C A L V A R I O

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El nigromante abandonó el camposanto con el cuerpo de Elena en brazos; y si sus cuencas abisales hubieran podido secretar lágrimas o si su lengua y laringe inexistentes hubieran podido transmitir sus turbias y ominosas desgracias, sin duda, lo habrían hecho. Al entrar en el oscuro vestíbulo del castillo, vetustas y polvorientas armaduras advirtieron, y no por primera vez, adonde se dirigía su amo y señor.

Escaleras, antesalas, pasarelas y pasillos condujeron al nigromante a una alta cámara central. Rectó y tumbó el cuerpo sobre un altar de piedra. Las antorchas de la estancia se encendieron sin más y, como en otras tantas ocasiones, el nigromante se arremangó el hábito negro y con sus dedos esqueléticos y duchos trazó símbolos invisibles sobre el cuerpo inerte de la mujer. Al principio solo se oyeron murmullos y cánticos harto inhumanos que llegaron desde los recovecos del insólito e inexpugnable castillo; y cuando una neblina de ultratumba se meció por la alta cámara cupular, las llamas de las antorchas titilaron alteradas ante su presencia; y de pronto, las extremidades de Elena, hasta entonces rígidas y pétreas, comenzaron a retorcerse y contraerse de forma violenta y despiadada. El nigromante paró en seco sus embrujos, mas en ningún momento apartó la vista del cuerpo poseso y los jirones de neblina que se arremolinaban a su vera. Esperó y esperó, impaciente e inquieto, pero nada de lo que el ser esperaba que ocurriera ocurrió. Nada. Absolutamente nada. Entonces se estremeció y retrocedió, retrocedió hasta que una pared le detuvo el paso: se dejó caer de rodillas, agachó la vista, observó sus manos huesudas y arcaicas y las cerró con fuerza.

Momentos más tarde se oyeron ruidos y golpeteos, susurros y vibraciones, aunque el nigromante no alzó la vista hasta que unos dedos fríos tantearon su mandíbula y sus dientes dispares. Elena estaba inhiesta delante de él y su mirada parecía escudriñar la profundidad de sus eternas cavernas gemelas. Aquella visión bastó para que el nigromante la atrajera hacia sí y la rodeara con sus brazos por el cuello embadurnado. Ni las armaduras polvorientas ni las antorchas centelleantes habrían sabido con certeza cuánto tiempo pasaron unidos en aquel abrazo sin rescoldo el nigromante y Elena, y tampoco habrían sabido por qué esta en ningún momento le correspondió de la misma manera a su amo y señor.

Pasaron los días y sus noches, y el nigromante y Elena deambularon, el uno al lado del otro, por el patio trasero del castillo y por los pasillos de este, por los calabozos y por los bosques y lagos que lo rodeaban y protegían. Allende, las vetustas armaduras advirtieron, por primera vez, que su señor dejaba de salir por las noches y dejaba de equidistar de sus lóbregos dominios encerrado en la alta cámara central. Así pues, hubo días en los que se dignó a pulir sus tesoros y regar sus arriates, escombrar sus habitaciones y limpiar sus ropas e instrumentos de trabajo; pero al mismo tiempo, y con el pasar de los días, su amo y señor iba tornándose distante y meditativo a cada vuelta de sus largas caminatas matinales con Elena.

Una noche de plenilunio la mujer, sin ton ni son, se paseó solitaria por los adarves detrás de los parapetos del castillo. Las orquídeas y los castaños que ella misma otrora había plantado la observaron susurrantes desde lo bajo de los muros, y los búhos ululantes que ella misma había criado se mecieron por los alrededores y se alejaron entre revoloteos del lugar. El nigromante, quien había visto todo, la examinó con ojo experto cuando estuvo a su lado. Finalmente, la tomó por el brazo y la dirigió al interior de la fortaleza, sin recibir a cambio resistencia alguna. Dentro, en uno de los cientos y cientos de solitarios pasillos del castillo, el nigromante se detuvo al observar de pronto el ajado telón semitransparente que obstruía la visión de un enorme cuadro de marco dorado. Elena también se detuvo. El susodicho cuadro, traslúcido a la luz de la luna, exhibía la exquisita pintura al óleo de una mujer joven y hermosa que montaba a caballo, desnuda y armada, sobre un prado cubierto de hierba verde que era atravesado por un arroyo. El nigromante lo contempló durante un largo, largo rato; y luego se marcharon.

A la mañana del día siguiente, el nigromante mando llamar a Elena y juntos deambularon por la linde del bosque, en absoluto silencio.

Llegaron a la entrada del camposanto subyacente del castillo, se adentraron en él, y solo se detuvieron cuando hubieron llegado ante un enorme y hermoso mausoleo de mármol blanco. Allí el nigromante tomó por las manos a Elena y, mientras a su mente acudían sus memorias, la abrazó. Su añoso cráneo ennegrecido quedó oculto entre sus finos mechones blancos. El nigromante había comprendido por qué Elena no correspondía aquel abrazo al igual que hizo con todos los anteriores; y la respuesta era la misma que desde hacía mucho tiempo se revolvió por su cabeza, pero que siempre confundió o no quiso creer. Ni él mismo lo sabía.

Cuando hubieron pasado unos minutos, el nigromante rompió el abrazo e hizo un ademán invisible con sus dedos alrededor del cuerpo de la mujer, aunque en esta ocasión no hubo neblina ni susurros, solo un destello inocuo y un quejido en decadencia. El nigromante sujetó el cuerpo de Elena antes de que este impactara contra el suelo, lo cargó en brazos y se adentró con él en el mausoleo que llevaba escrito su nombre.

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