7. A colmillos afilados enfrenté

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La sanadora chilló. No fue un sonido alto y agudo, no con aquellos dientes hundiéndose más y más mientras los brazos masculinos se convertían en una prisión de carne en torno a ella. Fue más bien un sonido bajo, como si lo tragara, y que se extendió hasta extinguirse, impregnado de dolor hasta su último eco. No se atrevió a moverse, consciente de lo que iba a ocurrir una vez la liberara.

Kaelen se apartó tras lo que pareció una eternidad. La miró desde arriba, con la sangre cayendo por sus labios, el pelo grisáceo enredado alrededor de su rostro en una siniestra caricia del viento, y la mirada más fría que Nyrel hubiera visto en toda su vida.

—No sé lo que eres y al final del día no importa. Si intentas hacer cualquier cosa para dañarlos, recuerda: con esto puedo encontrarte donde sea.

—¿Qué me ha hecho? —preguntó con un hilo de voz.

Sus rodillas temblaron con más fuerza antes de ceder. Cayó sobre la nieve presionando una mano contra la herida, conduciendo su poder de forma automática mientras la sangre caliente brotaba entre sus dedos.

Sintió algo extenderse por su piel y se dio cuenta de que era la energía de Kaelen, filtrándose a través de la saliva que bañaba la carne, para mimetizarse con la suya. Y por más que luchó contra ello, fue incapaz de desenvolver el repentino enredo sin dañarse a sí misma.

—Te he marcado como mi presa. Siempre sabré donde estás mientras la lleves. Te aconsejo que pienses bien en lo que vas a hacer, bruja. Estamos de paso. Solo tienes que tolerarnos unos días, entonces nos iremos sin hacerte daño y muy agradecidos. Intenta delatarnos y me aseguraré de que saludes a la muerte antes de presentarle yo mis respetos.


...


Nyrel salió del bosque mucho tiempo después, avanzando con firmeza pero a trompicones, como si sus piernas no poseyeran la fuerza suficiente para superar la nieve. Resollaba a cada paso, pero apenas se dio cuenta de ello; solo tenía una cosa en mente: poner distancia entre ella y aquel lobo, resguardarse en su hogar. El cielo se oscurecía sobre su cabeza, con la mancha gris de la lluvia esbozándose en la lejanía.

Caminó erguida, con la espalda muy rígida. La herida ya había sido curada, el dolor en la mandíbula calmado, pero la furia que empezaba a tejer sus pensamientos estaba lejos de desaparecer. La sanadora apretó los puños en torno al asidero de su cesta con tanta fuerza que los nudillos castigados por el frío se le emblanquecieron, y la sangre que manchaba sus dedos destacó incluso más.

La había espiado, amenazado, acusado de ser una cazadora de almas y al final se había atrevido a morderla. Echó un vistazo hacia atrás solo para comprobar si estaba aún allí. Kaelen sonrió, con esos labios que aún brillaban con su sangre, y Nyrel se apresuró un poco más, espoleada por un terror que crecía como un monstruo hambriento; si se descuidaba, sus enormes zancadas lo dejarían a solo unos centímetros de ella.

Pudo ser peor, se dijo al notar que los temblores daban paso a las lágrimas. Solo la había mordido cuando podría haberla matado, y a ella le resultaba fácil curar una mordida, incluso una grave como aquella. Como era en su propio cuerpo no tenía porqué contenerse: la piel ya era lisa y pálida otra vez, salvo donde la sangre dejó su perversa estela. El dolor había sido un fogonazo: brutal, pero efímero. Lo que sentía en aquel momento se trataba más de un fantasma creado por el miedo. Y pocas enfermedades florecían en la sangre de un brujo. Lo único real que quedaba era la furia. Y era tan espesa que casi podía tocarla, saborearla.

La puerta de la cocina se abrió, interrumpiendo los pensamientos rojizos que chocaban en su mente. Un niño escuálido corrió hacia ellos, con el pelo rubio ondeando a la altura de la barbilla y una expresión similar a la del día anterior, con el adorable rostro enrojecido por el esfuerzo de no gritar o llorar mientras ella le arreglaba los huesos del brazo.

—¿Flerin? ¿Qué pa...? —Aunque Kaelen se adelantó para interceptarlo, el niño lo esquivó, veloz como un colibrí, y llegó hasta la muchacha.

—No deberías correr así —dijo ella casi por inercia—. Ese brazo...

—Debes venir. Lorin está muy mal —le interrumpió el niño, tropezándose con su propia lengua, pero Nyrel lo entendió de todas formas—. ¿Por qué lloras?

La sanadora no respondió: se olvidó de sí misma y echó a correr hacia la casa, deshaciéndose del canasto tan pronto como cruzó el umbral al tirarlo en un rincón. Subió las escaleras agarrándose la falda del vestido con una mano a la vez que usaba la otra para limpiar el rastro de lágrimas. Cuando llegó arriba, se encontró con muchos lobos cortándole el paso.

