Atlético Malacalle

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Malacalle no era un buen nombre para un pueblo. Su carencia para lograr la ensoñación con paisajes naturales llamativos o atracciones arquitectónicas lo convertían, de entrada, en un lugar de pocos buenos augurios.

Pero era el nombre que tenía, puesto por vaya a saberse quién. Y ahí estaba pintado, o mejor dicho despintado, en el cartel de la estación. Esperando, como sus poquísimos habitantes, a un tren que hacía años no llegaba. Esos pocos seguían resistiendo el paso del tiempo y el aburrimiento, saludándose día tras día, mirando curiosos a cualquier forastero que aparecía, casi siempre perdido, buscando otra cosa. 

Sus calles polvorientas tenían el gusto a siesta y tranquilidad que puede haber en un sitio donde todos se conocen con todos, y mientras los veranos lo calcinaban con un sol implacable y seco como sólo en Córdoba puede haber, los inviernos lo helaban con su viento rápido y salvaje. Pero allí seguía, dormido, muy dormido. Pero vivo. 

Un puñado de chicos igual de aburridos que los adultos se juntaban cada tarde en el club, el Atlético Malacalle, que supo conocer glorias lejanas llenas de bailes, corsos, y campeonatos de fútbol y bochas. En los últimos tiempos el pasto de su única cancha se había vuelto rubio como una cerveza, azuzado por la sequía que amarilleaba al pueblo y sus alrededores. 

Allí, una tarde de domingo de junio, el Sabandija pateaba una pelota con gajos a medio descoser. Y así como Malacalle no parecía evocar algo agradable, Sabandija tampoco podía mostrar buenas referencias. Pero qué otro apodo podía tener más que ese, que su abuela le puso y por el que todos lo conocían. Tener doce años en ese pueblo era tedioso, pero tener doce años, en ese pueblo, en una tarde invernal de domingo, y después de perder 11 a 0, era peor. Qué otro nombre le podía caber cuando lo único que quería era descargar su bronca haciendo cualquier maldad que se le cruzara, nomás para levantar un poco el día. 

Se detuvo con un pie sobre la pelota, y se cruzó de brazos con la mirada puesta en el horizonte cercano que hay en todos los pueblos alejados de los grandes edificios. Mirando el sol escondiéndose mientras teñía todo de naranja, llegó a una conclusión, una tan buena y fundamental como la de Arquímedes gritando Eureka: 

-Nuestro problema es que no tenemos técnico.

Sus compañeros, que lo miraban sentados desde el banco de suplentes, asintieron despacio no porque estuvieran de acuerdo sino porque el Sabandija era el mayor y se hacía respetar, y había soltado esa frase casi luciendo como un hombre que captó la esencia del problema pero también de la solución. 

Uno solo de ellos, Valentín, un chiquito rubio y pecoso que no pasaba de los once aunque él insistía que en tres meses también cumplía los doce, frunció el ceño ante las palabras del Sabandija. No le parecían muy acertadas, así que se animó a hablar:

-Pero si tenemos técnico.

El mayor se giró con la pelota aún bajo su pie, y miró al director técnico de la única división de Atlético Malacalle: su padre. El hombre, cruzado de brazos en el banco de suplentes contrario, dormía una siesta. 

Claro, sí, tenían un director técnico. Roberto Casimiro era quien los dirigía oficialmente, no porque fuera especialista en fútbol ni en tácticas, ya que a duras penas sabía que la pelota es redonda. Estaba ahí porque su esposa, la Claudia, lo mandaba a que hiciera algo cuando no trabajaba en el matadero de vacas de Espil. Así que él iba al club cuando su mujer lo gritoneaba un poco, y de paso cuidaba al Sabandija para que no hiciera macanas. Solamente se paraba ahí, detrás de la casi invisible línea de cal, cruzado de brazos y mirando sin ver. O sino se sentaba a dormitar hasta que algún pelotazo ruidoso lo sobresaltaba o los chicos se entraban a pelear por alguna pavada. Ahí sí intervenía, poniéndose de pie y soltando un “¡Cheee!” que poco y nada tenía que ver con un regaño pero sí con una reafirmación de la presencia adulta en medio de los niños. 

Sabandija observaba siempre aquel desinterés de su padre no sólo con el equipo sino con la vida en general, porque en su casa también su única participación verbal consistía en ese “¡Cheee!” cuando las cosas se ponían picantes entre los hermanos Casimiro. 

Aún así el improvisado técnico cada domingo se presentaba, bien vestido pero con sueño, a dirigir al equipito. No lo hacía por el fútbol, ni por su hijo, ni siquiera por su mujer, sino porque el único bar del pueblo estaba cerrado y no le quedaba otra que ir a la cancha. Cuando había suerte, Don Amancio, uno de los más viejos, abría el escasísimo buffet del club y juntos se tomaban alguna cerveza mientras los chicos hacían lo que podían ante imponentes rivales que jugaban ordenadamente y con precisión. 

-Tenemos que cambiar. Como hacen los equipos grandes, esos cuando andan con una mala racha enseguida echan al técnico y buscan otro mejor -Sabandija agarró la pelota, se la puso bajo el brazo derecho y caminó hacia sus compañeros. Eran trece chicos de distintas edades que sólo querían patear un poco y correr pero que, tal como a él, la última derrota frente a Sportivo Villa Florida los había golpeado bastante.

Y es que en las localidades cercanas algunos no entendían cómo se seguía teniendo en cuenta a un club como Atlético Malacalle que más que club era una vergüenza. Casi sin cancha, casi sin equipo, y casi sin vestuarios porque sí, casi siempre estaban inundados porque nadie arreglaba los caños, era una imagen triste y fiel reflejo del pueblo al que pertenecía. Todos los de alrededor tenían poca gente, sequía, y años sin tren, pero Malacalle había llegado a un nivel más alto en sus características deprimentes y nada tenía que ver con su nombre sino con algo más, algo que se respiraba en el aire: la derrota. 

