9. A la montaña me dirigí

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Nyrel no se entretuvo demasiado tras hablar con Rheatt. Pese a lo poco que le gustaba la idea de abandonar su casa en manos de extraños, la necesidad se impuso a todo lo demás. Se le vio ajetreada durante varios minutos.

Lo primero que hizo fue llenar un vial con la sangre de Lorin, y después de ponerse encima una ropa más abrigada, cerró con llave la habitación de su madre. El llavero terminó dentro de su morral, junto al vial y un odre lleno de agua. Eso fue todo. El lugar adónde iba no estaba tan lejos. Cualquier peso de más sería solo un estorbo.

Para entonces el cielo nuboso era más espeso que antes. El aire parecía congelado en ese frágil momento de unión entre la noche y el día. Cuando llegara a su destino ya no habría luz en absoluto.

Contrario a la frialdad del exterior, el clima en la cocina seguía siendo cálido y animado mientras Flerin jugaba con otros. Por fortuna, la persona con la que quería hablar se limitaba a observarlos con una sonrisa torcida y agrietada.

—Tardaré varias horas en regresar. Mientras sepa lo que es, puede usar cualquier cosa que necesite del almacén —le dijo a Uka antes de embarcarse en una rápida explicación sobre cómo usar el oiro de llegar a ser necesario.

—No podré ayudarlos como una bruja.

—Ni yo ayudar a Lorin sin saber qué le ocurre —replicó.

Decidió que era una buena señal que no intentara impedirle salir, ni la cuestionara, pese a que esos ojos castaños le dedicaban la misma mirada nerviosa que el resto. O los habían oído hablar o Rheatt les hizo saber de su acuerdo de alguna otra manera. Fuera lo que fuera, deseaba salir de allí antes de que cambiaran de idea.

Tiró de la capa que llevaba doblada sobre el brazo, la sacudió en el aire y después se la puso sobre los hombros. Era la misma que usaba cada invierno desde que su madre se la regalara unos años atrás: de cuero fino y blanco en el exterior, con detalles tenues de plata en las esquinas, y un encantamiento que le permitiría guardar el calor incluso en el nevado reino de Lumme.

Se echó la capucha sobre el cráneo, se ajustó los guantes y alargó la mano para tomar la lámpara que había dejado sobre la mesa, pero no la encontró. Nyrel miró confusa a su alrededor, hasta darse cuenta de que la puerta de la cocina había sido abierta y las corrientes de aire frío creaban muescas en la burbuja de calor del lugar; alguien deambulaba fuera, con la figura ensombrecida por los árboles... y algo en las manos.

Se despidió con un murmullo antes de salir abrazándose a sí misma. El viento ululaba a su alrededor, arrastrando gotas de lluvia mientras la capa ondulaba en torno a sus piernas y los mechones de pelo le azotaban el rostro con crueldad.

—La necesitaré para no perderme —le dijo a Kaelen. Su voz tendía a ser dulce, más bien amable, pero en aquel momento cortaba con la aspereza de una piedra afilada.

Kaelen daba vueltas a la esfera de cristal en sus manos, frunciendo el ceño cada vez que los trozos de mineral en su interior se rozaban entre sí.

—¿Qué es esta cosa? —preguntó el lobo. Le pasó el objeto.

—Una lámpara de etherni; son más útiles que las de aceite y cansan menos que crear luz con magia. Las piedras solo necesitan un poco de incentivo para encenderse y su luz suele durar toda la vida —respondió con una voz carente de vida—. Un mercader de Lumme me la regaló cuando era una niña.

Le hizo tan feliz que su madre no tuvo corazón para obligarla a devolverlo. Una sonrisa quiso tirar de sus labios cuando el recuerdo pugnó por ocupar su mente y no hizo nada para alejarlo de allí. Desenroscó el tapón inferior en la bola acristalada y sopló dentro. Los minerales se encendieron ante el roce del aliento lleno de energía, destellando luces azules y plateadas que devoraron la oscuridad. Nyrel volvió a poner la tapa y después le dio la vuelta a la lámpara para envolver los dedos en torno al asidero de metal.

—He oído sobre ello —dijo Kaelen, con los ojos verdes puestos sobre la lámpara—. Son estrellas.

