Chung-Hee, Capítulo 6: Casi nada.

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          Después de la noche, llega el día, lleno de cosas nuevas por descubrir. He pasado toda la noche pegado a la incómoda silla y a las tres pantallas que hay colgadas en la minúscula habitación donde debo dormir. No me quejo del tamaño de la habitación, he dormido en cuchitriles peores, en lugares donde respirar era un lujo. Esta habitación es perfecta para mí, buena cama individual, buen aseo y plato de ducha, y buen espacio para la intimidad. Intimidad para dejar fluir mis penas y alegrías, mi ser y mi yo más sincero.

Las tres pantallas, han estado toda la noche apagadas, sin vida, oscuras. Ni un parpadeo ni amago de luz o color si quiera. Este proceso es lento, requiere paciencia y constancia, tampoco esperaba movimiento la primera noche, pues si hubiera habido movimiento estaría frente a un caso totalmente distinto, excepcional. Como lo fue el mío. Mi trabajo es así gratificante y satisfactorio, en ocasiones; por poder ayudar y proteger a la gente, servir a un bien común, para un mejor futuro. Y otras, un castigo.

Abro la recepción, tan puntual como de costumbre. Miro a través de los cristales cómo las ondulantes columnas de bruma asfixian al luminoso cartel de neón que anuncia el nombre del motel.

Preparo lo necesario para los huéspedes, y vuelvo a desaparecer en el interior de mi garita. Tengo que serles de ayuda, no un estorbo, estar cuando se me necesite, estar para ellos. Estar, simplemente.

Las pantallas siguen igual, cero imágenes, nada de luz, nada de nada. Admito que tener poco trabajo es inquietante. Pero después, poco a poco, cada imagen, cada palabra y cada acto cobran su significado y puede llegar a ser desbordante. Casi abrumador.

Echo un vistazo a los expedientes, otra vez. Sus fotos e información, son de lo más común. Eso es lo más "excitante" de mi trabajo, descubrir poco a poco. A la vez que ellos, sin ninguna ventaja, aparentemente, a excepción el esférico reloj dorado. Nada más que me dé una pista de lo que viene después. Despacio, sin prisas, sin trampas.

Observo mis impolutas manos con mucha atención, por aburrimiento, por curiosidad. Por añoranza. Como esperando que algo en ellas cambie. Como si esperara más de ellas. Qué tontería.

Voy de la silla a la cama, dejo caer todo mi peso en el mullido colchón envuelto con sábanas blancas. Relajo el cuerpo, no la mente. Es imposible hacerlo, toda una hazaña conseguirlo. Hazaña que tras tanto tiempo no he logrado. Me pregunto cuánto quedará para ese día, aunque lo sé perfectamente, llevo la cuenta de cada minuto que debo de trabajo, pero me hago el interesante conmigo mismo, para no perder el interés en el día a día, en el trabajo. O la esperanza.

Levanto el brazo derecho, observo la pulsera de siete nudos, roja, que envuelve la muñeca.

De repente, una vibración junto con calor emanan del cinturón, exactamente desde donde penden las llaves del motel: el cinturón de la cadera. Las miro, levantando las cejas, pegando la barbilla al pecho. Giro de cara a mí el reloj de bolsillo. La manecilla se está moviendo despacio, con ritmo.

Tic, tac.

Dejo caer cabeza y brazos sobre el colchón. Siento la textura suave de las sábanas bajo ellos. Acaricio la tela, despacio, jugando con los dedos sobre sus costuras. Cierro los ojos, jugándome mucho dolor en el gesto. No dormiré. No pienso permitir que eso suceda, no de forma consciente.

Medito sobre lo que significa el movimiento de la manecilla. Un descubrimiento, una vida, más información, dolor ajeno.

La ansiada justicia está por llegar.

Queda casi nada, para que la aguja se sumerja en el color azul.

Queda casi nada, para que dé comienzo la función.

Queda casi nada, para que empecemos a ver a través de la bruma.

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