CAPÍTULO X: HÉROES Y GUERREROS

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Los establos de aknurs del Cuartel estaban bajo tierra, había que descender un poco más de veinte metros, por una rampa que iba cuesta abajo, formando espirales, para llegar hasta ahí. Se trataba de una red de cuevas artificiales en donde cada una de las colosales bestias tenía su propio espacio. Alcanzaban a hospedarse un poco más de cien aknurs, todos de diferentes unidades, en aquellas galerías subterráneas, todos atendidos por cuidadores que les cambiaban el heno y el agua dos veces al día. Diferentes de sus semejantes en estado salvaje, estos habían crecido entre los muros del Cuartel y los alrededores de la ciudad, y aun así eran más corpulentos y pesados, más inteligentes incluso. Los ingenieros que diseñaron la red de cuevas habían hecho un increíble trabajo, colocando ductos que permitían el ingreso del suficiente aire para alimentar los gigantescos pulmones de los aknurs; además, diseñaron canales que movían agua bajo la red de cuevas, alimentando a una pequeña floración de hierba que crecía en cada uno de los recintos. A veces, Valda olvidaba que todo esto era nada más que un coliseo de carreras.

Delante de ella caminaba un cuidador, la estaba guiando hasta la cuerva en donde Korn descansaba. Los pasadizos eran tan amplios que por ellos podía pasar una fila de cuatro aknurs sin problema. Desde los pasajes que conducían a las habitaciones de otros aknurs, llegaban los ecos de unas poderosas y tranquilas respiraciones. El camino era iluminado por antorchas encerradas en gruesos cristales, iluminaban las cuevas tan bien como cualquier lanza que el sol lanzara sobre la superficie.

Se detuvieron frente a un pasadizo que tenía un cartel en la entrada. Las letras "Valda – Unidad Catorce" se hallaban escritas en él.

—¿Lo regresará? —preguntó el cuidador, deteniéndose a un lado del cartel.

—Sí —dijo Valda con voz férrea, la que usaba para todos aquellos que fuesen de un rango menor al de ella.

El cuidador asintió y pasó a retirarse, dejándola sola frente a la entrada de la cueva. Valda inspiró, relajó los músculos de su cuerpo, tensos, y después expulso el aire. La respiración de Korn también llegada desde lo profundo, resonando entre los muros. Valda avanzó.

Korn se hallaba recostado entre un montón de hierba de un verde parduzco, casi seco, que ante todas las circunstancias se atrevía a crecer, díscolo, desde el suelo. Dormía y su respiración inundaba la amplia caverna, llenándola de un particular aroma a heno. Incluso en ese estado, Valda quedaba impresionada por la majestuosidad de su montura; no era una simple herramienta de guerra que usaban para mantener a salvo el reino, los aknurs eran el mismo Tendrazk, lo representaban, estaban en el estandarte real como muestra de ello.

De repente, los ojos de la criatura se abrieron, pequeños y oscuros, casi imperceptibles en medio de su grueso pelaje ocre. Valda sonrió, orgullosa, y se acercó a Korn, posando su mano con cuidadosa delicadeza sobre la frente del animal, entre sus pequeñas orejas, ahora levantadas.

—Creo que nos quedaremos en la ciudad un tiempo más —le dijo Valda.

El aknur barritó con suavidad ante el sonido de su jinete, movió el gigantesco morro hacia ella y casi la hace caer al suelo. Era un gigante que no era consciente de su fuerza; Valda podía dominarlo, pero él, si lo deseaba, podía matarla de una simple embestida. La Campeona de Tendrazk era consciente de eso, se lo recordaba a sí misma cada que montaba sobre el lomo de Korn y sentía el impacto de sus pisadas. La soldado rio levemente ante el empujón involuntario de su aknur.

—Ya sé que querías salir a los campos de nuevo —agregó, ahora acariciando el espacio de su morro entre el cuerno y la frente—. Pero tendrás que esperar más.

Esperaba que terminaran por elegir a su unidad para alguna de las otras misiones que encargaban salir de la ciudad, pero tampoco había sido así. Sus sospechas, inquietantes sospechas, fueron confirmadas al cuarto día desde que no fue elegida para servir de escolta al príncipe. Fue llamada durante la mañana al Cuartel General, a la Oficina de Reclutamientos.

—Su unidad ha sido elegida para servir como guardia de la ciudad —dijo el encargado mientras le entregaba un pergamino en donde se hallaban todas las especificaciones, las zonas de la ciudad a su cargo y los horarios que tendrían que cubrir—. Firme y selle al pie del contrato, capitana.

Mientras firmaba con su nombre y dejaba el sello a un lado, sentía que le obligan a sonreír mientras le escupían en la cara. Había demostrado ser una guerrera y una capitana eficiente en la batalla, una soldado digna del título que le habían impuesto, y aun así no le habían dado una misión a la altura de su imagen.

—Son decisiones de los altos mandos —murmuró Valda—. Lo siento, Korn.

Al escuchar su nombre, el aknur volvió a mover el morro y a barritar. Soltó aire desde sus gigantescas fosas nasales antes de incorporarse. Valda se apartó un poco, aunque la cueva era lo bastante grande como para que el animal se moviese sin ninguna dificultad. Korn se dirigió hacia un desnivel en la piedra donde, con rastros de heno flotando, esperaba su depósito de agua. Oírlo beber era un espectáculo semejante al de escucharlo respirar; los músculos de su garganta se estiraban y volvían a relajarse, su respiración agitaba el agua y, al levantar el morro, miles de gotas resbalaban de él y salpicaban en el suelo. Después de eso, Korn se volvió para un lado de la cueva y comenzó a restregar su cuerno; allí se notaba el continuo desgaste de la piedra, donde el animal y varios otros semejantes a él habrían estado lijando aquella gigantesca protuberancia en sus cuerpos. En realidad, los aknurs tenían dos cuernos; el que coronaba la punta de sus hocicos era el más grande, mientras que el otro crecía un poco más cerca de la frente. Aquel otro, más pequeño, era cortado cuando el animal llegaba a cierta edad; los dueños lo guardaban por si es que en algún punto de sus carreras llegaban a ocupar un alto rango en la escala militar. Valda tenía el suyo guardado en un cofre de hierro, envuelto en mantos como si de un eterno recién nacido se tratara.

—Pero, hey —Valda se acercó a Korn y le dio unas palmadas en el fortísimo lomo. El aknur barritó—, eso no significa que debamos aburrirnos.


***


El hacha descendió con fuerza sobre el maniquí hecho de paja, su filo pasó a través del cuerpo falso y lo seccionó desde el hombro derecho hasta el costado izquierdo. Valda, con la mano que no sujetaba el arma, tiró de las riendas de Korn hacia atrás. La descomunal y peluda masa de músculos frenó su galope, sus aplanadas patas asentándose con fuerza sobre la arena de entrenamiento, levantando una nube densa. En ese mismo instante, Valda volvió a espolearlo. Korn barritó con fuerza y corrió en una nueva dirección. Al otro lado de la arena, unos reclutas habían puesto otro maniquí. Valda articuló un grito particular y su aknur comenzó a correr en zigzag. Las fuertes pisadas de la criatura retumbaban en el cuerpo de su jinete, estremeciéndola. Un hábil jinete de aknur tenía que saber sujetarse a la silla de su montura: un elaborado sistema de cuerdas y ganchos que, por más perfectos que parecieran, corrían el riesgo de romperse ante las bestiales zancadas. En menos de quince segundos, Korn, bordeando la Torre de Capitanes, ya había atravesado la mitad de la arena, levantando una nube de polvo tras de sí. Los reclutas apenas tuvieron tiempo de apartarse, corriendo y dando saltos. Valda cargó un nuevo ataque con su hacha, descargándolo en el momento justo en el que pasaba al lado del maniquí. El grueso filo aterrizó en la cabeza, partiéndola a la mitad. Un vago recuerdo en la mente de la capitana le hizo sentir que la sangre salpicaba a su mano, pero no era así.