—No, solo son piedras, pero dicen que las islas de donde son extraídas se forman cuando cae una estrella en nuestro mundo... Aunque parece que a todas les gusta caer en Lumme. —Se lamió el labio inferior—. ¿Vais a impedir que salga o a morderme otra vez?

Se frotó el cuello contra el hombro. La marca no dolía, solo palpitaba, reaccionando a él como si hubiera adquirido un segundo corazón.

—Depende. ¿Vas a ir al pueblo?

Nyrel arrugó la nariz.

—Vinral es el pueblo más cercano a mi casa y para llegar allí antes del amanecer tendría que usar el carruaje, magia y energía, algo que vuestra manada no deja de consumir. Habréis notado que no me he acercado a él. Ha llovido y seguirá haciéndolo hasta bien entrada la noche, antes de que vuelva a nevar con fuerza en las horas previas al amanecer. —Era una bruja, si algo conocía bien era la naturaleza y la naturaleza susurraba para quien estuviera dispuesto a escuchar—. Cuanto más tarde en ir, más tardaré en regresar. Ya he hablado con Rheatt, está de acuerdo con esto.

Pese a la suavidad de la luz de los minerales, el rostro de Kaelen parecía compuesto de ángulos duros y feroces, las puntas de sus orejas estaban rectas y rígidas. Durante un momento, expuesta a la cruda mirada verde y negra, Nyrel pensó que no la dejaría ir. Al final, Kaelen suspiró y se hizo a un lado.

—Lo sé, me ha prohibido seguirte, amenazarte o intimidarte de la forma que sea, pero te juro por mi alma que te perseguiré hasta las mismas puertas del infierno si tratas de engañarnos, y entonces voy a despedazarte. Recuerda que no puedes huir de mí.

Nyrel se erizó, no notaba mentiras en sus palabras.

—Me temo, señor, que no se os da nada bien. —Su voz tembló sin que pudiera evitarlo y no podía estar más pálida.

Le dio la espalda y se dirigió con pasos torpes al establo solo para cerrar las puertas. Ninguno de los animales parecía haber ido muy lejos debido a la lluvia y, tal vez, a causa de los nuevos depredadores. Jamás los había entendido tanto.

Avanzó después hacia el bosque con la mirada penetrante de Kaelen siguiéndola hasta que se perdió entre los árboles.

Caminó rápida, pero con cautela, consciente de los ojos que la observaban desde las sombras mientras su rostro pálido surgía ante ellos como una aparición fantasmal. Estaba tranquila. No temía el bosque pese a no estar segura de cómo reaccionaría a la manada que acobijaba bajo su techo, y la noche no la asustaba, tenía su lámpara y su madre se había asegurado de señalar el camino.

Las flores de luz no eran más altas que un arbusto, pero su madre había hecho crecer algunas, alargando los tallos para que rodearan los troncos de los árboles, creando un camino luminoso y seguro desde el claro hasta el hogar de sus amigos. Todo lo que necesitaba hacer era seguir caminando, esquivar las pozas de agua y no resbalar con los restos de nieve que habían sobrevivido a la lluvia.

No se cruzó con ningún animal, ni siquiera con un fuego fatuo. Llegó hasta la arboleda que rodeaba el hogar de sus vecinos solo un par de horas después. La atravesó y se dejó guiar por el sonido del río hasta dar con su embravecida orilla. Siguió su curso durante unos instantes, al tiempo que una llovizna empezaba derramarse, hasta que el rio dobló hacia la derecha y ella se deparó con un muro de piedra. Allá arriba, sobre su cabeza, se alzaba una pequeña montaña. Nyrel se adentró en el hueco en su base, apenas oculto por una cortina de hiedra húmeda, y ascendió por las estrechas escaleras esculpidas en la roca.

Subir esos escalones eran siempre la parte más agotadora del viaje. Y ni siquiera las luces de su lámpara evitaban que aquellos estrechos pasillos resultaran asfixiantes.

El fulgor de una llama capturó su atención tiempo después. Nyrel dejó de mirarse los pies para alzar el rostro. Encontró un poco más de fuerza en su interior y empezó a moverse con mayor rapidez.

Era Aeni quien la esperaba en lo alto de las escaleras, con una mano envuelta en un fuego que deslumbraba casi tanto como la sonrisa de bienvenida en su rostro. Nyrel se dio un poco más de prisa y empezó a subir los peldaños toscos de dos en dos.

