PRÓLOGO

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Alessia contaba los dólares uno a uno y los depositaba en la bolsa negra que tenía en su regazo. Salvatore limpiaba el juego de cuchillos que había utilizado con los de la Mafia albanesa como si todavía pudiese ver la sangre manchándolos. Por mi parte, repasaba el informe de movilidad textil en los puertos de Nápoles, en el que era uno de los libros más valiosos de toda mi organización; únicamente el cassetto y yo teníamos acceso a él. Tal vez, las autoridades tuviesen una sospecha sobre el contrabando en los puertos, pero no creía que fueran capaces de dimensionar la cantidad de mercancías ilegales que pasaban por sus mares. La cantidad de tela que iba y venía, fugaz, como si fuera la luz parpadeante de una luciernaga en medio de la oscuridad. Pero no lo era, pues los dólares que contaba mi hermana eran prueba de ello.

No dudaba sobre el hecho que, si padre hubiese sido capaz de experimentar sentimientos en vida y estuviese viendo el presente de la organización, estaría asombrado. Podía apostar mi organización, que cada persona del mundo tenía por lo menos una prenda que hubiese pasado por nuestros puertos y que cada drogadicto había aspirado nuestra heroína. No era un motivo de orgullo, al menos no para una persona común.

Alessia dejó a un lado la bolsa con dólares y rebuscó en su bolso una agenda que era tan valiosa como el libro en mi regazo. Hizo de pronto un mohín observando el Cartier de su muñeca y, si algo había aprendido de ella, era que ese gesto significaba problemas. Que acabarían con balas y muerte.

—¿Qué sucede? —pregunté retirando mis lentes.

Ella no respondió, se limitó a buscar un número entre las hojas y después marcarlo en su celular.

—¿Sabes que podrías hacer caer el avión por tus llamaditas, tonta? —Salvatore pasó su índice por el borde del cuchillo—. Soy muy endemoniadamente precioso para morir.

—No seas imbécil, coltello.

Salvatore abrió su boca, indignado y yo me preparé para una discusión entre ese par.

—Imbécil serás tú, bruja idiota.

—Bruja idiota tú, coltello de mier...

—Alessia, cariño— corté antes que los dos desafiaran la poca paciencia que me quedaba— ¿Qué sucede?

La mirada de Alessia lanzaba balas de su nueve milímetros a Salvatore, cuya sonrisa de gato era tan filosa como el arma entre sus manos. Sin embargo, mi hermana me respondió.

—El cassetto me dijo que te llamaría una hora después del despegue. Parecía urgido en hacerlo.

—Y porqué el estúpido no lo habló con él cuándo... No sé... ¿Vio a ricitos negros en persona?

Coltello, por más que así lo desees, no soy una bruja de verdad, no puedo saberlo todo.

—Pues mira tu bola de cristal.

—No seas un...

—Tal vez simplemente está almorzando —los interrumpió Enzo.

Nuestro más fiel soldado y de las pocas personas que llamaba amigo. Se pasó las manos por las gafas de sol y después por su regazo.

—No creo que alguien con sus cinco sentidos prefiera almorzar a llamar a Lorenzo, no con la necesidad que demostraba el cassetto...

—Alessia, no tenemos que hacer de todo una tragedia —puso los ojos en blanco Salvatore—. Porque el único que puede hacerlas soy yo.

Me contuve de bufar, porque en realidad, era así. Salvatore dejó los cuchillos a un lado y estiró sus brazos llenos de tatuajes en dirección a la azafata quien casi corrió a donde él. No me pasó por alto como ella se retorcía los dedos entrelazados en su espalda.

—¿Sí, señor Salvatore?

—Preciosa, tráenos comida.

—Por favor —agregué.

Pero la azafata siquiera se atrevió a dirigirme la mirada mientras corría de nuevo en dirección a la cabina.

—Salvatore, aparta los ojos del trasero de la mujer —advertí con la mirada fija en las cuentas.

—No lo estoy haciendo.

Levanté la vista con rapidez, me encontré con sus ojos verdes anclados a la falda de la azafata en la puerta de la cabina. Los apartó, pero ya era tarde. Alcé una ceja en su dirección y él se limitó a gruñir.

—No contesta el celular, Loren —Alessia tamborileó las uñas en su regazo.

—Alessia, cariño, no es nada, estoy seguro que fue un olvid...

Se llevó la mano al corazón. Mi boca se cerró y sentí mi mente trabajar a cientos de putos kilómetros por segundos. Salvatore se inclinó hacia mi hermana.

—No empieces con tus presentimientos y pálpitos...

Pero Alessia se lleva la otra mano hacia su corto cabello y lo jaló, su rostro giró lentamente hacia mí. Supe que diría al instante.

—Lo asesinaron, Lorenzo.

—¿A quién? —bostezó Enzo.

—Al cassetto.

Salvatore suelta una destemplada carcajada y se cruza de brazos.

—¿Quién te lo dijo? ¿Tu bola de cristal?

Alessia no respondió y yo sentí mi frente pulsar con una jaqueca. Alessia era mi consigliere no sólo porque era la única persona racional que no se dejaba cegar por la violencia, al menos no completamente. Ella lo era, principalmente, por ese pálpito. Mamá, como buena siciliana, decía que era un regalo divino. Yo no lo sabía, ni me atrevía a especular, sólo era consciente que ese pálpito venía a ella con presentimientos, justo en los momentos más delicados y siempre. Siempre. Tenía la razón.

Enzo negó con la cabeza hundiéndose en su lugar.

—No digas, eso Ale, no atraigas la mala suerte.

—¿Ahora eres supersticioso, idiota? —Salvatore lo señaló con el cuchillo.

—No, pero, cuando tu hermana se lleva su jodida mano al corazón y dice algo, le creo, coltello.

—Estás mal de la puta cabeza.

Enzo alzó sus cejas, todos sabíamos que era Salvatore el que estaba un poco... muy mal de la cabeza.

Llevé mis pulgares a la sien. Maldición, la jaqueca iba a cumplir el deseo de la Bratva y los albaneses de un día verme muerto.

—Lorenzo, no le creas a la brujita, es sólo...

Mi celular vibró en el bolsillo del saco. El aire se esfumó de mis pulmones y con él desaparecieron las palabras de Salvatore. Me costó, más de lo que admitiría, que mis movimientos se vieran tranquilos y que mi voz no dejará ver que estaba a punto de vomitar.

—¿Sí?

—S-señor... —el único hijo del cassetto habló con voz rota desde la otra línea—. ¿S-señor me escucha?

—¿Qué sucede?

Un suspiro de alivio y de pronto un montón de palabras balbuceadas en italiano que no logré entender.

Respira e poi parlame¹, Fazio —no supe como mi voz salió como una orden.

De inmediato Fazio lo hizo. Dos fuertes respiraciones y entonces se rompió de nuevo en nervios.

—E-estabamos... estábamos a punto de llamarlo señor, pero entonces mi padre y yo fuimos... —se reventó de nuevo en lágrimas.

Agradecí que yo no tuviera la poca paciencia de Salvatore, quien estaba a punto de rajar mi maldita garganta por no decir que sucedía, y le hablé de nuevo al chico.

—¿Qué le sucedió a Giacomo, Fazio? ¿Está bien mi cassetto?

—Está muerto, señor. L-lo asesinaron...

Un golpe seco y un grito que me hizo alejar el celular de mi oreja. Después no hubo línea. En mi palma opuesta, el pomo de mi pistola se fundía con mi piel, e imágenes llenas de sangre, balas y muerte atravesaban mi mente dejándome sediento de ellas. Pero no podía dejarme llevar por mis deseos; poco podía hacer a miles de metros de altura y de distancia de ellos así que solté el arma y tiré mi celular a un lado.

—¿Y? ¿Qué pasó? —se aventuró Enzo.

—Pasó que la brujita está loca. Deberías ir al psiquiatra, querida, porque estás...

—Asesinaron al hombre más importante de esta puta mafia —solté, aun sabiendo que para todos mis hombres y mujeres, era yo el verdadero fundamento de la Cosa nostra.

Alessia soltó el aire de sus pulmones, Salvatore se quedó con sus labios abiertos. Enzo comenzó a recibir llamadas y, segundos después, a dar plan de acción y pedir mi opinión sobre ello. A pesar de eso, yo estaba jodido. Lo estábamos.

No era tan narcisista como para creer que yo era irremplazable. Alessia podía ocupar mi lugar sin dificultades y hasta Salvatore, en algunos años y, con todo y su vena sanguinaria que en ocasiones me sacaba de quicio, tal vez podría ser un buen Capo di tutti capi de la Cosa nostra. Pero... ¿Remplazar el cassetto de una organización criminal? Era difícil, sino era imposible. El cassetto debía saber los movimientos. Cada evento, socio, ruta, dólar o euro que pasaba por los bolsillos de la organización y de mi familia. Un cassetto de confianza era arduo de encontrar y, más en ese momento, que teníamos a los rusos, albaneses, la DEA, el FBI y hasta el puto presidente detrás de nosotros, esperando el más mínimo error para entrar a nuestro mundo y derrumbarlo desde los cimientos.

Pero yo era Lorenzo Cincinnati. Fui criado por un sagaz asesino demente para ser uno. Y acabaría con todo aquel que quisiera entrar por esa puerta que se abría en mi mafia para hacer arder más mi infierno. 



¹ Respira y luego hablame. 




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