Ezequiel, Capítulo 12: Escudo familiar.

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           El espejo rectangular del baño me devuelve el reflejo de un chico al que no quiero reconocer. Sólo quiero que la tierra se lo trague, o el sumidero, lo que sea que le haga desaparecer. Fijo la vista en el reflejo del rubor de mis mejillas. ¿Qué habrá escuchado Isaac? ¿Y la niñera asiática?

Aprieto las manos contra el lavabo de pura impotencia. Dejo caer la cabeza entre los hombros, hasta casi rozar el pecho con la barbilla. El cabello cae a mechones sobre los ojos a modo de cortina. Los hombros tensos, los dedos blanquecinos de la presión, soportan la mayor parte de mi peso. Soy un estúpido, quién me manda dormirme en plena investigación. No es la primera vez que ocurre, pero sí es la primera vez que sueño con Isaac de esa manera fuera de mi cama. Me siento expuesto, avergonzado, como si alguien hubiera hurgado en mi diario secreto. Diario que dejé de escribir a los dieciocho. Ya no tenía tiempo para ello, ya no lo creía necesario.

Abro el grifo de la ducha y dejo que la impotencia y la vergüenza se la lleve el agua caliente.

Definitivamente, lo mejor de la habitación son las toallas. Ni en mi apartamento las tengo tan grandes y suaves.

Con el pijama puesto, saco una botella de agua del mini bar. Pensamientos intrusivos vienen a mi cabeza con el frescor del agua bajando por mi garganta. Los labios suaves y carnosos de Isaac entre los míos. Mi lengua buscando la suya, hambrienta de él. La suya jugando conmigo y mi sistema nervioso. Me atraganto al imaginar la escena. Toso con ganas, toso de forma muy ruidosa durante unos segundos interminables. Cojo aire despacio, con la garganta llena de picor. Debería irme a dormir y dar por finalizado el día de hoy, sería lo mejor.

Destapo la cama, sin sueño y sin intención de dormir. En la orilla de la cama mi mente desborda, tengo que hacerla parar.

Me acuclillo para mirar bajo la cama y sacar la maleta personal. Abro la cremallera del bolsillo interno más pequeño y extraigo un saco de terciopelo negro. Deshago el nudo que lo sella y vacío su contenido en la palma de la mano: un anillo grande y pesado de oro. Pertenecía a mi abuelo Jose, y él me lo dejó en herencia. El anillo es el sello del escudo Blanco, mi primer apellido. Es bonito, pero demasiado extravagante y ostentoso para mí. Además, me va algo grande. Por genética heredé las manos de pianista de mi madre y no las gruesas y curtidas manos de mi padre —esas las tiene mi hermano mayor—.

Juego con el anillo, balanceándolo en la palma de la mano. Lo coloco en cada dedo, hasta encontrar el que mejor le viene: el dedo índice, mientras pienso en mi familia. Mi padre estuvo muy orgulloso de mí cuando decidí estudiar criminología. Mi madre no tanto, siempre ha sido un poco sobreprotectora.

—Tu abuelo estaría muy orgulloso de ti —dijo papá con una sonrisa de oreja a oreja cuando la nota de selectividad me permitió entrar en la primera convocatoria a la carrera de mis sueños—. Vas a servir a tu patria, a hacer de este país un lugar mejor y más seguro.

Mi madre permaneció callada mientras hacía punto. Estaba nerviosa, las manos le temblaban, las agujas tintineaban.

—Estoy muy contenta por ti cariño —sonreía—, pero ten mucho cuidado, en la televisión se ve cada barbaridad...

Sus ojos se anegaron de lágrimas que no salieron.

—El mundo está lleno de locos y desalmados —se le quebró la voz.

—No te preocupes mamá sabré cuidarme —me senté junto a ella y eché la cabeza sobre los hombros.

Papá nos miraba orgulloso de la familia tan perfecta que conservaba, a pesar de ser uno menos.

Pestañeo despacio y sonrío. Mamá debe estar preocupada por mí. No tener noticias de su hijo sabiendo el caso que está investigando por las noticias, le echará veinte años encima. Me la imagino ojerosa pero bien peinada, con el móvil metido en uno de los bolsillos de su bata, y echando breves vistazos a una inactiva barra de notificaciones. En cuanto esto acabe y seamos libres, la invitaré a comer a su restaurante favorito. Ella y yo solos, comiendo hasta hartarnos.

Unos golpes en la pared procedentes de la habitación contigua, la de Isaac, me saca de mi cavilación.

Pom pom, pom, pom pom pom.

¿Está comunicándose en morse el muy friki? Esto sólo se le podría ocurrir a él. Sin embargo, hay un pequeño inconveniente: no sé morse. Niego con la cabeza, me coloco de rodillas sobre la almohada y hago el típico ritmo que todo el mundo sabría hacer: Pompompompompom, pom pom. Me imagino a Isaac descojonándose de mí, de mi patosa habilidad, sentado a horcajadas sobre el colchón.

La respuesta no tarda mucho en llegar. No estoy enterándome de nada. Rio e improviso ritmos cortos y sencillos, hasta que Isaac decide parar su charla unilateral.

Me siento en la cama, con la espalda apoyada en la pared. La boca se me reseca, el rubor vuelve a la cara. ¿Soy mal compañero por pensar en Isaac de manera íntima en plena investigación? Me avergüenza pensar así de él, y llegar a plantearme que quizás no esté mal hacerlo.

Miro el anillo, lo toco, palpo cada curva de su frío relieve. Cierro los dedos en un puño, ajustando aún más el anillo al dedo, y bajo la mano hasta el muslo. El oro está frio, me eriza la piel con el roce. Lo clavo con fuerza en la carne, el dolor, al menos, me alejará de esa clase de pensamientos. El dolor servirá como vía de escape.

Aprieto con fuerza, sin esforzarme en exceso, la piel blanca no necesita mucho esmero para acabar amoratada. Levanto el sello al cabo de unos minutos de presión moderada. Repito la acción de forma más intensa, hasta que siento el sello bien grabado en la piel. Dejo el anillo de oro sobre la mesita de noche, me tumbo y tapo, listo para dormir, o al menos intentarlo.

Acaricio el muslo bajo las sábanas, notando el relieve del escudo y el yelmo en la piel, con un ápice de dolor satisfactorio. Mañana será un pequeño cardenal más habitando en mi cuerpo.

Uno más para mi íntima colección. 

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