El gran secreto detrás del viejo roble

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El gran secreto detrás del viejo roble 

(***)


Después de un parpadeo de oscuridad, lo que vi fue gente.

La sala a la que entré estaba colmada de personas, tantas que la cantidad junto al hecho de que estuvieran ahí, me asustó hasta hacerme sentir perdida y sobre todo fuera de lugar.

Necesité un momento para procesarlo, porque, ¿cómo era posible que un minuto atrás estuviera en la vieja estancia de una cabaña abandonada huyendo de un asesino, y un minuto después, al cruzar la puerta, me encontrara rodeada de gente en un sitio que no lucía en lo absoluto como parte de la misma cabaña?

Parecía absurdo.

Me di vuelta sobre mis pies buscando la puerta, considerando que había centímetros de separación entre la vieja sala con olor a humedad y esa en la que me hallaba, y que aun así no había relación alguna entre ambas.

Todavía tenía los nervios de punta y mi corazón seguía palpitando con rapidez, ¡y no olvidaba de ninguna manera al asesino y lo que había presenciado!, pero era inevitable no preguntarme de todas las formas posibles cómo demonios había terminado allí.

Aquel lugar se sentía distinto, ajeno, lejano, como el ambiente propio de una escandalosa dimensión.

Así que la pregunta era:

¿En dónde —coño— estaba?

Un muchacho delgado y de gabardina roja pasó junto a mí e hizo que pegara un salto y saliera de la consternación. No se inmutó por mi gesto y siguió su camino, pero yo quedé más asustada que nunca.

Fue entonces cuando decidí fijarme en algo más que el desconcertante hecho de estar ahí. Casi todos los presentes vestían gabardinas de diferentes colores, pantalones de cuero o jeans de tela negra que les daban un ligero estilo oscuro sin llegar a ser exagerado, casi elegante. La pequeña diferencia marcaba la diversidad del ambiente: no había labios pintados de negro, pero sí algunas perforaciones; no había cabellos en punta, pero sí sombreros y boinas; no había collares con cruces o símbolos, pero sí botas de cuero y unas pocas bufandas.

Nuevamente me pregunté: ¿Qué —jodido— lugar era ese? ¿Quiénes eran esas personas? ¿Realmente estaban ahí? ¿Yo realmente estaba ahí? Cerré los ojos con fuerza, repitiéndome a mí misma que debía mantener los pies en la tierra, recordando vagas palabras sobre la realidad y que no todo siempre era como parecía.

Pero lucía tan real...

Abrí los ojos y volví a estudiar el perímetro. Ni siquiera veía una cara familiar, algo muy extraño considerando que en Asfil todos nos conocíamos por ser un pueblo pequeño. Pero no conocía a nadie.

No supe qué hacer.

Entre mi indecisión me atreví a dar unos cuantos pasos temerosos, pero de repente alguien me tomó por el brazo con fuerza y me hizo girar violentamente.

—¿Padme?

Su voz llegó a mis oídos de forma irreconocible. Ni en las tardes fuera de su casa, ni en las horas de clase en la que a veces lo miraba, ni en la acera cuando caminaba por delante de mí, habría imaginado que la voz de Damián fuera casi imponente, grave, pero al mismo tiempo suave.

Sus profundos ojos negros me estudiaron, entornados bajo unas espesas cejas fruncidas. Era la primera vez que lo veía tan cerca, y la primera vez que se dirigía a mí, que me hablaba, que reparaba en mi presencia.

—¿Cómo es que...? —agregó, completamente confundido, echándome un largo vistazo como si yo no fuera en lo absoluto real—. ¿Qué mierda haces aquí?

—¡Damián!

No me permitió decir más. Tiró de mi brazo con más fuerza y así me condujo hacia otro lugar. Casi me arrastró entre la gente que por estar muy absorta y sumida en sus conversaciones no notaron lo extraño de la situación. Me dejé llevar por sus tirones sin objeción alguna solo porque ni sus abruptos movimientos podrían consternarme más que lo que había visto.

Atravesamos una elegante cortina roja, dejamos a toda la gente atrás y entramos a una pequeña salita que parecía alejada del mundo. Incluso tenía un par de sofás y una mini nevera.

Allí, el sonido de todas las voces podía escucharse menos.

—¿Cómo llegaste hasta aquí? —preguntó con fiereza una vez que estuvimos a solas.

