Capítulo 33: Amanda

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La primera clase de alfabetización que dictó Amanda fue un éxito. La convocatoria alcanzó a unas cuarenta personas de distintas edades que se acercaron a la iglesia. Era un grupo muy heterogéneo que abarcaba tanto a niños como a adultos mayores, casi todos trabajadores del campo y personas humildes.

—Creo que fue increíble lo que lograste en tan solo un día —dijo el padre Facundo, una vez que los estudiantes abandonaron el lugar.

—¿De verdad lo cree? —preguntó Amanda, sintiendo que una profunda emoción embargaba su alma.

—¡Claro que sí! Fue una excelente idea comenzar escribiendo sus nombres y aquellas palabras que ven todos los días en el campo. Estoy seguro que solo es cuestión de tiempo para que todos puedan aprender a leer y a escribir —agregó el cura, con orgullo.

—Gracias —dijo Amanda, sintiendo como el calor se expandía por todo su rostro.

—No, gracias a ti por ayudar a estas personas y a mí con todo esto. Soy consciente de que si tu familia se enterara tendrías muchos problemas. ¿Crees que es conveniente que dictes otra clase la próxima semana? Si te parece que es muy arriesgado, estoy seguro de que podría encontrar a alguien más... —añadió el padre, sin atreverse a hacer contacto visual con la muchacha.

—Quiero continuar. Es poco probable que mi familia se entere y si así fuera, tienen que comprender que no es nada malo lo que estoy haciendo —dijo ella.

Amanda sentía que era útil, como si finalmente hubiera encontrado su misión en la vida. Había experimentado esa sensación antes, cuando ayudaba al doctor Medina, pero ahora sentía que estaba más cerca del párroco que nunca. Prefería dejar las cuestiones de salud en manos del médico y de Julia Duarte para colaborar en que los sueños del cura se hicieran realidad.

—Bueno, fue una excelente primera clase. Creo que nos veremos en otra ocasión —agregó el padre Facundo dando por terminada la conversación.

—Espere, padre. ¿Cree que pueda confesarme? —pidió ella, con timidez.

Había estado pensando en ello durante semanas y finalmente había decidido intentar que el cura supiera de sus sentimientos por él. Aunque algo en su corazón parecía confirmarle que el padre se sentía de la misma manera, necesitaba confirmar que era verdad.

—Claro. Ven por aquí —dijo y la guió hacia el confesionario.

Amanda se arrodilló en el pequeño habitáculo de madera. Podía distinguir la silueta del padre Facundo del otro lado de la celosía. Era un lugar íntimo y tranquilo, pero el mero hecho de estar por hacer la confesión más importante de su vida la hacía sentir nerviosa. Su corazón latía acelerado y sus manos estaban húmedas y temblorosas.

—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo... Perdóneme, padre porque he pecado —comenzó a recitar con una voz que no sintió como propia.

—Adelante, hija. Puedes hablar con libertad, que el Señor esté en tu corazón para que examines tu conciencia y te puedas arrepentir confesando humildemente todos tus pecados —la alentó.

Comenzaba a pensar que haberle pedido al cura que la confesara no había sido una buena idea. ¿Qué pasaría si no sentía lo mismo? ¿Qué sucedería si le decía la verdad y él la rechazaba y ya no la dejaba regresar? Sintió que el miedo la paralizaba y sus palabras parecían resistirse a salir de su boca.

—Han pasado meses desde mi última confesión —dijo con un hilo de voz.

—Todo estará bien. Todo lo que digas quedará entre nosotros y Dios —dijo el cura para darle confianza.

Dios no aprobaría su amor, de eso Amanda estaba segura.

—Le he mentido a mi madre... —dijo y bajó la mirada.

Aquello era cierto, pero no era esa la verdad que la había llevado hasta allí. El padre ya sabía que le mentía a su familia. Sus dibujos no eran lo único por lo que iba a la iglesia cada día.

—Estoy seguro que Dios escucha tus plegarias y que llegado el momento le dará claridad a tu familia para que puedan entender tus motivos. ¿Quieres agregar algo más? —preguntó el padre.

Las palabras del hombre transmitían una paz difícil de explicar. Aun así, aquello no bastaba para que Amanda pudiera ser sincera.

—Hay algo más, pero no creo que deba decirlo en voz alta —dijo ella, cuando el silencio se hizo insostenible.

—Estoy seguro de que te sentirás mucho mejor una vez que lo digas —la apremió.

—Tal vez, pero temo que si llegara a decirlo en voz alta se volvería más grave de lo que es —agregó ella.

El padre aguardó en silencio a que ella resolviera el conflicto interno que atravesaba.

—He tenido pensamientos impuros con un hombre —se limitó a decir Amanda y tragó saliva nerviosa.

El cura aclaró su garganta del otro lado de la rejilla de madera y le indicó que lo mejor sería que rezara tres Padrenuestro para recibir el perdón del Señor. Él la ayudaría a purgar su mente de ese tipo de pensamientos y a no caer en la tentación del pecado. Amanda aceptó algo avergonzada y se puso de pie. Simplemente no pudo hacerlo. No pudo confesarle la verdad al padre Facundo. Tener su amistad y su complicidad era mejor que perderlo para siempre si él no se sentía de la misma manera.

Amanda salió del confesionario y rezó arrodillada frente al altar. Cuando terminó la penitencia distinguió que Sebastián, Pablo Ferreira y Antony Van Ewen aguardaban sentados en un banco cercano a la entrada de la iglesia. Se dirigió hasta ellos para saludarlos y unos instantes después se les unió el padre Facundo. Los muchachos habían ido a llevar algunas sedas ilegales al pueblo y ya que pasaban por allí, fueron por ella para volver juntos a La Rosa.

Amanda se sorprendió al ver que los jóvenes hablaran con tanta libertad sobre el contrabando, un acto que iba por fuera de lo legal, en la iglesia y frente al padre Facundo. Por fortuna, el cura no parecía escandalizado por las palabras de los muchachos ni por las confesiones de la joven.

—¿Qué tal tu primer día alfabetizando a los campesinos? —preguntó Sebastián y Van Ewen lo miró alzando una ceja.

Amanda lo observó asustada. Una palabra del inglés bastaría para que su familia se enterara de todo. Podía notar por su expresión que no aprobaba algo semejante.

—Yo no diría que mi escuela dominical sea alfabetizar a los campesinos. En verdad lamento mucho que Amanda haya tenido que esperar para confesarse, pero ya le dije a los padres de esos niños que tienen que llegar a buscarlos a tiempo la próxima vez —mintió el cura para proteger a Amanda y luego un poco nervioso soltó una risa.

Antony Van Ewen lo miró confundido, pero no dijo nada y Pablo y Sebastián se unieron a la risa del cura para apoyarlo. Tal vez el inglés creyó que no había entendido la situación a causa de no hablar bien el idioma por lo que empezó a reír fingiendo que había escuchado una excelente broma. Por fortuna, Pablo cambió de tema y tuvieron una distendida charla antes de partir hacia La Rosa. Amanda comprendió que su secreto había estado a punto de ser descubierto y que debían ser más cuidadosos, porque su vida entera podría cambiar en un abrir y cerrar de ojos.





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