-No tenemos un buen DT -reafirmó el Sabandija, quizás englobando en esa conclusión a todos los problemas que arrastraba su pueblo. 

El más callado de todos, Alex, se metió el meñique de su mano izquierda en la oreja, rascó un poco y miró con atención su pesca mientras hablaba con un hilo de voz:

-Para mí tenés razón, no nos ven como gente seria con… tu papá. 

Sabandija miró hacia el lado donde su padre seguía medio roncando, ajeno a todo el debate. 

Alex había dicho una gran verdad. Nadie los veía más que como un entretenimiento, una manera de jugar fácil y rápido y llenarles la canasta de goles a un grupo de chicos desgarbados que iban desde los 7 a los 12 años. Sabían lo que pensaban de ellos, pero aún así seguían corriendo atrás de la pelota con toda la velocidad que podían reunir en sus gastados botines. Para cuando lograban casi de casualidad hacer un gol se sentían en la final de la Copa del Mundo, y gritaban hasta desgañitarse, y el técnico salía de su sopor alcohólico para dar algún saltito y aplaudir. Por eso seguían allí, pese a la inercia de los adultos que dejaban abandonado, cada día, un pedazo más de pueblo. 

-¿Y de dónde vamos a sacar un técnico nosotros? Naaa, imposible -otra vez habló Valentín, cruzándose de brazos, ya negándose a la perspectiva de una autoridad que diera órdenes y no durmiera la siesta en el banco. 

-No sé…-Sabandija se rascó la cabeza, temiendo estar lleno de piojos otra vez. Miró a Joaquín, el más pequeño de todos, que sentado sacudía sus piernitas en el aire-. ¿Tu hermano Pablo no puede?

-Está estudiando -respondió el chico, y después, para remarcar una superioridad que se quería colgar frente a sus compañeros, hinchó el pecho y subió el mentón-. En la capital. Porque está estudiando medicina.

-Uy sí, ya lo dijiste cuarenta veces a eso -a su lado, el Oreja Brandi rodó los ojos-. Pa’ lo médico que va ser ese, si no sabe ni leer.

-¡Eh! ¿Qué te metés con mi hermano? -Joaquín le dio un empujón y ahí Sabandija supo que la charla formal había llegado a su fin, porque el grupo de niños -y él insistía en llamarlos así, niños, porque él ya era el adulto ahí-, discutían por hermanos, hermanas, y tonterías de todo tipo que nada tenían que ver con el verdadero meollo de la cuestión. 

Así que se fue para su casa con la pelota bajo el brazo, dejando a su padre atrás, que todavía dormía pese al griterío agudo de los chicos. Se dio cuenta que ser adulto en Malacalle podía llevarlo por dos caminos: contar con la solución a todos los problemas del pueblo pero no tener ni el más mínimo apoyo, o dormir la siesta hasta que el domingo se acabara.  

Ninguna de las dos le gustaba, pero la adultez también tenía una cuota grande de resignación.

Tuvieron que pasar tres días para que llegara a otra conclusión tan inesperada e importante como la primera.  

Su hermana Lola se pintaba las uñas junto a una amiga en la cocina, y el televisor estaba prendido pero nadie le prestaba atención. Afuera llovía y eso lo tenía inquieto y aburrido, más porque su madre le había confiscado el teléfono celular ese mismo mediodía después de ver las notas del boletín. Así que para alejarse de la charla femenina que lo asqueaba porque no paraba de girar en torno a novios y cantantes coreanos, Sabandija se sentó frente al televisor, subió más el volumen para echar a las mujeres de ahí, y buscó, dispuesto a encontrar algo que captara su atención. Estaba grande para dibujitos así que salteó rápido los canales infantiles y pasó a los de deportes. En uno se estaba produciendo un intenso debate donde varios hombres gritaban y peleaban por Boca, y eso le interesaba sobre todo porque su equipo en los últimos tiempos iba a los tumbos. Después de unos minutos de palabras cruzadas de las que nada en limpio podía extraerse, el debate se relajó gracias al conductor, que se mandó una declaración que a Sabandija le sacaba una sonrisa cada vez que la escuchaba: “dejemos de pelear muchachos, que somos campeones del mundo”. 

La frase fue dicha sólo para dar pie al siguiente bloque televisivo, pero Sabandija no lo sabía y si lo sabría probablemente no le interesara. Él se quedó pensando. A veces lo olvidaba, porque era fácil olvidarse cuando la escuela y la nada del pueblo le demostraban que era más bien un perdedor, pero cuando lo recordaba sentía el pecho lleno de orgullo. Somos campeones. Somos los mejores.

Entonces, si somos los mejores, nada nos puede parar. 

Ganar aunque sea un partido con Atlético Malacalle no podía ser tan imposible. Claro que siempre competían contra otros argentinos que también eran campeones del mundo. Eso complicaba las cosas. 

Achicó los ojos, prestando atención a la pantalla del televisor y no a Lola y la amiga que chillaban para que bajara el volumen. 

Hubo una presentación antes de un par de entrevistas anunciadas por el conductor del programa. Los colores celeste y blanco, las caras de los hinchas sufriendo en Qatar, Montiel al arco y gol. Todo amenizado con una música épica como en las películas. 

Sabandija recordaba bien ese domingo de diciembre, el día de la final. El pueblo estuvo lleno de calor veraniego y olor a asado, y sus habitantes gritaron desaforados cada gol, haciendo revivir, por un rato, a las calles polvorientas para después dejarlas vacías otra vez cuando la mayoría se subieron a las chatas y autos y se fueron a festejar a Villa Florida “porque allá hay más gente”. 

Él se quedó en Malacalle, quería festejar ahí con sus amigos pero todos se fueron con todos. El pueblo quedó silencioso como siempre, así que después de saltar un poco en el punto más alto de la plaza -un banco-, se volvió a la cancha a seguir pateando, como cada día, su pelota gastada.

Un poco se pensó como Montiel, caminando despacio, respirando lento, concentrándose frente a un arquero imaginario rodeado de un estadio también imaginario que creía en él. Pateó muchos penales, a todos los convirtió en gol, y se tiró en el suelo e hizo que lloraba y que miraba a cientos de cámaras y les decía que dedicaba ese momento a su madre, a su abuela, a todo Malacalle que siempre lo apoyó. 

-¿Podés bajar esa porquería, nene? -Lola le dio un manotazo en el hombro y después le quitó el control remoto y puso el canal de música, donde un rapero se contorsionaba entre luces de colores. 

Medio asustado por el inesperado golpe y por salir tan rápido de sus recuerdos, peleó con su hermana hasta que el padre se apareció, chorreando agua del impermeable, quejándose sobre que siempre que llegaba a la casa había algún problema. 

La chica le arrojó el control remoto y con su amiga se fueron a la pieza para evitar más regaños de su padre. Después de saludar brevemente al hombre y sin ganas de acusar a su hermana, Sabandija regresó al canal de deportes donde el personaje que él imitó en aquel caluroso domingo de diciembre contaba cómo había vivido el momento clave de su carrera. 

Le prestó mucha atención, sabiendo que, si se esforzaba lo suficiente, él podía ser como ese jugador. Pero faltaba algo más. Y es que esfuerzo le sobraba, pero volvía a la misma preocupación de tres días atrás. Sin un buen técnico, él jamás llegaría a ser un buen jugador, jamás patearía un penal decisivo para Argentina y jamás su familia y hasta su maestra que siempre lo retaba podrían decir “yo sabía que Sabandija era importante”. 

Y ahí es cuando llegó a la otra conclusión, quizás la más fundamental de todas. El técnico que necesitaba Atlético Malacalle era Scaloni. 

Ni siquiera le pareció descabellado pensarlo. Era, en cierto punto, hasta lógico. El tipo lo estaba diciendo ahí, en la televisión, en la entrevista que estaban mostrando. Según él, para ganar hacía falta juego, empeño, velocidad, compañerismo. 

El equipo de su club tenía todo eso, cumplía con los requisitos que el DT parecía estar pidiéndole a través de la pantalla. Y además, también había algunos jugadores estrella: él, por supuesto, pero también el Oreja, que era muy bueno aunque medio distraído, y Santino que era chiquito de cuerpo pero corría sin cansarse y pegaba terribles pelotazos. Los demás tenían sus cosas malas pero eran compañeros y se peleaban poco. Con un buen técnico, el mejor del mundo, Atlético Malacalle podía levantarse. 

Todo lo demás que el DT dijo parecía concordar perfectamente con lo que el Sabandija comenzó a planear en su cabeza, más aún cuando mencionó que en los próximos días pasaría por Córdoba. Listo, mejor todavía. La oportunidad estaba ahí. 

-¿Me prestás uno de tus cuadernos? 

No le gustaba nada pedirle cosas prestadas a Lola, porque ella siempre le decía que él rompía todo, y eso fue lo que le gritó antes de querer cerrale la puerta de la pieza en la cara.

-Es para anotar un plan. 

-¿Un plan? ¿De qué? No te creo nada, vos seguro me vas a perder mis cosas, como siempre, y…

-¡Cheee! -otra vez su padre usó su característica exclamación para acabar con la reyerta entre hermanos. 

-No le presto nada a este, porque me lo rompe o lo pierde o lo vende. 

Roberto no dijo nada a su hija, sólo movió una mano señalando que la discusión estaba terminada, y se llevó al Sabandija de regreso a la cocina, agarrándolo suavemente de un hombro. 

-Agarrá, tomá -le entregó al chico su lapicera, y después buscó en sus bolsillos hasta que sacó un largo ticket del supermercado de Villa Florida-. Acá tenés, anotá y no hagas más bochinche.

Sabandija miró a su padre, un poco ofendido porque él no había hecho nada, sólo pidió prestado un cuaderno y la del bochinche fue su hermana. El hombre agitó los elementos en la mano, esperando que los agarrara. Dudó, su plan debía estar bien detallado y prolijo y para eso necesitaba un cuaderno de esos lindos que Lola usaba, y varios colores que también su hermana poseía en forma de marcadores y finos lápices, pero debería conformarse con la lapicera mordida de su padre y el ticket.  

Aceptó las cosas y se sentó en la cocina, escribiendo el paso a paso con letra pequeña para que entrara todo en el trozo de papel. Su madre regresó de la visita diaria a la abuela y el enojo por el boletín pareció haberse esfumado cuando lo vio ahí, quieto y sin hacer lío, escribiendo muy concentrado. 

-¿Viste que se puede ser buen alumno? Así me gusta, haciendo las tareas. 

Sabandija no respondió, su padre sí porque soltó una risa chiquita, apenas negó con la cabeza, y siguió con el salame y pan que comía cada día luego de regresar del trabajo. 

-Conseguí técnico -anunció Sabandija la tarde del día siguiente.

Los chicos miraron de reojo a Roberto, que sentado en una mesa renga y oxidada se tomaba una cerveza con Don Amancio, observando de lejos al grupo después de la práctica.

-Pero ya tenemos.

Sabandija miró con algo de desprecio a Valentín, que parecía empeñado en contradecir lo obvio.

-Mi viejo no.

-¿Y entonces?

-Les estoy diciendo que conseguí otro. 

-Pará, ¿era en serio lo del otro día? -el “Colo” Muñiz lo miró interesado, frunciendo sus cejas rojizas, las únicas cejas así de todo el pueblo sin contar las de su madre. Era el arquero oficial, no porque fuera hábil en eso sino porque el asma no lo dejaba correr. 

-¡Y má’ vale que era en serio! Yo siempre hablo en serio. 

El Colo miró a Joaquín, el chico se encogió de hombros.

-Ya dije que mi hermano no, porque…

-Sí, sí, porque estudia en la capital -el Oreja le sacó la lengua, ganándose una patadita del más pequeño-. Igual si no es el hermano de este, ¿quién es? Porque Pablo era el único que sabía algo de fútbol acá. 

-Si no me dejan hablar nunca se van a enterar -Sabandija se cruzó de brazos, ya molesto por tener que seguir aguantando a ese grupo de nenes que no sabía cerrar la boca. 

