CAPÍTULO XVII: REMANENTES

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Las llamas se alzaban como monstruos informes, anaranjados y abrasadores, crepitantes. En sus oídos resonaban gritos y súplicas entre risas estridentes y maquiavélicas. El aroma a madera y carne quemándose invadía su nariz. No quería bajar la mirada, si lo hacía acabaría topándose con los cadáveres y los charcos de sangre que se esparcían bajo ellos. Pero al final cedió, y una vez que en sus ojos se reflejaron aquellos desgraciados, Lotred no pudo apartar la mirada, pensando solo en que al final de la noche sería otro cuerpo más en el suelo.

Una sombra lo cubrió entonces.

Una imagen suya junto al resto de cadáveres se formó en su mente. Sollozando, esperó el momento.

—Toma mi mano —dijo una voz rasposa.

Su mano fue encerrada por otra, más grande, cubierta de cuero y de un firme agarre. Lotred, estupefacto, levantó la mirada y descubrió a un hombre alto, el más alto que nunca había visto hasta ese momento. Llevaba una capa rojiza que ondeaba con el viento y tenía el rostro ensombrecido por una capucha. Al bajar los ojos, avistó una espada larga en la mano libre de aquel desconocido, una hoja de doble filo de un extraño acero rojizo, como si estuviera teñido en sangre. La empuñadura era plateada, acababa en un pomo extraño, precedido de un mango recubierto con tiras de cuero negro, que imitaba la cabeza de un ave. El fuego arrancaba destellos de aquella arma, se formaban círculos de luz ígnea a su alrededor; parecía salida de leyendas.

El hombre gruñó, su mirada hacia delante. Lotred descubrió que, frente a ellos, aguardaban tres hombres armados con espadas herrumbrosas y ataviados con viejas armaduras de cuero. Los bandidos les dirigían unas miradas casi animales, como lobos hambrientos.

—Quédate aquí —dijo su salvador—. Cierra los ojos.

Lotred obedeció. Sumergido en su propia oscuridad, pronto dejó de escuchar el crepitar del fuego al devorarse la aldea, y en sus oídos solo quedó el restallo de las espadas, los gritos cargados de adrenalina, el chillido del viento al ser desgarrado. Un golpe violento y seco contra el suelo lo asustó, apretó más los párpados y cerró las manos en puños. Un grito ahogado y otro golpe contra el suelo llegaron de inmediato. Volvieron a chocar las espadas otra vez. Un gruñido, el viento chillando de nuevo. Y de repente algo parecido a telas desgarrándose. Volvió a escucharse el fuego avanzando. ¿Qué había pasado? Lotred, lentamente, abrió los ojos.

Uno de los bandidos había caído cerca de él, o al menos la mayor parte: le faltaba la cabeza. Otro yacía más alejado, tenía las manos alrededor de su cuello, desde el cual se le seguía escapando la vida. Su salvador seguía en pie, abrazado al tercer sujeto; lo envolvía con un brazo mientras que, con el otro, sujetaba con firmeza la espada que atravesaba a su víctima. El acero rojizo de la hoja, saliendo desde la espalda, se confundía con la sangre.

De un movimiento, el encapuchado liberó su arma de la carne. El tercer desgraciado cayó de rodillas antes que su rostro se estrellara contra el suelo.

Alejados por unos metros, Lotred y aquel hombre quedaron viéndose por un rato. El encapuchado se le acercó y se arrodilló. En ese momento, la luz del fuego le reveló a Lotred unos ojos verdosos decorando facciones duras: frente amplia, nariz recta, labios grandes, una mandíbula cuadrada recorrida por una mal afeitada barba oscura; alrededor de aquel rostro se amontonaban despeinados cabellos negros.

—¿Estás bien? —preguntó el hombre.

Lotred bajó la mirada y notó que el brazo izquierdo de su salvador ahora estaba empapado de rojo. Ahogó un grito y miró a los ojos del hombre.

—Es... Es solo un rasguño —dijo antes de caer al suelo y quedarse inmóvil.

Se quedó despierto toda la noche y gran parte de la mañana esperando. Frente a la casa en donde atendían a los heridos, Lotred usó una pira de escombros para sentarse. Los soldados llegaron cuando gran parte de los bandidos ya se había ido; decapitaron a los que consiguieron atrapar y después apilaron escombros y cuerpos. En su rudimentario asiento, Lotred vio al viejo Gonarn, el dueño de la taberna, con la cabeza partida, al panadero Delrrin y a su esposa Terya llenos de cortes profundos, Luppert apareció con el ojo derecho reventado; a Velet le faltaba la cabeza, pero su cuerpo obeso no podía pasar desapercibido. No sintió tristeza al verlos confundirse entre el resto de fríos cadáveres, después de todo, ellos nunca lo habían visto como algo más que otro de esos niños sin hogar que se la pasan pidiendo limosna. Aún así, un vacío comenzaba a invadir su ser, daba la impresión de que le habían arrancado algo que no sabía estaba dentro de él hasta que dejó de estarlo.

Un guardia salió de la casa de los heridos. Sus metálicos pasos lo llevaron hasta Lotred.

—Ha despertado —le dijo con sequedad.

Casi saltando del montón de escombros, Lotred fue a internarse en la casa. Dentro, ocho camas ocupadas aguardaban. El aroma del incienso llenaba el salón; volutas de humo danzaban con elegancia entre los rincones, disolviéndose y volviendo a formarse ante el paso continuo de los monjes, quienes iban de una cama hacia otra, comprobando el estado de los pacientes. Explorando el cuarto con los ojos, buscando casi con desesperación, encontró al hombre en una cama puesta al fondo; llevaba el torso desnudo, recubierto por capas de vendajes. Antes que se diera cuenta, caminaba a zancadas hacia él. Su salvador, descubriéndolo aún en la distancia, frunció el ceño.

—¿Qué haces...? —el hombre se quedó callado a media pregunta. Estando tan cerca de él se notaba con más claridad la melena de cabello negro que le caía por los hombros.

Lotred no pudo resistir el peso de esos ojos verdes y desvió los suyos hacia un lado, encontrando la espada del hombre. La hoja estaba guardada en una funda de cuero negro; la empuñadura, libre en cambio, desde aquel pomo en forma de cabeza de ave, despedía un brillo constante, producto de los rayos de luz que atravesaban el cristal de la ventana al otro lado de la sala.

—Es... es un cuervo —le dijo. Lotred volteó hacia el hombre, este señaló el pomo con un dedo—. ¿Has visto cuervos antes?

Sí, había visto a esas aves de vez en cuando. La aldea, o lo que quedaba de ella, estaba cerca de unas tierras en donde se hallaban plantaciones de trigo, por lo que, durante gran parte de las mañanas y las tardes, sus figuras pequeñas y oscuras pasaban surcando los vientos. Todos los detestaban, incluso los que no eran campesinos. Lotred nunca pensó que a alguien le importasen tanto como para imitar la forma de uno en su espada.

—¿Por qué un cuervo? —preguntó Lotred.

—Ah, entonces no eres mudo —señaló, sorprendido, el hombre—. ¿Qué por qué un cuervo? —Se levantó, con cuidado, de su cama y caminó hasta la espada, tomándola del mango y poniéndola boca abajo, de modo que el pomo resaltaba más—. ¿Y por qué no? Son aves majestuosas.

—Los campesinos dicen que son como ratas con alas —objetó Lotred.

El hombre arqueó una ceja y le dedicó una mirada severa. Lotred bajó los ojos de inmediato.

—Bah —el hombre se encogió de hombros y volvió a admirar al cuervo plateado—. Ellos no los entienden.

El hombre dejó la espada en su lugar y fue hacia una mesa detrás de su lecho. Aguardaba un saco del cual sacó una camisa vieja y sucia, con varias marcas que demostraban el paso y repaso del hilo y la aguja. El hombre se la puso con delicadeza, cubriendo la desnudes de su tórax y brazos. Después, extrajo un cinturón, coraza y guanteletes de cuero, igual de maltratados por el tiempo, cuyas hebillas no tardó en abrocharse para que se ajustaran a su musculosa anatomía. Sacó una última cosa antes de cerrar el macuto: su capa, de un rojo oscuro como la sangre; se ajustó los pliegues superiores de modo que aquel manto carmesí ocultara toda la indumentaria debajo.

Parecía que el dolor de la herida que cubrían las vendas no le afectaba. ¿Acaso era un humano lo que Lotred estaba viendo? No conocía ni el miedo ni el dolor, mientras que él debía cuidarse de ellos incluso cuando dormía.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó, temeroso de repente.

El hombre volteó hacia él y se quedó mirándolo por unos instantes que parecieron eternos.

—Baldrick —soltaron sus labios rodeados de barba mal afeitada—. Me llamo Baldrick.

Y cuando se lo hubo revelado, echó sobre su cabeza la capucha de la capa y se encaminó a la salida de la casa. Los monjes no le obstaculizaron el paso. Su figura, en el umbral de la puerta, se ensombreció por la luz pálida de aquella mañana de otoño, y dio la impresión de tener un aura heroica. Lotred pensó que todos deberían verse así, que todos habrían de aspirar a tener esa apariencia. Parpadeó, sintiendo que salía de una especie de transe, y siguió a Baldrick a la intemperie.

Tres guardias esperaban. Lotred se mantuvo alejado unos metros, viendo cómo Baldrick se dirigía a ellos.

—¿Cuánto va a costarnos? —preguntó la líder, una soldado que sujetaba su yelmo alado con un brazo como si de un bebé se tratara.

—Diez monedas de oro —dijo Baldrick casi de inmediato, seguro. Parecía más una orden que una respuesta.

—¿De oro? —se mofó uno de los soldados rasos—. ¿Por qué? ¿Por dejarnos cenizas? Estás loco, mercenario.

Lotred recordó el fuego, a los primeros aldeanos asesinados.

—Llegaron muy tarde —objetó Baldrick—. De no ser por mí, estarían sobre un campo de cenizas y carbón, en vez de un pueblo reducido a ruinas con unos cuantos sobrevivientes, si es que no mueren por las heridas —ladeó la cabeza hacia la casa de la cual había salido—. ¿Cómo le explicarán al lord que su propia guardia no pudo proteger estas tierras? ¿Y en cambio sí pudo salvar una pequeña parte un simple y loco mercenario? —Lotred creyó sentir cierto todo de burla en las últimas palabras de Baldrick. Los guardias también, pues sus semblantes se ensombrecieron en la cólera.

—No tenemos esa cantidad de oro —reveló la líder. Volteó hacia uno de sus inferiores y le susurró algo. El hombre miró a Baldrick con desprecio antes de retirarse—. Pero puedo ofrecerte otra cosa.

Baldrick siguió con los ojos al hombre, que se perdía entre las ruinas del pueblo que, lamidas por el fuego, asemejaban a un bosque carbonizado.

Lotred quedó hipnotizado con lo vio entonces: el guardia regresaba, y tirando de unas correas hacía que un zaino de pelaje colorado lo siguiera. El caballo llevaba una testera de cuero negro con el grifo blanco de Aleron en el centro, además de una silla equipada con alforjas. El guardia se detuvo frente a Baldrick, aún con las riendas de la montura en sus manos; dudando, le dirigió una mirada hacia su capitana.

—Diremos que murió en la batalla —dijo la soldado, mirando a Baldrick.

El hombre soltó una carcajada. Lotred, confundido, no veía la gracia en aquel comentario.

—¿Me crees estúpido? —preguntó mientras se señalaba; apuntó con el mismo dedo índice al caballo antes de seguir hablando—. Sé muy bien que los caballos de la guardia están marcados.

—Este al menos no —indicó la mujer. Se acercó al caballo y le quitó la testera. La frente del animal no tenía ninguna marca. Lotred quedó sorprendido, no conocía aquel detalle—. Es nuevo, recién enviado. No hubo tiempo de marcarlo.

Baldrick se acercó y examinó al animal. Lotred no sabía nada de caballos, pero siempre le habían parecido criaturas magnificas; conocía algunos poemas, recitados en la taberna de Gonarn, acerca de grandes caballeros que, a su vez, fueron excelentes jinetes. El hombre de la capa carmesí asintió luego de un rato y extendió la palma para recibir las riendas.

—Dáselas —insistió la capitana al soldado que llevaba las cuerdas del cuadrúpedo—. Es una orden.

Resignado, el soldado hizo caso y entregó las riendas. Al recibirlas, Baldrick dobló sus labios en una amplia sonrisa con la que miró a todos los guardias, aunque mantuvo los ojos sobre la capitana por más tiempo.

—Prometo no decir nada —dijo mientras subía al caballo—. Pero los bandidos que escaparon —rio—, tendrán que atraparlos antes de que esparzan la voz.

—Hijo de...

Antes que los guardias le pusieran las manos encima, Baldrick espoleó al caballo. La montura, levantándose en sus patas traseras, relinchó con fuerza antes de echar a galopar con rapidez; sus cascos levantaban pedazos de tierra con cada poderoso paso. La figura de Baldrick fue perdiéndose en lontananza, entre los gritos y maldiciones de los soldados. Lotred se quedó mirando aquella figura, rojiza por la capa ondeante, y cuando desapareció aún se quedó viendo el horizonte por más tiempo aún.

De repente, supo que quería ser como Baldrick. Tenía que ser como él.


***


Caminaban rodeados por sombras, hombres y mujeres vestidos cubiertos por capas y capuchas de un negro más oscuro que el azabache.

Al salir de la espesura, un látigo restalló por encima de sus cabezas. Armont, más alto que el resto, maldijo mientras se agachaba, temeroso que la gruesa tira de cuero lacerara su cara. Cael había tratado de obtener respuestas de quiénes eran sus captores, recurrió a sus más elaborados trucos de coerción, pero lo que recibió fue un rodillazo en el estómago, seguido de otro en el rostro que lo envío al suelo. Jerssil había preguntado por Baldrick, pero le amenazaron con cortarle la lengua si es que seguía hablando. Lotred, en cambio, silencioso, no podía alejar de su mente a la figura que había visto en la oscuridad del bosque, aquellos ojos dorados, brillantes, sin pupilas, inhumanos.

Primero los rodearon a él y a Jerssil. No pudieron luchar; habrían muerto por los arqueros que les apuntaban desde todos los flancos. Lotred intentó buscar un punto ciego entre las filas enemigas, algo que le diera una mínima oportunidad de escapar, pero solo logró encontrarse con esa forma inhumana y gigantesca que esperaba en lo profundo. La mirada ardiente de aquel ser le escarapeló la piel, provocó en él, de repente, un temblor que casi le hizo perder la fuerza con la que sostenía su espada; antes de que se diera cuenta, el aire de sus pulmones se esfumó y su respiración se volvió ruidosa, acelerada. Podía escuchar el vibrante gorgoteo, la inquietante respiración de esa cosa que no podía ser algún ser viviente conocido.

—Lotred —masculló Jerssil.

Pero los ojos no lo dejaban, estaban mirándolo a él, hambrientos.

—¡Lotred!

Él volteó hacia su voz. Jerssil tenía las manos levantadas; había soltado su espada.

Cuando volvió su mirada hacia las sombras, los ojos dorados ya no estaban. Ahogó un grito, retrocedió un paso y chocó contra la espalda de Jerssil.

—¿Qué te sucede? —preguntó ella, reteniendo una ira ardiente en sus palabras, salidas entre sus dientes apretados—. Suelta. La. Maldita. Espada.

Con ellos como rehenes, reducir a los otros fue sencillo, aunque Armont se resistió a soltar el hacha.

Salieron del bosque al amanecer. Los encapuchados les encadenaron las manos y los pusieron uno detrás de otro. Lotred iba a la cabeza, seguido de Jerssil y Cael, mientras que Armont estaba en la retaguardia y, a cada nuevo paso que daba, los eslabones que rodeaban sus brazos tintineaban con fuerza; apostaron a dos guardias con él, temerosos de que pudiera romper las cadenas y liberarse. Los Cuervos estaban rodeados de enemigos, puestos en medio de la marcha. Demasiados como para contarlos, parecían una corriente de aguas fuliginosas los arrastraba. Solo que las corrientes de agua no estaban armadas hasta los dientes; Lotred pudo distinguir espadas, hachas, mazas, martillos de guerra, luceros del alba, lanzas e incluso escudos de acero y armaduras de placas.

—¿Quiénes son estos tipos? —preguntó Jerssil por lo bajo.

—Algún culto de locos —dijo Cael—. Uno muy grande.

—¿Y por qué no nos mataron? —Jerssil miró de reojo a uno de los encapuchados—. Quieren algo de nosotros, pero... ¿qué? ¿Cómo se relaciona Baldrick con todo esto?

—Tengo la impresión de que pronto lo averiguaremos —dijo Lotred, levantando la mirada.

Dejaron de caminar sobre la hierba y ahora se adentraban en el sendero. El terreno se inclinaba en una pendiente que permitía ver el final de la procesión colina abajo. Ahí, uno de los tantos encapuchados sostenía un estandarte de oscura tela que ondeaba con el paso del viento. En medio de aquel vacío, un extraño símbolo marcado con hilos de oro destellaba al encontrarse con la luz del sol. Lotred nunca había visto algo parecido: todos los estandartes llevaban animales, armas, árboles o astros sobre sus colores, y aquello no podría categorizarse como alguna de esas cosas.

—Un glifo —mencionó Cael, anonadado.

—¿Qué dices? —preguntó Armont.

—Es un glifo —remarcó el rubio—. Escritura antigua. De hace más de mil...

El látigo resonó de nuevo. Los Cuervos se encogieron por el estruendo tan repentino. Armont maldijo cuando uno de los encapuchados le obligó a seguir caminando, pinchándole con la punta de una daga.

Volvían a estar cerca de otra baja pendiente cuando les ordenaron detener el paso.

—¿Y ahora qué? —interrogó Jerssil, expectante.

—Ahora verán —dijo uno de los encapuchados. Los Cuervos voltearon hacia él. Eran las primeras palabras que les dirigía alguien de ellos. Sombría, ominosa, su voz se extendía lenta y áspera como una serpiente.

Como si aquellas palabras fueran una señal, el grupo de sombras comenzó a dispersarse, permitiéndoles ver lo que esperaba más allá de la cima en la que se encontraban.

Ante ellos, casas y torres extendían sus sombras por calles de tierra endurecida, hombres y mujeres comenzaban con sus labores diarias; desde la iglesia resonaron campanas recibiendo la llegada de un nuevo día. Redria. Lotred vio cómo una parte de los encapuchados se separaba del gran grupo, yendo colina abajo, dirigiéndose hacia el pueblo.

No... Hizo un ademán, tratando de dirigir sus manos hacia la espada, antes de recordar que las tenía encadenadas y que le habían quitado el arma. No tuvo más remedio que ver con impotente.

Las primeras víctimas fueron los guardias que vigilaban la entrada noroeste: bastó solo un encapuchado, quien logró decapitar al primer soldado que se le acercó, mientras que, al siguiente, de un rápido revés, alcanzó a rajarle el cuello. Lotred recordó su enfrentamiento en el callejón de Zedirn y tragó saliva. Los civiles que se hallaban cerca gritaron al ver la sangre, pero sus voces se apagaron cuando los arcos escupieron flechas sobre ellos. Desde ese momento, los gritos no cesaron.


***


Perdió su rastro cuando el manto de la noche cayó sobre él. En medio de las tinieblas, encontrar las huellas que dejaban los cascos del caballo era una tarea complicada. Eso, sumado al frío que comenzaba a calarle incluso los huesos, por poco y le hizo arrepentirse por haber decidido seguir al hombre de la capa roja. Pero volvió a palpar el sendero, y entre las piedrecillas y la tierra pisada una y otra vez, distinguió otra huella de herradura. Lotred sonrió, orgulloso de sí, y antes de que una ráfaga de viento gélido le hiciera abrazarse y frotarse los brazos con las manos, reanudó la marcha. El camino pasaba por una red de lomas, a su derecha esperaba un acantilado de unos diez metros de profundidad donde aguardaban rocas y espinos; a su derecha, las elevaciones del terreno se extendían hacia el horizonte, como una muralla que lo separaba de un reino al este. Con cada nuevo paso que daba, sentía que la piel en la planta de sus pies se desgarraba; si se detenía por solo un instante, sus rodillas temblaban y sus piernas amenazaban con dejar de sostener su peso. Su estómago no paraba de rugir y la garganta le reclamaba por agua; tenía los labios secos y luchaba contra los deseos de su cuerpo, que parecían gritar por un permiso para caerse a pedazos. La ropa que llevaba también se rendía a la agresiva intemperie: las suelas de sus zapatos de cuero, viejos antes incluso de que él los usara, ya comenzaban a desprenderse del resto del calzado; el pantalón de tela, rasgado, atado a su cintura con una soga, junto con la camisa roída y sucia, se estaban pudriendo.

Nada lo ataba ya a esa pequeña aldea en medio de las Tierras Reclamadas, aunque Lotred siempre dudó si en verdad había algo que lo ligara a ella. La taberna, el único lugar en donde no lo miraban —o al menos no la mayoría— como si no fuera humano, ya no existía. Aún así, esa gente tampoco pensaba que fuese lo suficientemente bueno como para pertenecer a sus vidas, incluso de la forma más insignificante; para ellos tenía la misma relevancia que las hormigas que pisaban sin darse cuenta. El viejo Gonarn le daba unas monedas por ayudarlo a limpiar algunas jarras o por recoger platos de las mesas, pero siempre olvidaba su nombre; escuchaba las conversaciones que Delrrin el panadero y Terya tenían mientras cenaban, mientras que Luppert y Velet tocaban sus instrumentos para darle vida al salón. Era un muerto en vida entre ellos, un fantasma condenado a ver cómo podían gozar del calor, de la música, de la comida y de la presencia de otros. Si alguna vez tuvo la oportunidad de saborear todo ello, lo perdió hace mucho, cuando la vagabunda que cuidaba de él, de repente, un día, despertó muerta. Nunca le había dicho cómo es que dio con él, decía que no importaba conocer el pasado de un don nadie que acabaría muriendo siendo aún un don nadie. Lotred, en realidad, nunca fue su nombre, era el nombre del hijo de aquella mujer, muerto en una guerra lejana hacía mucho tiempo. Aquello le daba más razones para considerarse un fantasma. Llegó a considerarlo divertido incluso, aunque a veces no podía olvidar la fatalidad de todo y echarse llorar hasta quedarse dormido en lo profundo de un callejón, rodeado de otros vagabundos como él.

De repente, tropezó. Pisó mal y su tobillo se dobló, haciéndolo caer de lado, hacia la izquierda.

Alcanzó a soltar un gritito antes de que su cuerpo se precipitara a la pendiente. Comenzó a dar violentas vueltas sobre la tierra, tan inclinada que no le permitía asirse a algo para detenerse. Extendió las manos, buscando con desesperación. Una roca le golpeó en el costado. Algo se quebró dentro de él y un dolor abismal recorrió su cuerpo en una milésima de segundo. Y seguía cayendo, dejando un rastro de polvo. Un don nadie que morirá siendo aún un don nadie. Gritó. Extendió una mano.

Y dejó de caer. Los dedos de su mano derecha habían logrado sujetarse de las raíces de una planta seca en medio del descenso. La adrenalina, descendiendo, abandonando su cuerpo, le dejó sentir para punzada de dolor en sus articulaciones, y en especial en el costado izquierdo: un dolor punzante que parecía ir aumentando cada vez más, que le quitaba las fuerzas y volvía su agarre a las raíces cada vez más débil. La misma planta también empezaba a ceder, partiéndose bajo su peso. Lotred miró al cielo ennegrecido. Una sola estrella solitaria centelleaba, lejana, cósmicamente lejana, y aún así, no se sintió solo; ella lo estaría acompañando mientras...

Las piedras y la tierra volvieron a estremecerse, esta vez al lado suyo. En la oscuridad, diferenció a una sombra que descendía hacia él. Una mano lo tomó del brazo libre y tiró de él hacia arriba, alejándolo poco a poco de las rocas y los espinos que esperaban más abajo. Cuando llegaron de nuevo al camino, la mano lo soltó, dejándolo libre para poder desplomarse sobre el suelo, inconsciente.


***


No recordaba cuándo pararon de oírse los gritos, pero al levantar los ojos vio un humo negro que se desprendía desde el fuego, alzándose por encima de los tejados, devorando las cerámicas, los soportes de madera, lamiendo la piedra labrada.

Los encapuchados que se quedaron con ellos en la colina, viendo cómo la matanza de Redria comenzaba, de pronto dieron la orden de avanzar. Armont maldijo; lo habrían estado pinchando de nuevo. Los eslabones que se ajustaban a sus muñecas tintinearon. Poco a poco, después de descender por la cuesta, fueron internándose en las calles del pueblo. Solo se escuchaba el crepitar de las llamas, en el viento danzaban chispas refulgentes que se iban desvaneciendo y un aire sofocante, irrespirable, hizo a los Cuervos toser. Los acólitos, en cambio, ni siquiera se inmutaban, y sus respiraciones seguían igual de imperceptibles, calmadas, ligeras, como si estuviesen en un campo de flores.

En las calles los cadáveres se hallaban desperdigados. Lotred oyó a Cael soltar una maldición por lo bajo. Un soldado, con el vientre atravesado por una lanza, se hallaba empalado a un muro, aunque no habría muerto debido a eso, sino por las flechas que le dispararon después; el fuego, esparciéndose, pronto llegaría a él. Las puertas de algunas casas, destrozadas, permitían ver sus interiores, y entre la humareda se lograban diferenciar unas formas tiradas sobre otras. Los cadáveres, en medio del camino, eran apartados, arrastrados y dejados cerca de los muros o lanzados a las flamas, las cuales saltaban, excitadas, casi lascivas, al recibir una nueva ofrenda, escupiendo chispas y devorando la carne muerta de inmediato. Lotred se preguntó si es que al final también los ofrecerían al fuego.

Llegaron a la plaza de la abrasadora Redria. No habían matado a todos: civiles, apilados en forma circular ante la fuente, eran vigilados por el grupo de encapuchados que había descendido para la masacre; tenían sus armas ensangrentadas, sus escudos coronados por flechas de plumas blancas. Ninguno de los sectarios había muerto, tampoco parecían fatigados. Alrededor había más cuerpos, sus charcos rojos brillando con la luz de las lenguas ardientes.

El encapuchado del estandarte resaltaba entre todos sus iguales. Su capa negra ondeaba ligeramente, revelando el acerino destello de su armadura, teñida de oscuro ébano. Con una mano sostenía la bandera, cuya tela negra, ante el incendio que la rodeaba, resaltaba igual que el glifo dorado en medio de ella. Un espadón teñido de rojo, clavado en la tierra, se sostenía con el agarre de su diestra, libre, pálida, desnuda, manchada de jugo humano. Lotred percibió un destello en la oscuridad de su capucha, ¿acaso lo estaba viendo a él?

—De rodillas —ordenó una voz tras él. No supo bien cual. El látigo restalló y Lotred obedeció junto con sus compañeros.

—Hijos de puta —maldijo Armont entre dientes. Lotred volteó para ver al hombretón mirando con odio a los encapuchados—. ¿Por qué a los niños también? ¿Por qué a ellos? —Lotred recordó haber visto pequeñas formas en el suelo también, unas mutiladas, otras con los rostros irreconocibles—. Voy a matarlos —¿Armont acaso estaba... gimoteando?—. Voy a partir sus patéticos cuerpos en...

Un guantelete de acero le golpeó en la cara. Se oyó el crujir de su nariz y la explosión de sus labios. Armont escupió al suelo y un diente ensangrentado acabó resaltando en medio de la tierra. Anduvo con la mirada perdida por unos instantes antes de bajar la cabeza, quedando inconsciente.

El encapuchado que le había dado el golpe se alejó, dirigiéndose hacia el del estandarte. Pareció susurrarle algunas palabras; tendría que ser el líder de todo aquel macabro grupo. Luego de que su allegado terminara de hablar con él, le tendió el estandarte y, liberando el mandoble de la tierra, se dirigió hacia el grupo de los Cuervos Rojos. Su sombra, densa por acto de la refulgente luz del rededor, alcanzó a cubrirlos.

La punta del espadón se levantó de repente, casi como cobrando vida, quedándose a escasos centímetros de sus cuellos. Lotred tensó los músculos y sus ojos se quedaron viendo la hoja y la sangre que la empapaba; desvió la mirada hacia sus compañeros, igual de concentrados en el arma, temerosos de cualquier movimiento que indicara peligro. El líder sectario no dijo nada mientras les exponía muy de cerca la hoja. Los estudiaba, bajo la sombra de la tela sobre su cara, Lotred lo dedujo. Y entonces la hoja volvió a clavarse, con fuerza, en la tierra; Lotred sintió un leve temblor cuando atravesó el suelo, a menos de un metro. Era tan ancha como una mano extendida, y en el punto en donde se unía a la empuñadura podía avistarse el mismo glifo que destellaba, dorado, en el estandarte. ¿Qué significaba para ellos?

Más allá de la hoja, entre el grupo de rehenes, Lotred avistó el rostro de lord Redaran. El anciano mantenía la frente en alto, a pesar de la sangre manchándole el perfil derecho, sus ojos puestos sobre él, apareciendo calmados para no hacer que su gente cayera presa del pánico, pero aún así, guardando un implícito miedo, rogando por la salvación. Gredo también estaba allí, tenía la nariz sangrante y sus ojos parecían retar a los encapuchados alrededor suyo.

—Empecemos de una vez —dijo el Líder con voz profunda.

Se volteó hacia los Cuervos y metió una mano entre los pliegues de su capa. Acabó sacando un colgante hecho con tiras de cuero que, enredadas, sostenían una gema prismática. Emitía un constante brillo blanco, como si hubiese podido capturar la luz de un rayo solar.

Una gemaluz..., coligió Lotred.

—¿Qué están pensando hacer? —preguntó Lotred.

—Traigan a uno —dijo el sectario, manteniendo en alto el colgante, ignorando la pregunta que se le hacía.

Tras él, dos encapuchados tomaron a lord Redaran de los brazos y lo arrastraron consigo, dejándolo caer en medio de Lotred y sus compañeros y el Líder. Incluso como un reo, aquel hombre resaltaba con su expresión temeraria, sus ojos úricos.

—Míralos —le ordenó el Líder, viéndolo a través de la sombra que era su rostro.

Confundido, hizo caso a la orden. Sus ojos se detuvieron sobre los de Lotred, como confundidos, como si recién cayera en la cuenta de que estaba ahí.

—¡¿Qué es todo esto?! —gritó, dirigiendo sus palabras hacia los sectarios—. ¡¿No saben acaso con quién se meten?!

—Todo estará bien —le dijo Cael.

—¿Qué haces? —preguntó Jerssil a su compañero. Cael solo la miró con severidad antes de volver la mirada al hombre.

—Respira. Cálmate. Todo estará...

Bien...

Aquella última palabra sonó como un susurro para Lotred, un susurro que retumbó en sus oídos mientras esos ojos, con párpados inflamados, se clavaban en los suyos.

¿Todo estará bien?, se preguntó Lotred.

—Respira —repitió Cael, sin quitar los ojos del hombre, que volvía a mirarlo, desesperado, abriendo la boca para intentar gritar algo, para pedir auxilio, pero atragantándose.

—De la luz nace la oscuridad —dijo el Líder, hasta ese momento expectante, silencioso como un niño que está atento al espectáculo de unas marionetas.

Liberó el espadón al lado suyo con una sola mano. Los ojos de lord Redaran se quedaron adheridos al filo de la gran hoja, se infectaron de un miedo penetrante. El anciano volteó hacia Lotred, tratando de encontrar una esperanza, pero se contagió de impotencia y desesperación.

El espadón hendió el viento, mordió la carne, destrozó el hueso, esparció un arco de sangre que cayó ante los Cuervos estupefactos.

—Y de la oscuridad, la luz.

—De la oscuridad, la luz —repitieron entonces, a coro, el resto de encapuchados. 

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro