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Por cabeza


Pablo:

Tienes una simetría interesante.

A Pablo le gustaba buscarme entre los pasillos con poca luz. Era en esos minutos cuando el cielo deja de tener soles y las luces aún no se han prendido. Pablo me buscaba cuando ya era tarde y yo tenía que regresar. Se quedaba quieto un momento y abría los labios como si quisiera decirme algo. Había algo en su rostro, algo curioso, que no me permitía quitarle los ojos de encima. Pablo era como una obra rota de un museo, una obra rota con pintura fuera del marco. Cautivaba de la manera más enfermiza posible. 

Debí de haber pensado con escepticismo sobre él desde el principio. Las miradas en mi memoria ahora son tan sencillas de descifrar. Los gestos, el lugar a donde viajaban sus pensamientos, el tono de las palabras... La maldad que se desbocaba de entre sus pestañas era tan palpable, pero siempre estuve a oscuras. 

Siempre a oscuras. 

—Vil. 

Pablo y yo nos conocimos en el centro de idiomas. Él trabajaba ahí de colaborador con los maestros extranjeros y yo iba a recibir un par de clases a las semanas por parte de la universidad. Coincidíamos por las tardes en la antigua casona, aquella que estaba frente al estadio, cuyos cuartos servían como aulas que albergaban a unos cuantos estudiantes.  

Recuerdo la primera vez que lo vi, estaba contento escribiendo en el ordenador. Había que atravesar tres puertas para llegar a la recepción. La reja de entrada, la puerta principal y luego la puerta rota pegada a la recepción; aquella solo servía para dejar decenas de panfletos pegados encima uno de otro. 

Había llegado temprano y el eco de mis pisadas alcanzaba el cielo, pese a que el lugar era estrecho y todo era muy pequeño. Las sillas, las escaleras, los cuartos y las lámparas. Dabas un paso y entrabas a un nuevo cuarto. Un paso, y una vez frente a él, dudé. 

Recuerdo sus primeras palabras. 

No muerden.

Estaba asustada y él lo notó con tanta facilidad que me apené de inmediato. Se sentó encima del escritorio con un folder arrugado y manchado de tinta. Buscó mi nombre entre la lista y cuando me encontró lo deletreó con suavidad, como si pudiera equivocarse al deletrearlo, así de ligero, así de frágil.

—Vil. 

Lo vi atrapado en la rutina de recibir a decenas de personas que intentaban aprender nuevas lenguas. Cobijado entre papeleo, teléfonos, un ordenador que nunca encendía correctamente, repeticiones constantes de diferentes idiomas con los que no había crecido y no entendía. Pegado siempre a una cámara fotográfica. 

Sin dejar de sonreír. 

Era tan amable. Paseaba de un salón a otro, ayudaba a cada profesor, a cada alumno, a cada extraño. Entre copias y panfletos creaba ecos sobre la madera antigua y daba vida a la casa muerta. Pablo podía recordar los nombres de cada persona que se hubiera presentado ante él, incluso sin haber cruzado más allá de un «buenas tardes»

—Cazando.

Hide era quien solía decirme que Pablo se detenía demasiado entre los pasillos en un lugar especial, ahí en las esquinas donde la luz no alcanzaba a iluminar. Se dedicaba a observar detenidamente. Como si buscara algo. 

—Un cordero.  

Buscaba entre los rostros. Y algo encontró en el mío. 

No muerden.

No lo vi. No pude verlo. ¿Cómo? ¿Cómo iba a saberlo? 

M:

¿A qué te refieres?

Pablo:

Por tus brazos. Tienes preciosos lunares en ellos.

Tu rostro y las líneas de este.

Es raro. Es agradable observarte.

Eres hermosa, Mar.

Y quiero que lo sepas.

Tienes que saberlo.


De un día a otro empezó a acompañarme a casa cuando el atardecer se adelantaba. La noche comía nuestros pechos cuando él comenzaba a hablar de composición e imagen, estética y naturaleza; yo estaba complacida de poder escuchar su voz. ¿Cómo negarme? Si caminábamos por detrás del campo y él me arrullaba despacio, me señalaba las ventanas de las casas: Las cortinas, los adornos, las luces encendidas. Me contaba una historia diferente para cada persona detrás del concreto. 

Me encantó. 

No muerdo.

Le apasionaba crear. Buscaba las formas de las sombras de las personas, al menos eso era lo que él solía decirme. Anhelaba comer de las cosas que podía fotografiar, pero recién empezaba. Nadie lo conocía. Era un muchacho con el hambre a tope de tener un nombre, como todos.  

Pablo era una de esas sombras de las que veíamos a través de las cortinas. Una sombra tenue. Débil. Difusa. 

Y la sombra difusa me pudrió de poco a poco. 

No muerdo.

—Mordió.

Me enamoré de su sueño.

—«Algún día serás mi musa.»

Adoré sus ojos. Los quise, y los quise demasiado. Los quise hasta que arrancarlos ya no sonaba como un pecado. 


Pablo:

Tengo un concurso de fotografía.

M:

¿Dónde?

Pablo:

En el centro artístico de aquí.

Es la primera vez que voy a participar.

Estoy muy nervioso.

M:

¿Por? Eres grandioso, Pablo, te irá bien.  

¿Ya tienes las fotos que presentarás? ¿Puedo verlas?

Pablo:

Gracias, Mar. De verdad. 

Aún no, pero tengo una idea.


No lo imaginé. ¿Cómo? ¿Cómo iba a hacerlo? 

—Encontró a su cordero. 

Pronto Pablo dejó de lado el tema del concurso. Se volvió frío. Entonces la noche solo comía de mí, incluso con él a mi lado. Los pasos del artista habían dejado de alimentar el ruido de la casona del centro de idiomas. Estaba absorto entre las sombras. Las figuras de las ventanas ya no iluminaban sus ojos como antes. Pensé que yo había tenido la culpa. 