—¡Dejadme pasar! —exigió. La frustración empezaba a relucir en su voz.

Se apretujaron a los costados, hasta que ella pudo deslizarse entre los cuerpos grandes y entrar a la habitación. Se detuvo en la puerta con incredulidad. Lorin se deshacía en niebla.

O al menos daba esa sensación, dado que su piel estaba cubierta por un humo verde oscuro que iluminaba todo el cuarto, dándoles a los demás un aspecto enfermizo, como si la casa se hubiera hundido en las aguas sucias de una ciénaga. La pantalla verde y vaporosa se esparcía en remolinos cada vez que Lorin se debatía con violencia en la cama, desesperada por una bocanada de aire.

—¡Haz algo!

—¿Es que no vas a ayudarla?

—¡Muévete!

—Necesito que salgáis —pidió en respuesta a las voces que se alzaban nerviosas a su espalda. Su aliento creó vaho, y solo entonces se dio cuenta de que dentro hacía más frío que en el nevado exterior.

Los lobos no se movieron. Furiosa, Nyrel avanzó en dirección a la cama a la vez que buscaba en sus recuerdos. Cada libro, cada paciente que había tratado junto a su madre. Un esfuerzo inútil: nunca se había deparado con algo así y era consciente de ello.

—Pensé que quizá era algo natural en los cuerpos lobunos... —Miró a la vieja Uka, esperando que se lo aclarara. Como no lo hizo, Nyrel continuó—. ¿Cuánto hace que está así?

Las manos de la anciana, arrugadas y de huesos torcidos, se alzaban cerca del cuerpo de la loba más joven sin llegar a tocarla, sin siquiera rozar el humo; su cuerpo se movía sutilmente cada vez que uno de esos tentáculos neblinosos estaban a punto de frotarse contra ella. Cuando Uka la miró, los ojos marrones reflejaron aquel verde espantoso que parecía desnudar su alma, y Nyrel supo que su rostro tendría una mueca similar.

—Comenzó a gritar hace poco. Sus manos...

—Sí, ya lo veo.

Las manos de Lorin se deformaban. De la tersa piel femenina nacían hebras oscuras y animales; pasaban en cuestión de segundos a ser garras antes de volver a la normalidad. Las brechas en su frente se abrían y la punta de los cuernos se asomaban antes de volver a esconderse.

Nyrel se conectó a la energía del viento y alimentó las hebras entrelazadas hasta que se ensancharon y condensaron, para después desplegarlas sobre Lorin, como si la cubriera con una telaraña hecha del más fino e irrompible cristal; la estiró hasta que bajó por los costados de su cuerpo y se deslizó bajo él, cerrándose para crear un capullo de diamante. Cuando la tuvo inmovilizada, Nyrel miró a la anciana.

—Admito que no sé qué hacer. Es la primera vez que veo esto. ¿Es un...? ¿La han envenenado?

—No con nada que conozca.

Uka volvió a alzar ambas manos hacia Lorin como si quisiera tocarla. Lo hizo con las espesas cejas rubias frunciéndose sobre sus ojos, la carne flácida de sus mejillas hundiéndose y unos ojos tan oscuros como una noche sin luna. Nyrel podía leer entre las líneas rígidas de su expresión, era capaz de entenderlo. Aun así, no iba a rendirse. Nunca fue capaz de hacerlo y en aquella ocasión no era diferente, menos cuando no hacer nada equivalía a buscar su propia muerte. La mirada de Kaelen parecía perforarle el cráneo -no le hacía falta mirar para saber que se trataba de él-, y el lugar en el que la había mordido palpitaba como si tuviera un segundo corazón.

Nyrel abrió y cerró los puños con rapidez, intentando concentrarse, después extendió una mano hacia el humo, dispuesta a conectar con su energía para entenderla, pero cuando estuvo a punto de rozarle este se apartó de su camino, acumulándose a los lados.

La sanadora dio dos parpadeos lentos y, en lugar de retroceder, siguió avanzando, ahora sin trabas, hasta tocar a Lorin. Su piel estaba muy caliente, húmeda por el sudor y temblorosa. Posó la otra mano sobre ella y buscó el latido desenfrenado bajo su pecho mientras el familiar mapa se desplegaba en su mente al entrelazar sus energías. Cerró los ojos.

No eran las heridas. Se resistían a su energía curativa, pero su aspecto era mejor que dos días atrás. Sin embargo... Nyrel frunció el ceño. Una enfermedad del cuerpo no siempre afectaba a la energía, pero al revés sí. La niebla verde, fuera lo que fuera, alteraba la energía de Lorin. La aceleraba y, en consecuencia, los órganos sentían esa presión. Fluía por dónde no debía, debilitando el tejido, creando microlesiones que con el paso del tiempo se convertirían en un problema verdadero. La sanadora examinó el entramado de energía de su aura, hasta encontrar qué iba mal. Salvo en puntos específicos, las líneas debían ser rectas o curvas, sin nudos como los que vio allí.

No se movió enseguida. Aquel era un trabajo que necesitaba delicadeza, más que rapidez. El aura podía verse como un duro escudo, pero las líneas que lo conformaban eran increíblemente frágiles. Si tiraba sin cuidado, podía romperlas. Si usaba demasiada de su propia energía, la presión resultante tendría el efecto de un afilado cuchillo. Si la desafiaba, lucharía contra su toque. Si era muy brusca y sacaba una línea de su lugar, podría alterar la ruta dentro de su cuerpo y causar desde sarpullidos hasta la irremediable muerte.

Nyrel deformó su propia energía, creando pequeños hilos que controló como dedos. Con el ceño fruncido, empezó a extenderlos, ajustando poco a poco para que fueran del mismo grosor que los del aura de Lorin: los hilillos de verde aferrados a los nudos se desvanecieron al verla acercarse. Sintió el sudor acumulándose en la nuca. No estaba segura de qué era el humo verdoso, pero ya había tratado enfermedades que causaban el mismo problema. Devolver la energía a su estado natural era más difícil que tener que cortar, reparar o limpiar.

Para empezar, nunca lograría dejarlo como antes: para eso tendría que conocer su posición original con exactitud. Con cuidado, introdujo su energía entre las juntas del primer nódulo y empezó a deshacerlo.

Tiempo después, abrió los ojos tras lo que parecía haber sido una eternidad desenredando nodos. El cambio era notable. La sangre ya no parecía estar a punto de ebullición y Lorin respiraba mejor.

Solo tenía que hacer algo con la niebla. Empezó a perseguirla. Extendió su energía sobre la de Lorin sin dejar que se entrelazara. Al igual que antes, huyó de ella. Sin embargo, aunque fuera lejos, se negaba a desaparecer. ¿De dónde salía? Alzó una mano para alcanzar la nube verde que envolvía su exterior, agitándola como quien dispersa una columna de humo.

Se le ocurrió una idea que envió escalofríos por su columna vertebral. ¿Podría ser...?

Nyrel dejó de lado la energía de Lorin para concentrarse en la propia. Acumuló una mayor cantidad de sangre en la palma de la mano, subió la temperatura, y cuando su piel empezó a hormiguear, usó el calor como punto de cambio para transformarlo en fuego y crear una llama azul acorde al color de su aura. La niebla se alejó aún más de ella y Lorin gritó, abriendo los ojos. El azul casi refulgía contra el fondo negro.

Nyrel titubeó un segundo antes de avivar la llama y ampliarla, hasta que jirones de azul ardieron sobre la mujer lobo, como una nube flamígera. Por un momento, Lorin relució bajo la luz de una extraña aurora boreal que iba desde el verde de la loba y todos los tonos intermedios que llevaban hasta el azul hielo de Nyrel.

Los chillidos de Lorin se incrementaron. El dolor le hacía revolverse con tanta violencia que la capa de aire que la había mantenido quieta se resquebrajó hasta desaparecer. Nyrel cayó hacia atrás con un grito atascado en la garganta cuando la cara de la mujer se deformó frente a sus ojos.

Era una sombra. Un rostro bajo un rostro. La miró con sus ojos anaranjados, la perforó con una promesa de muerte. Y luego desapareció, como si se adentrara en la cavernosa prisión de la que había surgido. El humo también se disipó, hundiéndose bajo la piel con el mismo sigilo en que la nieve se deshace sobre la tierra.

Nyrel se quedó en el suelo, tal y como había caído, con la respiración convirtiéndose en jadeos tan fuertes como los de Lorin, antes de que esta quedara inconsciente. Las sombras del exterior reptaron lentamente, devorando cada espacio que resplandecía un momento antes en verde, e imponiendo el silencio. La tormenta ya estaba sobre ellos y las primeras gotas de lluvia empezaron a agujerear el cristal de la ventana.

—¿Lo habéis...? —Nyrel tragó saliva—. ¿Habéis visto eso?

—¿Ver el qué? —preguntó la vieja Uka.

—¡La sombra! ¡Alargada sobre su rostro como una mancha viva de hollín y ascuas!

Uka la miró entre parpadeos rápidos, antes de volverse hacia Kaelen que las observaba silencioso.

—Deberías descansar, niña. El exceso de magia es malo, ya lo sabes. Yo me encargaré de lo demás.


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Creo que este es uno de los capítulos más cortos de la historia, pero espero que os haya gustado igual. Como de costumbre, me encantaría ver esos votos y comentarios si os apetece dejar alguno. 

¡Nos vemos el próximo viernes!

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