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Querido Alan:

Estaba muy furiosa, ¿sabes?
No contigo, sino conmigo. Por hacerme falsas ilusiones, por haber creído algo que no era y nunca fue, por haber pensado que me querías de esa manera, por mi estupidez y las esperanzas que, en ese entonces se encontraban rotas y apagadas.

Al parecer el destino se apiadó un poco de mí y mi desgracia, e hizo que no recordaras nada al despertar. Mejor, la cara se me caía de la pena y la culpa.

Además, había traicionado a Max. Yo era despreciable, una egoísta.

¿Qué más decir? Me sentía la peor escoria y basura del planeta.

Y no te diste cuenta, nunca lo hiciste.

Siempre me dolió eso, pero ahí, justo ahí, fue cuando lo agradecí.
Quería morirme, desaparecer, irme. Te quería lejos, quería ya no amarte como lo hacía, pero era imposible.
Te metiste en mi alma, tatuándola, como cuidando de que te recordara por la eternidad.

Y como odiaba eso.

Odiaba que mi cerebro no convenciera a mi corazón de que lo mejor era dejarte atrás y seguir adelante.

Tengo hambre, fueron tus primeras palabras al despertar. Mientras yo estaba pasando por uno de mis peores momentos, tú solo pensabas en ti.

Me reí, estaba tan desdichada que no sabía si llorar o reírme, así que me fui por la segunda opción.

Me miraste divertido, pero tu semblante cambió. Por fin te dabas cuenta de que yo estaba mal, o tal vez porque no eras tan idiota para ignorar las grandes ojeras y las lágrimas que soltaba.
Me abrazaste, me dijiste que todo estaría bien, que podía confiar en ti.

Que grande mentira.

Tú, eras una mentira.
Una que amaba, pero mentira a fin de cuentas.

Eras una ilusión con una cruda realidad.

Una que ya era hora de que aceptara y dejara de soñar.

Eras mi amigo, solo eso.
Y no sabes cuánto me dolía.

El amor es el arma más eficaz para matar a alguien.
Yo ya estaba muerta en vida.

Tuya:

Amelia.

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