Capítulo 10

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Caminé por el pasillo que recorría la segunda planta del edificio, me paré en la puerta del departamento, giré un poco la cabeza y, por la ventana que estaba en un extremo del corredor, vi cómo la luz del sol se atenuaba y la ciudad se oscurecía; eran poco más de las doce de la mañana, pero parecía que las agujas del reloj hubieran avanzado hasta marcar las dos de la madrugada.

—No nos queda mucho tiempo —murmuré un pensamiento y llamé a la puerta—. Tenemos que frenarlos.

El ruido de los cerrojos, de los pestillos y de la cerradura precedió al leve chirrido que produjeron las bisagras durante la apertura de la puerta; Noaria, vestida con un pantalón oscuro y una camisa blanca remangada, se alegró de verme.

—Nhargot, menos mal que estás bien —me dijo mientras me invitaba a pasar—. La ciudad se está yendo a la mierda. —Caminó hasta una ventana, se apoyó en el marco y observó las nubes rojizas que emitían tenues destellos oscuros—. La gente enloquece, pierden las consciencias, caen en profundos sueños o mueren sudando sangre. —Inspiró despacio y me miró a los ojos—. Todo se está desmoronando.

Me vino a la mente lo que había visto en el oscuro mundo onírico: los libros arenosos que almacenaban recuerdos, las gigantescas puertas, la casa en ruinas y el enfermo del antifaz.

—Y lo peor está por llegar —contesté, recordando lo que sentí al tocar las puertas ancladas a las pesadillas—. Nunca nos habíamos enfrentando a nada así.

El silencio, como un rey sepulcral que ordena enterrar las palabras en sarcófagos bajo arenas movedizas, se impuso y empujó a Noaria a bajar la cabeza y apartar la mirada.

—Nhargot, no me separé de Mirhashe —me habló con la culpa resonando en su voz—. No dejé que la trataran sin que estuviera delante, pero alguien gaseó la planta. Las ventanas estaban selladas, no pude abrirlas, me tapé la boca con un pañuelo, aguanté la respiración todo lo que pude y traté de llegar a las escaleras. —Guardó silencio unos segundos—. Quise salir de la planta para vigilar los accesos, pedir refuerzos, llamar a Gharberl y que viniera con equipo, pero apenas pude recorrer medio pasillo antes de quedar inconsciente. —El dolor se reflejó en su rostro—. Lo siento, Nhargot. Le fallé.

Aunque no sabía qué destino corrió Mirhashe, cómo había acabado su vida, Noaria se sentía culpable por no haber impedido que desapareciera del hospital. Me acerqué un poco, ojeé por la ventana los relámpagos amarillos que recorrían la capa de nubes rojizas y la miré a los ojos.

—No le fallaste —le dije—. Estuviste a su lado y la mantuviste a salvo, pero esos cerdos jugaron sucio. —Saqué un cigarro y lo apreté hasta desmenuzarlo—. Siempre juegan sucio. —Miré el tabaco esparcido en mi palma—. Siempre lo han hecho. Siempre se han cubierto bien las espaldas para que nos fuera imposible ir a por ellos. Incluso con las pruebas, las copias de los documentos y los testimonios, supieron frenarnos. —Cerré el puño y apreté los restos del cigarro—. No pudimos descabezar a la corte negra porque eran demasiados influyentes, controlaban los juzgados policiales, tenían a los carroñeros de la división roja y los ricachones de la ciudad les debían favores. —Saqué el brazo por la ventana, abrí la mano y tiré el tabaco, el papel roto y la boquilla aplastada al callejón—. Pero eso termina hoy. Vamos a poner fin a su asqueroso reinado.

Noaria asintió con la cabeza.

—Vamos a acabar con ellos. —Caminó hasta una mesa, agarró la larga tela oscura que la cubría y la echó a un lado—. No nos verán venir. —Cogió un subfusil de tambor y comprobó el cargador—. Haremos limpieza. —Dejó el arma en la mesa y me miró—. Nunca pensé que llegarían a tanto, que tendrían el poder de destruir el mundo. Son despreciables, escoria, con vínculos en las grandes ciudades y en los gobiernos regionales. —Miró una pared decorada con fotografías de las caras de los miembros de la corte negra con muchos dardos clavados—. Llegué a pensar que algún día nos juzgarían con falsos cargos en un tribunal superior, que detendrían a los dueños de los periódicos que informan de la corrupción y que se harían con el control del gobierno de la ciudad mediante un decreto judicial extraordinario, pero no imaginé que desatarían un terror como este y se ganarían aún más su merecido descenso al infierno.