-¡Y bueno pero este tarado empezó a joder! -Joaquín se quejó, se sumó el Oreja y enseguida la batahola creció porque sí, y se frenó cuando Sabandija pegó un pelotazo al arco, dándole con un golpe seco al travesaño antes de pasar sólo a un par de centímetros de la cabeza de Valentín. 

-¡¿Se pueden callar?! 

Los más pequeños del grupo hicieron silencio, los demás siguieron murmurando insultos por lo bajo. 

-Tengo un técnico y es Scaloni.

El Oreja fue el primero en reírse, un poco dudando, pero después lo siguió Valentín, y después el Colo, y Bautista, y finalmente todos los demás. Era inútil, jamás se llegaría a nada si tenía que tratar con esa gente. Agarró la pelota y se dispuso a irse.

-Pará, ¿vos sabés lo que decís? -Bautista, que era hermano de Valentín y apenas más chico que él, lo frenó con una mano en el pecho-. Yo también quiero que venga Messi, pero no va a venir. 

-¿Y qué sabés? 

-Ah dale, capaz viene Messi a Malacalle. Y capaz viene Scaloni. 

Sabandija dejó la pelota en el suelo y con un pie sobre ella se estiró un poco para parecer más alto y así meter miedo a los insolentes que estaban poniendo en duda su idea. 

-¿Por? Lo podemos traer. 

-¿Y con qué plata? 

Bueno, ahí Valentín tenía un punto. Plata, lo que se decía plata, no tenían. Sus ahorros llegaban a la desmesurada suma de dos mil pesos, y si juntaba los de Lola -sabía que los guardaba en una lata de Barbie adentro del ropero-, y los de los demás chicos… No, no llegaban a nada. 

-Yo no voy a poner un peso, estoy juntando para la play -dijo Alex, y varios más se plegaron a su comentario. Había compras más urgentes sí, la play, un celular, una bicicleta, algún jueguito, las nuevas zapatillas, y un largo etcétera. 

Sabandija tenía algunas de esas cosas, otras las deseaba mucho, pero más deseaba ganar. Y nuevamente de vuelta al mismo punto de partida, para ganar…

-No necesitamos a Scaloni. 

Valentín ya lo tenía podrido. Lo miraba con esos ojos desafiantes y claritos y esos pelos rubios y duros, y Sabandija no podía pensar en otra cosa que bajarle los dientes chuecos que tenía. 

-Claro que lo necesitamos, gil. ¿No ves que nos sacó campeones? 

-Ya sé, Ángel, pero…

Si había algo que no le gustaba ni en lo más mínimo era que lo llamaran por su nombre de pila. No era un nombre, era un insulto para él. No tenía alitas, no era rubio y blanquito ni se portaba bien. Encima Valentín lo había dicho queriendo hacerse el mayor, como si hablara con un chico tonto que no entiende, y eso lo sacó más de las casillas. Iba a meterle un empujón para demostrar de una vez quién mandaba ahí, pero se contuvo. Tenía un objetivo muy importante y no podía desviarse de eso.

-Hice un plan. 

-¿Para qué? -Alex seguía rascando sus orejas, y Sabandija miró la ronda formada a su alrededor. 

-¿Cómo para qué? ¡Para que Scaloni venga!

-Uh otra vez con eso -Valentín seguía y seguía, pero Sabandija estaba dispuesto a no armar lío. 

-Escuchen, por si no sabían, yo sé manejar.

Claro que lo sabían, si él mismo se encargaba de repetirlo casi todos los días desde hacía tres meses cuando aprendió a dominar un tractor en la casa de su tío. 

-El tipo va a estar en Córdoba la semana que viene. 

-¿Qué tipo?

-¿Cómo qué tipo? Nuestro técnico.

-¿Tu papá va a ir a Córdoba?

-¡Mi viejo no, boludo! Estoy hablando de Scaloni. 

Las carcajadas ante el disparate que escuchaban se calmaron enseguida porque el padre del Sabandija pasó junto a ellos, dirigiéndose a su siesta en el banco de suplentes. 

-La idea es que vos -continuó el chico, apenas usando un murmullo, y señaló a Valentín-, le saques la chata a tu papá. 

Tanto el niño rubio como su hermano Bautista lo miraron asustados. 

-Vos le sacás las llaves y yo manejo. Y nos vamos hasta Córdoba.  

Todos a su alrededor parpadearon en silencio. Santino abrió la boca, la cerró, después se atrevió a hablar. 

-¿Y eso para qué?

-Lo vamos a secuestrar. 

Los más chiquitos se asustaron, los más grandes soltaron otra vez sonoras carcajadas. 

-¿Vos me estás jodiendo? -el Oreja lo miró de arriba a abajo-. ‘Tas re loco…

No se dejó atemorizar por las opiniones y sacó del bolsillo de su pantalón el ticket, casi transparente por estar doblado y por ser trasladado de prenda en prenda para que siempre estuviera bajo su resguardo y nadie descubriera su plan. Con cuidado desdobló el papelito y lo extendió bien. 

-Acá tengo todo. Se me ocurrió secuestrarlo porque plata para pagarle no tenemos.

-¿No es más fácil pedírselo y listo? Le escribimos por Instagram.

A veces le daba bronca que Joaquín, siendo el más chiquito, dijera cosas inteligentes. Capaz que era porque su hermano estudiaba medicina. Le tenía que dar la razón, era más fácil pedir que saltar directamente a un delito -porque sabía bien que robar, secuestrar y matar eran delitos y estaba mal, pero él no pensaba hacerle daño a nadie-, pero también sabía que escribir al Instagram sería inútil, jamás habría una respuesta porque todo el mundo estaría escribiendo cientos de mensajes al DT. Y si iban hasta Córdoba y pedían personalmente lo que estaban necesitando tampoco tendrían suerte, porque nadie que tuviera la posibilidad de elegir iría a Malacalle.  

Así que la idea del secuestro se tornaba la más correcta, y cuando la explicó con detalle se sorprendió al ver que sus amigos entendían, despacio, y que después cada uno parecía procesar lo que escuchó y estaban dispuestos a acompañarlo, incluso Valentín. 

-Yo me prendo -Joaquín habló después de un prolongado e inusual silencio-. En casa hay una pieza libre porque mi hermano…

-¡Sí, estudia medicina! -bufaron todos al unísono.

-Che pero no tenemos armas -el Oreja se tomó el mentón, pensativo-. Y para secuestrar a alguien se precisa eso. Tengo mi pistola de agua pero ni mi perro se asusta con eso. 

-Ustedes confíen en mí -y con esa simple frase, pronunciada con toda la seguridad de la que era capaz, el Sabandija dio por comenzada la ejecución del plan. 

Los ayudó muchísimo enterarse de algo trascendental: Scaloni no sólo estaría en Córdoba sino que se llegaría hasta Villa Florida. Era obvio que lo llevarían ahí, porque ese pueblo estaba “lleno de chetos” y su club era tan importante que hasta pileta de natación tenía y también dos canchas con césped sintético. 

Sin embargo a ellos les convenía esa visita a aquel pueblo que les caía mal, porque sólo los separaban veinte kilómetros y si iban por camino de tierra ningún policía los vería. 

El plan se tornaba cada vez más perfecto y sobre todo, posible. Ni bien supieron que el famoso DT estaba llegando a la localidad vecina pusieron en marcha todos los engranajes. 

Aquel nuevo y aburrido domingo a la hora de la siesta la mayoría del equipo se subió a la caja de la camioneta de Juan Gauto, y se escondió bajo una vieja manta a rayas rojas

y negras, mientras que muy despacio el Sabandija abría la puerta del conductor y se sentaba allí, esperando. El silencio se alargó en minutos interminables en los que el chico tragaba saliva, nervioso, sabiendo que cualquier error echaría por tierra a su club. 

Al fin los chicos Gauto aparecieron por el portón, cerrandolo lentamente para evitar que sus padres despertaran de la siesta, rogando a sus tres perros que no ladraran. Valentín le revoleó las llaves en el aire a Sabandija y los dos hermanos se treparon a la cabina, ya que después de todo eran los dueños -indirectos- de aquel vehículo. 

-¿Seguro que tu viejo tiene el sueño pesado, no?

-Si, ni cuenta se va a dar, vos dale nomás. 

Le gustaba esa confianza que ahora Valentín demostraba en él. Ya no se quejaba ni lo desafiaba, sino que estaba completamente dentro del proyecto. Él mismo le mostró cómo encender la camioneta, y ahí el Sabandija tomó la posta demostrando lo aprendido, porque puso primera y salieron dando corcovos rumbo al camino hacia Villa Florida. 

Poco rato después la camioneta dio un aviso lumínico y sonoro sobre el recalentamiento que conllevaba hacer unos cuantos kilómetros en primera marcha, pero los conocimientos del Sabandija llegaban hasta ahí y así continuaron, tardando bastante en llegar. Agustín, uno de los más calladitos pero más despiertos, propuso no levantar sospechas y dejar la camioneta en la entrada del pueblo y desde allí ir caminando hasta la plaza donde, al parecer, Scaloni estaba saludando gente. 

-Sí, están ahí -afirmó Bautista, mirando su celular-. Una prima mía que vive acá recién subió un reel a Instagram y están en la plaza. 

Sabandija afirmó con la cabeza sin decir nada, con la mirada puesta en la vereda ancha que tenía enfrente, caminando con decisión seguido por todos sus compañeros. Llegaron rápido a la plaza, porque después de todo el pueblo no era muy grande, y entre un montón de gente que pedía con insistencia una foto, lo vio. 

El salvador de su club, y quizá también de todo Malacalle, sonreía y firmaba camisetas, saludaba a viejitas y abrazaba a niños. Sabandija se quedó petrificado viéndolo, el poco sol de ese domingo le daba de lleno en la cara y le recordó a esos cuadros de Jesús que su abuela tenía colgados por toda la casa. Sintió un poco de miedo por lo que estaba a punto de hacer, pero a la vez sentía la seguridad de no tener alternativa. Ese hombre tenía que ir a Malacalle sí o sí. 

Miró a sus compañeros, todos vestidos con la indumentaria verde y blanca del club. Algunos niños de Villa Florida los reconocieron enseguida, por supuesto se rieron. Eso le dio el coraje para dar un paso hacia el grupo de gente, después otro. Esquivó a un padre que llevaba a su bebé en los hombros, y dio un paso final para ponerse frente a frente con Scaloni. 

El hombre lo miró, hizo una sonrisa amplia y extendió una mano para estrechar la suya, en un gesto que jamás ningún adulto había hecho con él. 

-Tenés que venir con nosotros.

No era así como practicó su discurso. Habían acordado con los chicos que primero era la foto, después contarle quiénes eran, y finalmente convencerlo de ir hasta la camioneta a base de un desmayo simulado por Kevin, el más paliducho y débil del grupo. Pero Sabandija se olvidó de todo y le salieron las palabras así, directas y secas. Estuvo ahí nomás la consecuencia de que el DT se ofendiera y diera media vuelta y ellos tuvieran que emplear recursos más drásticos, como por ejemplo la pistola de agua del Oreja o los dientes definitivos recién estrenados de Santino, pero no sucedió nada de todo eso. 

-Claro, vamos. 

Lo sorprendió mucho. Scaloni acababa de aceptar y de conocer a los demás niños del equipo, y también aceptó seguirlos, mientras tanto saludaba a las personas que salían a su paso en Villa Florida. Ninguno de los chicos podía creerlo, secuestrar a una persona estaba resultando muy fácil.

Como fácil resultó mantener a esa persona secuestrada. 