—¡Otro! —gritó mientras hacía que Korn volteara.

Ya había otro falso enemigo esperándola desde el lado por el que había venido. Espoleó a Korn y el viento volvió a golpearle en la cara. Para ser criaturas de una corpulencia titánica, eran tan rápidos como cualquier buen caballo usado por los otros reinos. Era un insulto para un trendraskano que se le ofreciera montar a uno de esos animales, antes preferiría ir a pie.

Aún faltaban menos de diez metros para llegar hasta el maniquí, pero Valda decidió que eran suficientes. Tiró de las riendas y Korn se detuvo, preparándose para voltear, mientras que su jinete lanzaba el hacha con todas sus fuerzas. El arma dio vueltas en el aire, hendiendo el viento, hasta que aterrizó con fuerza sobre el pecho de paja del muñeco, tanta que logró desterrarlo de su soporte y tirarlo a la arena.

Mirando el maltratado cuerpo de su reciente víctima, Valda decidió tomar unos instantes para que tanto ella como Korn pudiesen descansar, más por ella que por el aknur, que parecía inmune a la fatiga. Había pasado un poco más de una hora de arduo entrenamiento y Valda, la cara perlada de sudor, ya sentía en carne viva las nalgas. Desajustó los arneses que la unían a su silla de montar y, mientras descendía, escuchó unos aplausos. Volteó y por encima de su hombro vio a Gregald, acercándose con el pecho hinchado y una sonrisa de un aire casi paternal.

—Buen lanzamiento —dijo al estar frente a ella—. ¿Desde cuándo llevas practicándolo?

—Comencé hace unos ciclos —explicó Valda, la voz menguada por el cansancio. Acarició la frente de Korn y se volvió hacia su primer oficial—. He vuelto a practicarlo desde que regresamos a la ciudad.

—Pues ya deberías ser toda una maestra en eso —comentó Gregald, cruzándose de brazos—. Vienes aquí todas las mañanas y todas las noches. Algunos reclutas dicen que te quedas hasta el amanecer.

—¿Hasta el amanecer? —preguntó Valda, sorprendida. Los reclutas exageraban, solo se había quedado hasta la salida del sol una noche, la siguiente después de que no eligieran a la unidad como guardia del príncipe.

—Sí —siguió Gregald—. Me preocupas, Valda.

—¿Te preocupa que esté preparada para cualquier batalla?

—Tú sabes que no es eso —Gregald frunció el ceño—. Sabes bien por qué me preocupo.

No había ningún fuego alrededor en ese momento, pero Valda pudo distinguir, de repente, el asfixiante aroma de la madera ardiendo, carbonizándose. El hedor se mezclaba con el férreo gusto de la sangre, del sudor y las cenizas convergiendo, formando una unión pegajosa y de cuyo miasma parecía no haber escape. Valda parpadeó y volvió a verse en la arena de entrenamiento, Gregald frente a él aún con su sebera expresión.

La Campeona de Tendrazk se limpió el sudor de la frente con el brazo, se dio la vuelta y caminó hacia el último muñeco de paja que mató. Gregald resopló tras ella y le siguió el paso. El acero del arma se había introducido con profundidad, Valda lo extrajo de un tirón, describiendo un arco de tallos secos y quebradizos sobre el suelo; a sus ojos le parecieron trozos de entrañas.

—¿Y bien? —preguntó Gregald.

Valda se obligó a despegar los ojos del hacha y los volvió hacia él. Resopló.

—¿Qué quieres que diga? —preguntó, encogiéndose de hombros.

—No lo sé, Valda —se quejó su primer oficial, entornando los ojos hacia arriba—. Dime que no te encerrarás aquí a degollar muñecos de paja, dime que saldrás y te relajarás un rato.

—Esto me relaja —argumentó Valda, apoyando el hacha sobre su hombro, reacia.

Gregald escupió a un lado.

—Que me castren si eso es cierto —sentenció—. No voy a dejar que te quedes aquí y hagas todo esto —Le señaló con el índice—. Vas a dejar a Korn ahora mismo y te tomarás unas cervezas conmigo en tu casa.

De repente, todo pareció perder sentido. Ya no tenía ganas de entrenar, ni siquiera tenía ganas de hacer algo en concreto. De todas formas, Valda no podía permitir que Gregald entrara a su casa, no podía, no debía dejar que viera a Traharn.

—Mejor a una taberna —dijo al fin—. Tú elige cuál.

Sabía que a Gregald se le haría extraño que accediera tan rápido, pero también sabía que su primer oficial no se resistía a los bajos placeres que el alcohol traía consigo.

—Bien —dijo este, en parte satisfecho de su logro—. Guarda a Korn. Te esperaré en la salida.


***


El Rincón de Augus era una taberna escondida en un callejón. Había que tocar la puerta, ser recibido por un guardia de piel oscura —un exótico del Profundo Shaenyr—, armado con una extraña lanza y bajar unos estrechos escalones hasta llegar al subterráneo salón, donde gobernaba el aroma de la cerveza por encima de las inútiles velas aromáticas puestas sobre las mesas de los clientes. Allí, los bebedores se la pasaban apostando con juegos de cartas y dados, riéndose o bien lanzándose maldiciones, acusando a uno y a otro de hacer trampa. Valda se dio cuenta de que muchos allí eran soldados; se alivió un poco al ver que no había nadie que perteneciera a su unidad, nadie excepto Gregald. Pero claro, si él no conocía un lugar como este, entonces no sería Gregald.

Su primer oficial la llevó hasta una mesa libre y chasqueó los dedos, produciendo un notorio ruido lo bastante alto como para captar la atención de una camarera. Gregald ordenó dos jarras grandes de cerveza y sacó unas cuantas monedas de la bolsa de cuero que tenía atada al cinturón. La encargada se guardó las monedas y se apartó, advirtiendo que no tardaría mucho. Valda volvió a mirar el escenario a su alrededor, sintiéndose como un cactus en medio de un bosque de robles; cayó en la cuenta de que muchos de los soldados que se hallaban presentes le dirigían miradas furtivas.

—Ahora todos dirán que la Campeona de Tendrazk gusta de emborracharse —dijo con la mirada perdida entre la ebria multitud.

—No pasará algo así —dijo Gregald, recostándose sobre el espaldar de su silla—. No conmigo aquí —Sonrió.

—¿Ah, sí? —Valda se volteó hacia su camarada—. ¿Y cómo es que eso tiene algún sentido?

Gregald ahogó una risa apretando los labios.

—Porque yo soy el dueño —reveló una vez venció a sus carcajadas, abriéndose de brazos y encogiéndose de hombros—. Bienvenida al Rincón de Augus, querida Valda.

Por unos instantes, la capitana quedó pasmada. Sabía que Gregald tenía un negocio, el hombre lo mencionaba a veces, pero nunca imaginó que regentaría una taberna, y mucho menos una en la que permitiría la entrada a soldados que vestían el uniforme y que vomitaban sobre él cuando bebían de más.

—¿Tú eres Augus? —preguntó, quedando boquiabierta al final de su oración.

—No —Gregald, aún sonriente, negó con la cabeza—. Mi padre era Augus. Siempre quiso abrir una taberna. Esto está hecho en su honor.

Al tiempo que terminó de hablar, se oyó a uno de los comensales vomitar sobre la barra de bebidas. Los que estaban cerca maldijeron y llamaron a gritos al guardia shaeno de la entrada. Valda y Gregald observaron cómo el gran hombre arrastró al borracho, quien parecía estar delirando, hacia la salida del local.

—Se llama Egroot —comentó Gregald, señalando al guardia que se perdía mientras subía las escaleras—. Es un tipo muy fuerte. En fin —La camarera llegó y puso las jarras llenas sobre la mesa—. Como te dije. No dirán nada conmigo aquí. Los soldados no se atreverían a perder el descuento en cerveza que tienen aquí, y los civiles... Bueno, lo acabas de ver. Están muy borrachos como para distinguir si quiera a sus propias madres.

Se rio con su propio chiste. Valda, en cambio, con la mirada puesta sobre la jarra de cerveza frente a ella, mantuvo el semblante serio. Gregald fue bajando la intensidad de sus carcajadas poco a poco, sumiendo a la mesa en un silencio tan incómodo que parecía ahogar el bullicio del rededor.

—Me siento más tranquilo verte así —mencionó el primer oficial antes de echar un trago a su jarra—, que en la arena del Cuartel.

Valda suspiró.

—Han pasado varios años desde que mi madre falleció, Gregald —dijo en tono de cansado reproche, como si se lo tuviera que recordar a cada instante—. Muchas cosas han cambiado. Ya no tienes por qué seguir con tu juramento. Ya no soy una niña. —puso énfasis en la última oración martilleando la superficie de la mesa con un dedo.

Gregald había mantenido la sonrisa en su rostro, era algo característico en él; cuando la gracia pasaba, aún dejaba una pequeña marca en su rostro que tardaba otro rato en desaparecer. Mientras Valda le hablaba, aquel último rastro de felicidad fue oscureciéndose.

—Veo bien que ya no eres una niña —dijo luego de darle un nuevo trago a su jarra—. Entraste a las tropas reales cuando yo ya era un soldado asignado a una unidad. Escalaste en las posiciones muy rápido, hasta que te asignaron a la unidad número treinta y siete. Y luego llegó ese día que nos cambiaría para siempre.

—La caída de Solnaciente —murmuró Valda—. La recuerdo muy bien.

¿Y cómo no iba a olvidarla? Aquella encarnizada batalla sería recordada con recelo por parte de todos los tendrazknos, sería la primera de una serie de derrotas contra los salvajes de las Montañas Grises. Para Valda, aquella primera derrota sería algo más que solo ver a sus camaradas retirarse del campo de batalla, más que ver a los salvajes aullando, inflando los pechos de júbilo, sobre los cuerpos de aquellos buenos soldados a quienes habían conseguido matar.

—Desapareciste dos meses después de eso —agregó Gregald—. Tú y varios soldados que fueron capturados, llevados a las cuevas de esos salvajes para pasar quién sabe por cuántas torturas.

Sin darse cuenta Valda pegó una mano a su mejilla derecha, donde esperaba la cicatriz en forma de X.

—Y aún así, fue por mí que logramos liberarnos —dijo ella al caer en la cuenta de su debilidad, despegando la mano de su perfil y convirtiéndolo en un puño que descendió sobre la mesa. La cerveza de su jarra se agitó—. Por mí, Gregald. Yo logré escapar de sus celdas, yo maté a esos salvajes y a su líder.

—Y precisamente por eso debo preocuparme por ti —señaló su primer oficial—. Nadie es el mismo después de una masacre a esa escala, Valda, nadie, sin importar qué tan fuerte sea. Tu madre lo sabía. Cuando regresaste a la ciudad, cuando te dieron el título de Campeona de Tendrazk, cuando te ascendieron a capitana de la unidad catorce... Valda, tu madre sabía que no eras la misma. En sus últimos días me pidió que siempre estuviera a tu lado, que te cuidara. ¿Por qué crees que me volví tu primer oficial?

Justo en el momento en que terminó la oración, Valda se levantó de su asiento. El contenido efervescente de la jarra, intacto, de nuevo volvió a estremecerse. Dedicó una mirada fulminante a los ojos de Gregald, ojos que la habían visto crecer por largos años, incluso cuando aún era una pequeña en pañales de la cual no se pensó nunca acabaría enlistada en el ejército.

—Gracias por la cerveza —le dijo con una voz seca antes de dirigirse a las escaleras de salida.

Pensó que la detendría a mitad de camino, pero no escuchó la voz de Gregald sino hasta que salió de la taberna. Seguramente el soldado habría decidido no desperdiciar el dinero y beberse las dos jarras antes de darle el alcance. Valda se detuvo a la entrada del callejón. Las personas pasaban de un lado a otro, vueltas sombras por la luz del día.

—Hay una gran diferencia entre un héroe y un guerrero, Valda —dijo Gregald.

Aquellas palabras fueron como un hechizo que hizo a sus pies echar raíces al suelo, impidiendo que diera un paso más. Al principio, solo fue la voz de su viejo camarada de armas, pero después, en su cabeza, empezando primero como un susurro y después como palabras que salían entre jadeos, oyó la debilitada y áspera voz de su madre.

Su madre había muerto semanas después de que ella regresara de su cautiverio con los salvajes. La enfermedad le había pegado la piel, tan blanca como la nieve, recorrida de llagas y pústulas, a los huesos; sus ojos, iguales a los de Valda, se perdían en pozos oscuros que amenazaban en convertirse en cuencas. A los muros del cuarto en el que se confinó los últimos días de su vida, se le pegó un amargo hedor que volvía difícil la tarea de respirar, provocando arcadas en los de olfato más agudo. Fue el penúltimo día de vida en el que su madre le dijo aquellas palabras, entre toces que manchaban de un rojo intenso sus desgastados pañuelos.

Nunca supo cuál fue la diferencia. Al instante de haber dicho eso, la pobre mujer comenzó a tener toces cada vez más fuertes. Las hermanas blancas que fueron enviadas para su cuidado hicieron a Valda retirarse. Al día siguiente, una de ellas la buscaría en su casa, solo para informarle que su madre ya había emprendido el viaje al Umbral de Cristal.

—¿Y tú eres un héroe, Gregald? —preguntó Valda cuando los recuerdos de ese tiempo se disolvieron—. ¿Eres un héroe por alejarme de esto?

—Soy tu amigo —respondió Gregald después de un instante de silencio.

Valda suspiró.

—Y lo agradezco —dijo—. Pero no necesito que me cuides. Déjame lidiar con mis propios demonios.

Y sin agregar más, sin siquiera voltear para verlo a los ojos, Valda salió del callejón, perdiéndose entre la multitud.


***


Bajo la luz de la Lunas de Orthamc y de las estrellas a su alrededor, la arena de entrenamiento adquiría una plateada tonalidad.

Los reclutas se habían retirado hacía rato, solo quedaban los encargados de la vigilancia, dispuestos en los adarves del Cuartel, no sabiendo si concentrar sus ojos en el exterior, previendo amenazar, o en el interior de la arena de entrenamiento. Valda, vista desde esa altitud, parecería un punto pálido —debido a su cabello rubio— que se movía en círculos con una gracia particular.

Estaba entrenando sola, decidió que ya había sacado muchas veces a Korn. Blandía el hacha contra el paso del viento, haciéndolo chillar. Cuando el trayecto del pesado filo terminaba, ella daba un paso hacia adelante, firme, poderoso, que hacía saltar la tierra, al tiempo que adelantaba el escudo ante ella, bloqueando una arremetida invisible a la cual respondía con un grito de guerra y un nuevo golpe de su hacha. A sus veinte, las mujeres de Tendrazk acostumbraban a buscar un marido; las plebeyas asistían a bailes comunales que se realizaban en las plazuelas cada primavera, ahí tenían el objetivo de conocer a alguien con quien poder empezar una nueva vida. Valda no deseó eso, ella y muchas otras de su edad preferían enlistarse, elegían otro tipo de bailes, los bailes con armas, esos en donde las parejas eran el enemigo, donde había que cuidar mucho más los pasos, siempre frenéticos, llenos de energía, que no se detenían hasta que uno de los participantes comenzara a sangrar a raudales. Aún recordaba cómo era su primera víctima, cómo le había arrebatado la vida, evocaba ese episodio de su vida cada que volvía a entrenar, formaba una imagen visible solo para ella de aquel desgraciado. Se trataba de un bárbaro alto, con cota de mallas, armado con un espadón que parecía doblarle en tamaño, de una hoja tan ancha como una mano extendida; tenía el rostro cubierto por un yelmo con cuernos, aunque la quijada, recorrida por una frondosa barba de tono pajizo, se asomaba al exterior. Valda había bloqueado el primer embate del espadón, cuya hoja se quedó atorada en la madera del escudo. Aprovechando esa oportunidad, una Valda de veintidós años contraatacó. El hacha atravesó el hierro del yelmo, lo quebró, produjo un chirrido metálico y después, a pesar del bullicio de la batalla del rededor, un crujido inquietante. El salvaje cayó arrodillado, su barba de repente empezó a mancharse de rojo y, unos segundos después, todo el gigantesco cuerpo estaba tendido sobre la hierba, espasmódico. Olvidarlo sería imposible, era alguien especial, en cierto modo. Valda dio una zancada, describió un arco paralelo al suelo con el hacha, hendiendo el viento una vez más, asesinando a aquel sujeto de nuevo.

Detuvo la danza entonces, se quedó quieta en aquella posición de ataque: el brazo del hacha extendido, el filo del arma resplandeciente con la luz de las estrellas y de las Lunas; protegiendo su costado izquierdo, sostenía su escudo de madera, las piernas separadas y ligeramente flexionadas. Comenzó a tomar aire.

Cuando detenía una danza que llevaba tiempo bailando, la adrenalina iba abandonando su sistema, haciéndole sentir agotada, de repente su cuerpo parecía recordar que el gambesón, la cota de mallas y las armas tenían un peso considerable; leves temblores atacaban sus brazos y piernas, aunque de menor intensidad que cuando terminaba una serie de entrenamiento con Korn.

Luego de llenar los pulmones y estabilizar su pulso, Valda se pasó un brazo por la frente, perlada de sudor.

Es suficiente, Adrek, dijo para sí mientras miraba a la nada. Nunca supo cuál era el nombre de esa primera víctima, así que le dio uno para recordarlo mejor. En su mente, Valda imaginó al fantasma de Adrek recomponiendo su cabeza, haciendo una reverencia y desvaneciéndose en el aire. La Campeona de Tendrazk suspiró, satisfecha por una buena sesión. Se sentó sobre la arena, esperando a reponer energías, a que los temblores pasaran. Una vez sucedió eso, se levantó y dirigió sus pasos hacia la salida del Cuartel.

En el túnel de la entrada a la arena, Valda no se encontró a nadie más que a las antorchas crepitantes que iluminaban el camino. Mientras avanzaba, se fijaba en cómo las danzantes llamas proyectaban su sombra sobre el suelo, nítida, densa, que imitaba cada uno de sus firmes movimientos. Sus pasos resonando contra los gruesos muros, parecían ser, junto al chasqueo de las antorchas, los sonidos que le hacían recordar que seguía en el mundo real.

Cuando llegó hasta el portón, le dio unos golpes con una aldaba de hierro un tanto pesada. El golpe del hierro contra la madera se volvió eco, se perdió en el fondo del túnel. A Valda, por alguna extraña razón, aquel resonar parecía estar invitándola a regresar a la arena, a seguir entrenando. Y habría obedecido a aquellas voces de ultratumba si no fuera porque, a su mente, llegó la imagen de Gregald en la oscuridad del callejón, rogándole con la mirada que regresara con él al Rincón de Augus.

El portón, desde afuera, se abrió, interrumpiendo de repente la meditación de Valda; el suelo temblaba levemente mientras los guardias, al otro lado, tiraban hacia fuera.

Mientras ponía los pies de vuelta a la ciudad, los guardias le dedicaron respetuosos saludos al estilo militar. Nunca supo si es que lo hacían porque de verdad sentían admiración hacia ella, o si es que era debido a aquel condicionamiento militar que obligaba a todos los reclutas a saludar con un respeto exagerado a sus superiores. Se despidió de ellos siguiendo el protocolo.

En aquella zona de la ciudad las noches eran calmadas. Las calles recibían la luz de las estrellas y de las Lunas o bien las invadían sombras; no se veía mucha gente transitándolas, los pocos civiles iban solos o bien en grupos que no excedían los cinco integrantes, muy silenciosos, ocultando sus conversaciones del exterior, incluso los guardias eran pocos en esa parte de Arrakdis. A los ladrones no les atraía mucho la idea de robarle a los nobles, o al menos a los ladrones comunes, típicos carteristas que acechaban en los callejones; solo los más experimentados podían verlos como objetivos a quienes sacarles provecho, pero esos eran escasos. Sin embargo, había ladrones, jóvenes en especial, que creían poder con cualquier reto que se propusieran: un solo buen robo en los barrios nobles era sinónimo de varios años sin preocupaciones, así que, quizá pensaban ellos, si hacían todo bien, la recompensa sería más que grande. Había veces en las que se salían con la suya, y otras en las que perdían la cabeza.

Valda se preguntó cuántas veces rebotaría la del jovenzuelo al que había visto correr a esconderse en la entrada de un callejón, donde seguramente pensó que sus ropas coloridas podrían perderse bajo el manto de sombra. Aquello le causó gracia, aunque después la invadió cierta lástima ajena. Tan joven, muriendo tan pronto. Valda sabía que había ladrones que no habían elegido ese camino de la mejor forma, pues no tenían más opciones. Resignada, olvidando a la filosofía no escrita de la urbanidad de no meterse en los asuntos de los otros, se detuvo a la entrada del callejón.

Aquel muchacho debería ser muy inexperto, pues falló con gran estrépito al intentar disimular su respiración, la cual se hacía más y más rápida. Valda no volteó hacia el estrecho pasaje, mantuvo la vista en el frente, asegurándose de que los guardias, al final de la calle, no irían en su dirección, concentrados en cambio en una conversación más interesante que el trabajo de cuidar las calles de los más ricos del reino.

—Estás a tiempo para arrepentirte —dijo Valda mirando de reojo hacia el callejón. El sonido de las respiraciones se detuvo—. Puedes salir de ahí y diré que eres el hijo de un amigo. Caminaremos juntos y te dejaré cuando salgamos del barrio noble. ¿Te parece buena idea?

La Campeona suspiró al no escuchar ninguna respuesta.

—No te entregaré a los guardias, lo juro —añadió.

¿Por qué estaba haciendo eso?

—Di algo —exigió Valda, volteando hacia el callejón, a punto de dar un paso hacia adentro.

Un grito ahogado se escuchó.

—Y-yo... —gimoteó la voz desde el interior del pasaje, una voz que parecía estar a punto de quebrarse, frágil como un cristal a pesar de ser la de un varón.

—Entiendo que estés asustado —agregó Valda, tratando de no verse tan intimidante más allá de su tamaño, contextura y las armas enfundadas—. No tienes que hacer esto, no tienes que robarle a nadie. No desperdicies tu vida por...

—No soy un ladrón —le interrumpió el joven.

Valda sintió que el calor se le escapaba de la sangre, que el alma se le separó de la carne.

No era un ladrón, no era un joven cualquiera. Era el príncipe.

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