amigo a punto de dispararle? 

El Cóndor agachó la cabeza y negó. 

—Vio este rostro, pero ya no era el de su amigo, era el del hombre en quien me acabé convirtiendo. —Expulsó el aire entre los dientes antes de continuar—. Hazlo. Mátame, por favor. 

—¿Cómo supiste de esta casa? —preguntó Mariana, sorprendiendo al hombre.

—Aquí acompañé a tu padre un par de veces cuando cortejaba a tu mamá. 

La sonrisa en el rostro de la joven parecía más una herida a punto de sangrar. 

—Te quemarás con esta casa... No mereces una muerte rápida. Mereces sufrir hasta el último momento... 

Le dio la espalda y avanzó hacia la puerta, empujando a Frank para pasar cuando este intentó detenerla. 

—Mariana... 

Él y Seguel escucharon los pasos de la joven bajando las escaleras y luego recorriendo el comedor rumbo a la cocina. Tras unos segundos, se miraron. 

—Tú eres Sherlock, ¿verdad? 

—No digas nada, por favor... 

—Tu carta fue la penúltima que escribió y creo que la que más le dolió. Apuesto que no quería meterte en esto.

—Cállate. 

—Seguramente no quería ponerte en peligro. Ni a ti, ni a tu familia, mucho menos a tu sobrina. 

—¡Cállate! 

Cuando Seguel volvió a mirar a Frank, este lo apuntaba con una pistola. Su mano temblaba, pero en sus ojos había suficiente rabia para que la bala, de ser disparada, diera en el objetivo. 

—No es la primera vez que apuntas a alguien, ¿verdad? 

—¿Crees que eres el primero que me quita a alguien? —Frank agitó la cabeza con los ojos llorosos—. No eres el primero... Ni Daniel fue el primer amigo que perdí... 

—¿Está muerta ahora esa persona?

—Lo estaba antes de llevarse a mi mejor amigo. 

Seguel lo observó en silencio y con más atención que nunca. Frank se acercó unos pasos, la pistola aún alzada, hasta terminar frente a él. 

—Ella tiene razón, mereces sufrir. Mataste a su padre, mataste a Daniel. Golpeaste a Vicente y a Ramiro. Pero, no sé por qué, nos ayudaste y cuando pudiste matar a Ramiro o llevárselo a Mackena, no lo hiciste... 

El olor del combustible llegó hasta ellos desde el primer piso, leve pero inconfundible.

—De todos ustedes, nunca pensé que tú serías mi muerte —musitó el Cóndor. Al escucharlo, Frank tembló aún más—. ¿Por qué?

—Por ella. Para que no tenga que cargar con tu muerte. Ya le has quitado demasiado. —Levantó un poco más el arma, hasta que el cañón quedó a pocos centímetros de la frente del hombre—. Morirás como mataste a Daniel, con una bala en la cabeza. 

Se miraron a los ojos en medio del silencio. De pronto, Seguel sonrió. 

—No lo haces solo por eso. No me estás disparando solo a mí. ¿Cómo se llamaba...? ¿Cómo se llamaba el primero de quien deseaste vengarte?

Frank dudó, pero finalmente el nombre salió de su boca en un susurro. 

—Gustavo Garnier. 

—¿Ves su rostro ahora? 

—Siempre veo su rostro... 

—Aférrate a él cuando aprietes el gatillo. —Héctor Seguel cerró los ojos y respiró hondo. Su voz fue apenas un susurro cuando volvió a hablar—. Los veo... a todos. Tal como él dijo... 

El seguro hizo un sonido metálico al ser removido. Frank lloraba, pero su mano no temblaba lo suficiente para fallar el tiro. El Cóndor murmuró un gracias en el segundo previo al disparo. La potencia de este empujó su cuerpo y la silla hacia atrás, la madera del suelo crujiendo bajo su peso al caer. Los pasos de Mariana subieron a toda velocidad segundos después, al ver a Frank de pie en el medio de la habitación, se detuvo con la boca abierta por la sorpresa. 

—¿Qué hiciste? 

La voz del hombre sonó calma a pesar de las lagrimas que surcaban su rostro. 

—Lo mismo que él le hizo a Daniel. 

Minutos después, cuando el fuego comenzaba a desplazarse por la casa como un susurro, Frank, de pie al lado de Mariana, miró las llamas. Estas brillaron en sus ojos oscuros y en sus facciones. Visualizó el cuerpo de Seguel quemándose en el interior y deseó que para cuando llegaran los bomberos, no quedaran más que las cenizas. 



****************************************************





Isa se paró a su lado con un vaso de agua y una marraqueta llena de mermelada. Cuando Vicente la miró, ella sonrió. 

—Come algo, estás muy pálido.

—No tengo hambre... 

—Veo que son parecidos. —Isa amplió su sonrisa ante el gesto del joven—. Tú y él. 

—¿Lo conoces?

—Un poco. 

—¿De dónde?

—Es una larga historia. —Volvió a extenderle la marraqueta y el vaso de agua. Cuando Vicente los recibió, se sentó a su lado en la silla libre dentro de la consulta. Ramiro dormía en la camilla—. Basta decir que en parte es gracias a él que decidí dejar atrás mi vida y comencé a trabajar aquí... 

—¿Cómo te llamas?

—Isa. ¿Y tú?

—Vicente.

—Vicente... —La joven sonrió con nostalgia—. Ramiro y Vicente. Suena bien. 

De pronto, él no pudo evitar sonreír también. 

—Él me dijo que amaba a alguien —continuó Isa—. Me alegra saber que esa persona lo ama de vuelta. 

Se quedaron en silencio un par de minutos. Vicente, con la mirada fija en Ramiro, respiró hondo al tiempo que sus ojos se llenaban de lágrimas. 

—Hemos pasado por mucho... Nunca ha sido fácil amarlo, pero... Pero ha valido la pena y ahora... —Sintió que Isa posaba una mano sobre su hombro—. Ahora somos libres... 

Alguien golpeó la puerta de entrada y Ernesto, que caminaba en ese momento por el pasillo en dirección a la sala de operaciones, siguió de largo para abrirlo. Se asustó al ver a un hombre de espaldas, alto y fornido, pero cuando este se dio vuelta lo reconoció. 

—Nos volvemos a encontrar, doctor. 

—No me diga que también está herido. 

—No, solo muerto de hambre. ¿Dónde está mi amigo, el guapo y loco? 

—Durmiendo. 

Los pasos de ambos se aproximaron a la sala donde se encontraban Vicente e Isa. Cuando los ojos de Hugo se toparon con los del joven, hizo un leve asentimiento ante la pregunta muda de este. 

—¿Dónde están Mariana y Frank? —preguntó el detective al pasear la mirada por el lugar. 

—Tenían que hacer algo. No tardan en volver. 

Era pasada la medianoche cuando todos se reunieron de nuevo. Mariana dejó que Ernesto la evaluara, pero fuera de un hematoma en formación en la parte baja del esternón, estaba bien. Ni ella ni Frank dijeron nada de lo que habían hecho y nadie se los preguntó. Tanto Vicente como Hugo lo sabían en el fondo. Después, vino la espera hasta Ramiro despertara, cosa que hizo al amanecer. 





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Ramiro se estaba poniendo la camisa con cuidado cuando Isa apareció por la puerta. La joven sonrió ante su expresión de sorpresa. 

—¿Qué haces aquí? 

—Ernesto dice que no debes hacer movimientos bruscos, como agacharte, sobre todo durante las primeras horas. Si vomitas, debes ir al médico. 

—¿Eres su ayudante? 

Isa se encogió de hombros. 

—Algo así. Estoy aprendiendo. 

Ramiro se bajó con cuidado de la camilla y se acercó a ella. La abrazó antes de que ella pudiera reaccionar. 

—Me alegro mucho, de verdad. 

—Y yo me alegro de que tú estés bien. —Cuando se separaron, ella desvió la mirada hacia el pasillo, desde donde llegaban las voces de los amigos de Ramiro—. Me cae bien Vicente. 

El joven sonrió de lado, bajando los ojos. A pesar del vendaje y la palidez, era la primera vez que lo veía tan feliz. 

—Cuídate mucho, Ramiro. 

—Tú también, Isa. 

Cuando todo el grupo dejó la consulta minutos después, la joven y Ernesto los despidieron en la puerta. Los vieron partir en dos autos rumbo al sur. Nunca más volverían a ver a ninguno de ellos. 





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Se detuvieron cerca cerca del Parque Forestal, frente a calle San Antonio. Era el momento de separarse y lo sabían, así que todos se bajaron, Ramiro abrazado a Vicente. Hugo miró al joven un segundo antes de concentrarse en sacar del asiento trasero del auto que había manejado hasta allí la segunda maleta de Mackena. La dejó a sus pies antes de mirarlos a todos. 

—Bueno... creo que... Creo que acá nos separamos. —Respiró hondo antes de acercarse a Frank—. Fue un gusto conocerte. 

—Igualmente. —Cuando se miraron, una sombra cruzó por la expresión del periodista—. Échale un ojo a Gabriela, por favor. 

—Por supuesto. 

Se giró hacia Mariana, que lo miraba sonriente y con las manos en los bolsillos. 

—Solo quería que supieras que serías una excelente detective. 

—Antes preferiría estar muerta. 

Hugo rio y al hacerlo sus ojos se llenaron más de lágrimas. La abrazó con cuidado debido a sus heridas, antes de girarse hacia Vicente y Ramiro. El primero lo observó con una súplica en los ojos. 

—Dile a Manuel la verdad. No dejes que creas que... 

—Lo haré, Vicente. 

—Gracias. 

Con un gesto, Hugo le dijo que se acercara. Vicente miró a Ramiro, que mantenía la cabeza gacha y los ojos clavados en el piso. Cuando estuvo cerca del detective, este lo tomó por los hombros. 

—El hombre que tienes a tu espalda es mi mejor amigo. Es como mi hijo... Por favor, cuídalo. 

—Lo haré. 

El hombre asintió antes de abrazarlo con fuerza. Cuando se separaron, cerró los ojos. Ramiro estaba a solo unos pasos de distancia, pero no era capaz de aproximarse. No era dado a reflexiones sobre la vida, pero en ese momento se dijo que existían deseos que al cumplirse rompían el corazón de todas formas. Finalmente fue Ramiro el que caminó hacia él. Tenía los hombros caídos y sollozaba. Cuando estuvo a poca distancia, apoyó la frente en el pecho de Hugo como un niño. Este lo rodeó con los brazos, sosteniéndolo. 

Se quedaron así, en silencio, hasta que el joven dejó de llorar. 

—Te ordeno que seas feliz —musitó Hugo—. Es una orden, hueón. Mi última orden. ¿Entiendes?

—Sí, Inspector. 

Ambos rieron o lo intentaron. El detective, sacudiendo la cabeza, volvió sobre sus pasos y tomó la maleta. Se la extendió a Vicente, quien la tomó sin comprender. 

—Comiencen una nueva con ese dinero. Lejos de acá. 

No esperó una respuesta, sino que se giró hacia el auto y se metió en el interior. Encendió el motor y antes de partir, los miró de nuevo por la ventanilla. Sus ojos encontraron el rostro de Ramiro por última vez. 

Sonrió para esconder su pena y se fue. 





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Eran las ocho de la mañana cuando Mariana frenó frente a la casa de Edward Wagner. La calma de la calle regresó parcialmente en el silencio y la quietud que siguieron. Frank, a su lado, tenía la vista fija en el parabrisas. Quiso tocarlo, darle ánimos, pero no había ningún gesto o palabra que pudiera volver más fácil lo que estaba a punto de hacer. Vicente y Ramiro, en el asiento trasero, tampoco emitieron sonido o se movieron. 

Casi cinco minutos después, Frank abrió la puerta y salió de auto. Se acercó a la reja con pasos trémulos y tocó el timbre. Esperó con la espalda encorvada, las manos en los bolsillos de la chaqueta. Cuando la puerta se abrió, se estremeció. Una mujer lo observaba desde el umbral, su expresión cambiando ligeramente a medida que escuchaba el saludo de él. En un instante de pausa, dentro de la casa se escucharon pasos y de pronto Gabriela apareció en el umbral. Al ver a su tío, sonrió, pero el gesto se congeló en su boca. 

—¿Frank...?

—¿Puedes salir un momento? Necesito hablar contigo... 

La niña miró a la mujer y esta asintió. Juntas se aproximaron a la reja, la que se abrió unos segundos después. Gabriela avanzó hacia Frank, quien la abrazó antes de arrodillarse frente a ella. 

—¿Qué pasa? 

