23 de agosto de 2008

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Los gritos de aquella mujer quedaban ahogados contra la almohada que sostenía con fuerza a través de los guantes.

Marcus descargaba su agresividad y locura en los favores que le pedían, los cuales cobraba cada vez de mejor manera. Se aseguraba de que esa agresividad y locura salieran en el momento oportuno para asesinar o intimidar a su víctima.

Veía a la mujer retorcerse bajo la almohada, su piel oscura contrastaba con las sábanas de lino blanco en las que dormía. Era una mujer de más de cuarenta años, pero tenía el mejor cuerpo que había visto jamás en cualquiera de sus víctimas por todo el ejercicio que hacía, lo cual le dejaba en claro que la única razón por la que él ganaba era el pánico que tenía el ser humano a la muerte.

Cuando dejó de notar los movimientos bruscos bajo sus manos apretó un poco más fuerte durante un par de minutos, no quería arriesgarse a que se hubiera desmayado pero no hubiese muerto.

Al apartar la almohada la vio teñida de sangre, la mujer había gritado tanto que se le había roto el frenillo. Colocó la almohada donde la había encontrado, colocó las sábanas como estaban antes de haber sido revueltas en un intento de librarse de la muerte y se alejó de la escena para admirarla. La mujer parecía dormida y relajada, lo único que desentonaba era la mancha roja del cojín que había usado de arma homicida, así que se acercó para darle la vuelta y que la escena fuese perfecta.

Salió al pasillo y miró al gato que ahí se encontraba. Si entraba en la habitación y empezaba a arañar o incluso a comerse el cadáver no habría servido de nada que dejase la escena tan perfecta que había dejado. Lo cogió en brazos durante unos instantes para ver como sería menos doloroso y, sin pensarlo mucho más, cogió la cabeza y la retorció en dirección contraria al cuerpo, rompiendo el cuello del animalito.

Se fue de la casa en dirección a lo que era su hogar, relajándose lentamente pensando en Irene, la única razón de que estuviese tranquilo cuando no hacía su trabajo ilegal era esa, el recuerdo de Irene y todos sus esfuerzos por enamorarla.

Recordó la última vez que estuvieron juntos a solas. Una noche totalmente despejada, con estrellas para aburrir y una temperatura agradable gracias al mes de agosto. Era una azotea, había puesto una pizza en una pequeña mesa y unos cojines uno a cada lado, mientras los bordes de esa azotea estaban adornados con velas blancas. La sonrisa de Irene de aquel día había sido tal que no se había atrevido a hacer ninguna otra cosa por miedo a no superarlo y así decepcionarla.

Quedaba un mes para que Irene cumpliera la mayoría de edad y se comía la cabeza para pensar un buen regalo que hacerle, sin ocurrírsele nada que pudiera gustarle y mucho menos ilusionarle. No quería regalarle nada que fuese útil pero no le gustase, ya que le haría quedar como cualquier otro, y ella le había hecho unos regalos maravillosos que usaba a diario y que le recordaban a ella. Él no era capaz de encontrar nada la mitad de mágico para ella.

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