No se había dado cuenta de lo mucho que necesitaba ver una cara amiga hasta que Aeni deshizo la llama —y con ella se fue la luz de su lámpara— para darle un abrazo y después besarla con suavidad, una y otra vez.

—Has tenido unos días difíciles, ¿verdad? —Poseía una voz muy clara como un relámpago, que resonaba en el lugar, yendo y viniendo, creciendo en fuerza—. Vamos, estás helada.

—Sí, han sido difíciles —murmuró Nyrel, aún con los ojos cerrados por los besos—. Supongo que, como de costumbre, no os tengo que decir nada.

—El viento siempre susurra —respondió Aeni.

«Y las tormentas gritan en el cielo cuando os enfurecéis —pensó la sanadora, que se preguntaba si su enfado iba dirigido a ella. Aquellos lobos quizá nunca se habrían detenido en su bosque si ella no hubiera rescatado a Lorin—. Lo hecho, hecho está».

La muchacha dejó que la guiara más allá de aquel descansillo, a través del entramado laberíntico que se desplegaba en cierto punto dentro de la montaña. Derecha, izquierda, un giro. Ascender y descender; pasar por trechos pequeños, cruzar por pasillos tan anchos que sus pasos creaban ecos espectrales, luego subir otra vez. Después de un tiempo siempre dejaba de prestar atención. Se centraba en la mano que la apretaba con fuerza y confiaba en sus avisos para esquivar cualquier obstáculo en el camino.

Pequeñas gotas de sudor se habían instalado en su nuca y en las orillas de su frente para cuando llegaron a la cueva. Aena las esperaba junto a la entrada y, al igual que su hermana, abrazó a la sanadora. Ese abrazo fue más fuerte, más apretado. Nyrel pareció perderse bajo aquella mole de músculos, y cuando la soltó fue solo para posar los labios sobre los de ella.

—Necesito vuestra ayuda —les dijo enseguida entre jadeos por el ejercicio—. Por favor.

—¿Ayuda para ti o ayuda para los lobos? —preguntó Aena tras intercambiar una mirada con su hermana. La voz masculina era más baja. Si la de Aeni era como un relámpago, la de Aena sería un trueno largo que se adentra con lentitud bajo la piel.

—Para mí, que podría estar en peligro si no puedo ayudarlos.

—No dejes que te hagan daño. Confía en tu fuerza —murmuró Aeni—, o quédate aquí a salvo.

—Confío en mi fuerza; en lo que no confío es en la inferioridad numérica. Tengo poder, pero conozco mis límites.

—¿Cómo podrías, si nunca te has puesto a prueba?

—No la presiones —la regañó Aena—. Ven, Nyrelle. Cuéntanos todo lo que has hecho estos días. Desde el principio. Veamos cómo podemos ayudarte a ti y a esos lobos. Para su suerte, siempre hemos tenido debilidad por los suyos.

Cuando él se hizo a un lado, Nyrel se adentró en la estancia iluminada por las trémulas esferas de luz de los fuegos fatuos. De niña pensaba que era gigantesca, de mayor seguía pensándolo, dado que ocupaba todo lo ancho de una montaña que era bastante más alta de lo que parecía desde el exterior.

Cada espacio, sobre todo lo que ella consideraba el salón, tenía magníficas vistas. Desde fuera era un secreto, pero el corazón de la montaña estaba abierto en ambos extremos, como enormes ventanales excavados en la piedra. Y gracias a los relámpagos de la tormenta en ciernes y sus mágicos estallidos, podía disfrutar de ellas.

Al norte estaba la mayor parte del bosque de Eryd, azotado por la llovizna; podía visualizar sin problemas la serpentina forma del río Isnar discurriendo invisible en la noche y partiendo la tierra en dos. Vio a su casa a lo lejos, en el gran claro del bosque, y el camino de tierra que la bordeaba; era la única parada entre Vinral, que estaba en una orilla del bosque y Bolder, el pueblo que se encontraba al otro lado. Si cruzara el salón también podría verlo. La cara sur de la montaña estaba cubierta por los frondosos árboles de Eryd, que descendían por sus faldas y se estiraban aún decenas de kilómetros antes de desembocar en Bolder. Más allá de ese pueblo se extendía el Mar Verde, las llanuras que se alargaban hasta alcanzar el Drisen Austral, gobernado por la reina Elyra.