—Pasa que... —Frank cerró los ojos, concentrándose en su respiración para poder calmarse—. Pasa que tengo que irme durante un tiempo, Gabriela. 

—Pero...

—Las cosas se complicaron para mí. Se complicaron demasiado y no puedo llevarte conmigo.

La niña miró hacia el auto, donde vislumbró las siluetas de Mariana, Vicente y Ramiro. Al observar de nuevo a Frank, temblaba. 

—No puedes irte... 

—Estarás bien con tu abuelo. 

—No puedes irte.

El hombre la sostuvo con firmeza por los hombros, llorando. 

—Volveré. Te lo juro. 

—No... Frank, no...

Este agachó la cabeza, tambaleándose en el puesto. En la puerta de la casa apareció un hombre pelo blanco. 

—Escúchame, Gabriela... Escúchame, por favor... —Carraspeó antes de alzar la mirada—. Esto es por tu bien. Por tu seguridad. Esto no ha terminado para mí... Seguiré escribiendo, si no es sobre Salvador Mackena, será sobre los demás. Sobre cada uno de los que lo ayudaron a hacer lo que hacía. Y me perseguirán por ello, no sé por cuánto tiempo... Por eso debo dejarte aquí, hasta que sea seguro tenerte junto a mí de nuevo... 

—Frank... 

—Te juro que volveré. —Con un movimiento brusco se sacó la chaqueta, la que puso luego sobre los hombros temblorosos de la niña—. Te dejaré esto mientras tanto, para que sepas que tarde o temprano volveré... 

Gabriela se estremeció por un sollozo hondo. Era un figura pequeña y delgada bajo la chaqueta vieja de mezclilla, pero se aferró a ella. Frank se inclinó hacia delante y la besó en la frente. Cuando se puso de pie, ella le aferró la mano. 

—Frank... 

—Te amo. 

La soltó y caminó hacia el auto, junto al cual lo esperaban los demás. Gabriela no había notado cuando se bajaron, pero al verlos allí supo que aquella sería la última vez que lo haría. Vicente y Ramiro estaban de la mano, tal como Elías F. y Álvaro L., los amigos de Mateo S., se habían despedido de este casi al final de El Club de los Seres Abisales. Mariana, un poco más lejos, sonreía, pero era un gesto de pena. Su tío se unió a ellos. Sin su chaqueta se veía extraño. 

Mientras los veía partir, Gabriela entendió que el hombre no se había ido. El verdadero Frank se había quedado allí, con ella, abrazándola por medio de su chaqueta. 





****************************************************


Hugo llegó a la Brigada en medio de un caos moderado. Inspectores se movían de acá para allá, algunos llamando por teléfono, otros con pruebas en la mano. En el centro de todo se encontraba Eduardo Lagos. El fiscal palideció al verlo. 

—Farías... 

—Necesito que hablemos en privado —dijo este antes que el otro dijera algo más. Insistió cuando vio que Lagos no terminaba de salir de su asombro—. Ahora, fiscal. 

—M-muy bien... 

Lo siguió hasta la sala de interrogatorios más cercana, cuya puerta cerró el mismo Hugo. Gran parte del bullicio desapareció, cosa que agradeció, sobre todo teniendo en cuenta los murmullos que había levantado su llegada. Se sentó en una de las sillas, lo que empujó a Lagos a hacer lo mismo. 

—Pensé que... —susurró el hombre—. ¿Dónde estaba?

—En muchas partes, fiscal. 

—¿Se imagina siquiera lo que pasó aquí en su ausencia? Los dos efectivos que pusimos vigilando a Mackena están muertos. De los carabineros aún no sabemos nada y Mackena... 

—Mackena está muerto, señor. —Lagos recibió la noticia como un golpe. Hugo continuó tras un par de segundos—. Recibió su merecido, eso es lo único que importa. 

—¿Quién...? 

—Si quiere una respuesta, digamos que lo hice yo. Pero en realidad, da igual. Lo importante es que está muerto, pero su cuerpo tardará mucho en aparecer. Mientras no lo haga, usted lo seguirá buscando como un prófugo de la justicia. Supongo que pidió que cerraran las fronteras o planea hacerlo pronto. Hágalo... mantenga la fachada durante unos días, hasta que todos asuman que el tipo logró escapar. 

