Boda infernal

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—Por favor, acepte nuestras disculpas —decía Daniel mientras yo continuaba en estado de petrificación.

  Zalazar era ayudado por un chico bastante joven a desprenderse del saco manchado de la bebida.

—Descuiden —nos tranquilizaba con una expresión extrañamente divertida—. Muchos "cuervos" han intentado acercarse a mí usando esta misma artimaña, pero confieso que esta vez sí lo sentí como un verdadero accidente.

  Tuve que hacer esfuerzos sobrehumanos para que mis piernas no flaquearan. Mi instinto me gritaba que corriera, que me alejara de allí a toda velocidad.

—Nos ha descubierto —le confesó Daniel, ignorando mi cara de horror—. Somos agentes secretos y vinimos a investigarlo para sacar a la luz todos sus retorcidos planes. Por cierto, luce mejor en persona que en los periódicos.

  Miré a uno y a otro boquiabierta y un nudo se apretó con fuerza en mi estómago.

  No había posibilidad de que ese peligroso hombre cayera en el trillado truco de la psicología inversa.

"Este era el fin" "Adiós mamá" "Adiós papá" "Adiós mundo cruel".

  Para mi sorpresa, Zalazar soltó una estruendosa carcajada. Daniel lo secundó y yo traté de que mi risa no pareciera la de una esquizofrénica. Tenía que ir al baño o me haría pis ahí mismo.

—¡Ah! Adoro la gente con sentido del humor —dijo una vez que hubo recuperado la compostura—. Es una alegría saber que mi estadía aquí no será tan aburrida después de todo. ¿Son de por aquí?

—No. Somos del Sur. Mi esposa y yo queríamos salir un poco de la rutina —explicó Daniel rodeando mi cintura con su brazo y acercándome más a él. Ese simple gesto hizo que me sintiera un poco más aliviada.

—¡Já! Mi mujer opina lo mismo. Todos los años me arrastra a este lugar. Pero no puedo negar que Alaska tiene su atractivo. Espero que puedan encontrar lo que buscan aquí. —No parecía haber ninguna malicia en sus palabras; al contrario, sonaban sinceras—. Por cierto, mi mesa es aquella de allá. —Nos señaló a un grupo de tres personas que charlaban y bebían despreocupadamente—. Sería un placer para mí que se unieran a ella.

—Claro —aceptó Daniel, y se volvió hacia mí—: Cariño, ¿puedes traerme otra bebida?

—Ehm... sí, por supuesto —atiné a responder.

  Justo cuando me daba la media vuelta para irme, Daniel, sin explicación ni contexto, me dio una palmada en el trasero. Me giré para fulminarlo con la mirada, pero ya se había marchado con Zalazar. El pavor que había sentido hace solo unos segundos fue sustituido por la rabia. Respiré hondo, me acomodé el vestido y fui a buscar el trago para Daniel que, si me perdían de vista, rellenaría con un poco de arsénico.

  No podía creerme lo fácil que había sido acercarnos a nuestro objetivo. Tan fácil que daba un poco de miedo. Zalazar era un tipo demasiado astuto, de las típicas personas que te hacían creer que lo tenías en tus manos cuando realmente era todo lo contrario. Esperaba que Daniel tuviera eso presente.

  Todavía me temblaban un poco las piernas cuando me volví a topar con Cristian.

—Hola otra vez, Cris —lo saludé de una manera informal que no pareció importunarlo en lo absoluto—. Perdona que te moleste una vez más pero, ¿tienes otras bebidas para mi marido y para mí?

—No es ninguna molestia, belleza. Claro que sí. Ven.

  Me llevó hasta la barra y le pidió él mismo al barman dos vasos de michelada.

—Oye, por cierto —bajó la voz hasta un susurro, apartándome de las demás personas—, tengan cuidado con aquel tipo de allá. Ese con el que está hablando tu marido.

—Sí, creo que he visto su foto en los periódicos —comenté pretendiendo que el tema no me interesaba tanto—. Seguro está aquí por negocios, ¿no?

—No, no, yo no sé nada de eso. —Sacudió la cabeza con el miedo dibujado en el rostro—. Yo solo cumplo con mis tareas y ya está. No pregunto ni digo nada.

—Qué raro, ¿no?, a ninguno de los huéspedes parece importarle mucho que él esté aquí. —Contemplé a las personas que disfrutaban de la velada como si no hubiese un criminal entre ellos.