Una vez sus ojos hicieron el habitual recorrido, Nyrel dejó la capa y la lámpara sobre uno de los sillones rojizos y se acercó, aunque no demasiado, al fuego que crepitaba en el centro del lugar, dentro de una hendidura en el suelo. Era lo menos exótico del lugar. Si miraba alrededor podía encontrar cuadros, esculturas, objetos de varias partes del mundo, así como extraños artilugios de metal que expulsaban música y lucían diferentes a cualquier cosa que conociera al pertenecer a otros mundos.

Observó las llamas pensativa mientras el calor le devolvía la sensibilidad a sus dedos. No esperaba que accedieran con tanta facilidad.

Decidió no cuestionarlo. Los conocía desde que era una niña y no los entendía mejor por eso. Tampoco indagaba demasiado. Quizá lo intentó cuando era más joven, pero ya no tenía la excusa de una mente infantil para olvidar que eran las criaturas más oscuras de aquel lugar. Quizá las más viejas, tal vez hasta anteriores al bosque y, sin duda, las más poderosas.

Sin embargo nunca le habían hecho daño y su madre siempre les confió su seguridad. Para ella eran mucho más fiables que cualquier otra persona.

Un fénix negro salió de uno de los recovecos de aquel lugar, voló hacia ella y se posó sobre su hombro.

—Hola, Tahek —le dijo al pájaro, que llevaba el mismo nombre que un dios fénix.

Tahek soltó un cacareo suave y frotó la cabeza contra su mejilla, tapándole el rostro con una de las extremidades plumosas e iridiscentes. Sus dueños se dejaron caer en el sofá que quedaba frente a ella con movimientos coordinados, y tan silenciosos e inexpresivos que Nyrel se encontró observándolos por encima del ala.

Casi siempre iban vestidos con finos harapos negros, como si el frío no los afectara. El de Aena caía de sus caderas, exponiendo el torso. Los pechos de Aeni se desparramaban fuera de los trozos de tela que se abrían para mostrar la parte más íntima de ella. A Nyrel no le molestaba, siempre habían sido así y conocía bien sus cuerpos desnudos. Ambos tenían el pelo largo, de un rojo oscuro y salvaje que se ondulaba más allá de la cintura, moviéndose como si tuviera vida propia. La piel era pálida como la nieve y los ojos tan negros que había tardado años en ser capaz de sostenerles la mirada. No había blanco en ellos, no se distinguía ningún iris. La niña que había sido llegó a pensar que eran demonios.

Tal vez lo fueran; tenían las orejas redondas, nadie más tenía orejas redondas, ¿cómo no iban a ser demonios? Sin embargo, si resultaban serlo de verdad, eran unos que se preocupaban por ella, posiblemente la única familia que le quedaba. Además, también eran los seres más hermosos que había visto en toda su vida. Una belleza imposible, capaz de hechizar hasta el corazón más impenetrable.

Nyrel frunció el ceño y sus pensamientos se entretuvieron un poco más en su origen. Solo sabía unas pocas cosas con seguridad.

No eran hermanos, aunque ella los llamara así. Ni siquiera eran familia.

Eran una misma criatura. Un ser que fue dividido en dos partes mucho tiempo atrás. Aunque cada una se había llevado por completo ciertos rasgos, no era suficiente para que se convirtieran en personas independientes. Necesitaban estar cerca para pensar sin que un pensamiento se cortara a la mitad entre una palabra y otra, para sentir en plenitud y disfrutar de los placeres de la vida y, por lo que le habían dicho una vez entre sonrisas maliciosas, para morir.

Como no tenía ánimos para jugar a la adivinanza con ellos aquel día, Nyrel se tomó un momento para hablar. Bebió lo que le quedaba de agua en el odre y se limpió el sudor antes de acomodarse en un sofá con Tahek en el regazo. La paz se desplegó de inmediato en su pecho. Aquel cálido cuerpecito apretándose contra ella, el olor salvaje a tormenta y fuego que colgaba en el aire, y el ser que se preocupaba por ella. Aquel también era otro tipo de hogar

Empezó a hablar en voz baja, sin preocuparse por si el sonido de los truenos ahogaba su voz: ellos lo oían todo. Describió su viaje a Vinral, la forma en que había tratado al panadero herido y cómo había hallado a Lorin al volver, sin imaginar que acabaría con toda una manada en su hogar. Lo hizo, pese a intuir que ya sabían todo.

—Lorin es la que se encuentra peor, aunque hay varios que están mal —finalizó—. No entiendo qué es lo que le ocurre. He tratado sus heridas. Eran malas, pero estaban a mi alcance. Sigue poniéndose peor pese a ello, y no por las lesiones, sino por el humo verde que no le permite recuperarse. No sé qué hacer. No me dicen nada, pero si huyen de un cazador de almas quizá sea un maleficio. Y uno lo bastante malo como para que accedieran a dejarme ir.

No le contestaron enseguida, aunque casi podía oír los pensamientos que zumbaban entre ambos en privado.

—Si ya sabes que es un maleficio no deberías involucrarte —le dijo Aena.

Nyrel hizo una mueca.

—No me gusta ver morir a nadie si puedo evitarlo. Y si no puedo evitarlo quien morirá soy yo. —Se encogió de hombros—. No es mi hora.

—Entonces debiste matarlos. ¿O quieres que los matemos nosotros?

—¿Crees que no lo he pensado? Lo hice. También pensé en ir a Vinral, pero lo cierto es que no me han hecho daño.

—¿Y qué es eso que llevas en el cuello?

La sanadora se estremeció.

—Los demás no trataron de hacerme daño y el que me hizo esto... Piensa que soy una cazadora de almas desertora o bien que voy a denunciarlos. Hay heridos y niños, por todos los dioses. —Frunció el ceño—. ¿Qué clase de sanadora, de persona, seré si les echo la guardia o a vosotros encima? Decidí ayudar. Espero que me devuelvan el favor al no matarme.

—¿Y si no lo hacen?

—Si no lo hacen no tendré nada que lamentar, así que tampoco importa.

Por un momento el silencio reinó entre ellos. Las llamas se reflejaron en el rostro ravaari sin revelar nada salvo una firme determinación, más fuerte que el brillo temeroso en su mirada.

Aeni entrecerró los ojos y su rostro le pareció aterrador tras la cortina de las llamas que se interponían entre ellos. Aunque toda la brusquedad hubiera ido a parar en los rasgos angulosos y masculinos del rostro de Aena, los de ella, suaves en sus formas y de labios hechos para besar, estaban templados por el mismo acero.

—A tu madre no le gustaría eso.

—Lo sé.

—Entonces deja que nos encarguemos de ellos.

—Creo recordar que los lobos son de vuestro agrado.

—No tanto. No más que tú.

Conmovida, Nyrel dejó el pájaro a un lado y se levantó para ir hasta ellos, rodeando el fuego. Le hicieron un hueco y pronto se vio sentada entre ese calor acogedor. Posó la cabeza sobre el hombro de Aena y entrelazó los dedos con los de Aeni antes de llevárselos a los labios.

—Sé que me ayudaréis si os lo pido, pero se trata de que no quiero. Si empiezo a encontrar el hacer daño a otros justificable, ya puedo aceptar la oscuridad que mora en todos nosotros.

—Una amenaza a tu vida me parece suficiente justificación —señaló Aeni.

—Y lo es, pero les intereso más viva. Cuando vuelva a ellos me ganaré su confianza. Espero que así todo termine en paz y se marchen sin hacer daño. Si sabéis cómo eliminar el humo verde, decidmelo ahora.

Sin embargo, sintió a Aena desanudando los nudos de su corsé y una de las manos de Aeni colándose bajo su falda para empezar a tirar de las gruesas medias. Labios juguetones ascendieron por su cuello. Nyrel cerró los ojos, dejándose hacer. Tampoco tenía tanta prisa.

Horas después, tras una pequeña siesta cuando cayó agotada, Nyrel se removió en aquel revoltijo de pieles que cubría la cama. Aeni seguía allí con ella, uno de sus brazos le rodeaba la cintura y notaba sus pechos aplastados contra la espalda. Sentía la cadencia suave de su respiración contra la nuca. Nyrel deslizó una mano por ese brazo y se acurrucó contra ella, preguntándose si realmente dormía.

Los ojos azules indagaron en la penumbra, buscando. Vio a Tahek sobre su montón de almohadones en un rincón, dormido con las alas envolviendo su cuerpo... Siguió buscando hasta toparse con las cuencas oscuras de los ojos de Aena.

La luz tenue de una vela se reflejaba en aquella superficie negra, como un lago oscuro en el que destella la luz del sol, y marcaba aquel fuerte rostro con demasiada fuerza. Estaba sentado en un sillón con una copa de vino en una mano y el hermoso cuerpo al descubierto con el miembro erecto, aunque el resto de él pareciera endurecido por una tensión de diferente naturaleza.

Seguía preguntándose cómo podía dejar que la tocaran. El pulso salvaje era evidente, la corriente sombría bajo él también. Una parte de ella no podía evitar sentirse fascinada.

—¿Conseguiré una respuesta ahora? —preguntó en un murmullo.

El sonido mutó a un ronroneo, Aeni colocó una pierna entre las de ella y empezó a jugar con sus pechos sensibles.

Aena apretó los labios y un músculo en su mandíbula saltó, sobresaliendo. Cuando el tiempo pasó y perdió la esperanza de recibir una respuesta, la mujer empezó a removerse, lista para salir de aquella cama, vestirse y discutir.

—Sí, es un maleficio —espetó Aena de mala manera. Su voz ronca se agudizó—. Sí, hay una solución. Y sí, sigo pensando que debes pedirnos que los matemos.

—Como no os pediré tal cosa, al menos de momento, háblame de esa solución.

Aenna suspiró.

—Niña obstinada. Es peligroso. Lo es para ella y lo es aún más para ti. Está acostumbrada a la magia oscura, tú no. Además, es una ravaan. Enferma o no, tendrá más fuerza en una mano que tú en todo ese cuerpo endeble. —Nyrel se encogió al oírlo. Sin duda estaba enfadado—. Esa niebla verde es un seguro de su amo. Los cazadores de almas lo usan para evitar que otro se apodere de sus posesiones. Se la habrá puesto mientras huían. Tendrás que envolver la energía maldita con la tuya. ¿Entiendes lo que significa eso? ¿Sabes protegerte?

Nyrel se erizó. Empezó a incorporarse una vez más. Sus rasgos se distorsionaron en una mueca ansiosa.

—¿Podría enlazarse? ¿Llegaría hasta a mí? Hasta ahora me ha rehuido.

Aena dudó.

—No, no se entrelazaría contigo o entraría en ti, tu energía es... demasiado pura. Te rehuirá y cuando no tenga hacia dónde escapar, te atacará. De qué forma no puedo saberlo, depende de lo fuerte que sea, pero en casi todas las situaciones que imagino terminas muerta como cometas un solo error

Nyrel no respondió. Se volvió a acostar y miró al techo cavernoso plagado con las mismas joyas que cubrían todas las paredes, y cubierto por una sustancia aceitosa y dorada que se arremolinaba entre las estalactitas y estalagmitas, dibujándose sobre su cuerpo desnudo con el mismo perezoso vaivén de un mar de oro. Fue el único toque de color en sus ojos, cuyo azul hielo pareció deslucirse en gris por la incertidumbre.

No quería arriesgarse a entrar en contacto con magia oscura. Tampoco era capaz de no hacer nada cuando ahora sabía que era posible.

—No hay nada malo en elegirse uno mismo, ya deberías saberlo. —Aeni arrastró las manos por su cuerpo con movimientos distraídos, aún sin abrir los ojos—. Los que no aprenden a hacerlo están destinados a sufrir.

Nyrel la miró irritada, ladeando el rostro sobre la almohada.

—¿Qué quieres que haga? Están en mi casa.

—Pues no vuelvas. —Un parpadeo perezoso en negro—. Aunque vengan aquí no podrán entrar, ni siquiera necesitamos matarlos. —Aeni se movió y Nyrel siseó al sentir un mordisco sobre un pezón, después la caricia suave de una lengua que se enrollaba—. Quédate con nosotros y deja que te amemos. Olvida a los demás, no los necesitas.

No era la primera vez que le ofrecían algo así, recordó Nyrel. Su espalda se arqueó suavemente al sentir un toque más abajo, entre los pliegues hinchados y adoloridos de su intimidad. Si se quedaba nunca le faltaría nada. No necesitaría trabajar para comer. Aparecerían con ropa bonita que no sabía de dónde provenía, y la harían sentir amada. También podrían ponerle un nuevo nombre. Quizá un lazo.

