Introducción

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El frío del agua sobre mi cara y cuerpo me despierta, me ahogo un poco y siento mi garganta y nariz arder. Lo primero que noto al recuperarme es que estoy sentada y atada en una silla. Manos atrás, pies separados. Tres personas aparecen delante de mí: dos a los costados vestidos con trajes negros y un hombre en medio vistiendo una sotana. Lo siguiente que noto es mi alrededor: una Iglesia, y yo estoy sentada en el altar. Pienso que estoy soñando, que tengo una pesadilla, una parálisis del sueño y por eso no me puedo mover, pero todo se ve tan real. Soy inteligente pero no soy capaz de crear mundos que parecen tan reales con mi mente. Soy simplemente una humana más.

Quizás al ver que estoy comenzando a ser consciente, el hombre del medio se adelanta, con un cuchillo en la mano. No, no es un cuchillo, es como una daga. El hombre es más viejo que los otros dos, parece de cincuenta años y sus facciones son muy estéticas. Vestido de cura hasta da la sensación de tranquilidad, de que es alguien en quien se puede confiar y quizás sus feligreses lo hagan... excepto yo, ahora, cuando el hombre tiene un cuchillo filoso en la mano y se acerca lentamente hacia mí.

Me muevo en la silla, queriendo zafarme, pero la silla se siente muy pesada y las cuerdas están muy apretadas.

―¿Qué es esto? ―digo, al verme incapaz de huir― ¿Quienes son? ¿Por qué estoy acá? ¿Qué quieren? ―¿Acaso he caido en manos de una secta? ¿Harían un sacrificio conmigo? Pero... el hombre pertenece a la Iglesia, se supone que son los buenos, ¿no?― No hice nada.

―Claro que no ―contesta el cura, mirándome con condecendencia―. Eres el cordero de Dios. No tienes ninguna culpa.

Su voz suave y sus facciones de hombre bueno me ponen los pelos de punta, porque está claro que sus intenciones con ese cuchillo no son buenas. Y no puedo hacer nada para pararlo, no tengo fuerza, ni la actitud combatiba para defenderme.

Los otros dos hombres, los que están vestidos de traje, se acercan a mí también. Uno de ellos solo se queda parado junto a mí con las manos detrás de su espalda, el otro me agarra de la cabeza y me obliga a estirar el cuello hacia arriba. Mientras me sostiene apretando mi frente, me fijo en su cara: ojos celestes y tatuaje de una cruz en el cuello.

―Cierra los ojos ―susurra, y trago saliva.

Es el fin, mí fin. Y en lugar de sentir miedo, siento rabia. ¿Qué hice con mi vida? He pasado los últimos dieciocho años malgastando mi tiempo, pensando en el futuro y no el presente, preocupándome por las notas del colegio, quejándome por mi físico, soñando en lugar de vivir realmente. Y ahora... mi vida ya no va a valer nada, me voy a ir sin haber disfrutado, sin haber logrado algo, sin haber dejado mi huella.

―Perdón por haber tardado, Elena ―interrumpe una voz en el lugar, resonando en el silencio―. El tráfico está pesado allá fuera.

El hombre de ojos celestes suelta mi frente y saca un arma de dentro de su saco negro para apuntarle a... ¿Milo?

―¿Cómo te atreves a entrar a este santuario, vil criatura ? ―dice el cura, mientras se esconde tras sus guardaespaldas.

―No sé, me dieron ganas de entrar y... entré ―responde él, caminando hacia nosotros, relajado―. ¿Qué están haciendo? ¿Me perdí de algo? ¿Ahora secuestran chicas? Ja. Y después resulta que la criatura vil soy yo.

―No te metas en esto, engendro ―responde uno de los guardaespaldas.

―No entendes lo que ocurre ―comenta el cura.

―Entiendo todo a la perfección ―contesta Milo―. Y no voy a dejar que ustedes, trío de locos, hagan un ritual de expiación con una persona inocente para salvar sus propios culos.

―¡No es así! ―grita el cura. La tierra tiembla a mis pies, las lámparas del lugar se mueven, algunos adornos caen. ¿Acaso el cura también es...?

Las puertas de la Iglesia se abren de golpe y tres personas entran corriendo, cargando armas largas y enormes en sus brazos.

―¡Están acá! ―grita una mujer, sin darle la espalda a las puertas. Los demás imitan sus movimientos alertas, apuntando hacia la entrada.

―Hora de irnos ―dice Milo, mirándome.

―No te la vas a llev...

El cura no puede terminar la oración, Milo lo hace volar en segundos, al igual que a los otros dos hombres. Me desata de manos y pies y me agarra de la mano.

―¿Podes caminar, correr? ―pregunta, mirándome fijo a los ojos, preocupado. Estoy tan confundida que lo único que puedo hacer es asentir con la cabeza. Esa respuesta le parece suficiente y entonces mira a los hombres que dejó en el piso hace segundos―. Esto no ha terminado. Nadie se mete con mi gente.

¿Mi gente? ¿Desde cuándo era yo "su gente"?

La entrada de la Iglesia explota, se derrumba. Detrás del polvo, al disiparse, una cosa gigante, negra y con colmillos enormes, ruje. Milo aprieta mi mano y me arrastra a velocidad hacia el costado de la Iglesia, hacia una de las ventanas con vitral.

―Cerrá los ojos y agachá la cabeza ―dice y me levanta en sus brazos para después atravezar el vidrio. Una vez afuera, puedo prestar más atención. La Iglesia a nuestras espaldas se derrumba de a poco, pero el sonido de disparos y rujidos no terminan.

―¿Qué es eso? ―pregunto, aún en los brazos del vampiro.

―Eso es el principio del apocalipsis. 

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