Muerte en navidad

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

El detective Julián Santos observaba desde la escalinata que daba al segundo piso de su casa cómo sus compañeros de trabajo se esmeraban en la decoración navideña. Cada año realizaban el festejo en un domicilio diferente. Ese año le tocó a él.

La algarabía proveniente del salón lo tenía de buen ánimo. Hace seis meses que había enviudado y sentir un poco de felicidad le hacía bien. Con el deceso de su mujer, ciertos aspectos perdieron sentido, como colocar el árbol y otros adornos típicos de la temporada. Pensó que ya no volvería a ver ese brillo característico de la navidad engalanando el hogar.

—Coloca las luces en cascada, lucirán mejor —indicó Lourdes, sonriente.

Sandra asintió a la petición.

—¡Falta la estrella! —gritó Ricardo, su compañero de labores—. Toma, ponla en la punta.

—¡Ha quedado increíble! —aplaudieron los asistentes, cuando todo finalizó.

A continuación, cada uno tomó asiento en la espaciosa sala y comenzaron a hablar de temas diversos.

—¡Voy por unas cervezas! —anunció Fernán.

—Será mejor que vaya Ricardo —propuso Lourdes—. Llegaste bebido y a lo mejor puedes tener un accidente —forzó una sonrisa.

—¡Tonterías! Estoy perfectamente.

Los presentes asintieron y continuaron con la conversación.
Lourdes, de cuando en cuando miraba a la puerta por la cual desapareció el jefe de policía.

Los villancicos navideños envolvieron al ambiente, dándole ese toque especial al evento.

Todo iba bien hasta que un ruido proveniente de la cocina ocasionó un sobrecogimiento.

—¿Qué fue eso? —exclamó Lourdes, nerviosa.

—Sonó a vajilla rota —se aventuró a decir Sandra.

—Seguramente a Fernán se le cayó un vaso, ya debe estar perjudicándole el licor —rio Julián

—Voy a echarle una mano —dijo Sandra.

—No, deja —la detuvo Lourdes—. Voy yo. Ustedes pónganse cómodos, ya traemos las bebidas.

La aludida compuso un asentimiento forzado.

Transcurrieron unos minutos y escucharon otro sonido de cristales, pero ya no le prestaron atención. Mas cuando se oyeron disparos y un grito proveniente de la cocina se pusieron de un salto en pie.

Los detectives se llevaron la mano a la espalda, en busca de sus respectivas armas. La costumbre impidió que se separaran de ellas. Quitaron el seguro y se acercaron con todos los sentidos en alerta a la estancia.

Un charco de sangre les dio la bienvenida.

Lourdes rompió en llanto al verlos llegar. Abrazó a Ricardo, gimiendo en su pecho.

La impresión fue mayúscula cuando identificaron el cuerpo. 
Fernán Saldívar estaba recostado en una silla, con un arma colgando del brazo. En el piso, un vaso roto con rastros de un licor ambarino.

—Dime que no está muerto —murmuró Ricardo a su colega.

—Lo está, no hay duda —afirmó Julián, mirando la escena con agudeza—. Todo indica que se suicidó...

—¡Qué tragedia! —interrumpió Lourdes, separándose de su marido—. Era un hombre tan lleno de vida.

—Pero las personas que se suicidan no se disparan dos veces —concluyó Julián sin hacer caso a la interrupción. Señaló a la palma del fallecido—. Intentó protegerse con la mano y una bala lo hirió y otra se encajó en su cabeza.

—¿Un homicidio? —inquirió Ricardo, alarmado por la situación—. Somos los únicos en casa, no pudimos ser nosotros cuatro. Estuvimos juntos todo el tiempo, excepto… —volteó la vista a su mujer en gesto inquisitivo—. Fuiste tú quien encontró el cuerpo…

—¡No tuve nada que ver con su muerte! —apostilló con ahínco. El semblante reflejaba tensión.

—No te estoy acusando. No tienes por qué irritarte.

—Tu tono fue acusatorio —dijo indignada—. Ya estaba muerto cuando entré a la cocina. Tal vez alguien invadió la casa sin que nos diéramos cuenta. Eso podría explicar los vidrios rotos —señaló a la puerta que daba al patio.