—Me gusta mi casa. Me gustan mis otros amigos. Me gusta cuidar de la gente —respondió. Sus ojos, que empezaban a enturbiarse otra vez por el placer, se clavaron en Aena—. ¿Hablábamos de la solución...?

La manta que se enrollaba entre sus pies desapareció. Sus piernas fueron abiertas. Los dedos fueron sustituidos por una boca húmeda llena de malicia. El sinuoso olor del placer que persistía en el aire se intensificó en aquel momento.

—Un cuchillo de plata pura, la magia de los lobos reacciona y se aparta, así no estorbará —respondió Aena con una voz enronquecida y baja.

Dejó la copa en el suelo y regresó a la cama con paso lento, sabiéndose hermoso. Era capaz de convertir algo tan cotidiano como caminar en un despliegue de sensualidad. Aenna hincó una rodilla en el colchón, que se hundió con su peso y se inclinó sobre ella, alargando una mano hacia su piel.

—Un cuchillo en cada extremidad para que no pueda huir. Tendrás que envolverlo con tu energía y aguantarlo ahí, evitando que se roce con la tuya mientras te aseguras de que los cortes no la matan y soportas los ataques. Después hundes el cuchillo una última vez. —La mano masculina serpenteó hacia su tórax, se distrajo con las aureolas rosadas y después llegó al valle entre sus pechos. Presionó los dedos y ella tomó una bocanada de aire con brusquedad, sin poder evitar arquearse—. Solo una más en el corazón. El humor debería subir por el metal. Extraes el maleficio, con suerte sale por completo y no entra dentro de ti. La curas. Todos felices.

Nyrel entrecerró los ojos.

—¿Y cómo protejo mi...? —La frase se perdió cuando la lengua insidiosa de Aeni empujó el placer por todo su cuerpo y desató explosiones tras sus párpados cerrados.

Apenas notó a Aena acomodándose antes de arrastrarla a su regazo, elevarla por la cintura y hundirse en ella, haciendo que se estremeciera otra vez.

—¿Cómo... —se esforzó Nyrel en hablar, aunque la voz se le anudara en la garganta mientras se deslizaba hacia abajo en la larga longitud. Cayó contra él con una expresión lánguida de placer—, me protejo?

—De la misma forma en que la protegerás a ella. —Lo sintió empujar la nariz contra su cuello—. Siempre eres tan cálida... Vamos, muévete.

Nyrel obedeció al ligero tirón en su pelo y despegó la espalda de su torso para mecerse, apoyando las manos en sus rodillas.

—¿Por qué no quieres quedarte con nosotros? —preguntó Aeni, deteniendo su avance durante unos instantes para mirarla. Se inclinó y mordió sus labios con saña—. Fuimos felices aquí una vez. Solo tendrías que relajarte.

Envuelta en el calor y el dolor, en la suavidad del toque femenino y en la dureza de Aena dentro de ella, a Nyrel le resultaba fácil recordar el tiempo en que vivió junto a ellos porque fuera no le quedaba nada.

Eran momentos borrosos en los que había pasado demasiado tiempo en aquella cama, olvidándose del mundo y perdiendo los últimos vestigios de su inocencia mientras ellos la arrastraban a una vorágine de placeres prohibidos que estuvo a punto de consumirla; tuvo que luchar entonces para encontrar la fuerza para regresar a su vida. Miró a los ojos oscuros de Aeni. De los dos, quizá ella fuera la más inclinada a la idea de encerrar a Nyrel para su propio disfrute.

—No soy capaz de vivir así todo el tiempo. Quizá más tarde, cuando se vayan, os deje manipularme otra vez. —Suspiró al sentir el mordisco de Aena en el mismo lugar en que la había marcado Kaelen—. Me callaré si me decís cómo protegerme.

—Néctar de seta-alma de un sabio del bosque. Así no consumirá vuestra energía y estará distraído. Atacará primero el néctar, por lo que tendrás que concentrarlos en torno a los cuchillos. Consigue el suficiente para una dosis y estaréis bien —respondió Aeni.

Nyrel asintió y calló entonces. Si quería más respuestas antes debía dejar que se saciaran.



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Hey! Espero que os haya gustado el capítulo, y que a algunos no os haya tomado por sorpresa la escena más subida de tono, la novela está clasificada como adulta. 

¡Nos vemos!

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