No lucía contento, ni amigable, ni nada de lo que había imaginado que podía ser. Todo lo contrario, su mirada era casi intimidante, cargada de lo que identifiqué como enojo. Estaba molesto, furioso y sorprendido.

—Yo te... —murmuré, tratando de que las palabras salieran de mi boca, de que no se quedaran atrapadas en mis pensamientos y mi garganta solo por la abrumadora situación—. Te seguí.

—Pero, ¡¿acaso estás loca?! —soltó. Di un paso hacia atrás por el sonido de su voz—. ¡Entraste al bosque y cruzaste el roble para seguirme! ¡¿Es en serio?!

—¡No crucé el roble! —exclamé en defensa.

Damián formó una fina línea con sus labios y me arrojó una mirada repleta de reproche.

—Claro que lo hiciste, el roble está a varios metros de aquí —aclaró con detenimiento.

Fruncí el ceño, todavía más liada. ¿Realmente lo había cruzado? ¿En qué momento? Recordé entonces que, huyendo del asesino, había echado a correr sin prestarle atención a nada hasta que encontré la cabaña.

Sacudí la cabeza como si el simple gesto pudiera ordenar el caos en mi mente, y exhalé teniendo en cuenta las prioridades.

El asesinato, eso era lo importante.

—Sí, es posible que lo haya cruzado, sí. En realidad solo te seguí hasta que ya no te vi en alguna parte del bosque, luego decidí irme, pero... —Tragué saliva—. Pero vi a un hombre de gabardina violeta asesinando a otro con un cuchillo. Tuve tanto miedo que eché a correr. Ni siquiera sé cómo llegué hasta aquí. ¡Ni siquiera sé cómo no me atrapó! ¡Estaba muy cerca, lo escuché! ¡Debemos llamar a la policía, Damián! ¡Puede estar suelto! ¡Puede matarnos! —expliqué con rapidez.

Inhalé hondo, porque volvía a temblar. Damián suspiró y negó lentamente con la cabeza.

—No puedes —espetó. Su mandíbula y sus rasgos se tensaron como si sintiera una gran ira. Se puso las manos en la cabeza, la inclinó hacia atrás y exhaló con frustración—. Por los mil demonios, Padme, ¿cómo pudiste entrar?

—¡Te he dicho que mataron a alguien! —solté, algo inquieta porque a él no parecía importarle la gravedad del asunto—. ¿Qué importa si entré? ¡Allá afuera asesinaron a alguien y yo lo presencié! ¡Tenemos que llamar a la policía!

Esperé un momento a que dijera algo, a que reaccionara, pero solo se quedó ahí muy quieto, observándome como si quisiera arrancarme la cabeza.

—Bien, yo lo haré —escupí ante su silencio.

Tuve la intención de atravesar la cortina para hacer algo por mi propia cuenta, aunque no sabía exactamente cómo o qué, pero mi salida se vio interrumpida por otro agarre. De nuevo me asió y aunque traté de zafarme, no pude.

—¡No puedes, te digo! ¡Eso que sucedió no te incumbe! —expresó. Me obligó a mirarlo y esa vez sus facciones se relajaron—. Matan cada día, por deudas más que todo. No es algo de lo que debamos sorprendernos, es muy común.

Sentí un escalofrío en la espalda y con una fuerza extraña logré liberarme de su agarre.

Retrocedí. No estaba escuchando bien, o eso creí. No podía estar oyendo con claridad, o esas no eran las palabras que salían de su boca.

—¿Qué? —emití, pero rápidamente esbocé una falsa sonrisa, como si me hubiera dado cuenta de todo—. ¡Ah! Estás bromeando ahora. Bien, ya, no pensé que fueras así porque no parece que tengas mucho sentido del humor.

—Y no lo tengo, Padme, ni un poco —murmuró de forma sombría—. No bromeo. ¿Sabes en donde acabas de meterte? ¿Sabes acaso, en donde te encuentras?

Su rostro, circunspecto, le otorgó un aspecto macabro. Por un segundo me pareció casi enfermizo, de tal modo que retrocedí un paso más. No había diversión en él, ni un poco, por lo que era obvio que no estaba bromeando.

Mi cuerpo tembló en medio de la salita de piso de alfombra, pillándolo por completo, y en ese mismo instante me arrepentí de haberle seguido.

En ese preciso momento comprendí que me había entrometido demasiado, que mi peligroso misterio realmente era peligroso, y que probablemente Damián era de esas personas a las que era mejor mantener alejadas, únicamente como un enigma.

—No te preocupes, ya me... ¡ya me voy! —expuse con rapidez.

De nuevo la vista se me nublaba, pero aun así avancé con prisa hacia la cortina.

Debía regresar corriendo. Si corría sin detenerme, de seguro podía llegar al centro y luego vería qué hacer.

Sí, porque él debía estar jugándome una muy mala broma.

Me interceptó cuando estuve a punto de atravesar la cortina. De nuevo, la mano de Damián rodeó con fuerza mi brazo para retenerme. Sentí que el cuerpo me comenzaba a sudar, que nuevamente empezaba a tiritar, que en algún momento mi capacidad visual se nublaría tanto que no vería nada.

Entré en pánico.

—Escúchame, Padme, ya no puedes irte —advirtió él.

Sus dedos apretaban con fuerza mi antebrazo. Quise soltarme, pero mis piernas estaban rígidas.

—¿Por qué no? —mascullé y tragué saliva.

De repente la boca se me secó y la garganta me comprimió cualquier otra palabra.

—Porque ahora perteneces a este lugar.

—¿Y... qué lugar es este?

—Uno de personas muy peligrosas.

—¿Peligrosas? —inquirí en apenas un susurro. Los ojos de Damián parecieron más negros. Me miraban fijamente, y pesaban, claro que pesaban. Eran intimidantes, y más que eso parecían siniestros—. ¿Peligrosas así como...? ¿Así como el...?

—¿Como el asesino que viste allá afuera? Sí.

—Damián, suéltame —murmuré como pude.

Tiré de mi brazo, pero hacerlo solo ocasionó que de un jalón redujera la distancia que nos separaba. Temblé como si no tuviera ningún control sobre mi cuerpo y me estremecí de pavor cuando susurró a mi oído con una voz áspera y turbia:

—Te metiste en una cueva de destripadores, Padme, y si se enteran que no perteneces a ellos, te van a usar como carne para filetear.

—Damián, tengo que irme, quiero irme —pronuncié. La garganta me ardió con cada palabra—. Suéltame, por favor.

—Te soltaré solo si no sales corriendo, porque si haces eso llamarás la atención de todos los asesinos que hay detrás de esa cortina y créeme que lo que te conviene es pasar desapercibida.

—Asesinos... —repetí en apenas un jadeo—. Pero, ¿cómo es posible?

—No tenemos nombre ni religión. Nacemos un nueve del noveno mes, y desde pequeños sentimos la necesidad de hacer daño.

—No es bueno que bromees así... —comenté entre risas nerviosas que no supe ni de dónde salieron.

Damián soltó aire por las fosas nasales, y me miró con un notable enojo.

—¿Y yo para qué iba a bromear? ¿Tengo cara de que quiero hacer algún chiste? —rugió.

No, no la tenía.

—Es que yo...

—¡Tú! —exclamó rápidamente de forma acusatoria—. Tú no tienes ni idea de lo que significa haber pisado este lugar. Acabas de perder tu vida, ¿comprendes? Todo lo que eras antes, lo dejaste tras esa puerta. —Hizo una pequeña pausa y luego dijo—: porque todas las personas que viste afuera, no olvidan jamás a quienes están aquí. Para ellos perteneces a su grupo, y si te ven por ahí comportándote como una persona normal, van a despellejarte. Los asesinos viven entre la gente, pero nosotros estamos obligados a vivir entre otros homicidas.

—No. Esto no está pasando. —Mi cuerpo perdió toda fuerza, y fue justo en ese momento que decidió soltarme.

No pude echar a correr, algo no me lo permitió. Me quedé quieta, como si hubiera entrado en un estado de shock total, y repetí la palabra «asesinos» unas cuatro veces hasta que Damián me hizo callar con una exclamación.

Un remolino de emociones convirtió mi mente en un caos que parecía poder resolverse si corría lejos de allí, pero temía tanto dar un paso fuera y que todos repararan en mi presencia.

Todos esos asesinos... ¿Habían estado en el bosque de Asfil reunidos desde siempre? ¿Cómo era que la policía no lo sabía?

No podía creerlo. No quería creerlo. Aunque si realmente era cierto, si Damián era un asesino, eso podía explicar su conducta asocial. Por supuesto, porque los psicópatas eran callados y reservados y tenían esa chispa de demencia en los ojos. ¿Él la tenía? ¿Era un psicópata? ¿«Psicópata» era el término correcto?

No. No lo era. No me parecía.

Pero no estaba para pensar en definiciones y conceptos, aunque mucho que me gustaban. En ese momento sentía miedo hasta de la decoración de la pequeña estancia en la que nos encontrábamos; y siendo víctima del pánico y de mi imaginación desmedida que planteaba las peores y más sangrientas situaciones, hasta llegué a pensar que en la mini nevera que estaba junto al sofá podía haber cabezas, vísceras y ojos fileteados por cuchillos.

—Padme, di algo.

La voz de Damián me sacó del pasmo.

—Entonces —dije, tratando de pensar bien la situación—, naciste siendo un... pero... ¿cómo es eso posible?, ¿es algo con lo que naces?, ¿en serio?

—Eso no importa ahora —respondió, restándole importancia a mis preguntas—. ¿Crees que podrías mudarte?

Sus palabras eran igual de difíciles de digerir que la imagen del asesinato. Volví a sentirme perdida y abrumada.

—¿Mudarme? ¿Por qué me mudaría?

—¿No entendiste lo que dije? —resopló con cierto hastío—. No perteneces a este lugar, no eres una de nosotros, no naciste el nueve del noveno mes y si cualquiera nota que eres normal te van a matar. Estás a tiempo de huir.

—¿Huir? ¡Pero he vivido toda mi vida en Asfil, no puedo mudarme así de repente! Digo, para eso se necesita dinero y yo... no lo tengo...

Entornó los ojos y comenzó a dar algunos pasos dentro de la salita, pensativo y aparentemente frustrado. Parecía una silueta esbelta y oscura sobre la elegancia de la estancia.

¿Realmente era cierto? El recuerdo del cuchillo penetrando la carne de aquel hombre, hizo que el miedo me atenazara. Podía creerlo, sí. Podía creer que en ese instante estaba rodeada de asesinos y que Damián era uno de ellos. Pero si lo era, ¿iba a matarme?

—Eres tan tonta —murmuró con fastidio después de un minuto.

—¡Eh! —exclamé en tono de reproche—. No haces nada más fácil.

—No tengo que hacerte nada fácil porque no deberías estar aquí.

—¡Créeme que pienso lo mismo! Estoy muy arrepentida de haberte seguido.

—Mejor salgamos de este lugar y ya pensaremos en cómo resolverlo. Alguien podría escucharnos.

Avanzó hacia mí y me dio un no tan suave empujón que me condujo hacia la cortina, pero antes de poder atravesarla, mi cuerpo impactó contra una figura masculina.

Alcé la vista y unos ojos azules me escudriñaron. Unos ojos azules que más que irradiar calma, daban miedo. Mi cuerpo se paralizó. Todo mi mundo se detuvo. Un frío extraño me recorrió la piel hasta asentarse en mis manos, y me helé.

—Ah, no sabía que estaba ocupado —se excusó la persona.

Era un hombre y vestía una gabardina violeta, la misma gabardina que había visto quien sabía cuántas horas o minutos atrás.

El recuerdo se reprodujo en mi mente: la discusión, el árbol, el cuchillo, el ataque, la sangre, la víctima con el rostro casi desfigurado, y el asesino.

Era él, era el homicida y estaba frente a mí. Tenía el cabello castaño tan bien peinado hacia atrás que incluso le daba un aire elegante y pulcro, como si en ningún momento se hubiera manchado las manos con la vida de otra persona.

Retrocedí rápidamente y sentí la mano de Damián sobre mi espalda, deteniéndome. No supe cuál lado era seguro, y la confusión fue tan intensa que pensé que iba a colapsar.

—Ya nos íbamos —informó Damián.

Su voz sonó indiferente y tranquila, como si no pasara nada.

—¿Tan rápido?, pero si Gea va a dar la apertura —comentó el asesino.

Sus labios se ensancharon y una perfecta dentadura se hizo visible bajo la malicia de la sonrisa.

—Ya luego nos contarán cómo estuvo —respondió Damián.

No entendía a qué se referían, pero tampoco quería averiguarlo. Alternando mi vista entre ambos cuya estatura era la misma, casi sentí que me hallaba entre dos depredadores, entre dos salvajes que se retaban con el contacto visual. Cualquiera lo habría entendido, no se llevaban bien, y si estaban en conflicto la situación era peor.

Pensé que, si no me movía, mi presencia pasaría desapercibida, pero la mirada del asesino se posó sobre mí y tuve que esforzarme por no temblar notoriamente.

En sus ojos había duda.

—No creo que te haya visto antes —señaló.

Damián dio un paso al frente sin apartar la mano de mi espalda. La sentí como una advertencia, como un «no te atrevas a hacerlo obvio o te hará picadillo», y debido a ese contacto traté de mantener la calma. Hice una fuerza sobrehumana para que las vertiginosas emociones que estaba experimentado no me dominaran.

—Sí la viste, pero es que se tiñó el cabello —le explicó él con tranquilidad.

El asesino entornó los ojos por un instante. ¿Y si se daba cuenta de que no pertenecía a ese lugar? ¿También iba a sacarme los ojos? ¿Y si lo hacían en conjunto? ¿Si Damián se les sumaba?

No... él estaba intentando ayudarme. A pesar de todo, lo hacía.

—Ah, soy algo distraído, supongo —aseveró el hombre mientras se apartaba de la entrada. Lo vi avanzar hacia la mini nevera e inclinarse para abrirla—. Dicen que no olvidamos rostros, pero veo a tanta gente cada día que a veces no recuerdo uno que otro. Sin embargo, caras así no se me pasan por alto.

—Sí, bueno, es seguro que ella tampoco se acuerda de ti —comentó Damián, encogiéndose de hombros.

Me alivió ver que dentro de la mini nevera solo había latas de Coca Cola. Simples latas de Cola y no partes humanas.

El asesino cogió una.

—¿De verdad? Eso sí es una pena —dijo, frunciendo los labios con algo de pesar, una emoción que no combinaba en lo absoluto con la suspicacia en sus ojos—. ¿Sabes cómo me llamo? —me preguntó directamente después de echarse un trago de Cola.

Escuché mi corazón latir en mis oídos. Los nervios me arroparon como si fueran un manto frío. La mano de Damián presionó un poco mi espalda. Debía responder.

—No —logré pronunciar.

—Ya ves —intervino Damián al rescate—. Bien, tenemos que irnos. Nos vemos luego.

No permitió que la conversación se extendiera y tiró de mi brazo para que ambos pudiéramos marcharnos. Su agarre no era suave ni mucho menos delicado, era fuerte y en instantes me lastimaba. Seguía estando molesto, y yo seguía estando asustada.

Esquivamos a algunas personas y llegamos hasta la entrada para atravesar la puerta que, ante mí, ya no podía ser una simple puerta de madera. Había algo extraño en ella, debía de haberlo.

Salimos de la cabaña y Damián soltó mi brazo afuera, en donde las ramas de los árboles se movían a merced del viento y en donde solo los insectos y animales pequeños producían el sonido de fondo.

El cielo estaba despejado gracias al cálido clima propio de Asfil, y era como un lienzo con distintos matices de color azul. No obstante, había algo extraño en el ambiente, algo distinto, como un ligero viento frío que de repente me erizaba la piel.

—Te acompañaré a casa —dictaminó sin mirarme.

Me reacomodé la ropa que estaba algo desprolija y asentí con la cabeza.

—Gracias —dije, pero él ignoró lo dicho y comenzó a caminar.

Apenas entraba la tarde. La idea de ir a la fiesta de Cristian desapareció de mi mente. De hecho, muchas cosas se esfumaron para ser sustituidas por otras, como que andar con Damián —el ahora asesino— en medio del bosque era incómodo, pero al mismo tiempo reconfortante, porque un asesino podía cargarse a otro asesino, ¿no?

Así que había una extraña sensación de seguridad en todo aquello, como que Damián era capaz de encargarse de cualquier cosa mientras que yo era un manojo de nervios y miedo.

Lo pensé mejor. Ya en la calma del silencio, lo analicé de tal modo que las dudas comenzaron a surgir con violencia. Dudas que solo podía aclarar Damián, por supuesto, pero preguntarle no parecía una buena idea porque el mal humor casi emanaba de su cuerpo. No lucía nada amable, aunque me había ayudado y eso debía agradecérselo. El asunto era que cuando quería pronunciar una palabra, yo misma lo evitaba.

En ese momento mi «peligroso misterio» se sintió más como un «peligroso desconocido». Admití entonces que no sabía absolutamente nada él y que como a cualquier extraño podía tenerle miedo y desconfianza.

Cuando casi llegábamos a la salida del bosque, me atreví a hablar.

—Gracias por ayudarme.

Damián se giró sobre sus pies y me fulminó con la mirada.

—Mi deber era matarte —dijo con una nota de ira—, pero seré claro: no lo hice porque todavía recuerdo las veces que fuiste a mi casa a buscarme. Mamá decía que eras buena chica, así que te estoy dando una oportunidad de alejarte de todo esto.

Él lo recordaba. Una pequeña yo, yendo a su casa para compartir juguetes nuevos, se reflejó en mi mente.

—Sabías que te visitaba... —murmuré, algo sorprendida.

Damián no expresó emoción alguna. Su rostro permaneció impasible.

—Sí —afirmó—, pero no es la única razón.

—¿Hay más?

—Sí —expuso al instante en que volvía a mover los pies—. La verdad es que no me interesa matarte. A diferencia de los otros, a veces puedo controlarme.

Tuve que apresurarme para no perderle el paso. No tan a lo lejos ya comenzaban a verse las tiendas del pueblo. Eché un vistazo hacia atrás y pareció poco creíble que lo que hubiera después del viejo roble fuera el secreto de Damián.

—¿Los otros no se controlan? —indagué, sintiendo un repentino y gran interés por lo que decía.

—La impulsividad es nuestra mayor característica —explicó. Los pasos crujían sobre el pasto—. Si pensamos en matar, matamos. Algunos han logrado dominar sus instintos, pero otros se sienten orgullosos de dejarse llevar por ellos.

—Pero, ¿por qué asesinan? ¿Es como... una necesidad?

—¿Por qué un esquizofrénico ve cosas en donde no las hay? ¿Por qué un bipolar cambia de ánimos tan rápido? ¿Por qué un adicto consume drogas? —respondió con simpleza—. Lo hacen porque su condición los somete a eso, se los exige. Nos pasa lo mismo. Es como si estuviéramos enfermos y esta enfermedad nos impulsara a hacer daño.

—¿Y lo disfrutas?

—Muchísimo.

—¡Dios santo! Así que este era tu secreto. Así que esto era lo que escondías.

—Sí, y es un secreto muy importante. Es algo que nadie que no sea como nosotros debe saber, ¿comprendes?

—Eso creo.

Mis pies me dejaron postrada casi frente a la acera que separaba el pueblo del bosque. Me lleve las manos a la boca, sorprendida, mirando solo la parte trasera de su chaqueta de cuero y las hebras de cabello liso, revueltas. Él también se detuvo, y por un minuto completo nos quedamos en silencio.

—Por eso pienso que irte sería lo mejor —comentó de repente y se volvió para encararme—. Si vuelven a verte aquí, sabrán que eres normal y te van a matar. Si no lo hice yo, sería injusto que otros lo hicieran.

—¡Sería injusto que cualquiera lo hiciera! —exclamé, ofendida—. Hablas de mi vida como si fuera nada.

—Vale, te acabo de salvar, ¿y crees que pienso que tu vida es «nada»? —bufó con un ligero toque de cólera—. ¿Sabes qué? Quise hacer algo bueno por primera vez, pero realmente me das igual, así que, suerte.

Exhalé ruidosamente y le perseguí cuando, nuevamente, volvió a caminar. Había sonado como una despedida y si así era significaba que estaría desprotegida. Quería vivir, pero tenía miedo, y aunque sonara absurdo en ese instante veía a Damián como una poderosa figura.

—¡Bien, espera, espera! —le grité.

Se detuvo a varios metros, ya en los terrenos del pueblo. Miré hacia ambos lados para disimular mi agitación porque ya algunas personas circulaban cerca. Ya estábamos lejos del bosque y de los asesinos, lejos de la extraña cabaña con la misteriosa puerta, y lejos del hombre de la gabardina violeta.

Estábamos a salvo, o eso creía.

—No quiero que me maten, ¿de acuerdo? —confesé en voz baja. Él me estudió, serio—. Hablaré con mis padres, quizá pueda mudarme, pero... si no es posible hacerlo, ¿tengo otra opción para salvarme?

—Por supuesto.

—¿Cuál es? —inquirí, nerviosa por escuchar la respuesta.

—Tendrías que convertirte en una de nosotros. —Tragué saliva y me estremecí—. Para siempre. 

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Muchas gracias por leer mis historias. ❤ 

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