Anna

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      Me es imposible precisar el número de veces en las que, casi siempre por las madrugadas, oí llorar a Anna Perdomo en la oscuridad de su cuarto. El océano le había arrebatado a su esposo y su único hijo se había consumido producto de lo inexplicable, hechicería, aseguraban algunos. Pero Anna Perdomo jamás conoció la muerte, no sé si por amor o por odio, el sombrío verdugo había decidido nunca besar sus labios.

      Se volvió así presidiaria de su propia existencia, en un cuerpo que el tiempo degeneró, pero que, hiciese lo que hiciese, no consiguió morir. Durante un siglo ya no se tuvo noticia alguna de la mujer, la vieja casona se volvió el gigantesco panteón de un nombre sin cadáver. Mas, un día, sus sobrinos decidieron entrar en lo que imaginaron sería una casa abandonada, y fue inmenso el espanto cuando, al inspeccionar el cuarto, tumbado sobre el piso, al pie de la cama, hallaron un cuerpo amarillento con la piel pegada al hueso; mas, el verdadero horror los acometería al percatarse del latir acelerado del corazón.

      Las memorias de Juan y Ernesto Perdomo cuentan que el llanto de aquel ser de aspecto cadavérico ya no se fue de sus mentes, lo que con el tiempo los condujo a la soga. La iglesia no le dio un entierro divino, nadie veló por su alma, ni nadie lloró su ausencia. Allí mismo la pusieron, bajo los tablones del suelo.

      Y allí sigue, más de medio siglo después, casi como una herencia familiar, mi tía Anna Perdomo.

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