Fue a una mesita, se sirvió un poco de licor en un vaso y se lo bebió de golpe. Me ofreció, pero negué con un ligero movimiento de mano.

—Sus pensamientos y corazones son tan negros como la carne en descomposición de un cadáver hinchado por el agua oscura de un pantano. —Me acerqué a la mesa que Noaria destapó, observé el arsenal que había encima y cogí una granada incendiaría—. Si un demonio hubiera picado a sus puertas, habrían corrido a vender sus almas y sacrificar las de los habitantes de la ciudad con la promesa de que obtendrían sus más perversos deseos. —Miré una escopeta recortada y los cartuchos para cargarla mientras dejaba la granada incendiaria—. Y eso es justo lo que ha pasado.

Noaria se bajó las mangas, cogió una chaqueta negra colgada en el respaldo de una silla y se la puso.

—Han vendido la ciudad —dijo, pensativa—. En otro momento, me habría costado creerte cuando me llamaste para contarme lo que pasó. —La miré a los ojos—. Mientras me decías que trajera el arsenal de nuestro almacén, habría pensado que estabas bajo los efectos de un gas alucinógeno. —Observó de reojo las nubes rojas que cubrían el cielo—. Es de locos. Si al despertarme en el hospital con un horrible dolor de cabeza y los músculos doloridos, no hubiera visto con mis propios ojos cómo aparecían criaturas de sombras y drenaban a la gente incapaz de despertarse, si no hubiera visto cómo absorbían sus vidas extrayéndolas de las bocas convertidas en humo blanco, te habría dicho que te encerraras unas horas en nuestra sala acorazada hasta que pensaras con más claridad. —Cogió un revolver y lo enfundó cerca de la cintura—. El mundo se va a la mierda y tenemos que impedirlo.

Afirmé con un ligero movimiento de cabeza.

—Lo vamos a hacer. —Sentí un débil cosquilleo en las yemas, me miré la mano y, durante una centésima de segundo, vi el destello del polvo rojo en las puntas de los dedos—. Van a ir a por mí. Me necesitan para acabar lo que empezaron al traer a un asesino que vive en las pesadillas. —Me perdí unos segundos en recuerdos, reviví la conversación con Hanreot y lo que sucedió en el oscuro mundo onírico—. Jugaremos con eso a favor. Haremos que vengan a un lugar donde tengamos ventaja.

—¿La casa del bosque? —preguntó—. ¿Vamos a llevarlos ahí?

Asentí con la cabeza.

—Allí haremos que caigan. Las cercas los ralentizarán, tendrán que ir por el camino principal y, cuando detonemos las minas y salgan de los vehículos, haremos que ardan disparando a los barriles con combustible. —Recordé mi encuentro con Hanreot en el bunker—. Por muy inmortales que sean, por mucho que se curen, no pararemos de avivar el fuego para que les cueste mover sus huesos calcinados mientras los destrozamos con granadas. —Me vino a la mente el recuerdo al que me conecté en el reino de pesadillas donde apareció Torhert rejuvenecido—. Haremos que les sea muy difícil curarse, arrojaremos sus restos a tanques de ácido para que, aunque sigan vivos, no puedan rehacer sus cuerpos.

A Noaria le gustó el plan, una leve sonrisa se dibujó en su rostro.

—¿Y cómo paramos a ese del que me has hablado, al que vive en las pesadillas? —me preguntó mientras cogía la correa de un subfusil de tambor y la ceñía al hombro—. Me dijiste que no pudiste pararlo en las pesadillas. ¿Crees que aquí tenga el mismo poder?

Dirigí la mirada hacia la ventana y ojeé las nubes rojizas.

—Espero que no. —Tenía muchas dudas, en la oscura realidad onírica vi de lo que era capaz—. Espero que en nuestro mundo esté más limitado.

Noaria cogió un sombrero negro de un robusto perchero de pared y se lo puso.

—¿Qué te dice tu intuición? —me preguntó mientras cogía un petate e iba a hacia la mesa para llenarlo de armas, munición y explosivosؙ—. Pocas veces falla.

Permanecí unos segundos con la mirada fija en las fotografías de las caras de los miembros de la corte negra llenas de dardos.

—Siento que no será como en las pesadillas, pero no sé por cuánto tiempo. —Di unos pasos hacia la ventana y vi los rayos amarillos que recorrían las nubes rojizas—. Es como si poco a poco la ciudad se estuviera convirtiendo en una prolongación del oscuro mundo onírico, como si estuvieran cayendo las barreras que nos separan de las pesadillas.