—¿De qué está hablando, Farías...?

—En unas horas, probablemente no muchas, encontrarán dos cuerpos en el aeródromo de Tobalaba. Hombres jóvenes, que serán identificados como Ramiro Aránguiz y Vicente Santander cuando se registren sus pertenencias. —Ignoró la boca abierta de Lagos y siguió hablando—. Usted lo sabrá de inmediato, pero aún así... cuando llegue el momento de identificarlos, se asegurará que no quede ninguna duda de que son ellos. Lo hará porque sabe que esto está recién comenzando, incluso con Mackena muerto. Para usted y para mí, esto no ha hecho más que empezar, pero para ellos, para Ramiro y Vicente, al fin terminó. 

—Lo que me está pidiendo es ilegal. 

—Pero lo hará de todas formas, porque a veces incluso un fiscal como usted puede elegir lo correcto por sobre lo legal. 

Lagos se pasó la mano por el pelo, lívido. 

—¿Dónde están ellos?

—Lejos. O lo estarán pronto. 

—¿Y qué pasará con usted?

Hugo sonrió, mostrando sus manos abiertas.

—Aquí me tiene, si es su deseo seguir trabajando conmigo. Lo ayudaré a acabar con todos los hijos de puta de ese registro de clientes y con cada socio de Mackena. Estoy a su disposición, fiscal. 

Ambos se miraron en silencio, mientras afuera de la sala de interrogatorios, el caos continuaba. Salvador Mackena estaba desaparecido y en unas horas saldrían en los diarios aún más cosas en su contra: los locales de prostitución y la asesinato de Daniel Martínez. Juan Díaz sería sindicado como uno de los responsables de la débil investigación en torno a esto último y el viernes su despido sería una de las noticias puestas en la portada de al menos dos periódicos de la capital. 

María José Martínez, al recibir la noticia por parte de Hugo durante la tarde de ese jueves, lloraría por la pena y la verdad abrazada por su esposo. 





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Llegaron a Lafken casi tres días después, a las cinco de la madrugada. Frank fue el que manejó por las calles de la ciudad hacia Carrera, rumbo a la casa de sus abuelos. Cuando vislumbró esta entre la niebla, no le sorprendió ver las luces encendidas.  Su abuelo debía haber salido muy temprano a cortar leña y su abuela ya debía estar amasando el pan. Frenó en medio del silencio. Vicente y Ramiro dormían abrazados en el asiento trasero, y Mariana hacía lo propio junto a él. 

Tocó el hombro de esta con suavidad para despertarla. 

—¿Qué pasa? 

—Llegamos. Estaré solo un momento adentro. 

—¿Quieres que te acompañe?

—No, estaré bien. 

Mariana asintió y pronto su expresión volvió a ser la misma que desde la mañana en que había llorado frente al campo de naranjos donde descansaban los restos de su padre. Segundos después, Frank se bajó del auto. Caminó hasta su casa, aterido de frío. Alcanzó la reja, la que empujó, sabiendo que estaría abierta. Cuando sus nudillos golpearon la madera de la puerta, se abrazó a sí mismo, esperando. Los bototos de su abuelo se acercaron y él, apenas lo vio, lo atrajo hacia sí. El anciano lo abrazó, sorprendido, la pipa vieja en su mano, a medio encender. 

—Mijo... ¿qué pasa?

Su esposa apareció a su espalda y se tapó la boca al ver a Frank. Este se separó del hombre para abrazarla a ella. Olía a harina, fogón y menta. Olía a su infancia. Cuando pudo erguirse y separarse de ella, los miró. 

—Panchito... 

—Debo irme por un tiempo de Chile —dijo, repitiendo las palabras que pronunciara Andrés el día anterior, cuando lo había llamado desde un teléfono público en Osorno—. Es lo mejor después de lo que escribí. Gabriela se quedará con el papá de Nathan hasta que pueda volver. 

Sus abuelos se miraron en silencio, encogidos por los años y la pena. Cuando el hombre miró a su nieto, los surcos de su rostro estaban llenos de dudas. 

—Leímos lo que escribió... Javier, ¿usted no...?

—No... yo no... Se los juro.    

—¿Seguro que va a estar bien? —preguntó su abuela. 

—Sí, mamita. Y hablé con Andrés para que los ayude en caso de cualquier cosa... Y Eusebio... 

Su abuelo se adelantó para tomarlo por los hombros. Con las yemas endurecidas de sus dedos, le limpió las lágrimas. 

—Lo queremos, hijo. —Su esposa se acercó para abrazar a Frank—. Aquí vamos a estar para cuando pueda volver... 

Al salir de la casa minutos después, Mariana, Vicente y Ramiro estaban fuera del auto. Los jóvenes, de pie uno al lado del otro, tenían sus cosas en las manos. Aquella sería la siguiente despedida, se dijo Frank mientras los alcanzaba con los hombros caídos. 

—Nos quedaremos aquí —dijo Ramiro. 

—¿Están seguros? —preguntó Mariana con el ceño fruncido. 

—Sí —respondió Vicente. Sus ojos se encontraron con los de Frank—. Estaremos bien. 

Este asintió. Avanzó hasta quedar frente a ellos, con Mariana a su lado. Con el mentón señaló hacia la calle que tenían a su espalda. 

—Derecho por acá, cinco cuadras más abajo y luego doblando a la izquierda, en una casa pintada de café, vive un hombre que se llama Eusebio Millares. Es mi amigo. Fue amigo de Daniel y Nathan. Si necesitan ayuda, pídansela a él. Cuéntenle que los conocieron y entenderá. 

—Gracias, Frank —dijeron los dos al unísono. 

Los tres se miraron en el silencio de esa mañana sin lluvia. De pronto, el periodista los abrazó a ambos al mismo tiempo. 

—Esto es un adiós —les susurró—. Porque ya no están más en el Abismo con nosotros. 

Cuando se alejó, Ramiro y Vicente sintieron que se llevaba con él los últimos restos de los novatos de Markham que vivían dentro de ellos. Tras mirarse, se despidieron de Mariana y se alejaron por la calle de tierra. Frank los observó hasta que sus siluetas empequeñecieron en la distancia. 

Entonces sonrió. 

—¿Vamos? —preguntó Mariana. 

—Vamos. 

Se subieron al auto, ella en el asiento detrás del volante. Antes de hacer partir el motor, se giró hacia él. 

—Cuando lleguemos donde Óscar, te conseguiremos un carnet falso. Lo necesitarás. Igual que un nombre... Algo fácil de recordar. Tú segundo nombre, por ejemplo... Javier. 

Él asintió, mientras ella encendía el vehículo. Se alejaron de Carrera y luego de Lafken, rumbo a Argentina. 





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El sol brillaba en la laguna Rumel esa mañana. El trinar de los pájaros fue el único sonido que se sumó al de sus pies avanzando por el playa de guijarros. Uno al lado del otro, observaron el lugar. Estaba igual a como lo recordaban, solo ellos habían cambiado. 

Ramiro se adelantó, soltando la mano de Vicente por un momento. Él llevaba ocho años sin verla, así que este lo dejó absorber la imagen. De pronto, lentamente, comenzó a desnudarse. Vicente lo observó hacerlo, admirando la piel trigueña de su espalda. Siguió el curso de sus lunares, tanto los que veía como los que no, e imaginó su rostro antes de escuchar su risa en medio del silencio. 

Cuando Ramiro se giró para mirarlo, Vicente ya había empezado a desnudarse también. 

Corrieron juntos hasta el agua y aunque estaba fría, no les importó. Tomados de la mano se adentraron en ella hasta el pecho, sintiendo las piedrecillas del fondo. Nadaron unos minutos sin sumergir la cabeza, observándose, rodeándose. Cuando se reunieron, Ramiro atrajo hacía sí a Vicente,  posando ambas manos en su espalda. 

—Te amo, Ramiro. 

El joven, al escucharlo, sonrió de esa forma que, Vicente estaba seguro ahora, solo le pertenecía a él. 

—Te amo, Vicente. 

Se besaron, mecidos suavemente por el agua. Una bandada de pájaros alzó el vuelo, sus siluetas oscuras destacando contra el amanecer. Allí, en la laguna Rumel, el tiempo no tenía importancia y el mañana era solo una ilusión.

Tal vez ese no sería el lugar definitivo, pero lo encontrarían, tarde o temprano. Un lugar para empezar de cero, donde estar juntos para siempre. 

Donde ser felices. 

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