CAPÍTULO XIII: VIEJA HISTORIA

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Lotred encabezaba la marcha junto a Jerssil, Armont y Cael, las armas desenfundadas. Tras ellos, la tartana de Gredo los seguía. El camino que atravesaban estaba flanqueado por altos muros de hierbas y corrían el riesgo de ser emboscados por un grupo de asaltantes; con el filo de sus armas expuestos, esos oportunistas se lo pensarían dos veces antes de siquiera pensar en sorprenderlos.

Durante las mañanas, cuando una ráfaga de viento pasaba por encima de las llanuras Asrim, el rocío asentado en las hierbas saltaba cuando estas comenzaban a ondear, sacudidas por el soplo de la naturaleza. Así, daba la impresión de que se estaba en medio de una llovizna que, en lugar de caer desde lo alto hacia el suelo, venía desde los lados. Era un soplo refrescante, fresco y grato de recibir. Cuando Lotred volteaba y, de forma disimulada, llevaba los ojos hacia el rostro de Jerssil, podía notar que a este se le habían pegado algunas de las cristalinas gotas de rocío al rostro, haciéndolo ver como un semblante al cual le engarzaron pequeños diamantes. Antes de que ella se percatara, Lotred volvía la vista hacia el frente.

Lo que dijo Cael, se preguntaba, ¿acaso era real?

El rubio era tan hábil con las palabras como con la espada, eso lo sabían incluso Jerssil y Armont. ¿Y si Jerssil supo que los podría dejar en cualquier momento, y por eso le pidió a Cael que usara sus dotes para hacer que se quedara? Lotred se sintió fastidiado al pensar que podrían estar manipulándolo. Pero no tenía sentido estarlo; la misión iba en contra suya desde que inició. Manipulado o no, acabaría fastidiado de todos modos, aunque evidentemente prefería lo segundo. La primera opción indicaba el inicio de una esperanza a la cual deseaba aferrarse y que a la vez detestaba.

Concentrarse en otra cosa habría sido lo ideal, pero nada a su alrededor conseguía alejar su mente de esa idea inquietante, ambivalente. Estaba en la marcha casi coordinada que tenía con sus antiguos compañeros, en el repiqueteo de las ruedas y de los cascos de los caballos, en el maldito día soleado con el viento fresco, arrastrando consigo el rocío que se estrellaba contra ellos. Así habían sido los viejos tiempos, los buenos tiempos, o al menos los consideró así hasta que entendió todo...

—Me siento encerrado —alzó la voz Armont. Recargaba su gran hacha a lo largo de sus hombros, con los gruesos brazos sobre el largo mangual—. ¿Cuándo se acaban estas hierbas?

—Hemos entrado por la zona del vado —señaló Cael, ladeando la cabeza hacia atrás. Hacía dos horas que habían dejado de escuchar el rumo de las tranquilas aguas—. Si hubiéramos entrado por el camino que se desprende de la ciudad de Eslen, habría sido otra historia, una más larga y agotadora.

El hombretón gruñó, estresado.

—También tengo hambre —agregó. No habían traído mucha comida con ellos, por lo que solo se alimentaban durante algún punto de las tardes y con raciones muy controladas. Gredo a menudo se unía a sus quejas.

Para la mala suerte de Armont, Jerssil también había insistido en llegar a la Cadena de Daleria lo más pronto posible, por lo que a menudo apresuraban el paso. Al menos, a forma de consuelo, para la zona de la cordillera a la que deseaban llegar, el camino por el que pasaban era el más corto: los conducía directamente hacia el noreste, hacia las montañas de la Cadena. Sin embargo, también era el más peligroso; el sendero se alejaba cada vez más de los terrenos reclamados por la corona de Aleron y los señores que eran vasallos de esta, junto con las altas hierbas de las llanuras, eran el refugio perfecto para muchas bandas criminales; en tiempos de guerra, también lo era para desertores. En consecuencia, algunas zonas de la llanura, en especial las que estaban al noroeste, donde se levantaban más señoríos, eran controladas cortando las altas hierbas que allí crecían.

Armont resopló, resignado. Lotred supuso que su enorme compañero debía de sentirse encerrado en varios lugares, no solo en el estrecho camino que recorrían; si fuera tan alto y corpulento como él, lo más probable es que se sentiría igual.

Continuaron la caminata por unas tres horas más, hasta la llegada de la tarde, con un sol tan abrasador que parecía hervir el aire. Los herbosos muros no daban señales de terminar, ondeaban en la dirección que el viento dictaba y extendían unos murmullos seseantes. La compañía se detuvo cuando acabaron por llegar a una encrucijada que dividía a las hierbas en dos caminos. Un letrero indicaba una desviación hacia un pueblo llamado Redria, al oeste, y otro, el destino hacia la Cadena de Daleria.