Noaria miró también los rayos amarillos.

—Y cuanto más débiles se vuelvan, más poder tendrá —dijo para sí misma.

Me aparté de la ventana, cogí un petate que estaba en un sofá y empecé a guardar armas.

—Así es —contesté—. Y esperemos que, cuando nos enfrentemos a él, las pesadillas no hayan invadido por completo nuestro mundo. —Paré un momento de llenar el petate—. No sé cuántas posibilidades tendremos de vencerle, pero serán muy pocas si el oscuro mundo onírico se adueña de la ciudad.

Iba a continuar guardando armas, pero el teléfono sonó y lo miré mientras el timbre repiqueteaba.

—Lo desconecté —me dijo Noaria, desconcertada—. Le quité el cable por si les daba por usar esos nuevos métodos de escucha que graban las conversaciones aun estando el teléfono colgado.

Me quedé unos instantes sin decir nada.

—Son ellos —mascullé y caminé despacio mientras miraba a Noaria de reojo—. Vamos a tener que cambiar el plan.

Noaria maldijo.

—Mierda —soltó, rabiosa—. Esos cerdos nos van a obligar a jugar con sus reglas, como llevan haciéndolo desde hace años. —Inspiró con fuerza y exhaló el aire de golpe—. Voy a comprobar el pasillo.

Mientras Noaria abría la puerta y echaba un vistazo, descolgué y acerqué la horquilla hasta oír las interferencias en la llamada.

—Cazador cazado —me habló el escuálido coleccionista de vértebras, ese desecho que había vuelto a la vida gracias al enfermo del antifaz—, ¿cómo llevas que tu querida exmujer haya pasado a mejor vida? ¿Te carcome la idea de que no sea más que un montón de ceniza revuelta con escombros?

Apreté la horquilla.

—Porque no me lo preguntas cuando estemos cara a cara —respondí, sin mostrar ni un ápice de la rabia que bullía en mi interior—. Así me lo podrás preguntar cuantas veces quieras mientras te arrancó las vértebras muy despacio.

Noaria me miró y volvió a vigilar el pasillo.

—No tengas prisa, Nhargot —me dijo el escuálido coleccionista de vértebras—. Pronto estaremos todos juntos como en una de esas preciosas postales navideñas en las que aparecen familias sonrientes. —Se escuchó a alguien amordazado que trataba de hablar—. Quieras o no, eres uno de los nuestros. Eres un hermano.

Miré a Noaria y ella hizo un gesto con la cabeza; no había amenazas en el pasillo, pero debíamos irnos.

—No vamos a jugar con vuestras reglas —sentencié—. Vamos a hacerlo a mi modo. Me necesitáis e iréis donde yo diga.

Las interferencias en la llamada aumentaron y tuve que apartar la horquilla.

—Te equivocas, Nhargot —contestó con tono burlón—. Creíste que tenías el control cuando saliste de las pesadillas, y no estabas tan equivocado, pero no te planteaste cómo podía cambiar eso. —Se escuchó de nuevo intentar hablar a quien estaba amordazado—. Él te necesita, debes cerrar el círculo, eso es cierto. Aunque no vamos a jugar con tus reglas.

Noaria hizo un gesto con la cabeza para que nos fuéramos.

—Vamos, Nhargot —me dijo—. Salgamos de aquí y tracemos un nuevo plan.

En la llamada se escuchó el intenso paladeó del escuálido coleccionista de vértebras.

—Qué voz tan exquisita que tiene —pronunció ese cerdo, despacio, con deleite—. Debo descubrir si sus vértebras son igual de exquisitas.

Me harté, ya era suficiente de oír su irritante voz y consentir sus locuras y depravaciones.

—Grábate a fuego estas palabras —solté, remarcando cada sílaba—. Cuando te tenga delante, desearás no haber abandonado tu piscina privada en el lago de lava del Infierno. Voy a hacer que ansíes la muerte con todo tu ser y que eches de menos la compañía de los demonios.

Iba a colgar, pero me detuvo la voz de la persona que había estado amordazada.

—Nhargot —habló Mirhashe y mi coraza se agrietó; perderla me destrozó, pero oír su voz, sabiendo que estaba con ese cerdo, me arrastró a un oscuro abismo de dolor y culpa—. Todo estaba negro, no había nada, estaba sola, perdida, sin recordar qué pasó, pero el psicópata del antifaz apareció, me trajo a la ciudad y me enseñó los corazones de los asesinados. —Guardó silencio para ordenar sus pensamientos—. Me tienen atada a una silla, en un cuarto sin apenas luz, y no paran de decirme que si no vienes me van a descuartizar viva.

El escuálido la amordazó y escuché a Mirhashe intentar hablar sin conseguir más que producir ruidos.

—Como le hagas algo... —mascullé.

—¿Qué harás? —me interrumpió—. ¿Vas a hacerme algo peor de lo que ya me has dicho? Lo dudo. —Se oyeron risas; junto a él, habían más de los cerdos que cacé y maté y que retornaron del infierno—. No le haremos nada, Nhargot. No si haces lo que te diga. Ven a las fábricas viejas. Solo, sin tu amiguita. Tienes media hora. Ni un minuto más.

Colgó y la rabia casi me devoró como un volcán en plena ebullición que arroja su magma dentro de mis venas.

—¡No! —bramé y tiré la horquilla—. ¡Otra vez no! —Golpeé un muro y marqué mis nudillos en el yeso—. Otra vez no... —pronuncié, impotente, vencido, mientras bajaba la cabeza, apoyaba la palma en la pared y una lágrima brotaba—. No puedo perderla...

Noaria se acercó, preocupada; nunca antes me había visto así.

—Nhargot, mírame —me dijo—. Mírame, joder. —Alcé un poco la mirada y la fundí con sus ojos—. No vas a perder a nadie. Vamos a acabar con ellos.

No quería decirle que Mirhashe murió, que no pude salvarla; no quería que se sintiera más culpable por haber perdido la consciencia en el hospital a causa del gas y que se echara todo el peso de la muerte en sus hombros.

Noaria era mi amiga, alguien por quien habría muerto y matado, casi la única persona en quien podía confiar, pero me querían a mí y, si iba con ella, volverían a ejecutar a Mirhashe.

—Tengo que ir solo —susurré, aparté la mirada de sus ojos y caminé hacia la puerta—. No puedo ir con nadie más.

Noaria me adelantó y se interpuso en mi camino.

—¿Estás más loco de lo normal? No ves que es una trampa.

Permanecí en silencio varios segundos.

—Lo sé, voy a una ratonera, pero la matarán si vienes conmigo. —La miré a los ojos, casi implorando con la mirada—. Tengo que ir solo. Deja que vaya, por favor. —Cerró los ojos y negó con un ligero gesto de cabeza—. Te lo suplico. Si nuestra amistad representa tanto para ti como para mí, apártate y déjame irme.

Abrió los párpados y, aunque se mostró inflexible durante varios segundos, maldijo y se echó a un lado.

—Nhargot, no puedo dejarte solo. —La preocupación se adueñó de su rostro—. Esto es demasiado grande, incluso para ti.

Asentí con la cabeza, tenía razón. Por primera vez desde hacía bastante, algo me superaba por mucho.

—Es verdad, esto es demasiado para mí. —Di unos pasos hasta pararme en el pasillo fuera del departamento—. Por eso te llamé, porque te necesito. —Dirigí la mirada hacia las escaleras que descendían a la planta inferior—. Pero esto es muy grande incluso para los dos. Necesitamos refuerzos. —Hice una breve pausa—. Llama a Gharberl. Solo podemos contar con él. Dadme algo de tiempo y venid los dos a las fábricas viejas. —Bajé un poco la mirada y pensé en Mirhashe—. Solo puedo confiar en vosotros.

Noaria afirmó con un ligero gesto de cabeza.

—Hablaré con Gharberl e iremos a ayudarte a acabar con esos cerdos.

La miré de reojo, antes de caminar hacia las escaleras.

—Gracias —le dije—. Haré que liberen a Mirhashe y ganaré todo el tiempo que pueda. —Me detuve sin girarme y pensé en el inmenso poder del enfermo del antifaz—. Pero si fracaso, todo estará en vuestras manos. —Seguí caminando—. La ciudad depende de nosotros y no podemos permitir que caiga.

Llegué a las escaleras y bajé los escalones preocupado por Mirhashe, sintiéndome un inútil al no haber sido capaz de prever que el enfermo del antifaz podía revivirla para ponerme contra las cuerdas. Cometí un gran error, uno que me volvía vulnerable y acababa con mi ventaja; les serví en bandeja a mis enemigos lo que tanto necesitaban: a mí mismo.

Salí a la calle, observé las nubes rojizas y lo rayos amarillos. Sabiendo que quizá era el último que fumaría, saqué un cigarro, lo mordí y lo encendí para degustar el analgésico veneno, para que el humo me sumiera en un ligero trance de camino hacia la guarida de los monstruos que retenían a la mujer que amaba.


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro