𝐕𝐈𝐈𝐈

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Por suerte para mí, mis hombres recuperaron el ánimo y las ganas de luchar una vez abandonamos a Filoctetes en la isla de Lemnos.

Los vientos enviados por los dioses nos fueron propicios porque en cuestión de unas pocas semanas arribamos a las costas de una isla muy próxima a Troya y decidimos atracar en ella. Ordenamos a los soldados que abastecieran los barcos de comida y agua y mientras tanto los líderes convocamos una reunión urgente para decidir qué haríamos a continuación.

— El rey Palamedes de Eubea, el rey Odiseo de Ítaca y yo, Menelao, rey de Esparta ,vamos a encabezar una embajada con el objeto de averiguar si Helena se halla en Troya y de ser así, negociaremos su inmediata restitución junto con los tesoros de Esparta, evitando así una costosa y prolongada guerra.

Ninguno de nosotros protestó porque consideramos que era la mejor idea, ya que, éramos partidarios de intentar probar suerte en primer lugar con las labores diplomáticas y si eso no funcionaba, emprenderíamos una brutal y sangrienta guerra contra los troyanos. También decidimos que lo mejor para tener apaciguados a los hombres era decirles que permaneceríamos unos días en aquella isla para reponer fuerzas y desarrollar una estrategia de ataque para vencer a los troyanos y que una vez hubieran vuelto los tres emisarios, se les contaría cómo había ido su misión diplomática y sus consecuencias.

— Te deseo mucha suerte, Odiseo. Que tu lengua de plata sirva para evitar la inminente guerra— le dije a mi amigo cuando nos estábamos despidiendo.

Él sonrió esperanzado y estrechó mi mano derecha antes de subirse al barco que lo conduciría a Troya junto con Menelao y Palamedes. Me limité a verlos marchar al igual que los otros líderes que no fuimos escogidos para dicha misión.

Reparé en Néstor, el sabio rey de Pilos y me acerqué a hablar con él.

— ¿Crees que la misión será un éxito? — le pregunté.

Me fiaba de su criterio casi más que el de ningún líder griego porque Néstor era un venerable anciano colmado de sabiduría y bondad. Él me escrutó con sus ojos azules y palmeó uno de mis hombros.

— Ojalá pudiera saberlo con exactitud, Diomedes.

— ¿Qué te dice tu instinto? — inquirí.

Néstor se puso muy serio antes de contestar.

— Tengo la corazonada de que esta misión será un despropósito porque tal vez Helena de Esparta no se halle en tierras troyanas, en cuyo caso, la restitución no podrá tener lugar— me explicó con paciencia.

— En ese caso deberemos prepararnos para una guerra más que segura.

Néstor suavizó su expresión y mirando de un lado a otro se acercó para decirme lo siguiente:

— Esperemos la llegada de la embajada y oremos a los dioses para que no haya una guerra porque podría extenderse mucho en el tiempo.

Quise decirle que no estaba de acuerdo porque los troyanos ya nos habían causado bastantes agravios al obligarnos a viajar hasta sus tierras para rescatar a Helena y recuperar los tesoros robados de Esparta, pero no pude hacerlo porque Antíloco, uno de sus hijos, se acercó para llevárselo. Me despedí de los dos con cortesía y me marché a mi tienda con mucha inquietud.

Pedí a mi copero que me llenara una copa de vino aguado y tomé asiento en mi silla. Ahora estaba completamente solo y las últimas palabras pronunciadas por Néstor me hicieron pensar: ¿estábamos preparados para la posible guerra que tendría lugar?, ¿nos resultaría fácil vencer a los troyanos o había algo con lo que no contábamos? Presenté una libación de vino a mi diosa y esperé con paciencia que ella me consolara y resolviera mis dudas. No hubo respuesta alguna por su parte y me decepcionó que en esta ocasión no me iluminara con su sabiduría.

***

Al día siguiente me levanté cuando el sol despuntaba por el cielo y colocándome el cinto con mi espada, salí de mi tienda para meterme en la de Odiseo con la intención de saber cómo fue la embajada que tuvo lugar la noche anterior. Uno de sus hombres me detuvo alegando que el rey de Ítaca estaba dormido y yo le aparté la mano con brusquedad.

— ¡Soy Diomedes, el rey de Argos e íntimo amigo de Odiseo y es tu deber abrirme el paso! — exclamé.

El hombre se apartó de mí, me miró con miedo y me dejó la vía libre para irrumpir en la tienda. El sonido de su respiración y su posición corporal me indicaron que efectivamente estaba durmiendo. Le zarandeé con brusquedad y con un sobresalto Odiseo abrió sus ojos.

— No tienes nada que yo no tenga— bromeé cuando reparé en su desnudez.

Odiseo bufó con exasperación y se levantó de la cama para buscar una prenda de ropa con la que taparse.

— ¿Qué quieres? — me preguntó con brusquedad.

— Vaya, no soy el único que tiene un mal despertar por las mañanas.

Me echó tal mirada asesina que no me quedó más remedio que recular.

— Disculpa, amigo, he venido para preguntarte qué tal ha ido la embajada de ayer.

Odiseo suavizó su expresión y me invitó a seguirle. Deambulamos por su tienda hasta que tomamos asiento en dos sillas contiguas. Hizo llamar a uno de sus hombres para que nos sirviera unas copas de agua fresca y una vez se marchó, comenzó a hablar.

— La embajada de ayer fue un rotundo fracaso. Palamedes comenzó a hablar y de muy malas maneras le exigió al rey Príamo que debía restituirnos inmediatamente a Helena y los tesoros de Esparta si quería evitar una guerra cruenta y encarnizada. El rey repuso que ella no se hallaba en tierras troyanas y que en el caso de que llegara, le daría cobijo en su palacio si así se lo pedía.

— Entiendo. Dime que intentaste arreglar el error de Palamedes— le pedí.

— Cuando intervine fue demasiado tarde. Príamo se cabreó y añadió una condición más a la restitución de Helena: que su hermana fuera devuelta a Troya porque hacía muchos años que no la veía.

Abrí los ojos sorprendido por la osadía del rey troyano.

— Me parece que él no está en condiciones de pedir nada. Su hijo Paris secuestró a Helena y no sólo contento con eso robó el tesoro de Esparta, aprovechándose de la hospitalidad de Menelao. Si quiere guerra, la va a tener— repuse preso de la furia.

Él se levantó y se colocó detrás de mí. Posó sus manos sobre mis hombros en un intento de controlar mi ira y la presión que ejerció sobre éstos me calmó. Giré mi rostro para toparme con sus ojos marrones y le vi desesperanzado.

— Yo también pienso de la misma manera, amigo mío. Pero por mucho que intenté calmar el ambiente, fue en vano. Príamo nos echó y nos amenazó diciendo que no se nos ocurriera volver a su palacio porque nos aguardaría una muerte segura. Por último añadió que los aqueos éramos muy altivos al creer que estábamos en condiciones de exigirle tales cosas— me confesó.

En ese silencio una idea rumiaba en mis pensamientos: que la guerra se acercaba cada vez más.

Nota de la autora: Bueno, contadme qué os van pareciendo las interacciones entre Odiseo y Diomedes y si os cae bien o mal Palamedes de Eubea

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