Presente

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La soledad volvió a hacerle compañía y él se dejó llevar de nuevo por aquel sopor pegajoso. La luz tenue del televisor se colaba por la rendija que había dejado al entrecerrar los ojos, como si fuera una luminosa línea del horizonte.

Sin embargo a pesar de su aparente calma, su mente bullía de actividad. Rememorar las vivencias de aquellas Navidades que el Imperio Británico le había mostrado, le habían perturbado hasta límites insospechados, y si algo odiaba Arthur era recordar. Su vida había sido larga, sufrida y llena de muerte. Pocos eran los buenos recuerdos que habitaban en su corazón, diría que en la mayoría de ellos siempre había estado presente su pequeño Alfred y cuando todo acabó, cuando se fue de su lado, los buenos momentos dejaron de existir para él. Las Guerras Mundiales no hicieron sino confirmar que como mejor debía sobrevivir, era en la más fría soledad que le brindaba su casa

Se le ocurrió abrir los ojos de nuevo para aclarar su vista, pero cuando lo hizo, ya no se encontraba en el sucio cuarto. Parecía que estuviera suspendido sobre algún tipo de viga al aire libre. Miró al cielo plagado de estrellas y después se le ocurrió bajar la vista. El vértigo fue instantáneo cuando se topó con la inmensidad del caudal del Támesis. Dio un respingo y estuvo a punto de caer al agua helada del río cenagoso, pero recobró el equilibrio a tiempo y se agarró fuertemente a un cabo de acero que conectaba la estructura del iluminado Puente de Londres. Su pecho subía y bajaba, acelerado, a punto de sufrir una taquicardia. No recordaba cómo había llegado al extremo de querer subir al puente con la intención de... ¿con qué intención? ¿El aliviante suicidio? ¿Poner fin a su existencia lanzándose al río para quedar sepultado bajo capas y capas de lodo? Ni siquiera se había echado al cuerpo algo que le abrigara contra aquel frío invernal, que acuchillaba la piel y calaba sus huesos.

–¿Cómo he llegado hasta este lugar? –preguntó para sí.

–Pregúntate más bien, por qué has llegado a este lugar –dijo una voz a su lado, de repente.

Arthur dio un respiró cuando reparó en una figura masculina, en la que no se había fijado anteriormente, pues su equilibrio ocupaba todos sus pensamientos. En viento azotaba violentamente la infraestructura y allí arriba sobre las vigas, el efecto era mucho más fuerte. Tuvo que hacerse escuchar, alzando la voz, aunque su misterioso acompañante no parecía tener problema en oír sus palabras, aunque las susurrase quedamente.

–¿Qué hago aquí? ¿Me has traído tú?-preguntó el británico, realmente asustado.

-Aliquanto et insanire iucundum est*. –El tipo, cuya identidad permanecía en el misterio que le otorgaba en la distancia, había pronunciado aquellas palabras, en un idioma que Arthur creía haber olvidado.

El individuo avanzó hacia él, sin problemas, como si se deslizara por una superficie de hielo. La sorpresa de Arthur fue enorme cuando la imagen del Imperio Romano se presentó ante él sin más ropa que una túnica escarlata de senador y una corona de laurel que le daba una imagen victoriosa. Sin embargo su eterna sonrisa, tan eterna como la ciudad en donde se forjó su esplendor en el mundo antiguo, contrastaba con la severidad de su apariencia.

–¡Mi pequeño! –exclamó el hombre moreno, que no dudó ni un segundo en abrazar al británico. Éste opuso resistencia ante aquella traidora muestra de cariño y se apartó de él un palmo, como un gato escaldado que del agua huye–. Hacía tanto tiempo que no te veía... Caramba, estás un poquito descuidado.

–¿Pero qué significa esto? ¿Por qué estamos aquí? Y, ¿cómo os habéis atrevido a darme un abrazo? –A pesar de su infantil actitud, Arthur consideraba que no era de decoro tutear a su ancestro.

–Te has convertido en una nación que pregunta por la obviedad que se extiende ante sus ojos –se carcajeó el Imperio, golpeándole fuertemente en el hombro, como gesto paternal. Aquello irritó más al huraño de Arthur–. Soy el fantasma de la Navidad Presente... ¿Sorprendido? Creo que era de esperar. En el libro de tu hijo literato, el ánima es un tipo alegre y divertido. Así que me ofrecí para encarnar ese papel. ¿Sigues sorprendiéndote? No creo que fuera tan difícil de adivinar.

–¿Acaso me estáis diciendo que tenéis el libre albedrío de elegir qué ser en el cielo, incluso poder bajar a la Tierra si se os antoja? –No podía creer aquella situación tan surrealista. El británico se masajeó una sien–. Santa María, Madre de Dios...

Aquel comentario le valió a Arthur una fuerte colleja en la nuca propinada por el romano.

–No blasfemes, hijo. La última vez que cometí un pecado, fui destruido y enviado al infierno. Me obligaron a tragarme ídolos dorados de mis múltiples dioses, de un montón infinito que nunca se acababa. Esto que estoy haciendo lo hago también para salvar mi alma de las fechorías que cometí durante todos los siglos que goberné el mare nostrum. No puedo soportar más estar atrapado en ese sitio, pero con esto tal vez me den una oportunidad de descansar en paz.

La razón por la que estoy aquí no es otra que la de conseguir que te detengas en tu destrucción personal. Cuando en aquel lugar de escarmiento, se me sometió a la más inimaginable de las torturas, aprendí una lección muy valiosa; me había creído el amo del mundo conocido y estaba pagando, pues, mi equivocación, mi soberbia y mi reticencia a aceptar verdades tales como que Germanía era tan digna como lo eres tú o yo. Cuando uno deja de existir la tortura es mayor en la muerte, porque tienes que cargar el peso de tus elecciones con todo lo que te quede de alma, hasta que tu esencia se deshaga en jirones a causa de la presión. Sin embargo, cuando existes en el plano terreno, una simple recapacitación de las cosas te librará de caer en el inframundo, donde el único Dios que existe es el propio mal. Quiero decir, que basta que te des cuenta de que estás obrando incorrectamente en vida, para que no tengas que cargar con ello en la muerte.

–Nadie puede vivir feliz con la sensación de que está constantemente haciendo daño a los demás. Dejé de creer en ese pietismo católico hace mucho tiempo –replicó Arthur tiritando de frío, pero con su gesto contrariado habitual.

–No se trata de lo que creas. Si te has vuelto escéptico, no es por lo que quiero hablar contigo. Lo que quiero decir es que tu vida no es tuya. A tu pesar, dependes de otros para poder ser feliz. Si tú dañas a los que estan a tu alrededor, si les traicionas, incluso si los esclavizas, todas esas acciones repercuten en ti a la larga. Y tu poder cae en saco roto. Por eso ahora estás solo, porque se han cansado de que seas tan huraño, porque no has tenido con aquellos que querías ni una sola palabra amable. Y estas son las consecuencias de que tengas los brazos picados por las agujas. –El Imperio Romano, se sentó sobre la superficie metálica, cruzando las piernas. Arthur, que continuaba tiritando, no se movió de su sitio.

–¿Es que tengo que lamer el culo a esa banda de parásitos? Me he cansado de dorarles la píldora a aquellos que no se lo merecen. No decís más que un montón de paparruchas –replicó el británico, mirando al romano con altivez. Pero el efecto en él fue completamente distinto, ya que comenzó a reírse de nuevo.

–¡Eso es a lo que me refiero! Hasta ahora te has estado moviendo por la vanidad. Tienes tal necesidad continua de que te alaben y aclamen por tus méritos que cuando han visto que no hacías nada por ellos y los apartaste de tu vida, cuando vieron que no les ayudabas siquiera, advertiste que lo mejor para ti era sentirte superior a ellos y aislarte en tu propio mundo. Y en eso no consisten las relaciones, Arthur. El amor va más allá de que seas apreciado.

–¿Realmente creéis que existe el amor verdadero cuando vos, grandísimo crápula, vejasteis la figura de la mujer y del hombre a partes iguales por una necesidad sexual insaciable que no conllevaba ninguna pizca de cariño? ¿Vos, que destruisteis ese sentimiento con vuestra falta de virtud?–preguntó Arthur, enarcando una ceja.

–¿Ves? Y ahora pago por ello. Y por eso estoy aquí. Porque vi a través de mi sufrimiento como tú también estabas postrado en el suelo por el dolor que una droga te estaba infringiendo sin obtener ningún beneficio. Porque tú no eras feliz, ni aquel que te quiere con un amor que yo jamás he visto en vida –explicó el Imperio.

La declaración del romano desconcertó profundamente a Arthur que por primera vez en la conversación se mostró sorprendido por alguien que no era el fantasma.

–¿Te refieres a Alfred?

–¿A quién si no? –replicó el Imperio con una exclamación de desconcierto–. A estas alturas tendrías que haber adivinado que todo lo que te está ocurriendo es por el americano. Mientras tú buscabas las alabanzas, despreciabas por otra parte al único ente que habría dado la vida por ti de haber tenido oportunidad. Y, esto no forma parte de mis dominios, pero cada Navidad desde que ambos os abandonasteis, ha estado llorando de arrepentimiento. Y cada vez que trató de acercarse de nuevo a ti y le rechazabas, rogaba por ti, porque el amor volviera a tocar tu corazón apagado. Te quiere de verdad y por eso he venido hasta aquí: para mostrarte su aflicción.

–¿Y como lo vas a hacer? Estamos en medio de Londres y él estará con Matthew en su tierra, celebrando Nochebuena. Soy una carga demasiado pesada, no creo que pudieras llevarme hasta ahí –preguntó Arthur. Su cara mostraba signos de impaciencia. Se moría por volver a ver al yanqui a pesar de que no lo quisiera reconocer.

–No es necesario. Estás demasiado lamentable como para presentarte así. Mira al río y presta atención.

Las aguas del Támesis se iluminaron, como un óvalo de luz en una cornucopia de agua. Del interior del río no se veía nada del lecho maloliente, que había desaparecido para dejar paso a una escena que se estaba desarrollando como una una serie de televisión. Pero las imágenes eran reales; estaba pasando realmente. El agua que resplandecía con un brillo inmaculado mostró a las dos presencias sobre el Puente de Londres- extraña butaca para presenciar una secuencia- como tres personajes que Arthur conocía bien, se sentaban a la mesa, risueños. El joven Matthews con su rulo inquieto y Francis, aquel bastardo francés con perilla y su melena ondulada recogida en una coleta, reían y cantaban villancicos o canciones que estaban de moda en aquella década. Pero la tercera presencia, un joven que aparentaba algo más de veinte años, de pelo rubio corto y lentes rectangulares, observaba su plato con desgana.

–¿Qué ocurre, Al? –preguntó Matthew, acercándose al americano–. ¿No te gusta la comida?

–¿Bromeas? Está delicioso –se apresuró a aclarar Alfred–; es sólo que...

–Si sigues pensando en él, va a acabar apareciendo como un fantasma –rió Francis dando un bocado a su pavo–. No le des mas vueltas. No podemos obligar a nadie a venir.

–¿Ni siquiera cuando él esta...mal? Matthew, tú hablaste con él, y eres el único contacto que tiene con el mundo exterior. No podemos quedarnos de brazos cruzados, ignorando como lo está pasando –protestó Alfred viendo como sus amigos se tomaban a guasa todo ese asunto.

–Él está recogiendo las tempestades que sembró solito –contradijo Francis, señalando a Alfred con el tenedor, en actitud acusatoria–. No te dejes engañar, no es tu obligación y la nuestra ayudar a un hombre que no puede ayudarse a si mismo. Nos ha rechazado de plano, incluso al dulce de Matt que ha hecho tanto por él.

Después de aquel comentario, Francis empezó a imitar las maneras y las muletillas del británico que observaba todo aquello desde la distancia pero con una mueca de tristeza en su rostro. No se merecía la defensa de Alfred, pensó, porque después de ello se inició una disputa y el americano pegó al francés una bofetada en la cara, ofendido por como estaba tratando a Arthur. De no ser por Matthew, la pelea se hubiese alargado hasta quién sabe cuanto.

El espíritu, corpóreo a diferencia de la llama que le había asaltado para mostrarle su pasado, movió la mano para disolver la imagen desde lo alto del puente y esta fue sustituida por una nueva en la que Alfred se encontraba tendido sobre una cama sin poder conciliar el sueño, con la vista fija en el techo de la estancia. Repetía una y otra vez súplicas por que el británico volviese con él y otra serie de frases relacionadas con su propio arrepentimiento.

Pero su autocrítica duró poco. Se levantó de la cama y poniéndose su cazadora característica, exclamó para sí con la determinación de un hombre que quiere cruzar el Atlántico con un aeroplano de principios de siglo:

–Si él no quiere venir, yo iré a por él. Esto tiene que acabar de una vez por todas.

Sin hacer ruido, salió corriendo de la casa de madera del canadiense y atravesó los campos nevados, solo, en dirección a la capital para tomar el primer vuelo de la madrugada hacia Londres.

La imagen desapareció para siempre y el río volvió a ser tan verdoso y corriente como siempre lo había sido. Arthur se llevó las manos a la cabeza, sintiendo como su corazón volvía a bombear sangre y los engranajes oxidados de su cerebro se movían velozmente. Por fin había comprendido.

–Va a venir aquí a buscarme. Oh Imperio, he sido un necio.–Su cuerpo temblaba por la desesperación y por el frío. El espíritu asintió con una seriedad inusitada.

–Así es. Quiere hablar, quiere arreglar todo contigo. La cuestión es si tú estás dispuesto.

–¡Pues claro que quiero! Pero es que estoy tan sucio y tan viejo que no creo que quiera verme así. Yo también quiero que las cosas se arreglen. Quiero estrecharle fuerte entre mis brazos y sentir su calor envolviéndome... Quiero volver a verle sonreír –explicó Arthur mientras fantaseaba con las expresiones faciales de Alfred. Rió de forma histriónica. Una extraña alegría le había embargado imaginando como sería su reencuentro con aquel al que hasta esa noche había odiado con toda su alma. Pero del odio al amor hay un paso–. Espíritu, tienes que llevarme de vuelta. Necesito adecentar todo para recibirle. Quiero que sienta que está entrando en su hogar, no en un vertedero. Por fin entiendo mi razón de vivir y es él. ¡Por fin!

–No tan rápido, jovencito. –El imperio agarró de los hombros a Arthur y le hizo calmarse a la fuerza–. Aún te queda un espíritu que debe visitarte. Ya sabes de quién hablo.

Cuando el romano dijo aquellas palabras, a Arthur se le cayó el alma a los pies y arrastrándose como un perro rogó al ánima:

–Por favor, te lo suplico. Ya he comprendido que amo a Alfred y que él es mi vida. Por favor, no hagas que visualice los horrores que me depara el futuro.

–Lo siento, Arthur. Pero incluso Scrooge tuvo que pasar por lo mismo. Con ello quedará demostrado que tus sentimientos son verdaderos si contemplas tu propia ruina futura –lamentó Imperio con un gesto triste, mientras su apariencia se arrugaba y marchitaba con asombrosa rapidez.

–Espíritu, por favor. No me dejes solo ante él. No sé qué aspecto tiene y tengo miedo de lo que puede enseñarme.–Pero el cuerpo del espíritu se deshacía en las manos del inglés, como la arena del desierto.

–Bueno, tiene el mismo aspecto que siempre. Mors est idem apud omnes.*–El Imperio Romano dejó de existir y las partículas de su alma quedaron suspendidas un momento para después volar lejos del Puente de Londres, como polvo de estrellas.

Pero no había llevado al británico de vuelta a casa, aún permanecía allí encaramado en lo alto del monumento victoriano. El frío era muy real a demás de todas las sensaciones que albergaba en su cuerpo en esos instantes.

Se había quedado completamente sólo.

1* De vez en cuando es saludable hacer tonterías.

2* La muerte es igual para todos.

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