III

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Este lugar es tan frío como la conciencia de un mártir. La luz nace de filtraciones y lunas secretas, mostrando las fauces de espeleotemas e iluminando los rostros de cera. Irreales semblantes deshechos en agua caliza. Este lugar debe de ser más viejo que el tiempo. Otras estructuras asemejaban aglomeraciones de hongos o nervios moniliformes, pero nada vivo puede medrar aquí. Los Kinzos se guardan aquí durante el día, protegiendo del sol su piel de papel de fumar. Reptan por túneles y observan desde la humedad de las grutas. Sus enormes ojos amarillos se reflejan en la tenue luz. No son criaturas gregarias pero se aprovechan de sus números cuando hay comida. En ocasiones los he visto matarse entre sí por algo tan triste como los restos de un topillo. Su existencia es una de miseria. Algunos aprenden a imitar el lenguaje y articulando rotas palabras sueltas. No tengo claro si conocen su significado. Pavel les llama "Juanitos" y le despiertan cierta ternura. De vez en cuando, la tristeza de su ser también termina conmoviéndome, pero no es más que la sombra de un sentir. La nausea es el sentimiento dominante para estas contrahechas criaturas.

No conocía más que la ruta que llevaba para el hogar de la Barnacla. La cueva es vasta y profunda y nunca quise arriesgar a perderme en ella. En cierto punto se formaba una estalagmita que, caprichosa, se asemejaba a un palacio de seis plantas. Una suerte de Shangri-La para ratones, me gustaba pensar. Ahí el camino se bifurcaba. Aunque sentía curiosidad por las inexploradas grutas a las que me llevaría, nunca me desvié. Mi sentido de la orientación siempre ha dejado mucho que desear y, sin una red de raíces que me guiará, temía no encontrar el camino de vuelta. Pavel decía que los Kinzos eran hombres que había sido retorcidos por las profundidades de la cueva, pero Pavel dice muchas mierdas, sobre todo cuando está borracho de malina. A saber. Parte del polvo, supongo. Seguí, como siempre, mi camino, sin dedicarle más pensamiento a la otredad de mi existencia.

El nido de la Barnacla suponía un cálido contraste a la limosa frigidez de los túneles. Desde ahí podía verse el bosque en toda su extensión, colmándose a los pies de la sierra del calbote. Me tumbé a mirar el cielo, disfrutando del olor a hibisco que venía desde la tetera a punto de hervir en la lumbre. Tenía claro que la Barnacla bajaba volando a recogerlo, pues no me la imaginaba reptando por esos húmedos laberintos. Algún día me enseñaría.

"¿No crees que alguien debería dragar el río?" - dijo sirviendo la infusión-. "Tal como está se inundará el bosque a la que vuelvan las lluvias." "No lo sé" - le dije, absortó en la intensa rojez -. La Barnacla movía los labios en oración silenciosa con la velocidad de las alas de una avispa. "¿Has podido hablar con la chica nueva?" - me dijo al fin -. "¿Qué chica?" "La que llegó anoche. Te vi siguiéndola desde los árboles." Siendo honesto, no recordaba a ninguna chica. La Barnacla de vez en cuando decía estas cosas extrañas. "Anoche estuve con Machango." Me miró con ternura. Me incomodaba cuando hacía eso; como si el loco fuese yo. "Anoche mataron a un Jincho" - dije al fin -. "Lo vi. Cosa mala. No es fácil matar a un Jincho" "No se muy bien como puede hacerse. Tienen brazos como cuchillas y la piel es recia, por muy fina que parezca." "¿Has preguntado a Brezo? Tal vez haya visto algo." No me gustaba hablar con Brezo. Él también decía cosas raras. Aquí la gente pierde ligera la cabeza. "No, le preguntaré cuando le vea."

"Son tiempos extraños, Caperucita Gris" "¿Por qué me llamas de esa manera? ¿Por qué no me llamas por mi nombre?" "Muy bien. Dime ¿Cuál es tú nombre?" "Ya lo sabes. Déjame estar, anda." 

Y otra vez esa mirada.


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