Chung-Hee Capítulo 38: Veritas II: la verdad está en aquello que nos rodea.

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           —Eleanor —repite Ezequiel su nombre.

Lo dice con dulzura y calidez, como si la conociera, como si supiera lo especial que era —y sigue siendo, al menos para mí—. Miro a Ezequiel, no lo veo como antes. Ahora, tiene un brillo especial, parece otro, menos preocupado por lo que opine de él. Comienzo a ver lo especial que es.

Eleanor me enseñó que todos somos especiales, y que hay personas que no pueden verlo. Porque la belleza está en los ojos de quien la mira, por mucho que te esfuerces en proyectarla. Si tú no ves tu propia belleza, los demás tampoco la verán. Por eso mismo, debes cambiar tu prisma, si quieres empezar a brillar. Apagar la luz de otros, no servirá, nunca te embellecerá ni hará que te proclames especial, si no todo lo contrario. Conseguirás que aquello que roce tu mano se pudra, pues nada será lo suficientemente bueno.

Esto mismo le pasó a Ezequiel con su abuelo. Por eso se aferra tanto a Isaac, porque cree que su luz nace por él, pero está muy equivocado.

Este otro él es muy buen jugador, lo admito, pero se le ve venir. Es muy predecible.

Comenzamos la tercera partida con tensión en el ambiente. Ezequiel está librando una pelea silenciosa entre sus varios yos. Barajo bien las cartas, reparto y coloco una, aleatoria, en el centro de la mesa.

Ezequiel empieza el juego con un cuatro de copas, gano la ronda con un cinco del mismo palo.

Me toca preguntar, y no me queda de otra que echarle más leña al fuego. Es hora de tocar temas escabrosos, de conocer la otra verdad. ¿Será eso posible sin perder al verdadero Ezequiel?

—Cree que su hermano Jose mató a su abuelo al confesar ser homosexualidad, pero, ¿su abuelo les confesó, en alguna ocasión, los problemas de corazón que padecía?

Silencio sepulcral en la sala, ni su respiración se escucha. Debe estar conteniendo el aliento, por lo que adivino su respuesta. Le tiemblan las manos, mira hacia la silla vacía que hay junto a él.

—No... —comienza a decir con lágrimas en los ojos— ¡NO NOS DIJISTE NADA! —termina gritando—. Nos dejaste...¡Me dejaste creer una mentira! Por tu culpa papá casi mata a Jose, lo echó de casa y yo me alejé de él.

La cara de Ezequiel se desencaja en una mueca de dolor.

—Nunca preguntasteis, nunca os obligué a que hicierais lo que hicisteis —replicó Ezequiel con una voz totalmente diferente a la suya. Mucho más grave y ronca.

Lo miro con preocupación. Pobre chico, las mentiras y su propio rechazo a su sexualidad, no es el único problema que arrastra. Debe ser duro compartir el cuerpo y la mente con alguien al que, aparentemente quieres mucho, y a la vez odias con todas tus fuerzas. Debe ser duro compartir tu templo con otra personalidad.

¿Cómo le hago saber de su problema si siento que no me concierne a mí el revelárselo? No soy psicólogo, ni psiquiatra, ni mucho menos estoy preparado para afrontar una situación así. Sin embargo, apelando a mi lado humano —que aún conservo—, debo ser yo quien se lo diga de forma cuidadosa. Los arcángeles no son conocidos por su tacto ni delicadeza.

Observo al chico discutir con su abuelo, el corazón me pide que lo abrace que lo proteja como a un hijo. La cabeza que sea prudente, que no me involucre demasiado, no porque pueda resultar ser un peligro, si no porque, después, durante el Iudicium la cosa puede ponerse aún más fea y producirle un terrible dolor.

Lo observo discutir, intercambiar palabras en tonos de voz muy distintos hasta que Ezequiel no puede más y rompe a llorar con las manos cubriendo su rostro.

—Ya ha respondido Ezequiel —señalo para evitarle más dolor—. Debemos seguir jugando.

Enjuga las lágrimas, asiente hipando y recoge las dos cartas que sostenía anteriormente en la mano, roba una nueva del mazo.

Suelto la carta de menos valor que tengo en la mano, Ezequiel la sigue. La mía es más alta, gano la ronda.

—¿Porqué no le contó lo sucedido a Isaac la mañana de después de ver cómo su abuelo casi acaba con su vida?

Ezequiel traga con fuerza, mesa su cabello con firmeza. Mira con rencor hacia la silla vacía, después a mí con ojos agradecidos y sinceros.

—Primero tenía que ponerlo a salvo, asegurarme de que nada malo le pasara. Alejarlo lo más que podía de él —señala con la cabeza hacia el hueco vacío—. Y cuando lo conseguí...me faltó el valor para hacerlo. Temía que sus sentimientos hacia mí cambiaran, que me viera como el monstruo que realmente soy... —reprime un sollozo.

Suspiro hondo, Veritas es, con diferencia, la segunda fase más dura del proceso Memento, la primera es Iudicium. Enfrentarse a los arcángeles y a la decisión tomada por La puerta roja no es fácil.

Por un lado están los arcángeles, seres divinos muy poderosos pero sin emociones, ni capacidad empática, pero para eso existimos los Naqaris. Para acercarlos e intentar hacerles entender las emociones humanas mientras cumplimos una condena.

Por otro lado esta La puerta roja, una fuerza sin forma —al menos humana— pero que alberga el mayor poder del Purgatorio. Ella tiene la última palabra tras finalizar el Iudicium.

Observo la reacción de Ezequiel a su respuesta.

—¡¿Ibas a traicionarme?! —las venas marcadas en el cuello por el esfuerzo de volver más grave la voz varios tonos más alta— ¡¿Vivir siendo un maricón y una deshonra el resto de tu vida como tu hermano?!

—¡Quería vivir en paz! —exclama volviendo a su tono de voz— ¡Ser libre!

—¡Ni lo sueñes! ¡Mientras viva, tú harás lo que exactamente lo que yo diga!

—Entonces, ya soy libre —celebra con una media sonrisa.

—Ezequiel...—interrumpo la discusión—, .

El chico asiente peinándose el cabello hacia atrás, mechones sueltos caen al instante sobre su frente. Sus labios forman una fina línea blanquecina. Mira las cartas. Echa miradas furtivas hacia donde él cree que está sentado su abuelo.

Tengo que decírselo, dejarle caer su problema antes de que lo hagan los arcángeles. Pero, ¿cómo? Ojalá pudiera tener la opción de tener a un profesional de la salud mental junto a mí. No sólo en el este momento, si no siempre.


           Las cartas caen sobre la mesa, una vez más. Quedan tres rondas para finalizar la tercera partida.

Ezequiel y su abuelo discuten por todo, los ánimos están caldeados. La tensión baña la sala, como una olla exprés olvidada a fuego alto, a punto de estallar y manchar cada rincón que pueda. Si Ezequiel explotara —en sentido figurado— llenaría el lugar de dolor. El dolor no tiene color, pero si lo tuviera el de Ezequiel sería una mezcla entre el negro, por todas las sombras que ve en su vida. El marrón, por la de mierda que se ha comido él solo por no saber pedir ayuda, y verde, porque siempre —aunque lo niegue— ha albergado la esperanza de ser salvado.

Sobre la mesa un doce de bastos contra el as del mismo palo. Recojo las cartas, las amontono a un lado, junto al resto de descartes que he ganado.

—¿Por qué se encontraron a las víctimas extranjeras primero?

Tengo que indagar más sobre los crímenes, pues va a ser uno de los puntos clave en la última fase del proceso.

—Porque a ellos no me molestaba en enterrarlos tan profundo —responde Ezequiel con voz grave—. Era una pérdida de tiempo para mí y un ahorro en ayudas para el estado.

Los comentarios xenófobos, homófobos y barbaridades varias que salen de su boca, colman mi paciencia. Respiro hondo. No debo caer tan bajo como él. El dedo meñique de la mano derecha se me desencaja en un sonoro crujido.

Ezequiel flexiona parte del tronco para mirar bajo la mesa.

—Lo siento —balbucea.

Niego con la cabeza, quitándole importancia. Importancia que realmente tiene, pero que dejaré pasar por el bien del proceso.

Miro mis cartas, estamos a dos rondas del final de la tercera partida. En mi mano tengo el as y el tres de espadas.

—He ganado —anuncio mostrando ambas cartas.

No tengo ganas de alargar esto mucho más, y si mis cálculos son correctos él apenas se ha embolsado tres figuras, una sota, y dos reyes. Suspiro al pensar que aun queda una partida más que jugar.

Haré las cuatro preguntas que me corresponden de una, y después: partida nueva actitud nueva.

El dedo meñique vuelve a su lugar con un levísimo chasquido.

—Te haré primero las preguntas que corresponden por ronda ganada —explico de antemano.

