Su cabellera roja danzaba mientras el cuerpo, enroscado en el caño, serpenteaba al ritmo de Alannah Myles, cual cobra tentándote a cometer los pecados más oscuros e impronunciables de la noche. Volaba y aterrizaba como un ángel de la lujuria, poseída por un éxtasis incontrolable, tierna y demoníaca como una princesa mundana.
Cada noche se encargaba de excitar las almas de hombres que la abrasaban con la mirada, deseando poseerla y hacer de ella la fuente de sus miles de retorcidas fantasías. Y aunque ninguno de aquellos cerdos inmundos la tocaría jamás, ella tenía su propio infierno, uno que con maquillaje disimulaba. Pero yo podía ver las marcas más allá de su piel, a través de sus ojos en la profundidad de su espíritu.
Nunca me dejó amarla, tampoco se permitió amarme. Pero me bastaba con que, aunque más no sea una vez a la semana, me dejase mostrarle los placeres del cielo, hacer de ella el delicado ángel que en verdad quería ser. Me resigné a quererla de la única forma que me fue posible, sabiendo que era mía y no lo era. Sabiendo que podía cuidarla y no lo hacía.
Y un día, simplemente, no supe más de ella. Se fue como la noche cuando despunta el alba, como las mejores cosas de la vida se van.
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