—Será al menos una semana de viaje antes de llegar —comentó Lotred, con tono de experto, mientras se detenían frente al letrero. La madera tenía algunos agujeros, producto de las varias lluvias que habría soportado; los grabados que indicaban las letras de los destinos también se hallaban deteriorados, aunque aún se podían leer—. Y por lo que vi en el mapa, unos cinco o cuatro días antes de llegar al verdadero destino. Eso si es que no nos retrasan las lluvias una vez estemos allí.

—Una señal más para apresurarnos —dijo Jerssil, desviando la mirada hacia el camino que se perdía en el este.

Lotred resopló. Jerssil mantenía esa terquedad suya que relucía cuando algo se le metía en la cabeza. La idea de encontrar a Baldrick parecía ser un motor suficiente para ella, algo que le daba mucha más energía que las pequeñas hogazas de pan que comía durante las tardes que llevaban viajando.

—Tengo una mejor idea —Lotred señaló el nombre del pueblo de Redria—. Conozco al lord que regenta el pueblo. Me debe unos favores, así que...

—La Cadena de Daleria no está por allá —interrumpió Jerssil, dando unos pasos hacia el camino correcto.

—Ciertamente —agregó Cael.

Lotred volteó hacia él, descubriéndolo con esa sonrisa burlona tan característica suya. En años anteriores, esa bocaza los había metido en algún que otro aprieto. Sintió que debía enojarse, pero con extrañeza se vio soltando una risilla.

—¿Y qué pasa con este favor que te debe ese lord? —preguntó Gredo desde la tartana—. De hecho... ¿desde cuándo los lores les deben favores a mercenarios?

—Es una vieja historia —respondió Lotred, volteando del todo para ver la expresión incrédula y burlona en el rostro del viejo—. Pero eso no importa. El punto es que puede darnos unas cuantas provisiones.

Aquello pareció bastar para sus compañeros, quienes se miraron entre ellos mientras asentían. Jerssil, por otro lado, se mantenía firme en su decisión de no tomar otro camino que no los acercara al objetivo de la misión.

—Será rápido, Jerssil —le dijo Lotred—. Podremos volver al camino a la mañana siguiente.

—Baldrick es la prioridad —respondió ella.

Lotred gruñó.

—Mientras nosotros estaremos bien alimentados —siguió Jerssil—, él seguramente estará muriéndose en alguna cueva en las montañas, no solo de hambre sino de frío también.

—Bien, lo tiene merecido —espetó Lotred plantándose ante ella, los azulados y grisáceos ojos atacándola como dos flechas—. ¿Quieres ir a rescatar a Baldrick? De acuerdo. Pero no seas estúpida —Luego de mencionar esa palabra, creyó escuchar a Armont tras él ahogar una exclamación—. Llevas alimentándote y alimentándonos solo con raciones de pan. Si seguimos así, ten por seguro que no duraremos ni tres días en la Cadena.

Ignorando sus palabras, Jerssil se dio la vuelta, dispuesta a seguir internándose en el noreste. Lotred la detuvo sujetándola del brazo, con un agarre tan fuerte que hizo crujir el cuero de su guante y el del brazal de la mujer. Ella se volteó hacia él con una mezcla de sorpresa, indignación e ira en el rostro; sus ojos abiertos y llameantes. Tras ellos, Cael soltó una maldición.

—No lo hagas por ti —musitó Lotred sin quitar los ojos de los de Jerssil—. Ni siquiera por mí. Y mucho menos por Baldrick —Abrió los dedos entorno al brazo, musculoso, aunque delgado. Jerssil retrajo su extremidad al instante y con brusquedad. Sus ojos también eran hojas afiladas y peligrosas, Lotred lo sabía a la perfección—. Hazlo por ellos.

Por un instante, los ojos de Jerssil se desviaron hacia Armont y Cael. Apenas había sido una fracción de segundo, imperceptible para alguien que no estuviera tan cerca. Lotred frunció aún más el ceño cuando, de súbito, la idea de ver a Jerssil voltearse y seguir su camino hacia la Cadena de Daleria se materializaba en su cerebro y le encogía el corazón.

—Más te vale que no nos tome mucho tiempo. —dijo antes de encaminarse en la otra dirección. Lotred se permitió soltar un suspiro de alivio.


***


En el oeste, el sol comenzaba a descender, tiñendo la tierra de anaranjado.

Redria había cambiado mucho desde la última vez que Lotred estuvo ahí, hacía ya seis largos años. Atrás habían quedado las casas pequeñas, hechas de adobe y con tejados de paja; en su lugar ahora había anchos hogares de hasta tres pisos, de piedra y con cubiertas de tejas en los techos equipados con chimeneas. El suelo alrededor de la plaza, otrora de tierra endurecida, que levantaba una gran nube de polvo al ser repasada por los pies embotados y los cascos de los caballos, ahora estaba recubierto por un pavimento enguijarrado. Lo único que no había cambiado eran las plantaciones de trigo que rodeaban la circular zona del pueblo. Los agricultores empezaban a arar la tierra, preparándola para la siembra de aquella temporada. El ruido de las herramientas al golpear la tierra le hizo pensar a Lotred en el tañido de las campanas de una ciudad que avisaban de la llegada de alguien importante: un rey, algún ejército o un héroe de hazañas increíbles.

