Capítulo XXVIII: "Tú serás mi perdición"

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Poco más de un cuarto de vela de Ormondú después, el ritual donde los sacerdotes bendecirían la campaña contra Vesalia estaba por comenzar.

Frey dirigió a los sirvientes en el acondicionamiento del patio de armas, de tal manera que improvisó como altar una larga mesa de madera. Frente a esta se dispusieron sillas acolchadas para lara Jonella, los coroneles, generales y los príncipes.

Los guardias del castillo y los soldados provenientes del tercer regimiento se acomodaron en filas en el patio de armas.

La brisa con olor a mar hizo ondear el estandarte del ejército de Vergsvert, colocado a un lado del altar. Karel contempló las espadas y las estrellas bordadas en el fondo bermellón de la heráldica, era como si simulara la sangre que estaba por derramarse.

El joven príncipe se sentó en el centro de la hilera destinada a los mandatarios, a su lado lo hizo lara Jonella. Cada una de las altas sillas fueron ocupadas de una en una. La verde mirada, ansiosa, se posó sobre Lysandro, que llegaba acompañando a Jensen. Le hubiera gustado que fuera el general y no Viggo quien se sentara a su lado y así poder tener más cerca al escudero.

Lamentablemente, este se sentó a la izquierda de su hermano mayor, dos puestos más allá, y detrás de él permaneció de pie Lysandro.

Los sacerdotes comenzaron el ritual, el cual dio inició con oraciones cantadas dirigidas a los místicos mensajeros que, según la tradición, los dioses enviaron a Oria para portar el mensaje.

Mientras se llevaban a cabo los oficios religiosos, Karel desviaba la mirada de soslayo hacia la esbelta figura ataviada con el uniforme del ejército, de pie a unos pasos de él. Lysandro mantenía el ceño fruncido y los ojos negros al frente, tenía una expresión concentrada, atenta a lo que los sacerdotes hacían. El príncipe pensó que debía ser la primera vez que presenciaba algo como aquello. ¿Cuánto más estaría conociendo por primera vez? Reflexionar sobre su cautiverio le causó dolor, todo lo que se había perdido y lo que había obtenido: una infancia mancillada. Si tan solo su magia fuera capaz de cambiar el pasado, lo haría. Borraría su esclavitud, su sufrimiento, las cicatrices que debía tener en su corazón.

Volvió a dirigir los ojos hacia él y captó cómo su mirada se desviaba hacia el hombre a su lado, le pareció que apretaba la mandíbula en un gesto tenso. Se inclinó un poco, lleno de curiosidad por saber quién le ocasionaba esa reacción al joven. Al lado de este se encontraba el coronel llamado Fingbogi.

—Nunca entenderé por qué en este reino veneran a esos supuestos enviados de los dioses —le susurró Jonella, acercándose a su oído. El gesto lo hizo respingar.

Estaba tan concentrado en Lysandro que olvidó que tenía compañía. Cada vez que pensaba en su matrimonio y en por qué se casó, le asaltaban las ganas de estrellarse contra la pared.

Lysandro tenía razón, cuando creyó que había muerto se resignó a hacer lo que se esperaba de él, a luchar por el trono. Y aunque se repitiera que lo hizo con el único objetivo de abolir la esclavitud como última ofrenda hacía él, ahora que de nuevo lo tenía cerca, no podía dejar de arrepentirse de su decisión.

Exhaló y volvió a su papel de esposo atento, después de todo Jonella no tenía la culpa de que él hubiera sido tan débil y estúpido. Se giró hacia ella y con la mejor disposición y una falsa, pero dulce sonrisa, le contestó:

—Dicen que mucho tiempo atrás seres perfectos descendieron en las montañas de Oria para dar a conocer el mensaje de los dioses, profecías de una era venidera, de gloria y esplendor para el recién fundado reino de Vergsvert.

Lara Jonella puso los ojos en blanco.

—¿Por qué los dioses elegirían Vergsvert y no Augsvert para enviar un mensaje? ¡Es absurdo!

Karel rio con suavidad, tratando de no llamar la atención. Giró un poco más hacia ella para contestarle:

—¿Lo que te molesta es que los dioses prefieran a Vergsvert por sobre Augsvert?

—No es que me moleste, es solo que, si hay un pueblo que ha recibido la bendición de los dioses, esos somos los sorceres augsverianos, es evidente, cariño. Tú lo sabes, ¿no? Los sorceres estamos destinados a gobernar.

—Hablas como mi madre, está convencida de que la magia nos da el derecho.

—Es como debe ser, es el orden natural de las cosas, por eso tú debes ser el rey. Mira Augsvert, gobernada por sorceres desde hace cientos de años. Es el reino más próspero. Si no fuera por el constante asedio de los alferis... No nos involucraríamos en guerras o en tratar de dominar a otros reinos. Esto es tan salvaje y absurdo, ¿no lo crees?

Karel iba a contestarle que estaba de acuerdo con ella en eso de que la guerra era absurda, pero en ese momento percibió algo raro desde su izquierda. Volteó y vio como Fingbogi miraba a Lysandro y luego sonreía. Su sonrisa no era cálida o afable, era desagradable, llena de superioridad. Al ver al joven se dio cuenta de que este fruncía más el ceño. Le pareció que algo pasaba entre los dos.

—¿No lo crees? —insistió Jonella, pero al ver que él no respondía y continuaba con la mirada fija hacia el otro lado, ella también se inclinó para ver—. ¿Qué pasa? ¿Por qué lo estás mirando?

—¿A quién? —Karel se enderezó, nervioso—. No miro a nadie en particular.

—Me dio la impresión de que mirabas a ese soldado.

—Tonterías. Es solo que esto me aburre, nunca me han gustado las libaciones.

—A mí tampoco, pero entiendo que son parte de las tradiciones de tu reino y supongo que les da confianza a los soldados, o más bien a los coroneles y a los generales, antes de ir a la guerra.

Karel percibió de reojo la mirada de Lysandro sobre él y su corazón dio un vuelco, quería girarse y dejar que sus ojos se encontraran. Anhelaba sentir de nuevo el sabor de sus labios y el calor de su cuerpo. Pero no volteó, Jonella continuaba hablando y no quería que ella pudiera sospechar algo.

Los sacerdotes continuaron con el rito: derramaron el vino sobre el estandarte, luego tomaron el trigo, la miel y más vino, colocaron la mezcla dentro de la fíala, la cual después pusieron sobre la pequeña fogata en el altar. Cuando el humo empezó a elevarse, también lo hicieron las oraciones cantadas de los sacerdotes. Según la tradición, la ofrenda sería agradable a Saagah, el poderoso y así el magnífico dios de la guerra los protegería en batalla y les otorgaría la victoria.

Cuando los sacerdotes concluyeron el ritual, de las filas rugieron los soldados el lema del ejército: «Honor y gloria». Los coroneles, generales y su hermano Viggo, se levantaron y entonaron en voz alta el mismo lema.

Más que ninguno de sus otros hermanos, el primer príncipe parecía pertenecer al ejército.

Luego, el resto de los asistentes se levantó y los guardias deshicieron las filas. Lara Jonella se alejó para dar instrucciones a Jora.

—Veo que a pesar de que no tenías ni idea de qué hacer, todo quedó muy bien —lo felicitó Arlan cuando se acercó a él.

—Es gracias a ti que me guiaste y a Frey, mi asistente, que lo hizo posible —le respondió Karel, con una sonrisa—. Al parecer es bastante devoto.

Lysandro y el general Jensen se unieron a la conversación.

—Altezas —saludaron los dos al unísono.

—¡Lysandro! —exclamó Arlan, con ojos desorbitados, en cuanto vio al escudero.

—¿Os conocéis, Alteza? —preguntó Jensen, desconcertado.

Karel tragó con dificultad. ¿Cómo se le ocurría a su hermano ser tan indiscreto?

—El, el joven —titubeó el príncipe Arlan sin dejar de ver al escudero que también lo miraba perplejo— es amigo de una buena amiga a quien no he visto en mucho tiempo.

Entonces Karel lo entendió, su hermano quería saber de Gylltir, la muchacha de quien estaba enamorado.

—Ah, ¿sí? ¡Qué casualidad! —contestó el general.

Arlan esperaba la respuesta, pero los labios cerrados de Lysandro no parecían querer darla. La situación se volvía incómoda.

—Hacía mucho que no presenciaba una libación para una ofrenda de guerra —intervino, nervioso, Karel—. ¿Sois devoto de Saagah, general?

Jensen apartó la mirada de Lysandro y de Arlan, quienes continuaban viéndose fijamente, y empezó a platicar con Karel sobre los rituales religiosos que solían hacerse en el campamento del tercer regimiento. Mientras hablaba con Jensen, el cuarto príncipe empezó a caminar para alejarlo con disimulo de su hermano y del escudero.

El general explicaba con detalle la importancia de involucrar las creencias religiosas en el arte de la guerra, y Karel, por la esquina del ojo, observaba una y otra vez a su hermano y a Lysandro, hasta que ambos se separaron. Este último se acercó a ellos mientras Arlan caminaba algo encorvado, fuera del patio de armas.

—¿Has terminado de platicar con el tercer príncipe? —preguntó el general. Lysandro asintió con expresión neutra—. Muy bien, vámonos entonces, debemos preparar la partida.

Los dos hombres se despidieron de él y Karel sintió algo de desazón al verlos alejarse, era muy difícil aparentar tanta indiferencia. Se le ocurrió una idea. Encendió su energía espiritual en la mano derecha y con esta creó una pequeña flor, hecha enteramente de luz plateada, la llevó a su boca como si tosiera y le susurró un mensaje.

—¡General! —el príncipe corrió hacia ellos antes de que salieran del patio de armas. Ambos hombres se detuvieron y giraron—. General, disculpadme.

El general Jensen lo miró con curiosidad, aguardando que era lo que tenía que decir

—¿Qué sucede, Alteza?

—Eh... quería saber si vuestro escudero podría acompañarme un momento.

Lysandro lo miró y negó, casi de manera imperceptible, con la cabeza.

—Bueno —El general Jensen enarcó las cejas—, si Lysandro lo desea, por mí está bien. Es libre de hacer lo que quiera.

—Alteza —comenzó a hablar Lysandro sin mirarlo a los ojos—, espero que no os ofendáis, pero debo preparar las cosas del general, en menos de un cuarto de vela de Ormondú debemos partir. ¿Para qué me requerís?

Fue un golpe bajo hacer esa pregunta. Cuando la formuló sí fijó sus orbes oscuros en él, le pareció que lo retaba a contestar. Se sintió imbécil, desarmado ante él. Tragó y rápido pensó en una excusa.

—Quería agradeceros por lo que habéis hecho por el príncipe Viggo, por salvarle la vida.

—¡Oh! Pues solo fue mi deber —le contestó cortante—. No es necesario que me agradezcáis, Alteza.

El joven hizo una pronunciada reverencia y Karel sintió deseos de llorar. ¿Por qué le hacía eso? Lysandro tenía su corazón en las manos y lo estrujaba, ¿lo sabía? ¿Encontraba placer en hacerlo sufrir?

El hechicero le tomó la mano aparentando estrecharla para agradecer y deslizó en ella la flor con el mensaje.

—Muchas gracias por todo lo que habéis hecho por mi hermano —dijo—. No os molesto más. También yo iré a prepararme.

El príncipe dio media vuelta y se alejó de los dos hombres, pidiendo en su interior que Lysandro viera la flor y escuchara el mensaje en ella; que se apiadara de él y acudiera a la cita; aunque en el fondo sabía que no lo haría.

Recordó la conversación de la noche anterior. A pesar de que habían acordado que lo esperaría, que no se alejaría, tuvo la sensación de que no cumpliría la promesa, de que estaba decidido a apartarlo de su vida.

El príncipe Karel subió al adarve y desde allí contempló como el sol comenzaba su descenso para hundirse en la inmensidad del mar. Las olas agitadas en la lejanía, inclementes, y el altivo sol que en ese instante parecía indefenso, a merced de un mar indiferente que poco a poco se lo tragaría.

En la flor le había pedido verse en ese sitio antes del atardecer y de corazón esperaba que fuera, aunque su mente le decía que no lo haría. Sintió la garganta apretada y unas enormes ganas de llorar. ¿Por qué Lysandro no quería estar con él? ¿No lo amaba? Había estado seguro de que sí. ¿Se había equivocado? ¿Le guardaba rencor por casarse? ¿Se había enamorado de otro, del tal Finbogi, con quien compartió miradas extrañas durante la ofrenda? Se llevó las manos al cabello y lo deslizó hacia atrás. Pensar eso lo entristeció. Tal vez era así y en el tiempo en el que estuvieron separados, Lysandro compartió con ese coronel y se enamoraron. Frunció el ceño y a la tristeza se le superpuso la rabia. Se sintió enojado, con enormes deseos de desaparecer al tal Fingbogi, de tomar a Lysandro y raptarlo, de llevárselo lejos y no dejarlo ir.

Se apoyó en el muro del adarve y contempló el mar, cada vez más oscuro. Una lágrima se escapó de la prisión que eran sus ojos verdes. Él no era así, no era violento y jamás obligaría a Lysandro a hacer lo que no quisiera, por mucho que su alma se rompiera. Cerró los ojos y vio la sonrisa de Figbogi, sus ojos castaños mirando con lascivia al escudero. Apretó los puños y de nuevo llameó en su interior un deseo asesino. Exhaló y llevó de nuevo hacia atrás el cabello oscuro.

—Me estoy volviendo loco. Me estás volviendo loco. ¡Lysandro, tú serás mi perdición!

Se dio media vuelta con la dignidad herida, dispuesto a bajar del adarve y dejar de hacer el ridículo, porque estaba claro que él no acudiría.



*** Karel durante todo el capítulo:

Esta novela será digna de ser transmitida por televisa je, je, je, espero que no estén odiando mucho a Lysandro. Prometo que pronto habrá acción, sangre y muerte.  Nos leemos el otro fin, rumbo a la guerra.

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