Capítulo 6

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Me pasé por mi centro de operaciones en una casa en una población no muy lejana de la ciudad. Me armé, me vestí como el verdugo que, desde las sombras, desataba las pesadillas en los criminales, ceñí el uniforme de camuflaje, me coloqué la máscara y guardé el disfraz de policía en el maletero del vehículo.

Conduje por carreteras secundarias, con los faros apagados, ocultándome por caminos de tierra en algunos tramos y fui a impartir justicia, a reclamar el sufrimiento de los muertos, a vengar la muerte de Mirhashe.

Aparqué en otro barrio, cargué con el petate y me moví por las calles oscuras; nadie me vio venir. Coloqué explosivos en la entrada blindada de la instalación del mapa: un bunker construido bajo un edificio evacuado con la excusa de unos vertidos.

—Vais a pagar —dije con rabia, apuntando con el fusil de francotirador, desde una planta de un departamento del otro lado de la calle—. El Infierno llama a vuestra puerta.

El temporizador inició la explosión que sacudió los edificios y reventó la puerta blindada. Miré por la mirilla y esperé a que los incautos guardias salieran después de que las llamas perdieran fuerza.

—Todos sois culpables —sentencié mientras disparaba atravesando un cráneo tras otro; esa escoria no supo de dónde provenía la lluvia de plomo que destrozaba sus cerebros.

Tras hacer limpieza, cuando una decena de cuerpos yacían en el asfalto ensangrentado, me dirigí al bunker; los últimos quince metros los recorrí pisando sesos.

—Deseareis la muerte, pero sufriréis hasta que permita que venga a reclamar vuestras almas. —El vacío de mi ser se percibía en mis palabras.

Desenfundé una pistola semiautomática, apunté a un guardia que quedó herido tras la explosión y se arrastraba sin piernas por la plancha metálica del pasillo principal del bunker.

Le pisé la espalda, presioné con las gruesas suelas de las botas militares y disparé al techo; los cristales de un tubo recto fluorescente cayeron en su cabeza.

—¿Cuántos jueces de la corte negra hay? —lo interrogué, dejé de pisarle la espalda y lo giré con la bota para que quedara boca arriba—. Habla y tendrás una muerte rápida. —El guardia, en shock, no fue capaz de responder. Enfundé la pistola, desenvainé un cuchillo de sierra y posé una rodilla junto a su cabeza—. No te aferres a ninguna esperanza, tu vida acaba hoy, de ti depende cómo sea su fin. —Acerqué el filo a su cara y le presioné la mejilla hasta que brotó una diminuta gota de sangre—. Dime qué jueces de la corte negra se han escondido en el bunker y no te sacaré los ojos ni escarbaré en tus cuerdas vocales.

El guardia tragó saliva.

—Hanreot —contestó, aterrado—. Solo está Hanreot Draengol.

Me levanté, envainé el cuchillo y caminé por el pasillo en dirección a las escaleras que conducían al nivel inferior. No quise concederle una muerte rápida, que se arrastrara desangrándose hasta que su corazón estuviera seco; su cuerpo mutilado, junto con los sanguinolentos surcos rojos, enviarían un claro mensaje: el sádico verdugo había regresado.

Descendí los escalones grises y, a cubierto, antes de recorrer una gruesa pieza de madera que unía la escalera dividida en dos, al escuchar los acelerados pasos, los gritos y las órdenes, lancé varias granadas. Los pecados tenían un alto precio y me iba a asegurar de que se pagaran con sangre.

—Elegisteis sufrir —dije, mientras desenfundaba la pistola y destrozaba a balazos las clavículas de un guardia que tuvo la mala suerte de sobrevivir a las explosiones y quedar sentado con la espalda apoyada en una pared—. Recuérdalo cuando tu corazón se pare y las criaturas endemoniadas vengan a por ti.

Enfundé la pistola, pasé por su lado y escuché cómo reunió el coraje para enfrentarse a mí.

—Patético inútil, no das miedo a nadie —soltó—. Ya saben quién eres. Saben que vendrías. Él les dijo que el sádico verdugo era Nhargot: el detective de la sección ciento uno obsesionado con los criminales.

Dejé el petate en el suelo, saqué un frasco esférico y un tubo de ensayo de su interior, ambos de un denso material resistente, y caminé hacia el guardia.

—Iba a permitirte que te fueras por tu cuenta. —Le puse el frasco encima de la cabeza, quité la tapa y vertí el líquido del tubo de ensayo—. Cuando te estés derritiendo, acuérdate de lo bocazas que eres. —Fui hasta el petate y lo recogí—. Si te mueves y lo dejas caer, explotará y te causará heridas que alargarán tu agonía. Te aconsejo que te quedes quieto hasta que la mezcla derrita el frasco y caiga en tu cabeza. —Caminé hacia la puerta tras la que se resguardaba Hanreot—. Así solo agonizarás mientras te disuelve el cráneo.

Le mentí, habría sido menos doloroso que el frasco cayera, estallara y quedara rociado; al verterse la sustancia en el cráneo, al consumir parte de la carne, se fundiría poco a poco con el hueso e iría calentando muy despacio el cerebro. Las peores alucinaciones a las que fui expuesto por psicópatas resentidos no serían nada comparadas con que las que iba a sufrir él.

Mientras empujaba la puerta con la palma y sostenía la pistola con la otra mano, escuché los primeros gritos del guardia que había emprendido su merecido descenso al infierno.

Entré en la amplia habitación decorada con pelajes de animales y trofeos de caza: cabezas de jabalíes, ciervos, osos, lobos, elefantes y más presas privadas de su vida por los despreciables jueces de la corte negra. Cuando acabara con ellos, sus asquerosas caras reemplazarían a las de los pobres animales.

—Te esperaba —me dijo Hanreot, sentado en un extremo de una larga mesa vestida con mantelería de hilo rojo bordada con tonos oscuros—. Estaba impaciente. —Se sirvió una bebida violácea de una botella de oro, alzó la copa y bebió—. Desde que me enteré de que eras tú el que asesinaba y torturaba tras esa máscara, todo encajó. —Dio un sorbo y puso la copa en el mantel—. Esa inquina contra nosotros, la obsesión con los criminales, los choques con la división roja, la paliza a tu cuñado, ¿quién mejor que Nhargot para convertirse en el mayor asesino en serie? ¿Quién mejor que tú para ponerte una máscara e impartir una retorcida versión de la justicia?

Enfundé la pistola, cerré la puerta, la atranqué, me acerqué a la larga mesa y dejé el petate encima.

—Habla de retorcido el que mandaba secuestrar a jóvenes de los distritos pobres. —Me quité la máscara, la puse junto al petate y caminé hacia Hanreot—. Cuando creía que no podríais ser más despreciables, descubro que habéis colaborado con el enfermo del antifaz.

Hanreot sonrió, cogió la copa y dio un trago.

—Uno de tus mayores problemas es que no has sido capaz de entender cómo funciona el mundo —repuso, tras señalarme con la mano que sostenía la copa—. La gente vive en una ficción, el orden no existe, es un concepto ilusorio que permite que el rebaño no huya y se concentre en grandes ciudades. —Su sonrisa se profundizó—. La humanidad se divide entre cazadores y presas. Tú lo sabes mejor que nadie, cada bocanada de aire que tomas es para mantener viva tu adicción de cazar. Eres tan monstruo como lo somos los demás. —Sacó una pistola de un solo tiro de una manga y pegó el cañón a la sien—. Si quieres que la conversación no se acabe ya, mejor quédate ahí.

Tenía ganas de que sufriera, de que pagara por lo que les hizo a los jóvenes y por la muerte de Mirhashe, ansiaba arrancarle un pulmón y ver cómo se ahogaba mientras se encharcaba el otro, pero ese cerdo no mentía; si me acercaba, se volaría la cabeza.

Me detuve cerca de la mitad de la mesa, desenfundé la pistola, la puse encima del mantel y me senté en una silla.

—Amas demasiado la vida y los sucios vicios —le dije—, pero estás dispuesto a agujerearte la cabeza. Eso no va contigo. —Observé los trofeos de caza y una estantería con medallas e insignias enmarcadas—. No te importa sacrificarte por los otros miembros de la corte negra. —Lo miré a los ojos—. ¿Desde cuándo el poderoso Hanreot Draengol baja su ego de la cima y se inclina ante otros jueces?

Sin dejar de presionar la sien con el cañón, cogió la copa y bebió.

—Tan bueno que has sido siempre encontrando las piezas de los rompecabezas y ordenándolas para desvelar qué escondían, caso tras caso convirtiéndote en el mejor detective de la ciudad, y no has sido capaz de descubrir qué ocurre. —Dio otro trago y tiró la copa al suelo—. ¿No te frustra? ¿No sientes que tu ineptitud es la que ha arrastrado a tu exmujer a la tumba?

Llevé la mano hasta la pistola, la cogí y lo miré a los ojos.

—No creas que me importa tanto que vivas para sufrir una agónica tortura. Me conformaré con cazar al resto de jueces de la corte negra. —Disparé y la bala pasó cerca de su cabeza—. Si no quieres que esta conversación acabe ya, con una bala de mi pistola y no de la tuya, no vuelvas a hablar de Mirhashe.

Ese cerdo, con los mofletes enrojecidos por el alcohol, sonrió satisfecho.

—Está bien. Sería una pena que dejáramos de hablar tan pronto.

Puse la pistola en la mesa.

—¿Por qué le habéis ayudado? Aparte de enriqueceros con el dinero de las arcas de la ciudad, con los negocios sucios y disfrutar de vuestros asquerosos vicios, nunca habíais movido un dedo ni para rebajar la condena de los desechos que arrestábamos ni para investigar las muertes de los que aparecían con signos de tortura.

Cogió un puro medio consumido de un cenicero de cristal y dio una calada.

—Nunca ordenamos a la división roja que investigara esas muertes porque sabíamos que eran un mensaje para contener a otros, y eso nos venía bien. —Echó el humo que quedaba en los pulmones—. El rebaño debe ser cazado, pero no en exceso. Hay que advertir que el coto es privado y solo unos pocos tenemos derecho a saltarnos la veda.

Me daba asco, mucho asco, y tenía ganas de retorcerle el pescuezo, pero debía sacarle más información.

—Entonces, ¿por qué lo habéis ayudado? Si no queríais que se desatara el pánico, ¿por qué lo encubristeis?

Dejó el puro en el cenicero.

—Porque no eran muertes normales —contestó—. Formaban parte del círculo. Eran vitales para que se diera el siguiente paso.

El enfermo del antifaz habló de cerrar el círculo y Hanreot lo mencionaba; la madeja, aún enredada, poco a poco se desenmarañaba.

—El círculo... —repetí y lo miré a los ojos—. ¿Qué mierda es el círculo?

A Hanreot le divertían mis preguntas, disfrutaba de que desconociera tanto del asesino y de los planes de la corte negra.

—El círculo que permite abrir las puertas. —Al ver que le iba a preguntar, continuó—: No le hemos ayudado, él nos ha ayudado a nosotros. Cuando murió la hija de Torhert, después de que Merert, su esposa, se quitara la vida porque no soportaba vivir sin su pequeño tesoro, Torhert se obsesionó y dilapidó su fortuna en excavaciones y viajes a lugares recónditos del mundo. —Giró un poco la cabeza y miró una vieja foto en blanco y negro, enmarcada en la pared, de los miembros de la corte negra—. Antes de irse a buscar el origen de un antiguo mito en el gran desierto del sur, creí que no volvería. Estaba demacrado, con el rostro amarillo y con profundas ojeras.

Empecé a perder la paciencia.

—Céntrate, Hanreot —le ordené—. No me interesa la vida de ese acosador de enfermeros. Quiero saber del enfermo del antifaz. ¿Por qué dices que os ha ayudado?

Sonrió.

—Siempre con tanta prisa, Nhargot. —Cogió la botella de oro, bebió un trago y la puso en la mesa—. Si quieres descubrir por qué nos ayudó, escucha toda la historia. Torhert volvió al cabo de un mes, vino como nuevo, rejuvenecido. Vagó sin rumbo por la gran depresión central del desierto, la gente que lo acompañaba murió por un colapso nervioso, a los días se quedó sin agua, sin alimentos, y desfalleció cerca de un pozo de líquido negro. —Cogió el puro, dio una calada y paladeó el humo—. Iba a morir, le faltó poco, pero tuvo una visión en la que, al cerrarse el círculo, las puertas se abrían. Vislumbró la forma de trascender las limitaciones de los cuerpos, ir más allá y regresar de entre los muertos. —Presionó el puro contra el cenicero para apagarlo—. No murió, pero le hablaron desde las puertas, le insuflaron vida y regresó con una misión: una gran misión que nos dio un propósito.

Era suficiente, no decía más que idioteces y me tenía harto. Cogí la pistola y me levanté.

—Siempre has estado mal de la cabeza, corroído por tus vicios, pero nunca pensé que te oiría hablar como al fanático de una secta. —Caminé hacia él—. Los encontraré sin ti, haré que hablen y cazaré al enfermo del antifaz.

Bajó el arma y me miró con una enfermiza alegría poseyendo su rostro.

—Las puertas están fuera de nuestro alcance, no las podemos abrir desde nuestro mundo, pero el sufrimiento del rebaño le da lo necesario para que las abra él. —Alcé la mano y le apunté—. Va a abrirlas, lo buscamos para que lo hiciera, es un enviado que vino a demostrarnos que la vida es una ilusión.

He de reconocer que me daba rabia matarlo en ese estado, con la cabeza ida. No soportaba que se fuera sin padecer, evadido de la realidad.

—No te voy a sacar nada más que tonterías. —Apreté el gatillo, le di en el brazo y su pistola cayó al suelo—. Pero al menos te haré gritar.

En vez de atemorizarse, rio.

—Si no fuera porque está interesado en ti, hace días que estarías muerto. —Se arrancó la manga de la camisa, se limpió la sangre, se levantó y me enseñó la herida de la bala curada—. Hemos transcendido, Nhargot. Hemos vislumbrado lo que hay detrás de las puertas.

Se descubrió el torso y quedó a la vista la runa de la tarjeta del enfermo del antifaz: la de tres rayas en paralelo, una equis cruzándola y un círculo bordeándola; había sido marcada en la piel con un hierro al rojo.

—Las puertas de los custodios —susurré, uniendo al fin las piezas: el significo de la runa y las menciones de abrir las puertas—. La historia de los antiguos...

Hanreot sonrió.

—De los que abandonaron el mundo —contestó, presionó un botón debajo de la mesa y parte de las planchas de las paredes giraron—. Todo acabará hoy. Ha llegado el final de la historia.

Hombres armados con subfusiles con cargadores de tambor entraron en la habitación. Me tendieron una trampa, pero no iba a caer con tanta facilidad, no podía permitirme morir hasta haber vengado a Mirhashe.

—Para ti sí acaba hoy, Hanreot. —Le disparé en la cabeza y, mientras caía sin vida a la silla, corrí cubriéndome con la mesa y los asientos—. ¡No me iré sin desatar el Infierno!

Cogí el petate, me arrodillé, saqué una máscara antigás, me la coloqué y lancé varias granadas de asfixiantes sustancias tóxicas. Esperé a que los tosidos se intensificaran y a que los disparos cesaran para levantarme, abrir fuego y reventar los cráneos de los matones.

Enfundé la pistola y me dispuse a abandonar el bunker y emprender la búsqueda del resto de jueces de la corte negra, pero una carcajada me paralizó; Hanreot se levantó del asiento y huyó por uno de los huecos de las paredes.

—Es imposible... —pronuncié en voz baja, confundido—. Le he volado la cabeza...

Permanecí inmóvil, sin creer lo que había visto, mientras las planchas giraban y los huecos en las paredes desaparecían. ¿Serían ciertas las patrañas que me contó?

—Ya te dije que para encontrar al asesino tenías que buscar en otro lado. —Me giré más incrédulo todavía al escuchar la voz de la anciana imaginaria; me costó creerme que estaba sentada fumando un cigarro—. ¿Quieres uno? —Tocó un paquete de tabaco tirado en el mantel con su dedo índice torcido—. Ah, no, que, si te quitas la máscara, te ahogarás con tus vómitos. —Sonrió y sus dientes negros quedaron al descubierto—. Mejor, más para mí.

Ojeé su viejo vestido negro y el velo oscuro recogido encima de la cabeza.

—No tengo tiempo para que me leas el futuro, tengo que parar esto. —Mientras mi voz sonaba encapsulada por la máscara, cogí el petate y caminé hacia la puerta.

—Por eso estoy aquí, querido. —Me detuve, giré un poco la cabeza y la miré de reojo—. Te dije que las pistas para encontrar al asesino están en los sueños. —Dio una calada y exhaló el humo despacio—. Se esconde en las pesadillas; desde ahí planifica, desde ahí envenena. Ya casi ha conseguido romper la barrera entre los mundos: entre los sueños y la vigilia. —Miró la fotografía de los jueces de la corte negra—. Esos necios han jugado con fuego y te toca a ti evitar que el mundo arda.

El enfermo del antifaz siempre se escapaba, siempre iba un paso por delante, parecía una locura que se escondiera en los sueños, pero también lo era que los monstruos que cacé volvieran a la vida y que Hanreot sobreviviera a un tiro en la cabeza.

—Te escucho —le dije, tras dejar el petate encima de la mesa.

La anciana imaginaria tiró el cigarro al suelo.

—Aunque aún no ha cerrado el círculo, el poder maldito que irradia ha infectado la ciudad. Debes caminar por las pesadillas, encontrarlo y evitar que abra las puertas. —Señaló una pared y poco a poco un remolino de humo azul apareció y convirtió las planchas en polvo—. Camina entre mundos, descubre el origen y acaba con la locura.

Observé el danzar de las partículas azules en el remolino.

—Tiene que pagar —mascullé—. Tengo que hacer que sufra.

Aunque había liberado a mi bestia y le había cedido las riendas de mi ser, recordé la ejecución de Mirhashe y la tristeza y la culpa amenazaron con hundirme.

—Haz más que eso. Has visto de lo que es capaz lo que está más allá de este mundo. —Señaló la silla donde estuvo sentado Hanreot—. Si ellos pueden volver, también puedes traer a otros.

Lo último que me dijo fue lo que terminó de convencerme para que diera el paso que me conduciría a viajar entre sueños, pesadillas y el mundo de la vigilia.

—Mirhashe —pronuncié su nombre en voz baja y caminé hasta adentrarme un poco en el remolino azul.

Mientras la anciana cogía otro cigarro y lo encendía, mi uniforme de camuflaje y mis botas se trasformaron en mi traje, mi gabardina y mis zapatos.

—Buena caza —me dijo, sonrió y se relamió los dientes negros.

Me puse el sombrero, sujeté la parte delantera del ala e incliné la cabeza para despedirme. Reconozco que la anciana no solo me guio, su influjo también consiguió revivir la parte de mi ser que murió junto con la mujer que amaba. La muerte y la vida, al igual que el sueño y la vigilia, tienen fronteras muy porosas; en el fondo, no somos más que titiriteros que cedemos el control de las cuerdas de nuestras marionetas y vivimos engañados creyendo que estamos malditos por fuerzas invisibles.


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