Capitulo XXIII: El dolor del emperador

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A pesar de que ya era invierno, el rosal negro todavía tenía flores. Eirian cortó las últimas y con delicadeza las colocó en la cesta de mimbre. Era media mañana, pero no había sol, el cielo invernal encapotado anunciaba tormenta. Una ráfaga de viento helado casi le arrancó la capa de los hombros y agitó las ramas de los arbustos, las pocas hojas que quedaban cayeron al suelo. Había pasado más de media lunación desde la partida de Rowan, ya debía haber llegado a Ulfrgarorg, pero él todavía no tenía noticias del príncipe. El último haukr que envió aún no volvía con la respuesta y de eso ya hacía varios días. Cada vez se arrepentía más de haberlo enviado ¿Y si le había sucedido algo?

Acarició los pétalos aterciopelados de una de las rosas negras, debía tranquilizarse o acabaría por viajar y traerlo de regreso. Empezó a caer aguanieve y Eirian se apresuró en volver al palacio.

Nada más cruzar las puertas, Erikson lo recibió con un rostro preocupado. Eirian se angustió e inevitablemente pensó en Rowan.

—¿Sucedió algo? —preguntó con el miedo cerrándole la garganta. Erikson asintió—. ¿Se trata de Rowan?

—Nos ha traicionado.

Delante de él en el salón se encontraban tres soldados pertenecientes al Batallón Estandarte que comandaba Rowan, venían de Ulfrvert, dónde abandonaron al príncipe y al resto de los soldados. Repitieron la misma historia que ya le habían contado a Erikson antes. Todo iba bien hasta que llegaron a Ulfrvert. Allí Su Alteza los reunió y les dijo que ya no seguiría más las órdenes del emperador, pensaba regresar a su reino y unirse a su hermana.

Les explicó que seguramente el emperador no estaría de acuerdo con su decisión y que a partir de ese momento lo consideraría su enemigo, así como a todos aquellos que lo siguieran. En pocas palabras, Rowan les dijo que se había vuelto un traidor y todo aquel que se quedara a su lado sería tomado como tal por Eirian.

El emperador apretó los dientes, sentía que la rabia en cualquier momento lo haría explotar, no podía creer lo que escuchaba.

El soldado, con la cabeza gacha, extendió la mano y le entregó a Erikson un talego de terciopelo negro con el nombre de Rowan bordado en plateado.

—El príncipe me dijo que se lo entregara a Su Majestad.

Erikson lo tomó y se le dio. Eirian lo abrió. Adentro estaba el anillo de oro con el emblema de Doromir que Rowan solía usar. También una pequeña nota. "No seré más tu prisionero".

Eirian no entendía qué sucedía. ¿Rowan lo abandonaba? ¿Por qué? Cuando se fue todo marchaba bien entre ellos. Apretó el talego con un nudo en la garganta, se sentía en medio de una pesadilla. Abandonó el salón sin decir una sola palabra.

Atravesó galerías y subió escaleras sin estar muy consciente de hacia dónde iba. Rowan, su amado Rowan lo dejaba, el hombre por quien sin dudar hubiera dado la vida. Y no acababa de entender la razón.

Abrió la puerta de los aposentos con las lágrimas deslizándose sin esfuerzo por sus mejillas. Había caído en un hueco negro lleno de brea en el que no podía respirar. Se ahogaba.

—No. No puede ser. Tú no. —susurró. Cerró los ojos y se frotó la frente—. Eres lo único que tengo, lo único que me queda. No puedes abandonarme también.

Debía marchar a Ulfrgarorg de inmediato. Enviaría una nota, pediría una negociación, pero tenía que convencerlo de volver. ¿Quería ser el rey? Bien, lo nombraría rey.

Rowan no podía dejarlo porque sin él no sabía cómo vivir.

¿Qué había sucedido para que tomara la decisión de apoyar a Andreia, a esa maldita arpía? Eirian le daba vueltas al comportamiento de Rowan intentando comprender el porqué de su traición. ¿Se mensajeaban a escondidas? Seguramente ella lo convenció de que el amor de ambos estaba mal y era un error. Esa maldita bruja deseaba poder y se había valido de Rowan para conseguirlo.

Tocaron a la puerta. Desde el otro lado, Brenda y su primer consejero lo llamaban. Pero Eirian no quería ver a nadie. Miró a su alrededor y fue cuando se dio cuenta de a donde lo habían llevado sus pasos distraídos. Estaba en los aposentos de Rowan.

Más lágrimas se deslizaron por sus mejillas. Se levantó y fue hasta la sala de baño con la tonta esperanza de que lo encontraría en la tina y de que, como tantas veces, harían el amor allí. Pero no había nadie. Tampoco en su recámara, era nada más que su ausencia la que lo acompañaba en ese momento.

Rowan se había ido y el peso de la verdad lo aplastó: estaba solo.

Se sentó en el borde de la cama como si lo hiciera en el filo de un abismo inconmesurable.

—¿Por qué? —preguntó en medio de la opresiva soledad—. ¿Es que nunca me amaste? ¿No merezco ser amado?

—¡Majestad, abrid la puerta, por favor! — Erikson lo llamaba desde el pasillo.

—Eirian, hablemos. —La voz dulce y melódica de Brenda sonaba preocupada—. Déjame entrar.

No, Rowan lo amaba. Necesitaba que lo hiciera.

Si se mensajeaba con Andreia tal vez encontraría la evidencia de que había sido ella quien lo persuadió de traicionarlo. Leería las cartas y vería qué mentiras usó. Sí, porque todo tenía que ser culpa de ella, le había metido ideas en la cabeza a Rowan convenciéndolo de dejarlo.

—¿De verdad crees que fue ella quien lo convenció? —No se dio cuenta en qué momento apareció su hermano.

—Por supuesto. No hay otra razón. Rowan me ama tanto como yo a él.

Eirick chasqueó la lengua y Eirian lo ignoró, no quería escucharlo decir que, de nuevo, lo que sucedía era su culpa.

Abrió el armario decidido a encontrar las malditas cartas, prueba de que su adorado había sido engañado por la asquerosa bruja de su hermana. Sacó los trajes, las camisas, las botas de montar y los zapatos, no encontró nada. Entonces se dirigió al arcón de madera y hierro.

Sacó cada prenda y cada capa sin hallar ni una sola nota. Empezaba a desesperarse, hasta que en el fondo encontró algo que lo desconcertó: espadas.

—¿Qué hace esto aquí?

Rowan nada más tenía una espada: Osadía, un regalo suyo. Tomó una de ellas y se dio cuenta de que realmente no era una espada, sino un sable. En la empuñadura de madera y cuero tenía un cuervo tallado. Eirian, arrugó el ceño confundido.

Un recuerdo vino a su mente. Lunaciones atrás Brenda y su séquito sufrieron un atentado, el cual Rowan se encargó de investigar. En la reunión del consejo él había dicho que los perpetradores eran de Osgarg porque en el lugar encontraron sables.

Sables con el cuervo de Osgarg. Sables iguales a esos. ¿Eran los sables del atentado? ¿Rowan los tenía porque los investigaba? No, los sables que encontraron en el templo, Eirian los tenía en su poder, esos en el baúl eran otros. Un pensamiento ominoso tomó cuerpo, la traición se erigió como un monstruo de varios brazos.

La cabeza empezó a darle vueltas, los dientes le castañetearon y el temblor se apoderó de su cuerpo.

—¿Qué significa esto, Eirick? ¿Acaso Rowan estaba detrás de los atentados? —La luz se hizo en su mente y lo vio todo dolorosamente claro—. Quería desestabilizar Doromir para que yo no pudiera ir a Ulfrgarorg cuando Andreia se rebelara.

Cómo un loco, Eirian rompió a reír con el sable en la mano. ¿Podía alguien ser más mentiroso que Rowan?

Había sido tan estúpido, cegado por un amor, que ahora lo entendía, jamás existió.

—¡Aaaaah! —gritó y pasó de la risa a la furia. Enojado, volcó el baúl.

La revelación de la traición lo impactó como un rayo. Rowan jugó con sus sentimientos, lo engañó. Aquella última noche antes de que él partiera, habían hecho el amor. Igual que a un rosal, Eirian lo regó con caricias y besos devotos y se maravilló al verlo florecer. Fue un pobre estúpido al suplicarle que no se fuera, al decirle que temía por él, cuando Rowan no era otra cosa que una serpiente venenosa lista para atacarlo. Le clavó en el cuello los colmillos sin ningún tipo de contemplación.

El odio y el dolor se mezclaron en su pecho, las lágrimas eran tanto de rabia como de desesperación.

—¡Maldito seas, Rowan! —gritó y echó abajo lo que estaba sobre la mesa, rompió los papeles, los mapas y las cartas.

—Eirian, escucha —pidió su hermano con voz cavernosa.

—¡¿Qué quieres que escuche, maldita sea?! —Arremetió contra el librero. Uno a uno destrozó los libros favoritos del príncipe—. ¡¿Qué me vas a decir?! ¡¿Qué yo lo empujé a esto?! ¡No te lo permito! —Las lágrimas descendían sin parar mientras arrancaba hojas—. No lo tuviste en tus brazos temblando de placer, no escuchaste de su boca sus promesas dulces. No lo oíste decir que me amaba. Y todo para ahora darme cuenta de que nada fue real. Hubiese preferido que me arrancará el corazón una de aquellas noches.

Varios pequeños pergaminos se deslizaron del interior del libro que tenía en la mano. Eirian los miró, eran las cartas que un instante antes deseaba hallar para exculpar a Rowan: los mensajes con Andreia.

Temblando tomó el primer pergamino.

«Amado hermano, jamás esperé que lo dejaras, pero me hace muy feliz tu decisión. No dudes que en mí encontrarás apoyo».

La segunda también era de ella. Las lágrimas no lo dejaban leer adecuadamente y de un manotazo se limpió el rostro. La maldita felicitaba a Rowan por su inteligencia al habérsele ocurrido teñir de negro con un destilado de su propio rosal las aguas que abastecían el reino.

Eirian exhaló asfixiado. Se llevó la mano al pecho, trastabilló al caminar por la habitación. Esas cartas no lo exculpaban, al contrario. Fue idea de Rowan abandonarlo, al igual que cada plan para desestabilizar Doromir.

En la mesita junto a la cama había un ramo de rosas negras marchitas. Las rosas que Eirian cultivaba y que con fervor le regalaba. Las rosas que le recordaban su amor por él. Las mismas malditas rosas que Rowan había usado para hacerle creer que un grupo de rebeldes había envenenado el agua.

Eirian las despedazó, quebró el jarrón y accidentalmente se cortó los dedos en su furia ciega. Continuó destruyendo cuánto había en la habitación.

Todo fue un maldito plan de Rowan: el atentado, el agua «envenenada», la estampida del ganado, la sangre en el templo. Todo.

Él lo había ideado con el propósito de hacerle pensar que Doromir estaba al borde del colapso, para que cuando llegara la traición de Andreia Eirian no pudiera ir y lo enviara a hacerse cargo.

Resbaló con el agua del jarrón y cayó en el desastre que era el suelo. Sentando en medio de ropa y libros deshechos, se llevó las manos al rostro y lloró amargamente.

El amor de su vida le había roto el corazón en mil pedazos.

Él, como un completo estúpido, se concentró en reconquistarlo, en hacerle obsequios para que lo perdonara por todo lo malo que le había hecho. Se había arrepentido de no nombrarlo regente de Ulfrgarorg, de ocultarle la enfermedad de su padre, de aterrorizarlo asesinando a Idrish. Le había pedido perdón, se había humillado frente a él.

Y todavía al enterarse de la evidente traición, Eirian dudó de que él fuera el culpable. Quiso creer que había sido un plan de Andreia. Hasta el último momento quiso creer en él.

Pero cada beso que le dio fue falso, cada palabra, cada caricia recibida no tuvo ningún valor. Su amor nunca fue sincero. ¿Por qué no lo vio? Lo necesitaba tanto que le perdonó sus infidelidades, convencido de que eran una forma de darle celos. Cuando simplemente fue el puñal hundiéndose mil veces en su pecho.

La puerta se abrió con un estrépito, Eirian ni siquiera levantó el rostro.

—Eirian, ¿estás bien? —Brenda se arrodilló a su lado mientras él continuaba ahogándose en el llanto—. ¡Dios del Cielo! ¿Qué hiciste? ¡Estás sangrando! ¡Ayudadme!

Al fin dejó de llorar y miró a la emperatriz a la cara.

—Mientras me besaba planeaba mi destrucción —sollozó y se abrazó a ella.

Brenda le correspondió, lo apretó con fuerza en un vano intento por contener su pena.

—Vamos —dijo Brenda—. Él no merece que estés así. Debes reponerte, demuéstrale que eres el emperador y hazle pagar esta ofensa.

—No puedo. Me destruyó el alma, ya no soy nada.

—No digas eso. Tienes este hijo, tienes tu gloria. Eres Eirian el Conquistador, el emperador del Norte.

Eirian se separó del abrazo y la miró a la cara. Brenda tenía un rostro bonito y una mirada dulce. Entre ellos no había amor, pero al menos sí lealtad.

—Ojalá pudiera amarte como mereces —le dijo mientras le acariciaba la mejilla—, ser feliz a tu lado y hacerte feliz.

—Me has hecho feliz al hacerme tu emperatriz y darme este niño.

Ella le besó la frente y volvió a abrazarlo. Era un consuelo tenerla y se preguntó por qué no se dio cuenta antes de lo maravillosa que ella era. Era culpa de Rowan. Apostó por un falso amor y perdió.

Se separó de nuevo de su abrazo. En un intento por limpiarse el rostro, lo manchó con la sangre que escurrían sus dedos. Su apariencia se tornó espeluznante.

—Amé y no fui correspondido. Di mucho y solo recibí traición —dijo con voz lúgubre—. Muy bien. Si no pude inspirar su amor, desencadenaré su miedo.

***Hola, mis amores.  Antes que nada, quiero darles la bienvenida a los lectores que se han sumado en esta semana. No sean tímidos y díganme ¿qué les parece la novela?

Eirian realmente está sufriendo, pero sigue sin entender nada y eso es lo peor. No puede cambiar quien no se da cuenta de sus errores.

La frase del final es un guiño a Frankenstein de Mary Shelly : "Si no puedo inspirar amor desencadenaré el miedo".

Les dejo fotito de Eirian hecha por IA. Nos leemos el próximo viernes.


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