Ezequiel, Capítulo 28: Psicosis.

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           Enredado entre las sábanas, con los ojos bien abiertos y sin una pizca de sueño, saco la sábana bajera que cubre el colchón. Tanto rodar por no poder dormir, ha convertido la cama en un campo de batalla, en el que yo soy su enemigo y las sábanas su única defensa. Se me enredan en los pies, pataleo sacudiendo las sábanas y liberándome de ellas. Extiendo mis liberadas extremidades sobre el colchón. La cabeza sigue dándole vueltas a lo de Isaac, no quiere descansar, imposible desconectar.

He pasado la noche en duerme vela, aunque la verdad no estoy cansado. Me he acostumbrado a dormir lo justo, socializar lo necesario y comer cuando puedo. Sonrío de lado al recordar las regañinas cariñosas de mi madre, en las que por teléfono me hace un segundo grado para luego acusarme de lo mal que me cuido.

—¿Tendré que volver a dormir contigo? Porque no me importaría irme a vivir con mi hijo.

Rio rememorando su tono de voz.

Harto de estar en la cama tumbado, empujo aún más hacia atrás las sábanas y salgo a la ducha. Las sábanas caen en un montoncito al suelo, algunas bajo la cama

Aún es temprano, apenas unos rayos de sol calientan la habitación. Hay una leve y suave brisa fresca, típica de la mañana. Aprovecharé que estoy despierto para ir a por un tentempié.

Antes de andar, echo una ojeada a la puerta de la habitación de Isaac. La situación de ayer fue incómoda, demasiado. Procuraré evitarlo lo más que pueda.

Hoy es de los días más soleados que recuerdo ver, desde que estoy aquí. La bruma no ha dejado mucho espacio al sol, y un día es un día. Habrá que aprovecharlo.

Camino hacia la habitación 002. Me coloco frente a una ranura de sol, cierro los ojos y dejo que caliente mi piel, que me haga sentir vivo, cálido. Un rato después, con el calor acariciando mi agradecida piel blanquecina, decido retomar el camino.

La puerta está abierta, la estancia ordenada y llena de comida y bebida.

—Qué puntual es Chung-Hee.

La mesa de los piscolabis está perfectamente organizada. Podría ir a desayunar como Dios manda, pero me apetece más esto. Me acerco hacia los sándwiches, cojo uno cualquiera, un puñado de frutos secos junto a una botella de agua.

Echo un vistazo a la diana. No puedo evitar ver una diana y acordarme de Isaac, por mucho que quiera evitarlo, por mucho que hablásemos de que lo nuestro no podía ser.

La decisión de que no podíamos seguir juntos surgió por la necesidad de protegerlo. Una lágrima amenaza con salir, no se lo permito, miro hacia arriba y respiro hondo. Lo protegeré siempre, aunque me ponga a mí mismo en peligro. Fue una cuestión de vida o muerte —me digo para convencerme y no sentirme tan mal, si es que es posible—. Fui yo quien lo sugirió, él quien lo aceptó y cumplió.

Dejo caer el cuerpo sobre el sofá, deposito la comida en la mesa baja que hay frente a mí, hasta la comida me recuerda a él, a nosotros. Apoyo la espalda en el sofá, dejo caer la cabeza hacia atrás, apontocada en un mullido cojín.

Permito a mi cabeza pensar un rato más en Isaac, en nosotros. Es mi primer pensamiento del día y el último en la noche. Me planteo poner tierra entre medias para no hacernos daño, para no hacerle daño. Quizás pida un traslado. A lo mejor así complico aún más las cosas. A lo mejor no.

Un ruido estático altera mi atención. Me incorporo y miro hacia el lugar de donde proviene, la televisión.

—Pero si no funcionabas, ¿qué está ocurriendo?

Recorto la distancia que había entre el televisor y yo. Busco de puntillas detrás, tanteo los cables. No hay cables, por eso no funcionaba. Entonces...

—¿Qué clase de broma es seta?

Me aparto de una gran zancada de la pantalla, ¿cómo está emitiendo interferencias si no está conectada?

Las líneas blancas, grises y negras se disipan, dando paso a la espalda de un hombre corpulento. Lleva capucha negra, por lo que no se distingue nada más de él.

La cámara se aleja, un encuadre mayor deja ver que está en un callejón oscuro, con cubos de basura y carteles arrancados como atrezo. El hombre encapuchado lleva pantalones negros, deportivas oscuras y un cuchillo en la mano. Una sombra aparece tras los cubos de basura, grande y encogida en sí misma. La persona que veo corre hacia la sombra enloquecido, levantando el cuchillo, dispuesto a atacar. Llega hasta donde se encuentra su víctima y asesta puñaladas sin descanso. Con rabia y fuerza.

Bajo los cubos la sangre comienza a brotar, rojo escarlata, brillante y vívido. El encapuchado se yergue, con la capucha caída a causa del movimiento. Le veo la cara.

—¿Abuelo?

La cámara se mueve, enfoca a la víctima. Trago bilis caliente que escuece en la garganta y calienta el esófago. Carraspeo y doy un paso hacia atrás por la impresión. La víctima tiene mi cara. Mi abuelo me ha matado. Respiro con velocidad, parpadeo aún más rápido. Amaso el pelo, doy tirones leves de un mechón. ¿Qué es esto? ¿Qué estoy viendo?

Entre pestañeo y pestañeo la escena cambia con una interferencia.

Las imágenes de mi cuerpo sin vida tirado en un callejón, mi cara de terror absoluto postmortem, no se borran de mi retina.

Un salón de buen tamaño, decorado de forma minimalista y colores neutros está totalmente desierto. La puerta corredera se abre y entra Isaac hablando con alguien más, rezagado unos pasos. Espera a que su acompañante pase antes de cerrar la puerta. Soy yo quien se adentra en la sala de estar y se sienta en el cheslón beige.

Isaac toma asiento junto a mí, se nos ve alegres, cómplices, como antes de cagarla. Antes de ponerlo en peligro y tener que protegerlo.

—Tengo una sorpresa para ti —anuncia con una inigualable sonrisa que le llega de oreja a oreja.

—¿Qué he hecho para merecer una sorpresa? —pregunto sonrojado, plantándole un beso casto en los labios.

¿Por qué estoy viendo estas imágenes? ¿De dónde proceden?

La puerta corredera se abre desde el otro lado. Quien aparece me deja frío. Está muy diferente a como lo recordaba. Las últimas fotografías que vi de él a través de redes sociales mostraban que estaba bien, feliz, viviendo su vida sin tapujos ni tabúes. Al contrario que yo.

Una sonrisa tímida se perfila en mi cara al ver a Jose allí, tan cerca del segundo y ficticio yo.

Doy un paso hacia el frente, dejo caer el peso del cuerpo sobre la pierna derecha.

—Hola enano —sonríe—. Te he traído algo que sé que te encantará.

Levanta la mano. En ella muestra una esponja exfoliante color rojo fuego.

¿Una esponja?

La imagen se craquea en una interferencia.

Un espejo resquebrajado aparece, mostrando mi reflejo. Estoy desnudo y a punto de introducirme en una bañera antigua blanca, llena de agua caliente. El vapor que sale del agua indica que está demasiado caliente, pero no parece importarle al Ezequiel que aparece en pantalla. Mete los pies despacio, se sienta, haciendo desbordar agua por el filo de la bañera. La piel está roja por el exceso de temperatura. Su cara no muestra ni un atisbo de dolor.

—Has derramado demasiada agua Ezequiel, te vas a quedar helado —dice una voz grave apareciendo en escena.

Mi abuelo aparece y abre el grifo plateado de la bañera, con la válvula del agua caliente al máximo. El chorro incesante de agua hirviendo salpica mi piel, enrojeciéndola allí donde toca.

Levanto la cabeza sonriente cuando otra persona más se une: mi hermano Jose. En las manos lleva dos esponjas exfoliantes rojas. Da una a mi abuelo.

—Es hora del baño, hombrecito.

Ambos levantan sus esponjas, las meten en el agua y empiezan a frotar la piel con fuerza. Mi cara está impasible, el cuerpo tampoco reacciona. Veo como la piel se agrieta, hilos de dermis aparecen por cada centímetro del cuerpo. Ellos siguen frotando, hasta que consiguen eliminar cualquier rastro de piel, dejando músculo al descubierto.

—Mucho mejor así ¿verdad, enano? —dibuja una sonrisa extraña en su cara.

Aparto los ojos de la pantalla, ya no quiero ver más imágenes grotescas.

Presiono el botón de apagado. No ocurre nada. Lo presiono con más fuerza, obteniendo el mismo resultado. Aporreo un lateral de la televisión con la palma de las manos. La imagen sigue ahí, mi abuelo y hermano observando cómo me cuezo en la bañera sin piel, sin derramar una sola gota de sangre, ni lágrimas.

Examino la habitación en busca de algo duro, que resista el golpe que planeo darle al televisor. No hay nada que pueda servirme, aquí sólo hay libros, comida, la diana y el sofá.

—El sofá, la me... —murmuro para mí.

Me acerco al sofá y cojo la mesa baja que hay frente a él. Aparto de un manotazo la comida que deposité en ella hace un momento. Levanto la poco pesada mesita en dirección a mi objetivo.

Miro mis manos por una décima de segundo cuando oigo mi voz proyectándose desde el dichoso televisor.

—Hay un monstruo dentro de mi piel —vuelvo la vista hacia la pantalla—. Hay un monstruo dentro de mí y sé quién va a ganar.

Echo hacia atrás la mesa para coger impulso. Mi otro yo me mira a través del televisor, de frente, de pie, despellejado y desnudo dentro de la bañera. Está sólo, parece que me habla a mí. No parpadea.

La cámara se acerca a su cara, ofreciendo un primer plano de ella, un horrendo primer plano.

—Por ahí va mi cordura, pero ya no me importa —dice señalando hacia la bañera.

La cámara se mueve lentamente hacia la bañera, el agua está negra. Un remolino nace en el fondo la bañera, poco a poco se hace más grande. Poco a poco el agua va desapareciendo hasta no quedar absolutamente nada.

Cuando ya no queda agua, veo lo que señala mi dedo índice. El sumidero está abarrotado de piel, de mi piel. Unos afilados dientes metálicos aparecen sustituyendo los agujeros del sumidero que mastican mi piel hasta engullirla por completo.

Suelto la mesa con fuerza contra el televisor. La mesa se parte en cuatro, el televisor cae de su soporte al suelo y una lluvia de cristales cae sobre a mis zapatillas. Se acabaron las imágenes, se acabó el espantoso ruido del sumidero masticando mi piel.

Quedo quieto donde estoy con la respiración entrecortada. Intento asimilar lo que acabo de presenciar. ¿Cómo voy a asimilar algo tan horrible?

Muevo las manos despacio, palmo mi cuerpo, ropa, cara y cabello. Intento mantenerme real. Intento hacerme entender que lo que he visto es una ilusión, una paranoia.

No es real, es parte del sueño —cierro los ojos con fuerza.

Repito unas cuantas veces el mantra, con los ojos cerrados y los puños apretados. Abro los ojos, el televisor roto sigue bajo mis pies. La mesa partida en cuatro sigue en su lugar, igual de rota que hace unos segundos. El mantra no funciona, porque no estoy soñando, esto es muy real.

A mi espalda oigo unos pasos entrar a la habitación. Giro sobre los talones y con cara de pánico absoluto miro hacia la puerta. ¿Cómo voy a explicar este nuevo destrozo?

—Hombrecito, ¿está todo bien? ¿Qué ha pasado aquí? —Pregunta mi abuelo preocupado.

—¡Abuelo! —Elevo inconscientemente la voz— ¿Qué haces aquí? Vuelve a la habitación, alguien podría verte y...—Pienso en las consecuencias que caerían sobre nosotros— Y estaríamos en un buen lío.

—Lo haré, hombrecito. Con una condición —levanta el grueso dedo índice a la altura de mi cara.

— ¿Cuál? —respondo bajito, casi en un susurro.

—Vas a contarme qué ha pasado y no vas a volver a usar ese tonito conmigo —hace énfasis en la palabra "tonito"—. ¿Estamos?

—Estamos. —Asiento, bajando la mirada hacia el destrozado sándwich que pensaba comerme y ahora está bajo mis pies.

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