El viento pasó por encima del mercenario, como si se tratara de un fantasmagórico intento de bienvenida por parte del pueblo. La gente que andaba caminando entre la plaza, lugareños y guardias, no les prestaban demasiada atención. Lotred supuso que, debido a la modernidad de Redria, varios carromatos de mercaderes o tartanas con viajeros llegarían para asentarse o estar un tiempo antes de partir a otra zona de comercio; él y sus compañeros solo eran otro grupo de caminantes recién llegados. No había sido así la primera vez. Con solo unas cuantas casas formando un área circular, la mayor parte de habitantes de la Redria de ese entonces le dirigían miradas desconfiadas y fruncidas.

Mientras se internaban en el pueblo, dejando atrás las altas hierbas de llanura Asrim, Lotred cayó en la cuenta de que sentía cierta nostalgia, sin importar lo mucho que hubiese cambiado el lugar, como un calorcillo naciendo desde su pecho y deseando extenderse por todo su cuerpo, una sensación reconfortante que no sentía hacía mucho tiempo. Había vivido una larga temporada en Redria, después de todo, conoció a algunos lugareños e incluso formó una que otra amistad. ¿Lo recordarían ellos, acaso? Se sintió como un hijo que regresa a su hogar luego de haber viajado por el mundo, arrastrando historias y tesoros consigo para mostrárselos a sus padres, viejos ya, y a sus hermanos, ahora tan altos como él. Pero nunca había tenido padres, tampoco hermanos; Jerssil, Cael, Armont y Baldrick, creyó alguna vez que podrían serlo, pero solo era una ilusión que tarde o temprano acabaría.

Habían envainado las armas antes de llegar a las calles y las ocultaron con los pliegues de sus capas, excepto Armont, que fue a guardar su gigantesca hacha de guerra en la tartana. No querían ninguna clase de problemas con los guardias que vigilaban en los alrededores. Esos también habían cambiado: llevaban cotas de malla bajo sobrevestas impecables —estaban teñidas de verde oscuro y tenían una paloma blanca sobre la zona de los corazones—, espadas envainadas y escudos puestos a la espalda. Tal como parecía, lord Redaran, el regente del pueblo, había asesinado al pequeño y humilde lugar al que Lotred una vez llegó, cambiándolo por un prometedor sitio que, quizás en unas décadas más, acabaría por convertirse en una ciudad. En realidad, no le sorprendía; muchos lores eran ambiciosos, tenían en mente grandes proyectos para aumentar sus fortunas, y Redaran no era la excepción, aunque sí que era menos orgulloso y apático. Lotred se intranquilizó cuando un pensamiento pasó por su mente; mucha gente cambiaba cuando adquirían poder, se corrompían. ¿Habría pasado lo mismo con Redaran? Imaginó a soldados prohibiéndoles la entrada a la casa del lord, obligándolos a retirarse sin nada, a Jerssil furiosa por la pérdida de tiempo... Oh, Dios, peor que eso, imaginó el estómago de Armont, rugiendo como un úrico león durante las noches, impidiéndole dormir.

Por lo que más quieras, Redaran, no...

No solo los campos de agricultura habían permanecido inmutables ante el paso de los años. La casa de Redaran, en contraste con las casas del rededor, seguía manteniendo los rastros de una riqueza que, si bien no era baja, tampoco era tan exorbitante como para construir una mansión en medio de Redria. Se trataba de una casa de una sola planta, de piedra labrada y tejado hecho a base de tejas, con ventanas arqueadas y arbustos creciendo alrededor de los muros. La puerta, una más del montón que se hallaban en el pueblo, no tenía más adorno que una banderola verde con el dibujo de la paloma en su centro, el emblema de Redaran. Dos soldados estaban apostados a ambos lados de la puerta, firmes, con las espadas desenvainadas y puestas bocabajo, las puntas enterradas apenas unos milímetros en la tierra del suelo.

Se detuvieron a unos metros de la casa para no llamar la atención. Lotred miró a sus compañeros, quienes no paraban de escrutar el rededor, como si en realidad fuesen ladrones a punto de cometer un robo y vigilaran que nadie los viera. Baldrick les había enseñado que siempre estudiaran el terreno al que entraban, que vieran posibles salidas y grabaran cada minúsculo detalle en sus mentes. ¿Sentía orgullo, de repente?

Carajo.