Los detectives se acercaron a mirar. Analizaron con ojo crítico el área e intercambiaron una mirada enigmática. La situación no era lo que parecía.

Ricardo salió al exterior. No encontró nada que le diera alguna pista. La oscuridad solía dificultar los trabajos de investigación. Regresó a la casa, miró a su compañero y negó con la cabeza.

—Llamaré para que vengan a hacer el levantamiento del cadáver —Ricardo empezó a teclear en el celular.

Julián fijó la vista en Lourdes y dijo:

—Diles también que tenemos un sospechoso.

—¡No! —gritó Lourdes, horrorizada—. Yo… no hice nada. ¡Él ya estaba muerto cuando entré!

—¿Y por qué te demoraste tanto en dar la voz de alerta?

Ricardo cerró los ojos, ya sabía lo que iba a decir Julián.

—El cristal de la puerta fue roto desde adentro —prosiguió el detective—. Quisieron hacer pasar la muerte de Fernán como un robo. Y al ser tú quien lo halló eso te ubica como la principal sospechosa.

Un denso silencio cayó en la atmósfera, solo quebrado por los cánticos navideños que no dejaban de replicar.

Lourdes palideció. Su respiración se tornó dificultosa.

—¡Fuiste tú, no lo niegues! —Sandra se abalanzó a atacar a Lourdes—. Nunca toleraste que yo fuera la favorita, por eso decidiste acabar con él. ¡Maldita!

—¡¿Estás loca?! ¿De qué me acusas? —vociferó Lourdes empujando a Sandra.

Julián intervino en la gresca femenina, consiguió separar a las mujeres con dificultad.

Sin embargo, aquella discusión apenas estaba comenzando.

—¿Qué es eso que acabas de decir, Sandra? —Un gesto de incertidumbre y enojo marcó la faz de Ricardo.

Sandra lo miró con el rostro enrojecido por la rabia.

—Tu mujer te engañaba con Fernán. ¿No lo sabías? —soltó sin rodeos—. ¿Cómo tú, siendo un experimentado detective, no te diste cuenta que tenías un par de cuernos adornándote la cabeza? —La voz rezumó veneno.

Ricardo apretó los dientes. Desvío la vista a su mujer.

—¿Es cierto? —preguntó Ricardo, sujetando del brazo a Lourdes.
La mujer tembló por la sujeción y más por la mirada de odio que vio en los ojos de su marido.

—Sí… Fernán era mi amante.

—No me refería a eso —dijo Ricardo. El fuego de la ira flameaba en sus ojos—. ¿Tú lo mataste?

—¡Claro que fue ella! —gritó Sandra—. La escuché amenazarlo de muerte.

—La policía y los forenses acaban de llegar —anunció Julián—. Procederemos con el interrogatorio en la estación.

Tiempo después de hacer las diligencias de ley, y verificar que los detectives se hallarán en pleno uso de sus facultades, se procedió con el interrogatorio a la sospechosa.

El detective Julián Santos puso en marcha sus métodos que le ayudarían a resolver el caso.

Ricardo, por obvias razones, no pudo estar presente en el interrogatorio. Una vez culminó su declaración, se acercó a observar a través de la pantalla de vidrio cómo su compañero interrogaba a su cónyuge.

—¿Qué más quiere de mí, detective? —gimió Lourdes.

—Sabes lo que quiero: solo la verdad.

—He dicho todo lo que sé —lágrimas negras caían por el rostro femenino, el maquillaje desecho. Llanto que el detective evaluó como fingido.

—Tenías el móvil y la oportunidad.

—Yo… no lo hice —insistió.

A pesar de que todo la incriminaba, ella seguía negándolo.

Julián alzó la vista fugazmente hacia el vidrio. Sabía lo que tenía que hacer para obtener la verdad: acorralarla con preguntas comprometedoras.

Los siguientes minutos que siguieron fueron decisivos. Lourdes no resistió el interrogatorio y terminó quebrándose.

Aunque negó ser la responsable directa de la muerte de Fernán, admitió haber contratado un asesino a sueldo para realizar el trabajo. El motivo: el jefe policial había puesto fin a la relación para dedicarse a su otra conquista y eso era algo que Lourdes no aceptaba.

Ella había planeado el crimen en la fiesta de navidad, creyendo que todos estarían ocupados bebiendo y conversando. Dejó entrar al asesino y arregló la escena para hacerla pasar como un suicidio. El vidrio fue roto para dar la impresión de haber sido un robo. Todo fue hecho con antelación, y a no ser por el segundo disparo, se habría salido con la suya.

El juicio de Lourdes fue pospuesto para dentro de unos días. Una vez finalizaran los festejos navideños y de fin de año se la enjuiciaría por el homicidio de Fernán Saldívar.

Fue una tarde y noche agitada en la estación de policía, lo que pretendía ser un día especial de navidad se convirtió en una escenario sangriento.

Ricardo estaba destrozado por lo ocurrido. Sus compañeros de labores le brindaron apoyo. Él agradeció en silencio, ajeno a todo. Aquella imagen preocupó a los policías, que temieron que éste pudiera hacer alguna locura. Julián se ofreció a no dejarlo solo, gesto que los tranquilizó.

Se marcharon en el vehículo de Ricardo, quien iba en el asiento del copiloto. Ya en el auto, Julián le ofreció un cigarrillo. Fumaron sin mediar palabras. Afuera, la oscuridad los rodeaba.

—Hiciste un excelente trabajo con Lourdes —murmuró Ricardo, rompiendo el mutismo—. Se deshizo como una hoja seca al pisarla con el pie.

—Tú también. Se lo creyeron todo —correspondió Julián.

—¿Y cómo no iban a creerme?, tantos años de interrogar criminales debió servir de algo, ¿no? Sabía que preguntas iban a hacerme y cómo debía reaccionar ante ellas.

Se echó a reír. Era una risa perturbadora, tintada de furia contenida.

—Sandra cree que desconocías las infidelidades de tu mujer —rio Julián, también—. Y sucedió lo que dijiste: ella se lanzó a acusar a Lourdes.

—La reacción y posterior declaración de Sandra fue muy convincente —dijo Ricardo—. Desde hace tiempo sabía que Lourdes me engañaba con ese gordo seboso de Fernán. Los cambios que ella comenzó a mostrar me dieron el aviso —estiró los pies en el asiento del auto—. Lo investigué todo por mi cuenta, no hay fotos ni documentos que demuestren que conocía que mi esposa me engañaba. Así, ante todos, he quedado como una inocente víctima. Sin mencionar que en toda esa investigación descubrí que tenía planeado matar a Fernán. Las mujeres no soportan la competencia, prefieren perder antes que compartir —meneó la cabeza.

—Debió ser duro para ti. Saber con antelación de un futuro crimen y no decir nada —Julián esbozó una sonrisa torcida sin apartar la mirada del volante.

Ricardo respondió a la pregunta con una estruendosa carcajada, que fue seguida por su compañero.

—Fernán ha estado con todas las mujeres del departamento de policía y no precisamente por ser un galán. El maldito les ofrecía beneficios, que cobraba en cómodas cuotas carnales. Con su muerte toda esa podredumbre saldrá a la luz.

—Y con su deceso buscarán un remplazo, siendo tú el más idóneo para ocupar el puesto —sonrió Julián, palmeándole el hombro a Ricardo—. No te olvides de mí cuando seas ascendido.

—Claro que no lo haré, me echaste la mano. Estoy en deuda contigo.

—Solo te devolví el favor. Tú me ayudaste con mi mujer —le guiñó un ojo—. Gracias a ti soy un viudo feliz, aunque tenga que guardar las apariencias.

Los dos detectives sonrieron, la vida no podía ser más perfecta. Y para completar la atmósfera una canción navideña comenzó a sonar en la radio del auto. Melodía que ellos cantaron con gozo, pero con un ligero cambio en la tonada:

—Navidad, navidad, sangre en navidad… la muerte en este día hay que celebrar.








Fin.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro