Como el ufólogo [Editado]

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¿Está familiarizado con la nueva ola de ufólogos que aparecieron tras el incidente, oficial? ¿Los ha visto por televisión, impecablemente arreglados, discutiendo sobre los planes de nuestros visitantes? Verá, a diferencia de mucha gente, yo soy consciente de que proyectar motivaciones humanas hacia entidades que no lo son es absurdo. Nos enternece la imagen del inocente niño que le otorga a su mascota la capacidad de ofenderse por un insulto, pero tenemos perfectamente naturalizada la idea de que un ser nacido a millones de años luz pueda llegar a la tierra con intención de conquistarla. En nuestro imaginario colectivo, la figura del extraterrestre nunca se desvinculó de la del europeo que viaja a América en busca de fortuna y gloria. Me es imposible no encontrarle un punto trágico a lo que hacen, y sin embargo le confieso que disfruto mucho viéndolos teorizar. ¿Sabe por qué?

Porque a mí siempre me fascinó el ideal romántico del imposible. Y es que nadie podrá explicarle nunca qué vino la nave a hacer aquí; no tenemos las herramientas para descubrirlo, y cualquier conclusión a la que se llegue tendría que adentrarse en el terreno de la fábula. Sin embargo, ¡ahí los tiene a ellos! Día tras día, en los medios, hablando de invasiones, de explotación silenciosa de recursos, y hasta de migraciones masivas. ¡Con qué seguridad presentan sus argumentos! ¡Qué confianza en haber alcanzado una solución! Detrás de esa máscara de madurez y saber estar, de sus trajes y corbatas, esos estirados señores graduados con honores por las universidades más prestigiosas del país... siguen estancados en la infancia. En la mascota que no puede ser otra cosa que un humano con cuatro patas.

Le concedo que estoy divagando, pero se debe a que ni yo entiendo demasiado algunas partes de esta historia. Me disculpará por tanto si se la planteo, a imagen de los ufólogos, en forma de una fábula que nos ayude a ambos.

Empecemos imaginando una nave que aterriza en la Tierra. Sus intenciones no son hostiles, pero tampoco mesiánicas. No, estos seres se mueven por intereses más mundanos. Vienen a nuestro planeta... de vacaciones. No me mire así, esto no es más que una pequeña licencia que me divierte. Quédese solo en que llegan y se van sin ninguna razón de peso detrás, y que el equivalente terrestre más cercano que se me ocurre sería un oficinista británico que se va a tomar el sol a una isla griega.

Ahora, para que la comparación resulte más exacta, tenemos que introducir una disparidad dentro del desarrollo tecnológico de las dos culturas que van a entrar en contacto. Imagine la extraña cadena de acontecimientos que podrían brotar de que ese señor, contemporáneo nuestro, veraneara más bien en la Grecia clásica. ¿Qué pasaría si un hombre de nuestro tiempo decidiera desconectar del trabajo cerca de una sociedad que ni siquiera conocía la electricidad? ¿Y si, por azares del destino, perdiera su teléfono y alguno de estos seres primitivos se lo encontrara? No podría usarlo para su función original, pero sí aprovechar sus propiedades secundarias para otra cosa. Quizá, la mágica luz de su pantalla, que ilumina sin quemar, le otorgara una ventaja sobre el resto de los suyos, todavía dependientes del fuego. ¿No sería, a ojos de ellos, un súper hombre? Disculpe la referencia, no pretendía burlarme de la situación.

La cuestión es que sabrá Dios para qué estaba diseñado el artefacto, pero creo que estará de acuerdo conmigo es que perteneció a uno de estos oficinistas de las estrellas. Ningún objeto terrestre sería capaz de generar la suficiente antigravedad como para arrancar un árbol de raíz. Ahora, ¿qué culpa tengo yo de que fuese mi vecino el primero en encontrarlo y, con todo el derecho del mundo, se lo quedara? Me citó para enseñármelo, sí, y también fui el último en verlo con vida.Pero yo pensaba que tras despedirnos lo guardaría, lo donaría a la ciencia o lo seguiría probando con prudencia, no que el muy idiota intentaría usarlo para volar disfrazado de Superman.

Se lo aseguro, ya quisiera que las incipientes entradas de mi cabeza pertenecieran a mi propio cossplay de Lex Luthor, pero la vida real no suele contener villanos ni complejos planes malvados. Un inconsciente se tiró de una azotea y su aparato falló, punto. Que lo tenga yo ahora se debe a que lo recogí cuando me encontré el cadáver, precisamente para que no cayera en otras manos irresponsables. No me dio tiempo de reportar nada porque a los pocos segundos ya estaban ustedes allí. Ni siquiera sé quién les avisó. Y, por supuesto, les puedo asegurar que yo no lo empujé para quedarme el artefacto, ni lo engañé para que lo hiciera porque tuviese algo contra él. Tampoco lo chantajee buscando obtener algún tipo de beneficio, ni nada que se le pueda ocurrir ahora para tratar de inventarse una historia que encaje. Piénselo; no ha podido encontrar ni una sola prueba contra mí y, si fuese culpable de algo, sabe que no lo admitiría.

Déjelo ya, oficial. No se atormente más con este caso. De lo contrario, como tantos ufólogos antes que usted, pasará el resto de su vida tratando de encontrarle sentido a un imposible.

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