Arrastró los ojos de vuelta a la casa, respiró hondo y se encaminó hacia ella.

—Esperen aquí —le dijo a su compañía mientras se alejaba.

Los soldados fijaron la vista en Lotred cuando lo vieron acercarse. Probablemente se habrían fijado en él y en sus compañeros al tiempo en que los vieron; el rojo de sus capas, a pesar de ser oscuro, seguía llamando la atención siempre. Lotred le reclamaba a Baldrick ese hecho; un color tan llamativo como el rojo siempre les impediría pasar desapercibidos, los haría fáciles de identificar.

—Bien —respondió el viejo, hacía ya muchos años—. Que sepan que hay un Cuervo Rojo frente a ellos.

El guardia de la derecha levantó una palma abierta, indicando a Lotred que se detuviera a solo tres pasos de llegar hasta ellos.

—¿Qué se le ofrece? —La voz del hombre le sorprendió sonando amable y no poseedora de ese férreo y brusco tono militar.

—Me gustaría hablar con lord Redaran —respondió luego de unos segundos, aún seguía sorprendido. Esperaba tener que adoptar la típica actitud osca de siempre para tratar de intimidar a los guardias—. Soy un viejo conocido suyo.

—Lord Redaran tiene muchos conocidos —dijo el guardia de la izquierda, encogiéndose de hombros—. Tendrás que ser más específico.

—Mi nombre es Lotred —explicó entonces—. Serví a lord Redaran como mercenario cuando Redria aún era pequeño. Yo...

—¿Lotred?

Una voz conocida, aunque más rasposa, se escuchó salir por una de las ventanas. Lotred y los guardias giraron la mirada en aquella dirección.

El tiempo había pasado factura a las facciones de lord Redaran. Ahora estaba más arrugado, con unas cuantas manchas apareciéndole en el rostro. Su cabello, gris durante el tiempo en que Lotred le sirvió, se había tornado blanco del todo, ahora dejando espacio en la frente con unas visibles entradas. Pero aún mantenía esa sonrisa jovial.

Lord Redaran se volvió a ocultar tras la ventana y, al poco rato, abría la puerta, que resguardaban sus guardias, desde adentro. Vestía los colores de su casa y se apoyaba en un bastón con mango de plata. En sus ojos y en su sonrisa parecía estar la emoción de un padre que ve regresar a su hijo después de muchos años; o al menos, Lotred, extrañado, lo sintió así.

—Muchacho —dijo con una afable sonrisa, abriéndose de brazos y bajando los escalones con cuidado. La expresión de sorpresa en las caras de los guardias se le hizo divertida a Lotred—. ¿Qué te trae por aquí?

Al contrario que muchos nobles que pasaban los cincuenta, Redaran había adelgazado, daba la impresión de que, con el paso de los años, su piel se había ido pegando cada vez más a los huesos. Junto con las ojeras que llevaba, parecía ser el fresco cadáver de un viejo. Parte de Lotred se avergonzó de pensar así; bajó la mirada, aunque se obligó a levantarla segundos después, cuando el anciano estaba parado frente a él, sus manos delgadas puestas sobre el bastón delante suyo, como un caballero que clava su hoja en el suelo. Aquel último símil le gustó mucho más, por lo que ver a los ojos de Redaran se hizo más fácil.

—Negocios —comentó Lotred—. Estoy llevando a un grupo hacia la Cadena de Daleria. —Ladeó la cabeza en dirección al este, en donde la red de gigantescas montañas asomaba en lontananza, fantasmagóricas, rompiendo un cielo infectado de nubes con sus cimas.

—¿Haces negocios con tu propia gente? —interrogó Redaran, volteando hacia sus compañeros en la distancia. Sonrió—. Así que esos son los Cuervos Rojos de los que tanto le hablabas a Ryden.

Ryden era el hijo del lord. Cuando Lotred aún servía a la casa de Redaran, el pequeño tenía diez años y un espíritu aventurero abrumador; no le gustaban los cuentos que las nanas le narraban con intención de hacerlo dormir y, en cambio, reclamaba la presencia de Lotred para saber más acerca de esos aventureros de capas y capuchas rojas que combatían contra bandas de ladrones o cuidaban de los viajeros por los caminos del reino. Ahora tendría unos diecisiete o dieciséis, sería un joven esbelto con todas las energías para devorarse el mundo, pero claro, había pasado lo del accidente. Lotred recordó gritos y llantos, flechas desgarrando el viento, sangre manchando el suelo de un camino que pasaba por un tétrico bosque.

—Ya no son mi gente —respondió Lotred con actitud férrea, aunque no demasiado rudo—. Pero, ya lo sabe, lord Redaran, negocios son negocios.

El anciano asintió, comprensivo.