Y no entendía por qué sus labios se curveaban de manera chistosa cuando preguntaba por las fotografías. 

—Su rostro se enrojecía. Como un niño después de hacer una travesura. 

Todas las fotografías que me había enseñado siempre fueron de reflejos. Sonrisas, saliva, pesadillas. Luces, sombras. Emotivos blancos y negros. Había tantas escenas emocionantes detrás de aquellos vidrios de los que él siempre hablaba.  

¿Debí de haber leído mejor sus ojos? La indiferencia creció de inmediato de un día a otro, no había notado lo mucho que habían sido mordidos mis brazos hasta que dejó de mirarme con tantas ansias.  

—Debimos de haber puesto cortinas.

Llegó el concurso y Pablo no contestó mis llamadas. Yo ya había acabado el curso de idiomas. Y a él no lo visitaba más porque supuse que mi presencia le fastidió de alguna manera. Figuré que había hecho algo mal yo, era evidente. Tal vez lo había mencionado algún día, tal vez había sido una escena de las ventanas, tal vez yo lo había ignorado.

Dolía, pero fui a la exposición. 

Caminé hasta el lugar porque tenía ganas de arrepentirme en algún paso. Pero miraba a las ventanas, miraba a las puertas cerradas. Me imaginaba conversaciones detrás de ellas. Estaban todas podridas. Las piernas me dolían, el calor del concreto me sofocaba y las manos las tenía tan frías.  

No morderé.

—Necesitábamos los ojos. 

Llegué a CREAR, el lugar de la exposición. Era una vecindad antigua de dos pisos con muchos arcos, ahora utilizada como centro cultural. Ahí cada cuarto era un mundo diferente, la entrada de cada uno de ellos estaba decorada por luces tenues y panfletos acomodados simétricamente. Había un río de personas yendo de foto a foto, de cuarto a cuarto. Yo solo lo buscaba a él, con ventanas rotas y lunares perdidos. 

No tardé en encontrarlo. Pablo parecía haber vuelto. Sonreía. Hablaba animadamente junto a un par de señores trajeados. Todos parecían él, vestían igual. Dolía. 

Eras hermoso, Pablo. 

Habría sonreído de ver su rostro contento. Habría vuelto a casa con el corazón contento y las piernas derretidas. Habría contado a mi madre del buen artista. Habría hecho tantas cosas. 

Pero me acerqué a sus ojos. 

Vi las fotografías antes de acudir a él. Retratado con tanta suavidad el desnudo de una mujer que secaba su cuerpo con una toalla. 

Me acerqué a mí.

Todos los lunares que tenía en los brazos y costados estaban ahí. Las manchas y las cicatrices habían desaparecido. Había una fotografía especial, exclusiva. El triángulo de verano que aparecía debajo en el seno izquierdo. La constelación favorita de Pablo. 

Un par de extraños señalaban y hablaban en tono bajo frente a esa constelación. Movían sus dedos, contorneaban, sacaban muecas y asentían.  

Mi cara estaba oculta bajo un cuadro blanco. Nadie sabría que era yo. Pero en ese momento sentí que las gotas de la regadera viajaban por mi cuerpo. El cuarto simétrico se inundaba por el agua que desprendían las fotografías y mis zapatos empezaron a sentirse empapados. Me quemaban los pies del frío. Me abracé a mí misma. Y antes de ahogarme me amarré el cabello que estaba suelto igual que en las fotografías.

—Nuestro cuerpo era de todos.

No.

Fui hacia Pablo. No me sonrío mientras me vio, no como antes, no interrumpió nada como al principio. Solo dirigía unos segundos de mirada y volvía a hablar con los demás. Ya no había un tono suave para mí, estaba enfadado. Me pidió un momento con el índice. Dejé que el agua subiera hasta mis tobillos.

—Les encanta mencionó cuando se acercó a mí.

Ya estaba fuera del cuarto, lejos del río de personas que seguían las unas a las otras, lejos de mí. El agua estaba empezando a salir del cuarto y tenía un tinte carmín que buscaba las grietas del concreto para esconderse.  

Iba a hablar, pero en cuanto él notó lo tristes que estaban mis ojos puso un dedo sobre sus labios, callando mis lágrimas. 

—¿Qué es esto? 

—Arte. 

Después de su respuesta no volví a ver sus ojos. 

Morderé.

Compré cortinas y las coloqué esa misma noche. Le dije a mamá que las había encontrado en el camino y que lucían lindas, pero eran de una tela gruesa y fría. Grises. Horribles. 

Tallé mi cuerpo hasta que la fibra caló sobre la piel. No pude vestirme con otra cosa que no fueran mangas largas. No quise. Quieta. Muda. Mamá no dijo nada, dejó sus ojos sobre la mesa. 

—Tres blusas debajo de un suéter si el calor lo permitía. 

Luego corté mi cabello, cubriendo solo mis oídos. Dejé que los mechones fueran caóticos. No tenía rabia. No tenía tristeza. Dolía. 

—Luego las fotografías se expusieron en línea.

Luego escuché su nombre en la universidad.

—En cada rincón.

XXXXX me amenazó con ellas, juró haberme reconocido en la exposición. Me vio hablarle a Pablo, me vio llorar después de que el artista me dejó frente a las fotografías sola. Me vio correr de mí misma. 

—«Todos lo sabrán, Mari. ¿Por qué no guardamos el secreto los dos? »

Podría responderle tantas cosas a esos ojos endemoniados de Kai. Pero solo basta con que la cabeza de cerdo hable, porque lo resume con total diversión.

—¡Eso es arte! 

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