El niño de d'Dahjlonica

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Aún siento mi corazón latir. Sin embargo, lo noto cada vez más lejos de mí y más cerca del infinito universo. Me cuesta respirar y estoy incómoda en esta cama blanca de hospital. Bueno, ¡tengo casi noventa años! Así que sé perfectamente lo que me espera y también soy consciente de que son pocas las horas en las que mi alma permanecerá en este mundo que tú y yo conocemos.

Los ojos me pesan, y por mi mente no pasa ningún corto de Ridley Scott resumiendo mi vida. Solamente pienso en una persona, la más especial que haya conocido jamás, y ese es Noah Jenkins. ¿Que quién es Noah Jenkins? Pues si quieres saber su historia, quédate conmigo los últimos minutos de mi insignificante existencia.

Corría el año 1945. Era 15 de agosto, y en una oscura y gris habitación la señora Jenkins gritaba desconsoladamente alertando a todo el vecindario de que la máquina de los milagros se había puesto en marcha. Estaba a punto de dar a luz a su primer bebé, tras años y años de fracasar en el intento de ser madre.

Dos matronas la acompañaban en aquella dolorosa aventura. Unas cuantas horas atrás, el cuarto estaba limpio y pulcro, y las sábanas lucían blancas. Sin embargo, ahora el color rojo había teñido el lugar, a causa de la gran cantidad de sangre que perdía. Mientras tanto, el señor Jenkins esperaba preocupado en el salón. No podía parar de pensar en cómo su hijo crecería en plena guerra. Se sentía terriblemente culpable por traer a una nueva persona inocente al más absoluto de los caos, y para calmar sus malos pensamientos encendió su vieja radio: «Si continuáramos combatiendo, no solo resultaría en el desplome definitivo y aniquilación de la nación japonesa, sino que conduciría a la extinción total de la civilización humana...». La voz del emperador Hirohito anunciaba su rendición y el fin de la Segunda Guerra Mundial. ¿Lo ves? Solo alguien como Noah podría nacer un día de tal importancia. Nunca supe si Noah terminó con la guerra o si la guerra terminó con la llegada de Noah, un precioso niño de ojos azules que miraba hacia su propio futuro incierto envuelto en una maraña de pelo negro y fuerte.

Sus primeros años estuvieron más bien repletos de reprimendas. Sus padres componían la pareja perfecta dentro de su forma de vida aburrida y normal. Noah, en cambio, fue especial desde el primer minuto, y sus comportamientos "extraños" hacían que el apabullante camino de educar a un hijo, fuera una enorme incógnita para el señor y la señora Jenkins.

Su primera palabra fue «no». Porque las primeras reglas que aprendió fueron: «Noah. No se pinta en la pared», «Noah. No se tocan los cables sueltos» o «Noah. No se muerden los vinilos». Los vinilos fueron una de sus grandes pasiones. Sus favoritos eran los de Elvis Presley, porque mientras la música de Elvis no dejara de sonar, no escucharía aquellas voces que le reprochaban un comportamiento mejorable. Así que, desde que tuviera uso de razón, sus días en casa se resumieron a: poner vinilos a un volumen considerable y encerrarse en el amplio armario de su habitación a escribir, leer, pintar y algunas otras prácticas que sus padres consideraban inútiles.

Así Noah fue creciendo y convirtiéndose en el bicho raro, primero de su casa y después de su barrio. En numerosas ocasiones, le habían atropellado con la bici, a veces algunos chicos de su edad, cuando iba inmerso en un libro mientras cruzaba la carretera, pero milagrosamente nunca le ocurrió nada grave. Dolor y de pronto, sin un rasguño.

Otras veces, la señora Jenkins le había buscado durante toda una noche mientras Noah se había tumbado en un parque cercano a mi casa observando las estrellas. No tenía amigos y en el colegio no era demasiado popular. Pero yo le observaba desde lejos y veía en él algo que me resultaba magnético.

Una noche intenté aproximarme en varias ocasiones, sin embargo, yo era una niña también muy tímida, enclenque y frágil, y me daba miedo solamente tener que decir: «Hola Noah, soy Emma, ¿quieres jugar?». Y lo curioso, ¡lo realmente curioso!, fue que nunca llegué a acercarme y a pronunciar estas palabras, porque al día siguiente él se acercó a mí y me dijo lo mismo que yo iba a decirle. Me resultó un tanto extraño, pero bueno, al final, no era una frase muy original. En mayor o menor medida nos relacionábamos así con ocho años.

Lo que Noah desconocía de mí, aunque siempre he sospechado que sí lo sabía y que siempre lo supo antes que yo, era que me encontraba muy enferma. Con tan solo seis años me habían diagnosticado una enfermedad terriblemente mortal.

Mi madre se mantuvo expuesta demasiado tiempo en la guerra, y pasó desnutrida aquellos meses de embarazo. Parece que aquello afectó directamente a mis órganos vitales. No me quedaban muchos años de vida, de hecho, me quedaban meses y la esperanza se había perdido completamente.

Noah me miraba siempre muy intensamente, esperando que algo ocurriera, y cuando ambos aceptamos que el final estaba cerca, solía preguntarme: «¿Cómo sabes que te vas a morir? Dime, ¿notas algo raro?». Yo solía encogerme de hombros porque por dentro no sentía nada especial. Dolor, quizá, a veces, pero cuando estaba cerca de él, el dolor solía desaparecer.

Todo ocurrió el primer último día de mi vida. Me puse tan enferma que no pude asistir a clase. Recuerdo mucho dolor y mucho sueño, y también las ganas de evaporarme para dejar de sentir.

Supongo que Noah percibió que algo malo estaba ocurriendo cuando yo no llegué al colegio. Así que a las nueve y media de la mañana ya estaba en mi casa aporreando la puerta como un gorila. Escuché a mi madre decir algo como: «Emma está enferma. Hoy no puede ir a clase. Mejor ven mañana, no creo que sea buena idea que la veas», y a Noah responder: «Voy a entrar, señora. Me da igual lo enferma que esté y la mala cara que tenga. Voy a entrar».

Minutos después intuí un forcejeo y a Noah entrando a empujones en casa, corriendo y entrando de sopetón en mi habitación. Y ahí estaba yo, casi muerta. «Déjenos solos un momento, por favor. Se lo suplico», dijo él. Mi madre no tuvo más remedio que salir de la habitación de mala gana. «Solo un ratito, ¿sí?. Emma tiene que descansar». Al marcharse mi madre, Noah comenzó a llorar y a sujetar fuerte mis manos congeladas, muy fuerte. «Es hoy, ¿verdad Emma? Te vas a morir ya, ¿a que sí? Tienes muy mala cara». Yo asentí porque mi energía se había apagado casi por completo.

Triste, ¿verdad? Una historia triste. Pero como te he dicho antes, Noah era un niño especial. Un niño cuya mente cruzaba fronteras imaginarias entre lo mágico y lo real, entre lo creativo y lo lógico, ¿y sabes qué fue lo que hizo Noah? Se limpió las lágrimas y fue hasta mi armario, buscó mi vestido preferido y se lo puso. Se colocó justo delante de mí y comenzó a cantar a todo volumen That's All Right (Mama), imitando a Elvis a la perfección. Pierna a un lado, brazo al otro y movimiento de caderas. No pude parar de reír mientras mis carcajadas, pobres, se fundían con la tos.

Al terminar su actuación, Noah se acercó de nuevo a mí y volvió a acomodarse en el borde de la cama. «Emma, ¿te cuento un secreto?», me susurró al oído. «No soy un chico raro porque otros piensen que soy raro. Soy un chico raro porque soy raro de verdad. Puedo hacer cosas que otros no pueden». «¿Magia?» pregunté yo. Lo que él respondió jamás me lo había podido imaginar: «No. Magia no. ¿Tú te acuerdas de antes de nacer? Yo sí. Recuerdo las estrellas de cerca, la energía de Dahjlonica, el sol calentito y un suelo de color morado».

Entonces Noah se levantó y de su bolsillo sacó una bolsa llena de canicas. Eran canicas transparentes e irregulares, ninguna era de colores. Cogió las canicas entre sus manos y cerró las palmas formando una especie de concha protectora. En uno de los laterales, quedaba un hueco, y por ahí sopló y sopló.

Al abrir las manos, las canicas ya no eran transparentes, sino que en su interior parecían formarse pequeños universos y galaxias. Cogió mi mano y en ella colocó las canicas. «Emma, me voy. Mi vida en la tierra ha llegado a su fin. Me dejaré llevar por las majestuosas voces que me llaman desde las estrellas. Así que, te doy mi alma. Te pondrás bien, te lo prometo».

Horas después, la fiebre desapareció y con el menguante dolor, el cuerpo de Noah se evaporó ante mí. «Cuídate», me dijo. «Te mereces esta oportunidad», y se esfumó para siempre.

Los consiguientes días se me antojaron revueltos e ilógicos, pues el señor y la señora Jenkins quisieron saber qué le había ocurrido a su hijo. Allí, se dieron cuenta de lo poco que lo habían cuidado y del poco amor que había recibido. Finalmente, solo les quedó llorar la desaparición de su hijo, sin nunca llegar a sospechar lo especial que había sido.

Tengo noventa años y mi momento ha llegado. Mi vida, llena de aventuras e historias que contar, ha sido posible gracias a Noah, el niño de d'Dahjlonica. Tengo sus canicas recluidas en mi puño. Espero que al cerrar los ojos mi cuerpo se esfume, y pueda volver a verlo, ahí mirando a las estrellas mientras escucha música, como hacía entonces para decirle, simplemente: «Gracias, amigo».

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El niño de d'Dahjlonica es un cuento de ciencia ficción para el Desafío N°11: El niño de d'Dahjlonica de WattpadCienciaFicciónEs.

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