Porque lo que nació como un plan del chico más rebelde del pueblo llegó a contar con una semana funcionando perfectamente bien gracias a la colaboración y silencio de todos los implicados, incluso de su víctima. Scaloni no manifestaba ningún deseo de huir, es más, se había preocupado más por el hecho de que no tuvieran técnico que por estar secuestrado. Aceptó su destino y no opuso resistencia, conduciendo él mismo hasta el pueblo en un gesto extrañísimo que a todos los sorprendió porque era la primera vez que una persona se auto-secuestraba. Le habían hecho jurar y después directamente le rogaron que no se fuera. Lo necesitaban, el Sabandija tenía razón, el pueblo y el club precisaban ganar y para eso lo fundamental era un buen técnico y no el que tenían. 

Así que el equipo cambió sus tardes en la cancha pateando la pelota sin ningún tipo de dirección por reuniones en la piecita del fondo de Joaquín, donde aprendían todo tipo de tácticas para desestabilizar a sus temidos rivales. Era un poco difícil practicar todos amontonados en una habitación, pero recurrieron a filmarse y después mostrarle y aceptar con paciencia todas las correcciones. El técnico a veces hablaba de manera muy difícil y les costaba seguirle el ritmo, pero sabían que era parte de estar formándose para ser, al fin, un equipo serio. 

Lo importante era jugar y divertirse pero también tenían que estar más organizados y ser más precisos, así que iban al club para practicar lo aprendido después de cada reunión. Sabandija era el designado para poner en juego a todos y un poco se sentía como un técnico o ayudante, atento a lo bueno y los errores, anotando en un cuaderno -que sí, le robó a Lola-, aquellas cosas que pensaba que no estaban bien o fueron exitosas, para que después el técnico tomara sus decisiones. 

Mientras tanto, Roberto Casimiro a veces se aparecía a dormir o tomar su cerveza, y al verlo los chicos seguían practicando pero con la boca bien cerrada, por miedo a que se les escapara la verdad. 

-Me parece que ustedes andan jugando bien ahora -fue lo que dijo Roberto en la tardecita del viernes, después de verlos por casi dos horas mejorando sus pases. La mañana del día siguiente tenían un partido clave con Espil, y ahí verían si cometer un secuestro había valido la pena o no, por lo que la práctica se extendía pese al frío. 

-Puede ser, estamos viendo muchos videos -fue la respuesta rápida del Sabandija. No mentía, Scaloni les daba los mil y un videos nuevos y muy antiguos, para que miraran y aprendieran. 

Roberto sólo entrecerró los ojos despacio y le dijo que no volviera a casa muy tarde. Sabandija lo vio irse, lento en el anochecer de niebla. Le daba un poco de lástima estar mintiéndole así, como también le daba lástima todo en su padre, siempre cansado y de pocas palabras, cumpliendo con su rol de técnico por obligación cuando ya no era necesario porque ellos mismos se las habían rebuscado para reemplazarlo y ni siquiera le avisaron.

Un remate al arco lo sacó de su observación y volvió con sus compañeros, dispuesto a controlar los últimos detalles. 

El sábado por la mañana se amontonaron otra vez en la pieza de su víctima, quien les dio las indicaciones finales. Por lo visto y analizado, el equipo de Espil era más bien desordenado porque todos querían ser protagonistas, entonces era muy fácil hacerlos perder simplemente haciendo lo contrario, organizándose como un grupo que pensaba en lo colectivo. El DT volvió a mirar un par de videos que los chicos tenían grabados de sus contrincantes, y asintió conforme con lo resuelto. 

A las once empezó el partido y para las once y media, Atlético Malacalle, en un hito histórico en sus años recientes, iba ganando 1-0. En el equipo contrario no hubo rastros de desconcierto porque a veces, muy de vez en cuando, los chicos de Malacalle hacían un gol. La desesperación apareció cuando Santino hizo el segundo gol, y enseguida existió la posibilidad de un tercero por parte del Oreja, que dio en el travesaño.

Era tan raro lo que estaba sucediendo, que antes que el primer tiempo entrara en sus últimos minutos varias personas del pueblo se acercaron a la cancha para presenciar aquel milagro, lo que hizo que los chicos, al ver un poco de público, se envalentonaran y al fin hicieran su tercer gol, de la mano de Valentín. Los aplausos estallaron, las quejas de los contrarios también. Sabandija miró a su padre, que parado a un costado contemplaba con asombro semejante acontecimiento. 

Cuando el partido finalizó hubo un pequeño silencio incrédulo tanto de parte del equipo de Espil como de los jugadores y público de Malacalle. Al fin una victoria, conseguida con puro empeño. 

-Bueno, bien che -fue Roberto el que habló primero ante el grupo de niños que dirigía-. Veremos mañana cómo nos va. Ahora vayan a comer. 

Sabandija sabía que no debía esperar más de él. Las cortas palabras y la media sonrisa era todo lo que podría obtenerse de su padre, pero también era claro que seguía un poco en conmoción por el cambio drástico de los chicos que al parecer ahora tenían todo tipo de jugadas y sabían con qué actitud entrar a la cancha.

Porque eso fue lo que más les remarcó Scaloni: la actitud debía ser siempre la de ganar, no de manera pedante sino con seguridad, y todos lo aprendieron pero también lo creyeron. 

Por eso cuando al día siguiente tocó un nuevo partido con sus archirrivales de Villa Florida, escondieron los nervios detrás de una máscara de profesionalismo que todo Malacalle imitó. La noticia de la victoria ante Espil corrió con tanta rapidez que la gran mayoría de los habitantes dejó la siesta a un lado y se sentó con sus reposeras detrás del alambrado de la cancha, juntándose para evadir la brisa fría que corría. Todos miraban al equipo contrario y sus familias con un dejo de miedo que cambiaba a superioridad cuando alguno se animaba a gritar “¡Dale Malacalle!”

-Bueno chicos, tenemos que estar atentos y hacer todo lo que nos dijo Scaloni. Estos son re agresivos y buscones, no nos dejemos provocar. 

Todos asintieron al escuchar a su capitán Sabandija. Joaquín se giró para ver a su madre, que para su vergüenza le arrojaba besos desde la vereda, y Agustín sonrió al ver a su tía aprovechando el tumulto de gente para venderles tortas fritas. 

-Uy allá está la Alma -señaló Valentín, peinándose mejor, y recibiendo un coscorrón de parte del Sabandija.

-Dejá de mirar mujeres y concentrate, tenemos que…

Se calló porque su padre se acercó, sonriendoles como sonreía en Año Nuevo cuando se pasaba de sidra. El hombre puso una mano sobre su hombro, la otra la apoyó en el hombro de Bautista aunque Sabandija dudaba que su padre recordara el nombre del chico. 

-Bueno, vamos a ver qué sale, suerte -esas fueron todas sus palabras antes de palmearlos y dejarlos que se vayan. 

Quizás fue por la reciente victoria, o porque ese domingo frío era más soleado que los anteriores, pero Roberto esta vez no se durmió sino que caminó de un lado a otro, cruzado de brazos, mirando con atención el desempeño del equipo aunque no acotaba nada.

El primer gol fue tan extraordinario como el de Di María en la final del mundo. 

Con la contrariedad de que fue ejecutado por Villa Florida. 

Los ánimos bajaron, se empezaba a divisar otra acostumbrada derrota. 

Pero una madre aplaudió, gritó el nombre de Alex, después el de Malacalle, y otros más se sumaron, incluso la nena que le gustaba a Valentín. Un coro pobre porque pobre era la población del pueblo, inventó enseguida una canción usando una melodía de Xuxa, y los chicos se miraron impresionados. También lo estaba el equipo de Villa Florida, jamás habían visto un despliegue como ese en el pueblo que consideraban pequeño y aburrido.

Santino puso el empate luego de un zapatazo desde el mediocampo y así terminó el primer tiempo. 

-Hay que juntarnos más, terminamos muy dispersos -Bautista se rascó la cabeza, todos aprobaron su comentario. Era verdad, también estaban necesitando más velocidad porque los otros corrían mucho y cubrían todos los sectores. 

Sabandija miró al Colo, que seguía frustrado por el gol que le metieron. 

-Vos calmate pero abrí más los ojos. Hacé como el Dibu, enfocate -amaba usar esa palabra, desde que se la oyó a Scaloni la decía cada vez que podía y daba resultados. 

El Colo hizo el bailecito del Dibu, no para amedrentar a sus rivales sino para sentirse un poco como el arquero de la Selección, y golpeó sus guantes y se posicionó otra vez en el arco. 

Regresaron a la cancha, aunque inesperadamente el técnico se acercó a ellos. 

-Van bien, eh. Sigan.

Extrañados por la nueva actitud de Roberto, comenzaron a jugar, y a los veinte minutos Sabandija hizo su gol. El árbitro lo anuló de inmediato por posición adelantada y el chico quiso golpearlo pero se contuvo. Nada de disputas o peleas. Tal como él lo pedía, había que estar enfocado. 

Fue Alex quien hizo el gol válido, su madre casi se desgañita gritando, y de la nada alguien del público trajo un bombo y comenzó a golpearlo en un ritmo desigual pero que a todos los entusiasmó para alentar más.

Sabandija daba las indicaciones que el técnico no, y se organizaron un poco mejor aunque como siempre, Villa Florida era más rápida y a la media hora casi les empató con un gol que fue anulado por el mismo problema del offside.

Comenzó a ver que el equipo se inquietaba con nervios, errando pases y rematando con pelotazos que caían en cualquier parte menos cerca del arco. El bombo se calló, la madre de Alex también, y el cielo se empezó a nublar, pronosticando una nueva derrota. 

No podía ser que todo acabara ahí. Que todo el esfuerzo que pusieron en esos días fuera para una victoria contra Espil que apenas duró veinticuatro horas. Estaban a punto de perder, en pocos minutos sus contrincantes pondrían la pelota en el punto exacto del arco y todo el sueño se desvanecería.

El Colo, a punto de llorar de nervios, se convertía en la herramienta más eficaz, porque qué más fácil que un arquero llorando para meterle un gol o dos, o los que entraran. 

Sabandija se agarró la cabeza, observando el panorama desolador. Era injusto, acababan de lograr que todo, o casi todo el pueblo, estuviera allí alentando, haciendo algo que no fuera aburrirse. 

Mientras veía cómo Atlético Malacalle perdía la pelota otra vez, Sabandija pensó en las mínimas posibilidades que existían sobre un club con una cancha pareja, con público no en la vereda sino en las gradas que ahora estaban inutilizadas por la podredumbre, con una reputación que despertara respeto y no burlas. Y sobre todo, pensó en ese mismo pueblo viéndolo a él como un jugador de fútbol y no simplemente como un sabandija. 

La tristeza arreciaba en el rostro de su padre, también en los ojos brillantes de su madre, de Lola y de la abuela que temblaban de frío con los dedos enredados en el alambrado, mirando cómo el club era empatado luego de un pelotazo asesino que dejó al Colo llorando en serio en la tierra. 

Lo positivo estaba en que al menos metieron dos goles, y que solo les hicieron dos. 

Faltando siete minutos para el final, Sabandija debió recurrir a su adultez y resignarse. Podría haber sido peor. 

Devolverían a Scaloni a su casa, le agradecerían por todo y seguirían practicando lo que les enseñó para aunque sea seguir empatando. No sería lo mismo, se habían acostumbrado a su presencia, a sus correcciones y sus ánimos. 

Regresó su mirada a Roberto, no ya buscando un técnico sino un padre que saliera a defenderlo. Pero como siempre, no dijo nada. Y qué podía decir, si nada sabía. 

Sintió lástima otra vez por él, y porque con una victoria ante Villa Florida su padre y toda esa gente que ahora los veía podría reaccionar y ser, aunque sea por un rato, felices. Y decir, aunque sea por unos días, “vamos a apoyar al club”. Y pensar, aunque sea por unas horas, que vivir en Malacalle no era tan fatídico como parecía. 

Valentín le pasó la pelota y él corrió, corrió como si el viento lo empujara, pateó con todas sus fuerzas para que el arquero flaquito de Villa Florida tuviera pánico de atajar, pero la pelota dio en un palo y salió disparada hacia afuera. Se agarró la cabeza, faltaban cinco. Sería un empate y había que agradecerlo. Peor era perder como siempre, 11-0, 9-0, 7-1.   

Vio a Kevin en su puesto de mediocampista pálido, más que de costumbre. El chico temblaba, levantó un dedo débil hacia Roberto. 

Sabandija miró hacia allí y también se puso pálido, porque junto a su padre estaba Scaloni. 

-¡No, no, no, se arruinó todo! -escuchó a Alex quejándose-. ¡¿Quién lo dejó salir?! 

Sabandija no pudo decir nada, ni siquiera se movió. Aquel técnico “fantasma”, el que tenían secuestrado y por el que al menos no estaban sufriendo una nueva y estrepitosa derrota, hablaba en el oído del técnico oficial, que por primera vez en todo su ciclo levantó una mano para hacer una indicación. Roberto llamó a Agustín con una seña, después miró a Bautista que estaba en el banco. 

El árbitro pitó para que el partido se detuviera y así realizar el cambio de jugadores. Los dos chicos se saludaron y Agustin se quedó parado junto a Scaloni, preguntando una y otra vez qué hacía ahí aunque no había respuesta. Se reanudó el partido, Bautista hizo una jugada que habían practicado bastante, y que finalizó en el suelo del área chica. 

-¡Penal! -gritaron los vecinos, dejando las reposeras y el mate, mirado con atención al árbitro. 

Sabandija se giró para ver a su padre porque todos se giraron para mirarlo a él, pidiéndole que patee ese penal. Roberto dudó, miró a Scaloni que imponente a su lado estaba cruzado de brazos, con una media sonrisa y un asentimiento. Roberto se giró para ver a su hijo, sonriendo también, indicando con el mentón que fuera hacia el arco contrario.

En ese momento se dio cuenta. 

Pero no lo pudo pensar mucho, porque el árbitro le alcanzó la pelota, y marcó con un dedo índice y recto el punto exacto donde debía dejarla. La depositó en el suelo de pasto seco y tierra suelta, y se alejó un par de pasos. De reojo podía ver a sus contrarios, conteniendo la respiración, y sus compañeros cruzando las manos, rezando aunque no sabían cómo hacerlo. En el costado derecho, el movimiento de más gente de Malacalle, agarrándose el pecho o al alambrado, con los ojos fijos en sus pies. No había gritos, ni bombos, ni siquiera aire moviéndose.

Tragó saliva, y recordó ese domingo caluroso de diciembre donde pensó que podía ser Montiel, pateando el penal decisivo en una tierra lejana y extraña. Se sentía así, pero a esta tierra la conocía bien, conocía cada pasto y cada hormiga y cómo el viento podía ser traicionero y hacer remolinos, y sabía el nombre de cada vecino que lo miraba desde pocos metros con el corazón latiendo desbocado, olvidando que sólo era un partido de chicos y poniendo la fe en sus pies chiquitos. 

Sonó el silbato y  corrió, clavó su pie derecho en el suelo, apoyó con suavidad el izquierdo sobre la pelota. El arquero flaquito poco pudo hacer para evitar aquella entrada limpia por el ángulo superior derecho, que sacudió la red con la misma fuerza con la que todo Malacalle sacudió el alambrado, gritando el gol más justo de toda su historia. 

Tres a dos. Tres, como las estrellas que habitaban las camisetas celestes y blancas. Tres, como los deseos que pidió el Sabandija en su cumpleaños, y todos eran el mismo: ganar algo con el club. Tres, como la cantidad de chicos que lo levantaron por el aire cuando el partido finalizó con un silbatazo agudo del árbitro. 

Allí, mientras flotaba en el aire frío, vio a su padre, vio a su pueblo, y terminó de darse cuenta. 

Cuando los chicos lo bajaron y corrieron al banco de suplentes, Sabandija se quedó un segundo quieto en medio de la cancha, mirando a su padre, que sonreía tanto que parecía un chico más. En ese momento creció de verdad, maduró. Sus ojos de adulto lo vieron: su padre siempre lo supo. Todo Malacalle lo sabía. 

Se acercó despacio, casi arrastrando los botines por el césped amarillo, y cuando se detuvo frente al hombre no sintió lástima. Su padre no era el que no sabía nada, su padre lo sabía todo. Y sintió admiración por él.

Después le preguntaría si se enteró de todo la tarde que fingió dormir en el banco de suplentes cuando sus compañeros escucharon y aceptaron el plan, y si él mismo convocó a todos los vecinos de Malacalle para apoyarlos secretamente, o si se aguantó el descuento de un día de trabajo para viajar en ómnibus hasta Córdoba y contarle personalmente a Scaloni lo que los chicos querían, y si Juan Gauto los siguió en su moto mientras vigilaba que el equipo no se estrellara en su camioneta, y si la madre de Joaquín simuló jamás enterarse sobre las reuniones en la pieza del fondo, y si Scaloni en realidad dormía en la casa de Don Amancio y los miraba cada tarde practicando en la canchita, y si el entusiasmo de ese grupo de chicos negados a una nueva derrota hizo que el pueblo por primera vez en mucho tiempo tuviera una razón para despertarse. 

Ya habría tiempo para preguntarle todo eso. 

Antes, tenía que hacer una cosa. Lo abrazó, aferrándose a ese hombre casi desconocido que era su padre, queriendo quedarse en ese calor y ese olor, queriendo ser, algún día, como él. 

Mientras el pueblo entero festejaba la victoria con el bombo arrítmico, las madres orgullosas lloraban, y los cantos recién estrenados se mezclaban con las felicitaciones del rival, la noche fue cerrándose y el frío haciéndose más intenso anunciando una helada. 

Sabandija sintió la mano de su padre en su cabello, vio las lágrimas contenidas en sus ojos y otra vez esa sonrisa de niño pequeño.

-¿Vamos a casa, che?

Un domingo distinto terminaba en Malacalle. 

 








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