Ezequiel asiente y espera con la espalda rígida.

—¿A cuántas personas habéis matado?

Los labios de Ezequiel se entreabren, ¿quién me responderá ahora, Ezequiel o su abuelo Jose?

—No lo sé..., fueron muchas en distintas ciudades de España. Quién sabe...—responde con la voz grave y burlona— Perdí la cuenta con la víctima número 27.

Inspiro hondo, expiro. Son demasiadas personas, demasiadas vidas arrebatadas de forma cruel como para hablar de ellas en tono jocoso. Frunzo los labios, muerdo mi lengua. Mi trabajo es ser imparcial y rellenar la información necesaria para los expedientes.

—¿Por qué usaste el nombre de Jose Sánchez para el perfil falso?

Ezequiel está teniendo una lucha interna, se le nota en la mirada fija y perdida en el fondo de la habitación.

—Porque me sentía bien usando su nombre, me sentía capaz ser tan valiente como él... —le tiembla el labio inferior—, pero algo inocente se convirtió en la forma de captar víctimas del abuelo.

—No mientas, hombrecito —se corrige en voz grave—. Usaste ese nombre porque estaba manchado de depravación y querías limpiarlo.

Una carcajada tosca y vibrante sale de la garganta de Ezequiel.

Bajo la mirada a las cartas amontonadas en un lado de la mesa. No se mueven, permanecen en su lugar sin ánimo de objetar queja alguna ante dos verdades tan distintas de una misma situación.

—El palo en juego ha sido espadas —zanjo el asunto sin dar lugar a réplica ni discusión por parte de Ezequiel—, las preguntas serán sobre, traición.

Ezequiel mesa su pelo, tose y se aclara la garganta visiblemente nervioso.

Alargo el brazo hacia el montón de cartas, las barajo para ahorrar tiempo.

—Iba a confesarlo todo aquella noche ¿verdad? —digo acariciando las cartas, cambiándolas de lugar— La noche en que murió. Pero Isaac no le respondió el mensaje y entró en pánico, ¿no es cierto?

Ezequiel sube las cejas, entreabre la boca y se queda mudo.

—¿Eso es cierto, hombrecito?

—Eh, s...s...sí —confiesa—.

Ezequiel me mira sin ser él, lleno de odio, rabia e indignación.

Elevo los hombros. El paso de los años y de las personas que han puesto un pie en este lugar, transformándolo en parques de atracciones, recreativos, salas de cine, casas antiguas, aulas...me han dado un sexto sentido, un poder extraordinario: leer en las caras de las personas cuál será su siguiente paso.

Ezequiel parpadea rápido.

—Quería hacerlo, lo tenía planeado —mira de reojo hacia la silla vacía—. Primero le invitaría a casa, investigaríamos el caso "Rio Verde", después charlaríamos, me declararía —la voz le tiembla—. Me hubiese encantado que supiera cuánto lo quiero y cuánto ha cambiado mi vida desde que él está en ella. Me habría gustado confesarle lo que el abuelo y yo habíamos hecho, pedir disculpas, aceptar y acarrear con las consecuencias. Pedir ayuda, estar bien y encauzar mi vida, aunque eso significara traicionarte.

Gira la cabeza hacia donde cree estar viendo a su abuelo.

—¡Eres un desagradecido! ¡Debí haber dejado que aquel chico te violara! ¡Eso, quizás te hubiera hecho entrar en razón sobre cómo son los maricones!

Ojiplático, por lo que acabo de escuchar por parte de la voz grave de Ezequiel, carraspeo.

Siento un cambio en el ambiente más frío, la energía más electrizante. Siento que lo estoy perdiendo, que su abuelo está tomando las riendas de su cuerpo y mente.

—No escuche a su abuelo Ezequiel —medio buscando un poco de cordura a la situación—. Escúcheme a mí. Tenía que haber pedido ayuda. Exactamente cuando su hermano se marchó de casa. Pero ahora, puedo ayudarlo yo, si permanece conmigo.

Ezequiel me mira en silencio, el labio inferior le tiembla.

—No está solo Ezequiel, nunca lo ha estado. Su hermano siempre ha estado ahí para usted, pero como ha pasado aquí, usted no ha sabido ver a través de su realidad.

—Jose...—susurra sollozando antes de romper a llorar.


           Ojalá me hubiera informado más sobre el trastorno de Ezequiel, del que apenas sé su nombre: trastorno de identidad disociativo. De esa manera sabría cómo actuar frente a él, podría ofrecerle la ayuda que nunca se ha atrevido a pedir ni a recibir.

Pedir ayuda es duro, lo sé —en su momento yo no supe pedirla—. Desde pequeños se nos enseñan e inculcan a hacer todo nosotros solos, además de ser "fuertes" —qué abuso—: levantarnos cuando nos caemos sin una mano que nos sostenga por mucho que nos sangren las manos o rodillas, o no llorar cuando algo nos duele. Ser fuerte, es algo distinto, no es aguantarse las ganas de llorar, ni reprimir emociones cuando el cuerpo y la mente duelen y piden desahogo. Ser fuerte es hacerlo con la cara descubierta, admitir que algo ocurre y pedir ayuda.

El estigma social no permite que las personas hablen libremente de sus taras. Por miedo a ser juzgadas y señaladas, sin embargo, no hay nada raro con buscar ayuda para seguir adelante.

Cada vez que Ezequiel experimenta un cambio ante mí, intento permanecer tranquilo y responder lo mejor que puedo. Pero es complicado. Sé que las horrendas palabras que salen por su boca no debo llevármelas a lo personal, pues él está luchando contra algo que es muy difícil superar. Permanezco frente a él, intentando ser un apoyo, estando presente para hacerle saber, que yo si me preocupo por él. Al igual que Isaac, el día que descubrió su trastorno. Aunque él no sea consciente de ello.

La última partida comienza. Barajo, reparto y coloco la última carta y palo que dictaminará las preguntas finales.

As de oros.

Miro a Ezequiel, estudiándolo. Mesa su pelo con fuerza, niega con la cabeza, parpadea rápido. Un nivel alto de estrés empeora su situación, cada vez le cuesta ser más él. Se está perdiendo a sí mismo, como las noches en las que una vida se cobraba. Tengo que intentar hacerlo parar, relajarlo, recordarle que está en un lugar seguro. No por miedo a que me mate, no se puede matar a alguien que ya está muerto. Pero sí, por su propia seguridad y bienestar.

—Ezequiel —llamo su atención.

El chico me mira con los ojos surcados en venas escarlata, como raíces de un viejo árbol. Sus ojos azul marino están completamente perdidos. Dibujo una sonrisa sincera y cariñosa. Él parpadea varias veces pero no me la devuelve.

Ezequiel ya no está aquí.

La primera ronda la gana él, sin puntos en juego. Aparto a un lado las cartas de la mesa.

Afronto esta última ronda con preguntas en mente mucho menos morbosas y difíciles. Tengo que conseguir que Ezequiel vuelva.

—¿Crees que soy un cobarde? —Pregunta la voz grave.

Cierro los ojos un instante, no puedo mentir, tampoco quiero que su nivel de estrés siga aumentando. Debo responder con mucho tacto. Mis respuestas no serán de su agrado.

—Sí.

El chico gruñe, un sonido gutural brota de su garganta.

La próxima ronda, tengo que ganarla. Ezequiel tiene que volver.

El chico deja caer sobre la mesa un rey de copas, miro mi mano de cartas permanezco impasible. Encima de su carta, acomodo la mía, tres de copas.

—¿Dónde está Ezequiel? —Pregunto para saber a qué atenerme y cómo hacerle regresar.

Suspira y ríe de forma irónica, como si la pregunta que acabara de realizar fuera la mayor estupidez del mundo.

—Aquí, ¿tus chinitos ojos no te alcanzan para verlo? —Señala la silla vacía que hay junto a él— Llorar como una nenaza le agota.

Muerdo mi lengua para no responder ante su provocación. No es consciente de lo que dice, no piensa ni siente realmente lo que está diciendo.

—Ezequiel —susurro con voz melosa—, despierta. Seguimos jugando.

—¿No te valgo yo para jugar, chinito? —Pregunta un falsa tristeza.

—No —respondo tajante.

La cara de Ezequiel se contrae en un gesto de asco. Hace el amago de intentar levantarse, para golpearme quizá, pero algo se lo impide, un hilo de bruma se cuela por el tranco de la puerta. Pasa desapercibida ante sus ojos

Cojo una nueva carta, los ojos fijos en la cara Ezequiel. Aunque ya no sea él a quien mire.

Pierdo la ronda por asegurar dos cartas altas, as de bastos y tres de oros.

—¿Por qué crees que soy un cobarde?

—Porque has matado, por miedo infundado, a muchos valientes que amaban en libertad en un mundo falto de amor.

Las manos le tiemblan, parpadea rápido, un tic leve en el párpado inferior.

Sigo el juego sin prestarle demasiada atención pero alerta.

—Ezequiel —rezo para mí—, despierta. Coge las riendas de tu cuerpo y mente. Es tu juego. No el suyo.


           Después de seis rondas, pocos puntos en juego y preguntas banales, Ezequiel sigue sin volver. Su cuerpo está sentado frente a mí, pero no es él quien lo ocupa.

Esta décima ronda es el ecuador de la partida, y no ha ido muy bien que digamos. Ha sido un batacazo en contra para alejarme un poco de la victoria. Él se hace con la décima ronda y las dos cartas que descansan sobre la mesa de madera redonda, suman 11 puntos, desequilibrando la balanza.

—¿Qué quiere de mi nieto?

Levanto una ceja extrañado por la pregunta.

—No entiendo la pregunta.

Respondo con falsa sinceridad. Sé por donde quiere ir, pero no pienso darle el gusto de verle perturbar mi paz.

—¿Quieres follártelo, volverle loco como ese sucio compañero de trabajo?

Sonrío de lado. Pienso en la escena que podría darse frente a mí. Los dedos desencajados, yo manejando la niebla, acabar con esa personalidad que tan pocas cosas buenas trae.

—No, quiero ayudarlo a avanzar.

Levanta una ceja vacilante.

—¿Qué quiere decir con ayudarlo a avanzar?

Levanto el dedo índice, lo balanceo de derecha a izquierda, levanto una ceja imitándolo.

—Una pregunta por ronda ganada.

Extraigo una nueva carta del mazo con la intención de ganar los puntos posibles.

Llamo a la bruma con el crujir de una de mis falanges, quien está frente a mí no se ha dado cuenta. La almaceno en forma de esfera en la palma de la mano, esperando el momento oportuno para usarla y hacer volver a Ezequiel.

Gano la ronda, sumo dos puntos más a los que ya tenía.

Pienso bien la pregunta que hará que el plan para que vuelva Ezequiel sea efectivo.

La paladeo antes de dejar que salga por mi boca, espero no equivocarme.

—¿Está Ezequiel enamorado de Isaac?

La persona que tengo delante, con el cuerpo de Ezequiel encorva la espalda, se eriza como los gatos. Aprieta los puños y los lanza contra la mesa en señal de enfado, rechazo y ofensa.

—¡NO!

Miente. Justo lo que buscaba.

Sonrío de lado.

Las cartas salen volando de la mesa y van a parar al cuerpo de Ezequiel. Revolotean a su alrededor, rápido, cogiendo más y más velocidad. Las cartas se multiplican y cubren por completo el cuerpo del chico.

—¿Qué está pasando?

—Ha mentido, y ya le advertí de que estas cartas tienen muy mal carácter.

La barajada forma un remolino a su alrededor, mantengo la bruma en la mano sin usarla. Las cartas empiezan a formar una cápsula alrededor de él.

—Si no dice la verdad, acabará quedándose sin aire.

—¡HE DICHO LA VERDAD, ESO QUE SIENTE POR ESE MUCHACHO NO ES AMOR, ES LUJURIA!

Grita bien alto para que le escuche a través del zumbido que provocan las cartas al girar sobre él.

—No creo que le quede mucho oxígeno ahí dentro —advierto.

Sé que el estrés no es bueno para Ezequiel, pero necesito hacer esto, necesito que vuelva y hacerle entender lo que le está ocurriendo desde ese 6 de mayo de 2005, esa gota que colmó el vaso, ese huracán que tiró todas las fichas de dominó y nunca más volvieron. Aquello que dejó salir a su abuelo Jose como arma de defensa.

De repente una gota caliente y densa se estampa contra mi mejilla. Llevo una mano hacia ella, la rozo con el dedo índice. Es sangre.

—No se mueva, o las cartas le cortarán en pedacitos. Repito, ¡NO SE MUEVA!

Elevo la voz para ser escuchado. Más gotas de sangre salpican el suelo. Sabía que tendría que usar la bruma. Levanto la mano y lanzo la esfera en dirección a Ezequiel. La bruma atraviesa las cartas e inmoviliza el cuerpo del chico.

—Está enamorado —respondo en voz alta para que las cartas me escuchen.

Instantáneamente las cartas empiezan a aminorar la velocidad, se aúnan y vuelven a la mesa como si nada hubiera pasado. El cuerpo de Ezequiel flota inerte gracias a la bruma. Lo tiendo despacio sobre el suelo. La bruma sale de él, reconstruye los dedos cercenados y los míos vuelven a su postura normal.

—Ezequiel —susurro en cuclillas al chico—. Ezequiel, despierte.

Alargo una mano hacia su brazo, lo zarandeo. Los ojos de Ezequiel se mueven rápidos tras los párpados.

No debí presionarlo tanto. Nunca quise que Ezequiel se perdiera y se apoderara de él su abuelo. Mi intención era mantener a los dos en esta etapa, pero se me ha ido de las manos.

—Lo siento —me disculpo.

Está sufriendo por mi culpa. Respiro hondo, tengo que recuperar el control de la situación.

—Ezequiel, soy Chung-Hee, ¿me escucha?

Asiente despacio, muy lento de forma casi imperceptible. Los párpados luchan por abrirse.

—Tranquilo Ezequiel, tómese su tiempo.

El chico no me hace caso y despega los párpados dejándome ver el azul marino de sus ojos de forma brusca. Parecen cansados, asustados, desubicados.

—¿Qué ha pasado?

Pregunta turbado. Escudriña mi rostro en busca de una respuesta. Se incorpora rápido, sentado en el suelo, mirando a su alrededor, fijándose en mí.

—¿Estás bien? Tienes rastros de sangre en la cara.

Levanto las cejas, arrugo la frente. Lo había olvidado.

—Ah...—limpio con la mano el rastro de sangre—, no es nada.

—¿De quién es la sangre?

Lleva la vista hacia la silla vacía, se lleva las manos a la cabeza.

—Suya.

—¿Mía? —Se mira las manos y el cuerpo. No tiene ni un rasguño— Imposible. ¿Qué ha pasado? ¿Y el abuelo?

—Nada, se ha dormido, su abuelo ha jugado por usted y las cosas se han torcido. No puedo darle más detalles, a no ser que quiera seguir jugando.

El chico entorna los ojos, mira la superficie del suelo, se levanta con ágiles movimientos sin quitar la vista de él.

—Pues entonces, sigamos jugando —levanta la cabeza, me estudia de arriba a bajo.

Sonrío a medias, Ezequiel ha vuelto y yo tengo que contarle la verdad.


           La última ronda de la partida la gano con el tres de oros. Ezequiel chasquea la lengua. Nos disponemos a contar el número de puntos que hemos obtenido en cada ronda. Terminamos casi a la vez, levantamos la cabeza nos miramos y Ezequiel sonríe de lado.

—60 puntos.

Lo miro a los ojos, parece divertido.

—Empate.

—¿Y ahora qué? —Pregunta confuso.

—En caso de empate, cada uno realizará una pregunta al otro.

Ezequiel sube los hombros, deja caer la cabeza hacia un lado, conforme.

—Me parece justo. Tú primero —alarga la mano cediéndome el turno.

—¿Nunca has buscado una explicación a las lagunas que hay en tu mente?

—¿Lagunas? Ah, te refieres a que pierdo el conocimiento muy seguido ¿no? —hace un gesto con la mano para quitarle importancia— Tengo problemas de tensión, me dan bajones cuando me estreso.

—No creo que sean problemas de tensión —respondo serio.

—Bueno, ahora estoy muerto, así que es un poco tarde para preocuparme por ello.

—No, no es demasiado tarde...

Arruga el ceño, examina mi cara.

—Me toca preguntar —indica ignorando mi consejo, sé exactamente cuál va a ser la pregunta—. ¿Qué ha pasado antes, cuando he perdido el conocimiento?

—Lo que ha pasado es que Ezequiel, usted se ha ido de su cuerpo, y su yo se ha "cambiado" —hago comillas en el aire con los dedos— en el yo de su abuelo...

Me he explicado fatal...

Emite una carcajada de incredulidad. La sonrisa se le borra de la cara cuando mira fijamente la mía. Baja la mirada hacia las cartas.

Las cartas permanecen en la mesa, inanimadas.

—Esta magia no funciona... —reprocha sin mucha convicción toqueteando las cartas con nerviosismo—¿Qué está insinuando Chung-Hee?

—No estoy insinuando nada, le estoy intentando decir que padece un trastorno de identidad disociativo, y su mente ha adoptado la identidad de su abuelo fallecido.

He sido muy brusco y conciso. Su cara es de incomprensión. Espero no necesitar la bruma para hacérselo entender...

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