—Pero sigo sin entender del todo tu presencia aquí —volvió la mirada hacia él—. No es para revivir viejos tiempos, estoy seguro. No te ofendas, pero no me parece que seas del tipo sentimental.

Lotred sintió una punzada de vergüenza.

—Yo... Necesito suministros. Un poco... de comida y agua, sogas y suplementos para viajar por las montañas.

Esperaba un silencio incomodo, pero Redaran dejó escapar una risilla. Esperó un insulto, pero el viejo lord le dio unas palmadas en el hombro.

—¿Cómo poder negarle algo al que salvó a mi heredero de la muerte? —Le dio otra palmada y se dio la vuelta, en dirección a su casa, regresando a paso renqueante. Antes de subir los escalones hacia su puerta, se detuvo y volvió la vista hacia Lotred—. De todas formas —agregó—, no esperes que te dé todo eso gratis.

Claro, pensó Lotred, eso sería demasiado fácil.


***


Cael y Armont parecían haberse olvidado del hambre y el cansancio al oír lo que tendrían que hacer. Gredo se había quedado en el pueblo, dijo que buscaría un lugar en donde pudiera conseguir alimento para los caballos. Jerssil, al contrario, se había mostrado reacia a realizar lo que lord Redaran les encomendaba.

—Esto es algo que Baldrick haría —dijo Cael—. Es para lo que nos entrenó.

A Lotred le provocó náuseas que la retorcida ideología de Baldrick sirviera para convencer a Jerssil. Por suerte, no solo había sido eso lo que provocó que todos se terminaran movilizando, presurosos, hacia la espesura del bosque Kradalar. Lord Redaran había contado a Lotred todos los detalles de lo que estaba ocurriendo entre aquel ejército de robles y hayas. Todo había empezado hacía solo unas semanas; varios mercaderes llegaban al pueblo en carromatos cubiertos de flechas hasta en las ruedas. Algunos habían tenido que empujar sus vehículos ante la muerte de sus bestias de tiro, otros tuvieron que soportar más que la muerte de un animal. Lord Redaran no tardó en poner cartas en el asunto y envío a un destacamento de guardias hacia el bosque. Fue un grupo de doce hombres armados con cotas de malla, espadas y escudos; aun así, al cabo de tres días, solo regresó uno que vivió lo suficiente para contar cómo es que su equipo entero, poco a poco, fue masacrado por hombres vestidos de negro, con capas tan oscuras que los hacían ver como espectros del Vacío moviéndose entre las sombras.

El relato que Redaran había recogido del moribundo no había terminado ahí. En sus últimos momentos, con los ojos vidriosos, describía con desesperación unos ojos inhumanos mirándolo entre los árboles, de un amarillo intenso y fúlgido; rumores de pisadas que parecían hacer crujir toda la hojarasca. Ilusiones de alguien cuya mente había sido quebrada, pero el lord pensó que no debía escatimar en los detalles.

Recibiendo al grupo con el saludo sombrío del rumor de sus miles de hojas, el bosque Kradalar se presentaba oscuro, frondoso y retorcido. El sendero pasaba cerca de sus límites, curvándolo, igual que en el sur con el bosque Veredern.

¿Nos estarán vigilando, ocultos entre esas sombras?, pensó Lotred, la mano puesta sobre la empuñadura de la espada, apretándola con fuerza como si tuviera miedo de que, de repente, desapareciera. Aquel duelo en Zedirn había sido más que complicado, ¿y si acaso, en esta ocasión, fallaba? El mercenario miró la hoja envainada y se tranquilizó un poco. Esa arma había estado con él desde que todo había empezado, le había salvado la vida en más de un sentido. No, no lo abandonaría, no le permitiría fallar.

Volvió la mirada hacia Jerssil, Armont y Cael. Ellos le devolvieron el gesto y entre ellos se esparció una señal implícita, practicada, aprendida hacía mucho. Se echaron las capuchas, rojas como la sangre, sobre las cabezas, y caminaron hasta la espesura. Pronto, las sombras los devoraron. Las suelas de sus botas dejaron el suave roce contra la hierba y pasaron a aplastar la hojarasca, aunque solo por unos momentos; al instante, los Cuervos Rojos adoptaron unos gráciles pasos, ligeros, impidiendo que se esparciera el rumor de su presencia entre el bosque. Lotred, viendo a sus compañeros moverse entre los árboles, como espectros carmesíes, le recordó al pasado. Pero no era tiempo de recordar, así que se concentró en desterrar aquellos capítulos de su mente.

Concéntrate en la misión, se regañó.

El bosque Kradalar era un poco similar al Veredern, tenía robles cuyas raíces emergían del suelo como retorcidas protuberancias, aunque eran menos en comparación; las hayas dominaban la espesura en la que estaban ahora, alzándose sus orgullosos diez metros por encima del suelo. Aunque sus raíces no emergieran como petrificados gusanos gigantescos, sus ramas se alzaban alto y tendían a esparcir un rumor que distraería a cualquier explorador sin experiencia; por suerte, Lotred y compañía habían tenido un entrenamiento vasto.

Al principio, cuando aún podían ver el linde del bosque al voltear, avanzaban a un ritmo constante, todos a la misma altura, como en una formación horizontal. Media hora después, ya habiendo dejado aquella zona atrás, sumidos en una oscuridad tan densa que debían esforzarse para verse incluso sus propios cuerpos, cambiaron sus posiciones en la marcha. Armont, poco a poco, fue quedándose atrás en la formación, cubriendo la retaguardia; Cael y Jerssil se quedaron en el medio, silenciosos y con los ojos puestos hacia los lados. Lotred tomó la delantera, se detenía pegándose a un árbol y oteaba el horizonte, prestando atención a los ruidos, a los olores que podía percibir más allá de hojas secas y hierba, e incluso a la forma en la que el viento pasaba sobre él; cuando no detectaba algo sospechoso, golpeaba el tronco sobre el que se recargaba para dar la señal a sus compañeros y continuar avanzando. Pasaron por pequeñas depreciaciones del terreno, rodearon colinas coronadas de árboles y llanos infestados de gruesas raíces que sobresalían del suelo. De vez en cuando, uno miraba hacía arriba y encontraba a una lechuza sable mirándolos desde su nido, con esos ojos ambarinos tan característicos suyos; Lotred recordó la historia del moribundo del que le hablaron, la parte de la frenética descripción de ojos amarillentos mirando desde la negrura.

Ahí está la respuesta, se dijo.

Siguieron avanzando por una hora. La oscuridad se había intensificado y ya no podían cubrir mucho terreno; Lotred aún no captaba nada que perturbara el perímetro del grupo, pero de todas formas quería mantener un paso seguro, por lo que solo permitía a los Cuervos Rojos avanzar siete o nueve metros desde el último lugar en el que se habían detenido. También necesitarían descansar, pero para eso necesitaban encontrar una zona que pudieran defender sin problemas; allí, en plena espesura, con aquellos asesinos de negro al asecho, emboscarlos sería sencillo.

Lotred elevó la vista hacia las copas de los árboles, entreviendo entre las ensombrecidas ramas infectadas de hojas a las Lunas de Orthamc. Estaba muy concentrado en no perderse él y su grupo, por lo que no cayó en la hipnosis lunar. Tenalcar estaba en su fase menguante, Ursys mostraba la mitad de su plateado cuerpo y Angdlirt, lúnula, resplandecía débilmente. El pálido brillo de los astros nocturnos serviría como luz natural —no podrían encender una fogata; además del tiempo, llamarían la atención—, ahora solo necesitaban un lugar que recibiera aquella luz de forma directa.

Colinas, pensó Lotred, podemos usar las colinas.

Guio a los Cuervos hasta la próxima colina que se cruzaba en el camino. Los robles crecían alrededor de la cuesta, como si se tratara de una corona rodeando la calva de un anciano rey.

—Montemos guardia —murmuró Lot cuando todos se encontraron en la cima—. Podemos orientarnos desde aquí. Este será nuestro lugar seguro.

—La luz aún puede colarse entre los árboles —mencionó Cael, como si nadie se hubiese dado cuenta de eso—. Aún no estamos en lo profundo de la espesura.

—¿Iremos más adentro? —quiso saber Armont mientras se acomodaba el hacha sobre los hombros y tras el cuello—. Puede que no solo haya asesinos ahí.

Lotred asintió. Kradalar también tenía sus bestias; lobos, murgos y tejedores eran de las criaturas peligrosas que habitaban entre los árboles que los rodeaban ahora, aunque no todo era peligro: ciervos blancos y liebres también vivían en el rededor; se escondían entre la espesura cuando caía la noche y salían a los llanos durante el día.

Jerssil exploraba la zona con la mirada, aunque las tinieblas, apelotonadas en los terrenos bajos no se lo dejaban fácil.

—Exploraré la zona este —dijo, regresando con el grupo. Si Baldrick hubiese estado con ellos, aquellas palabras habrían sido una implícita solicitud de permiso; sin embargo, esa vez no estaba esperando la aprobación de nadie.

Aun así, Lotred asintió. No se preocupaba de que se perdiera en la espesura, al fin y al cabo, todos los Cuervos estaban entrenados en el arte de la exploración. Unas palabras se atoraron en su garganta, impedidas de salir a la fuerza: Ten cuidado. Siguió la silueta de Jerssil perdiéndose colina abajo, entre los robles y las hayas, una mancha roja y oscura apenas perceptible en la oscuridad.

Las miradas y labios burlones de Cael y Armont se descubrieron ante Lotred cuando volteó. El rubio y el hombretón lo miraban resistiendo las ganas de estallar en carcajadas y comentarios picarescos; Lotred lo sabía porque ya se lo habían hecho, hacía mucho tiempo.

—No descuiden los flancos —dijo Lotred en tono autoritario. Regresó la mirada hacia el flanco del este inconscientemente—. Presten atención a los más mínimos movimientos.

Con las hojas crujiendo a su espalda, supo que le habían hecho caso. Aun así, el silencio duró poco. Armont fue el primero en desinflarse, riéndose entre dientes, contagiando a Cael y provocando que también carcajeara. El fugaz escándalo hizo que algunas aves salieran aleteando, espantadas, hacia el cielo.

—Guarden silencio —habló Lotred entre dientes. Las risas se detuvieron—. Eso pudo costarnos el sigilo.

—Pues al carajo el sigilo —susurró Armont con fuerza—. Yo quiero encajarle mi hacha a alguien en la cabeza. Si sigues así de amargado, puede que me piense hacerlo con la tuya.

Por alguna razón, Lotred sintió un escalofrío mientras recordaba la primera vez que vio lo que el hacha de Armont podía hacerle a la cabeza de un humano.

—No te lo recomendaría —intervino Cael, burlón—. Con semejante cabezadura, lo más probable es que el filo se eche a perder.

—Ja —Armont volvió a contener la risa mientras hablaba—. Buena esa, buena esa.

—¿Y si nos vieron apenas entramos al bosque? —preguntó Cael—. Todo esto no sería más que un desperdicio.

—No nos vieron —afirmó Lotred de inmediato—. Tampoco no hay nadie observándonos ahora.

—¿Cómo estás seguro de eso? —preguntó Armont.

—El entramiento...

—No es infalible —replicó Cael—. Recuerda esto Lot. El asesino que te atacó solo dejó que lo vieras cuando pensó que podría matarte. Y estuvo muy cerca, por lo que nos contaste después. Estos sujetos podrían superarnos. No los subestimemos. Eso también nos lo enseñó Baldrick.

Lotred suspiró, harto de aquel nombre. Recordó a su portador muchas veces a lo largo de la mañana, la tarde y ahora, en la noche; quizás acabara soñando con él. Si es que vivía para soñar aquella noche. Aun así, Cael tenía razón. Los ojos del encapuchado de Zedirn tomaron forma en su imaginativo, imperceptibles, inmutables incluso cuando le habían rebanado un brazo, apenas teniendo tiempo para sorprenderse de que la muerte le había llegado.

El viento pasó ululando, llenando un silencio que se asentó por unos largos e incomodos segundos.

—¿Qué creen que haya estado buscando en la Cadena de Daleria? —Se sorprendió preguntando Lotred.

—No lo sabemos —respondió Armont—. Ya sabes lo reservado que era Baldrick.

—Fue extraño —añadió Cael, sombrío—. Nunca antes había demostrado interés en esas montañas. Y un día viene y desea ir allá lo más pronto posible.

—Debió descubrir algo —supuso Lotred—. Algo importante para él.

—Y también para estos sujetos encapuchados —Cael se volvió hacia Lotred y apoyó la espalda contra el árbol tras el que se escondía—. ¿Creen que lo hayan...?

—Ese viejo es muy escurridizo —interrumpió Armont sin quitar la mirada del punto cardinal que le había tocado vigilar, con una voz tan férrea que las palabras que soltó después sonaron como una verdad que todo el mundo conociera—. No. No está muerto.

Nadie discutió su afirmación; conocían muy bien lo que significaba que Armont hablara con ese tono de voz, aquel tono que parecía ser el primero que cualquiera se imaginaria que usara siempre cuando lo viera por primera vez, en lugar del jovial y burlón.

El silencio volvió a alzarse por encima de todo. Lotred y los Cuervos Rojos vigilaban los flancos, tratando de encontrar formas ensombrecidas que se escurrieran entre el follaje. Lotred no había quitado la mirada de la zona este, incluso cuando debía ver por otro flanco.

¿Cuánto tiempo ha pasado?

Jerssil llevaba un buen tiempo adentrada en el bosque Kradalar. En la lejanía, no se escuchó a ningún grupo de aves salir despavoridos desde sus ramas hacia el cielo, por lo que se podía esperar que la condenada mujer siguiera con un sigilo casi perfecto; aunque también podía indicar otra cosa. Lotred se sorprendió al sentir un escalofrío cuando imágenes de muerte y sangre llegaron a su cabeza.

Se separó del árbol sobre el que se apoyaba y dirigió sus pasos hacia el descenso a la parte este de la colina. Cael y Armont, extrañados, se detuvieron en la cima, viendo cómo Lotred bajaba para ser tragado por la espesura.

—¿No van a detenerme? —preguntó Lotred, volteándose hacia sus compañeros. Había visto sus sombras extendiéndose como pilares fuliginosos en la hojarasca.

Armont se encogió de hombros, y algo en el fondo de Lotred le dijo que estaba sonriendo.

—¿Por qué lo haríamos? —dijo Cael, burlón, cómplice—. Dos explorando son mejor que uno, ¿no?

Maldito infeliz... Lotred hizo su mejor esfuerzo para no reírse.


***


Jerssil estaba de cuclillas. Tenía la capucha sobre la cabeza y la capa roja caía por su espalda, hasta las hojas secas del suelo, como una cascada de sangre. Estaba estudiando algo en el suelo, pero lo cubría con su cuerpo. Lotred se quedó quieto, a seis metros de ella, aguardando. Jerssil levantó un puño cerrado para indicarle que sabía que estaba ahí.

—¿Qué encontraste?

—Míralo tú mismo.

Se levantó del suelo. Incluso en un movimiento tan básico como ese había un gran desborde de gracilidad y elegancia. Jerssil era la extraña mezcla de una guerrera y una doncella de la nobleza; la forma en la que se movía mezclaba un estilo firme, militar, con uno elegante y ligero. La mujer se hizo a un lado, el pliegue de su capa ondeó un poco y, como el telón de un teatro, se hizo a un lado para dejar a la vista un cadáver.

Se trataba de una mujer de mediana edad. O al menos lo que quedaba de ella. La piel, al igual que sus ropajes, estaban desgarrados por el costado derecho; marcas de lo que parecían garras habían atravesado el vestido y la piel. Un charco de sangre se extendía alrededor del cuerpo, aunque seco ya. No había más rastro del brazo derecho que un muñón a la altura del hombro por el cual asomaba un hueso amarillento que ya empezaba a ser recorrido por hormigas.

—Pudo ser algún animal —coligió Lotred—. Aquí hay muchas bestias.

—Y ninguna de las que habita este bosque deja restos —agregó Jerssil.

Lotred apretó la mano alrededor de la empuñadura de su espada.

—Un humano no puede hacer eso —Lotred señaló con el mentón—. Esos desgarros no son de espada. Volvamos e informemos.

—Ve tú —Jerssil rodeó el cuerpo y siguió internándose en la espesura. Lotred resopló y la siguió.

No intercambiaron más sonidos que el de sus botas haciendo crujir las hojas secas bajo ellas. A ratos, Lotred miraba hacia arriba, a las copas de los árboles. En aquellas ramas no había más rastros de vida como al inicio del bosque; ahí ya no brillaban los ojos dorados de los lechuza sable. Comprendió que ahora estaban en terreno peligroso, donde asechaban los depredadores.

—Jerssil —Lotred se detuvo—. No podemos internarnos más. Regresemos.

No hubo respuesta. Lotred suspiró.

—En parte sí deseaba volver a verlos. A verte.

Jerssil se detuvo y volteó la mirada hacia él. Lotred carraspeó.

—Creo que mi enojo podía más.

—Tomaste una decisión —dijo Jerssil. Algo parecía quebrarse en su voz—. Cuando nos dejaste, todos lo aceptamos. Aunque no fue fácil.

Lotred frunció el ceño.

—¿Qué no fue fácil? —reclamó—. Me odiabas incluso antes de que todo pasara.

—No —Jerssil se acercó a Lotred, se quedó a un metro de él, mirándolo a los ojos—. No te odiaba, Lotred. Pero querías que viviera tú visión de la vida, me querías en ella a la fuerza.

—Quería algo más que la espada, Jerssil —espetó Lotred—. Algo más que el dinero a cambio de cazar personas.

—Protegemos a la gente —Jerssil le señaló con un dedo—. Eso es lo que nos diferencia de los mercenarios, es nuestro ideal.

—¡Pero estábamos mal!

—¡¿Qué estaba mal, Lotred?!

—¡TODO!

Ambos se quedaron viéndose con los ojos bien abiertos. El pecho de Lotred subía y bajaba, su respiración se había agitado; las emociones bullían en su interior y suplicaron por salir desgarrándole las paredes de la garganta hasta que ya no pudo más. El poder de aquel grito había rebotado en los gruesos troncos de los árboles, escalando hacia sus copas y esparciéndose, negándose al silencio, declarándole la guerra.

Entonces, los dos desenvainaron y se posicionaron espalda contra espalda.

Ahí estaban. Los habían rodeado. Sus capas negras, más oscuras que las mismas sombras, resaltando con una oscuridad más intensa, casi sin tapujos para que rebotase en ellos la poca luz de las estrellas que lograba filtrarse entre las ramas.

Y también había algo más. Algo monstruoso, apenas perceptible en la penumbra, que se alzaba por encima de los encapuchados. Respiraba con fuerza, dejando escapar un gorgoteo vibrante. Sus ojos parecían dos ascuas doradas. 

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro