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Estoy sobre la cama, inmóvil, y esta parálisis me hace consciente de la situación. Sin embargo, no me importa demasiado, así que cierro los ojos.

Me pregunto qué será esta vez.

Siento un cosquilleo en mi mejilla y abro los ojos lentamente para encontrarme con el niño de mis tormentos. Su cabello rizado, de un castaño oscuro, cae en cascada sobre su frente, apenas dejando ver sus ojos. Siento una imperiosa necesidad de alargar la mano y apartar el cabello de su rostro, como he hecho tantas veces, pero sigo sin poder moverme, así que ni lo intento.

Él me sonríe. Sus hermosos ojos pardos brillan como estrellas en el firmamento, llenos de color y calor, derritiendo poco a poco mi corazón helado.

No habla ni emite sonido alguno, solo me observa y acaricia mi cara con sus manos delicadas y suaves, tan suaves como la seda. Luego me sonríe de nuevo, esa sonrisa que es a la vez mi veneno y mi cura, consciente de todo lo que puede lograr con ella.

Solo toca mi cara y nada más que mi cara. Cierro los ojos nuevamente, disfrutando de sus mimos, pero los abro de nuevo al sentir algo filoso sobre mi pecho.

Sostiene un cuchillo. Lo reconozco, es de nuestra cocina, el mismo con el que se cortó mientras ayudaba a mi hermano en la cocina. Ahora lo apunta hacia mi pecho, pero no me inmuto, no siento nada.

Nuestras miradas se cruzan y él vuelve a sonreír. Se acerca a mi oído y me susurra algo que me hace estremecer. Abro los ojos de golpe, volviendo a la realidad.


Miro al techo, que es blanco, como siempre. Para orientarme, miro a los lados y me doy cuenta de que estoy en mi habitación. Mi respiración es irregular, pero mi cuerpo se mantiene sereno mientras me incorporo.

Me froto el cabello negro y observo mi habitación. A pesar de tener las cortinas cerradas, entra demasiada luz. Miro la hora en aquel reloj de aspecto terrible que me regaló mi sobrino cuando conseguí mi primer trabajo. Según él, era para que llegara puntual siempre. 

El reloj en sí mismo no es malo, solo el patrón de dibujos florales que tiene lo es.

El reloj marca las 8:05. Todavía queda tiempo, pero me levanto y arrastro mi cuerpo al baño. Me doy una ducha, salgo poco después, me seco y me visto: vaqueros negros, camisa de manga corta roja y chaqueta negra. Miro el reloj una vez más, las 8:15.

Bien.

Desenchufo el móvil de la carga y lo guardo en el bolsillo de la chaqueta. Salgo de mi habitación y pronto empiezo a escuchar ruidos provenientes de la cocina. El olor a café y pan tostado inunda mis fosas nasales.

Camino hacia la cocina, donde encuentro a mi cuñada Hellen y a mi sobrino Joel, quienes se giran en cuanto me ven.

—Buenos días —me saluda Joel con la boca llena.

Mi cuñada, que está al teléfono, también lo hace con la mano y una media sonrisa, pero su rostro está crispado; algo la molesta.

¿Será la llamada?

Me acerco a mi sobrino, que ya ha colocado su mejilla para que lo bese, y así lo hago. O al menos pretendo hacerlo, ya que solo alcanzo a rozar su cálida mejilla ligeramente con mis labios, el roce es tan mínimo como una brisa.

—¿Por qué está así? —pregunto, señalando a Hellen, que se aleja, saliendo de la cocina para seguir la conversación.

Me siento en mi lugar de siempre, al lado de Joel, pero a una distancia prudente.

—¿Por qué más va a ser? La boda —me responde, con la boca llena de nuevo.

—¿Cuántas veces te he dicho que no hables con la boca llena? —le reprendo, dando un ligero golpe justo en el centro de su cabeza.

Traga con fuerza lo que tiene en la boca, bebé su vaso de leche con colacao y me mira haciendo un mohín como un niño pequeño, a causa de ello su labio inferior se eleva hacia arriba, viéndose aún más carnoso de lo que ya es.

Oh, por favor, no hagas eso.

Controlo el hormigueo en mi mano a duras penas, muerdo mi lengua y redirijo mi mirada hacia el frente, justo a tiempo para que Hellen regresa a la cocina, luciendo aún más tensa que antes. Me mira y suspira profundamente, dejando el teléfono sobre la mesa.

—¿Todo bien? —la pregunto, tratando de captar su mirada.

Ella sacude la cabeza, como intentando despejar sus pensamientos.

—Solo un malentendido con el florista. Nada grave, pero en estos días todo parece un caos —responde, tratando de esbozar una sonrisa.

Me levanto para servir una taza de café, observando cómo Joel sigue comiendo su desayuno con entusiasmo. El ambiente en la cocina es una mezcla de tensión y rutina.

—Todo saldrá bien —le digo a Hellen, tratando de infundirle algo de ánimo.

Ella asiente, sirviéndose una taza de café y saliendo de la cocina una vez más. Regreso mi mirada a mi sobrino quw parece entender mal mi mirada y se apresura a hablar.

—Si no quieres que te hable con la boca llena, no me preguntes o hables cuando la tengo llena —contraataca soltando un bufido y llevándose otra cucharada de lo que él considera su yogur perfecto.

Para mí no tiene nada de perfecto.

Miro su desayuno de reojo: el yogur estaba mezclado con leche, cereales, plátano, kiwi y, lo peor de todo, avena.

—¿Cuándo vas a dejar de poner esa cara de asco cada vez que veas mi desayuno? —se queja mirándome con reproche, a lo que sonrío y relajo mi expresión.

—Quizás nunca, o cuando dejes de comerlo.

—Pues vas a tener que acostumbrarte, porque eso no pasará —dice con firmeza y se lleva otra gran cucharada a la boca.

No discuto con él porque sé que eso no es del todo cierto. Contando los días que lleva comiéndolo, faltan unos tres para que se canse y pase a otro experimento. Así era joel: le gustaba experimentar con la comida, mezclando todo tipo de sabores, ya sea salado, dulce, agrio o amargo. Cuando encontraba algo que se ajustaba a su paladar, lo comía hasta cansarse.

Normalmente, le duraba dos semanas antes de desecharlo y pasar a otra cosa. Sacó esa extraña afición de su abuelo; estaba empeñado en heredar uno de sus restaurantes y llenarlo con platos que nadie antes hubiera probado.

—Deja de estar en las nubes y desayuna. No quiero llegar tarde a clase por tu culpa —dice, sacándome de mi ensoñación.

Me apunta con un tenedor en cuyo centro hay una fresa. Me acerco al tenedor y como la fresa.

Demasiado dulce.

Controlo todas mis expresiones para no mostrar mi desagrado. No me gustan las cosas dulces, joel no lo sabe.

Nadie lo sabe, de hecho, porque así quiero que sea.

Tampoco me gusta desayunar. Nunca tengo hambre tan temprano, a menos que haya hecho ejercicio o tenido sexo. Pero debo seguir fingiendo. Tomo dos tostadas, unto crema de cacahuete en ellas y me las llevo a la boca.

Pasable. No está mal.

Ambos comemos en silencio, como siempre. Joel está enfrascado en su teléfono, y observo y analizo cada uno de sus movimientos. Desde los más visibles, como jugar con uno de los rizos de su cabello enredado en su dedo, hasta los más sutiles, como la exhalación casi inaudible que hace al ver la foto de la chica que creo que le gusta. Pensar en eso hace que algo en lo más profundo de mi ser arda a fuego lento. Muerdo el interior de mi mejilla para distraerme, pero lo hago con tanta fuerza que logro hacerme sangre.

Enseguida noto y siento el sabor metálico en mi boca. Paso mi lengua por mi mejilla, limpiando la sangre. El pequeño dolor que siento calma el ardor y vuelvo a sentirme estable.

No puedes perder el control, no de nuevo.

Me recuerdo a mí mismo, con firmeza y observo a mi sobrino una vez más, tratando de entender cómo puede despertar emociones tan intensas y conflictivas en mí. Me esfuerzo por mantener la compostura, sabiendo que cualquier desliz podría revelar mis más oscuros deseos.

Mientras él sigue concentrado en su pantalla, me permito un respiro profundo y trato de centrarme en la comida frente a mí. Recuerdo que mi papel es protegerlo y guiarlo, no dejarme consumir por mis propios demonios.

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