Capítulo 31: Isabel

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El viento cálido del anochecer despertaba los murmullos de las copas de los árboles y acariciaba la piel pálida de Isabel. La joven se movía despacio en la mecedora de la entrada y procuraba mantener un ritmo acompasado porque aquello calmaba al pequeño Manuel.

Isabel comenzó a tararear y luego a cantar una antigua nana con la que Clara, la madre de Leónidas, solía calmar a sus primos. A pesar de que hubiera transcurrido toda una vida desde aquellos tiempos, la letra acudió a su mente con completa claridad. Le parecía que Clara había vuelto y le susurraba las palabras en su oído.

—Descansa, niño, descansa.
Es la hora de dormir.
Mi niño, sol y esperanza,
yo estoy aquí para ti.

La luna alumbra tus sueños
y te mece con su luz.
Te arrulla, te da consuelo,
en el cielo color azul.

Estrellas, cuéntenle el cuento
que un día yo les conté.
El de guerreros y abismos,
princesas y su querer.

La historia te irá rodeando,
el héroe tú vas a ser.
Adéntrate en ese mundo.
Descansa, lo vas a ver.

Sueña, mi niño valiente.
Sueña con quien vas a ser.
Pelea contra dragones
y rescata a una mujer.

Isabel se detuvo avergonzada al notar que su esposo estaba observándola de pie en el umbral de la puerta de entrada.

—Cantas muy hermoso. No te detengas —pidió Roberto y se acercó a ella procurando no despertar al pequeño.

—Ya está dormido —se excusó ella.

—Pronto tendré que viajar a la ciudad y pensaba llevarme a Esteban conmigo —comunicó él en voz baja.

—¿A quién dejarás a cargo de la estancia? —preguntó ella meciendo al pequeño.

—Esperaba que tú te hicieras cargo, pero si no quieres podría decirle a alguno de tus primos —agregó Roberto.

—No, yo lo haré. Cuando mi padre se ausentaba yo me hacía cargo de controlar sus plantaciones —reconoció ella.

—Entonces estoy seguro de que lo harás bien. Quizás cuando regrese puedas seguir ayudándome con los campos, algunas veces me siento abrumado con tanto trabajo —añadió.

—Me encantaría poder ayudar —dijo Isabel con sinceridad.

—¡Muchísimas gracias, querida! Eres como un ángel que me envió Dios para que me cuide. No entres muy tarde, pronto comenzará a hacer frío —exclamó el hombre y besó la frente de su esposa.

Isabel lo observó hasta que se perdió de vista en el interior de la vivienda. Quizás para otra persona aquella oferta no hubiera significado nada, pero ella no cabía en sí misma de tanta felicidad. Poco tiempo atrás había creído que contraer nupcias era equiparable a poner un punto final a sus sueños, pero comenzaba a pensar que había estado equivocada. Tal vez sin saberlo, su esposo la había hecho la mujer más feliz del mundo.

Aquella noche durante la cena, Roberto le comunicó a su hermano que pronto ambos partirían a la ciudad y que Isabel se quedaría a cargo de la estancia. Esteban aceptó encantado puesto que tendría la oportunidad de reencontrarse con sus amigos de toda la vida. Isabel intentó disimular su felicidad concentrándose en la comida, pero le resultaba casi imposible ocultar la sonrisa que luchaba por aflorar en su rostro. No quería que Roberto y su cuñado pensaran que quedarse a cargo lo significaba todo para ella. La joven creía que por algún motivo los hombres siempre tendían a aplastar los sueños de las mujeres. Era mejor que su esposo pensara que ella solo estaba haciéndole un favor.

Cuando las velas de la vivienda se apagaron, Roberto se acercó a ella en su lecho buscando su cariño. Era la primera vez desde la concepción de Manuelito que la buscaba de esa forma y ella no tenía intención de rechazarlo. Una parte suya comenzaba a anhelar sus caricias y sus besos. El mero contacto con su piel la hacía sentirse querida, como si realmente ella fuera importante para él.

—Te amo. No podría vivir sin ti —susurró él en su oído.

Isabel comenzaba a pensar que quizás él era sincero y no opuso resistencia cuando se deshizo de su ropa.

—Bésame —pidió Roberto y ella se acercó a sus labios casi tímidamente.

Él profundizó el beso y la rodeó en un abrazo haciendo que se sintiera segura. Permitió que fuera Isabel quien guiara aquel mágico encuentro y se dejó llevar por sus tiempos y sus ritmos.

Un primer rayo del sol ahuyentó las sombras de la habitación y los sorprendió durmiendo abrazados. Cuando Isabel despertó se dio cuenta de que tenía la cabeza apoyada sobre el pecho de Roberto y no pudo evitar sonrojarse al recordar el apasionado encuentro de la noche anterior. Se incorporó y observó a su esposo que la miraba con los ojos entrecerrados.

—Buenos días, querida —dijo y bostezando se desperezó.

Estaba despeinado y sin afeitar, pero aun así conservaba su elegancia.

—¿Cómo dormiste? —preguntó cubriéndose los pechos con las sábanas.

—Nunca en toda mi vida había dormido tan bien —reconoció él y ella le regaló una sonrisa tímida.

Él se sentó en la cama y besó su hombro con ternura. Hasta ese momento Isabel había pensado que el amor solo existía en los libros que su hermana menor solía leer, pero Roberto resultó ser mucho mejor de lo que ella había imaginado. Podía sentir como, poco a poco, aquel hombre se iba adueñando de su corazón. Quizás las mujeres mayores tenían razón y el amor fuera algo que se construía con el tiempo.

Aquel día Roberto la presentó ante los trabajadores de los cultivos no solo como su esposa sino como la nueva capataz del campo. Isabel esperaba que su condición de mujer no fuera un problema para que los campesinos obedecieran sus órdenes y la respetaran. Estaba dispuesta a dar lo mejor de sí para convertir a Águila Calva, su estancia, en un lugar tan próspero como La Rosa. Se preguntó cómo reaccionaría su tío Óscar cuando se enterara de sus nuevas responsabilidades como la señora del lugar.



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