—Porque a decir verdá no se comporta como un mal tipo. Él viene aquí todos los años con su mujer y unos amigos, y las cosas siempre han sido tranquilas. Nunca ha habido ningún "accidente".

  Miré en dirección a la mesa donde ahora estaba sentado Daniel. En efecto, Zalazar parecía un tipo muy normal. Lucía mejor que en los periódicos, pero comparado con los mafiosos de las novelas románticas, era un triste ejemplar. De vez en cuando se giraba para hacerle una caricia a la que debía de ser su esposa, que tampoco era una supermodelo. Dos hombres, uno rubio y otro moreno, que no tenían para nada pinta de matones, intercambiaban bromas con la pareja y con Daniel.

—Supongo que los mafiosos de la vida real no siempre van con una pistola y fajos enormes de dinero en los bolsillos —dije llevándome el vaso a los labios.

Él me dedicó una sonrisa nerviosa.

—Pero con todo y eso, tengan cuidado —me advirtió—. Yo sé que este tipo de gente puede ser muy buena hasta que los provocas.

—Lo tendremos —Le devolví una sonrisa que traté de que luciera serena—. Gracias, Cristian.

  Tomé una enorme bocanada de aire, inflando mi pecho de valentía, y me dirigí hasta la guarida de la bestia.

  Justo al lado de Daniel, habían dispuesto una silla para mí, en cuyo respaldo coloqué el saco que me había ofrecido mi compañero. El frío había desaparecido de mi cuerpo.

—Es... Rebeca ¿no? —me interpeló Zalazar, que presidía la mesa.

  Estaba tan nerviosa que casi respondo afirmativamente, si no es porque Daniel me alertó con un carraspeo.

—Sss...no, mi nombre es Raquel —lo corregí justo a tiempo con el nombre que figuraba en mi identidad falsa.

—Ah, Raquel, perdona, su esposo me lo dijo hace solo dos segundos pero yo soy pésimo con los nombres. Mi señora lo sabe muy bien. —Se giró hacia la mujer a su lado para regalarle una dulce sonrisa y luego volvió a centrar su atención en mí—. Su esposo también me estaba diciendo que a usted le gusta mucho leer novelas de romance, como aquí mi señora.

Busqué la confirmación en el rostro de Daniel y el muy descarado me ofreció una sonrisa de falsa inocencia.

—Ehm... sí. La verdad es que sí. Me gustan mucho las novelas de romance.

  La mujer y yo intercambiamos miradas de complicidad y fue entonces cuando noté el ejemplar sobre el que ella posaba su mano. Desde lejos se distinguía las letras enormes de la autora Megan Maxwell. Suponía que ese había sido el detonante de la charla antes de que yo llegara. Zalazar no pudo evitar soltar un comentario mordaz:

—Nunca he entendido qué le ven las mujeres a ese tipo de historias. Dígame usted, ¿qué pueden encontrar las mujeres en esas noveluchas baratas que no exista en la vida real?

La respuesta salió de mi boca antes de que pudiera reprimirla:

—¿Mafiosos buenorros?

  Zalazar me miró atónito durante tres segundos en los que yo morí tres veces, hizo un extraño mohín con los labios y acto seguido soltó tal carcajada que hizo que los otros hombres de la mesa dieran un respingo. Su mujer también se desternillaba de la risa. La Serpiente se dirigió a Daniel con una amplia sonrisa.

—Usted, señor Robinson, tiene a una mujer fascinante a su lado.

—Lo sé —asintió Daniel, y puede que fuera muy buen actor, pero por la forma en la que lo dijo, casi llegué a creer que lo decía con honestidad.

  Uno de los hombres sentados a nuestra izquierda, el de cabello oscuro, se animó a intervenir en la conversación.

—Ustedes, las mujeres, son unas perpetuas insatisfechas, y las editoriales se aprovechan de eso para ganar obscenas cifras de dinero.

—Pues creo que alguna razón nos habrán dado algunos hombres para ser unas eternas insatisfechas —le respondí—. ¿No lo cree, señor...?

—Martín —completó él. Un crucifijo plateado colgaba de una cadena en torno a su cuello.

—Ah, perdón, no he hecho las presentaciones contigo, Raquel —interrumpió Zalazar, que al parecer estaba regocijándose con el espectáculo—. Él es Berto, viene de Italia —señaló al hombre de cabello rubio, ceja levantada y porte aristocrático, que permanecía en silencio—. Y este es Martín, al que todos decimos "el colombiano".

Ambos correspondieron con un asentimiento, aunque el moreno no tenía una expresión muy amable.

—¿Es usted colombiano? —pregunté.

—Nacido y criado allá, por desgracia —respondió el moreno de mala gana—. Aunque gracias a mi amigo Zalazar pude salir de aquel infierno. Ahora estoy viviendo lo que se dice... el sueño americano.

A diferencia de Zalazar, este hombre tenía un brillo malicioso en sus ojos; pero fue su manera de hablar lo que me sobrecogió aún más. Había algo que no encajaba.

  Pasamos el resto de la velada degustando la deliciosa comida gourmet. A pesar de la sensación pesada en mi estómago, no pude perder la oportunidad de probar esos platillos que solo había visto en comerciales de televisión. Daniel estaba embebido en una charla con Zalazar sobre nuestro supuesto "negocio de bienes raíces" en los que nuestro mafioso parecía estar muy interesado, pero yo no le quitaba el ojo de encima a Martín. De todas las personas en la mesa, me parecía la más inquietante.

—Su atención, por favor. —Un hombre elegantemente vestido con un frac oscuro hizo sonar el cristal de su copa con la cucharilla—. Va a comenzar nuestra tradicional ceremonia de "the happy ever after does exist" en la que los integrantes de las parejas reafirman su amor el uno por el otro bajo el arco nupcial. Por favor, les pido que se pongan en pie y pasen por aquí para recoger sus accesorios.

  Varias parejas se levantaron muy animadas de sus asientos y enseguida se produjo un revuelo en la terraza. Zalazar también se puso en pie y le ofreció una mano a su mujer. La escena me resultaba surrealista. Un narco que infestaba el país de drogas y que probablemente liquidaba a tres personas por semana, ahora miraba a su esposa con la mayor devoción del mundo y se disponía a participar en una ceremonia super rosa y trillada. Este mundo jamás dejaría de sorprenderme. Pero hablando de sorpresas...

—Vamos —me ordenó Daniel tomando mi mano y poniéndose en pie.

—¡¿Qué?! ¿A dónde? —forcejeé.

Él se inclinó para susurrarme al oído:

—A volvernos a casar, cariño.

—¡¿Perd...?!

  No me dio tiempo para rebatir su respuesta porque él, desde atrás, envolvió mi cintura con su brazo y me puso en pie con una facilidad impresionante.

—¡Oye! ¡Estate quieto ¿quieres?! —Aparté sus manos de mí.

—No podemos alejarnos de él ahora —me susurró casi sin mover los labios y me extendió el brazo esbozando una falsa sonrisa—. ¿Vamos?

  De mala gana me aferré a su brazo pero antes...

—Espera —me detuve y recuperé de la mesa mi vaso de michelada.

—¡No estarás hablando en serio! —Puso cara de desaprobación.

—Necesito estar borracha en mi boda contigo.

Él puso los ojos en blanco pero se reservó su comentario.

  Realmente la bebida no tenía ese objetivo. Justo cuando rodeábamos la mesa y pasábamos cerca de Martín, vertí "accidentalmente" un poco, bueno, un "poco bastante", en el impecable traje de "el colombiano".

—¡Ping...! Me cago en la madre... —Saltó como un gato, dándome la confirmación de mis sospechas.

—¡Uy perdón! Soy muy torpe —me disculpé, haciendo gala de todo lo que había aprendido de las telenovelas que tanto le gustaban a mi madre.

—Da igual. —Apartó de un manotazo la servilleta que le tendía un camarero y casi tumbó la silla al levantarse. Me asesinó con la mirada y abandonó la mesa hecho una furia.

  Daniel me aferró por el brazo y masculló entre dientes:

—¡¿Estás loca?! ¿Puedes dejar de comportarte como una niñata malcriada?

—¡No soy ninguna niñata malcriada! —Me desprendí bruscamente de su agarre.

—Disculpen —nos interrumpió el maestro de ceremonias, pero se acobardó un poco cuando ambos lo taladramos con la mirada. El pobre anciano no tenía la culpa—. Por... favor señorita, digo, señora, sea tan amable de pasar por aquella fila de allá y usted, señor, venga por aquí.

  Daniel y yo nos separamos con una última mirada de odio.

  Me dirigí a regañadientes a la fila de mujeres y me colé justo detrás de la esposa de Zalazar.

—Por cierto, mi nombre es Tania. —Me sonrió.

¡Así que hablaba! Llegué a pensar que La serpiente le había comido la lengua.

—Mucho gusto. Ehm... ¿para qué es esta fila? —indagué.

—Es para recoger el ramo de la novia.

—Ah ya. —Me crucé de brazos. Qué patético me resultaba todo.

  La fila avanzó a buen ritmo y cuando llegó mi turno acepté el ramo que me ofreció la asistenta.

—¡Espere, señora! —me llamó la asistenta cuando estaba a punto de marcharme—. No olvide la liga.

  Miré con horror la pequeña prenda de encaje que me tendía la chica.

—¿Para qué es esto? —Es la típica pregunta tonta que haces aunque ya te sepas la respuesta como si esperaras que una fuerza universal alterara la realidad.

—Esa se la coloca la novia alrededor de la pierna —me explicó lo que yo ya sabía—. Y luego el esposo deberá quitársela usando solo su boca.

—Ya, ya, muy bonito, pero ¿no existe alguna posibilidad de solo tirar el ramo? Es que mi esposo tiene prótesis dentales y...

—¡No! —me contestó perdiendo la paciencia— ¡Siguiente!

  Tania no paraba de reírse a mi lado de mis pobres intentos por evitar la escenita de la liga.

—Zalazar lo tuvo un poco difícil para quitarme la liga el año pasado —decía ella entre risas y tomándome del brazo para que avanzáramos.

—Y... ¿ustedes participan en esta ceremonia todos los años?

—Casi todos los años —confirmó ella—. Para nosotros no hay nada seguro en esta vida. Hoy podemos estar juntos y mañana no estarlo. Es por eso que nos gusta celebrar de esta manera que seguimos casados por otro año más.

  Eso no dejaba de parecerme un poco absurdo. También podrían celebrarlo con una cena romántica y velas y un "feliz aniversario, mi amor". Creo que muchas mujeres son felices solo con que a sus maridos no se les olvide la fecha. Pero en fin... la vida del millonario.

  Ella se colocó su liga en la pierna y yo, a regañadientes, me puse la mía lo más cerca posible de la rodilla para que Daniel no tuviese tantas dificultades al sacarla por abajo.

  Contrario a lo que creí, la ceremonia estaba siendo muy divertida. Varias parejas se juraban amor eterno con los discursos más originales, y hubo uno que otro accidente en el ritual de la liga. Para la tradición del ramo, eran los solteros de la noche los que se ubicaban a una distancia prudencial de la novia para capturar el buqué en el aire, y terminó siendo Cristian uno de los "afortunados".

  Zalazar y Tania pasaron libres de accidentes, pero cuando nos llegó el turno a Daniel y a mí, el diablito de las perversas ideas volvió para susurrarme al oído.

"¿Y si le ponemos las cosas un poquito más difíciles al ogro de Daniel?"

  Con esa idea en mente, aproveché que todavía la atención de todos estaba puesta en Zalazar y su esposa, para subir con disimulo la liga hasta mitad de muslo. Sonreí satisfecha y me encaminé hasta el arco nupcial donde me esperaba Daniel.

                              ***

—¿Podría pronunciar sus votos, señora Robinson? —me animó el maestro de ceremonias.

—Ah sí, claro —Me giré hacia Daniel, que tenía una sonrisa burlona pintada en el rostro. "Maldito bastardo arrogante"—. Querido esposo, prometo... tolerarte un poco más este año —coseché varias risas del público—; aprender a convivir con tu ego y tu mala leche; no compararte más con personajes literarios masculinos al lado de los cuales siempre serás un miserable insecto y... —Me animé a soltar una última pullita— prometo no volver a quedarme dormida cuando tengamos relaciones sexuales.

  Los presentes prorrumpieron en sonoros aplausos. Daniel hacía esfuerzos por no reír pero no podía evitarlo. El maestro de ceremonia aplacó el desorden de voces con un gesto de las manos, carraspeó y se dirigió a mi compañero.

—Y ahora usted, señor.

  Daniel movió los hombros para acomodarse el traje y me miró a los ojos cuando comenzó a decir:

—Querida esposa, prometo que este año me molesten un poco menos tus malcriadeces, tus quejas infundadas y tu absoluta falta de respeto por la puntualidad; prometo... ser una mejor persona para estar a la altura de los personajes literarios que tanto amas, y prometo... —Hizo una pausa y esbozó una sonrisa de medio lado— hacer que solo te quedes dormida después de haber hecho que te corras un montón de veces en una misma noche.

  El auditorio se vino arriba de puros aplausos. Mi cara debía de haberse puesto de todos los colores. Por suerte, la intervención del maestro me dio una excusa para no tener que mirar a Daniel a la cara.

—Ahora que han pronunciado sus "románticos" votos, ya pueden besarse.

  Mi cuerpo se quedó inmóvil cuando Daniel se acercó para plantarme un casto pero suave beso en la mejilla, peligrosamente cerca de mis labios.

  Mi mente ya no registró bien el momento en el que lancé el ramo hacia quién sabe dónde, y tomé asiento en la silla que habían dispuesto para el ritual de la liga.

  La escena parecía suceder a cámara lenta, o puede que Daniel estuviera disfrutando demasiado con hacer las cosas a su ritmo para torturarme. Descansó una rodilla en el suelo frente a mí, con su cuerpo casi rozando mis piernas.

  Sin apartar sus enigmáticos ojos grises de los míos, tomó mis manos y las llevó a ambos bordes de la silla para retenerlas ahí. Cuando estuvo seguro de que no las movería, recorrió cada centímetro de mi cuerpo con una mirada que derretiría un glaciar, hasta detenerse en mis piernas que yo luchaba por mantener cerradas. Con un movimiento exquisitamente suave consiguió separarlas y su poderoso cuerpo ocupó el espacio entre ellas.

"¡Por Dios, Daniel!" Una ola de calor recorrió cada fibra de mi ser y por unos segundos olvidé que éramos el centro de atención. Agradecí estar sentada, porque de lo contrario no hubiese podido conservar el equilibrio. Tuve que aferrarme con fuerza a los lados de silla cuando Daniel apresó mi pierna semidescubierta por el vestido y la colocó sobre su hombro. La posición se sintió incómoda al principio, pero las oleadas de necesidad que comenzaban a someter mi cuerpo hacían que la incomodidad cediera su lugar al placer. Sin contemplaciones, él hundió sus dedos en mi muslo para reforzar su control sobre mis movimientos y sobre mí. La ranura de mi vestido era lo suficientemente pronunciada para dejar expuesto el encaje de la liga. "¿Por qué mis intentos de vengarme de este hombre siempre acababan volteándose en mi contra?".

  Envolviéndome con una intensa mirada, el demonio torturador acercó sus labios a la cara interna de mi muslo, pero sin llegar a tocarlo, y trazó lentamente un camino de aliento cálido hasta el borde de la liga. "¡Dios, ¿qué era lo que yo quería de él?! ¡¿Hasta dónde quería que llegara?!". Una descarga eléctrica sacudió mi columna vertebral cuando sentí un pequeño mordisco de Daniel sobre la piel cubierta por la liga, seguido de su risa de suficiencia por las reacciones que me estaba provocando. El muy bastardo se estaba deleitando con mi sufrimiento. "Yo solo quería... quería que avanzara más".

Pero la realidad es triste y la persona que tenía entre mis piernas, un jugador de las grandes ligas. Con un movimiento ágil y certero, desprovisto ahora de toda sutileza, tomó el encaje entre sus dientes y lo deslizó por toda la pierna hasta desprenderme de él, y de paso de todo mi orgullo.

  Los aplausos de las personas se escucharon lejanos. Mi pecho subía y bajaba por el ritmo acelerado de mi respiración. Observé el rostro de Daniel para tratar de buscar aunque sea un pálido reflejo de lo que estaba sucediendo en mi interior, pero me llevé un gran chasco. Su mandíbula estaba tensa, pero además de eso, no había nada que me hiciera pensar que había sentido lo mismo que yo. Toda la sangre que se me había empezado a acumular en un solo punto, se propagó ahora por todo mi cuerpo en forma de rabia.

"¡Mira que soy estúpida!" Yo deshaciéndome por una simple caricia, y él tan inalterable como siempre. Pero la culpa era mía, por sentir este tipo de cosas por una persona que era gay.

Me levanté de la silla tratando de mantener el equilibrio y, olvidándome del lugar en el que estaba, descendí los escalones del estrado para huir de la ceremonia como una novia en fuga.

                                 ***

Atravesé la puerta de la habitación con furia con Daniel siguiéndome los pasos.

—¿Se puede saber qué te pasa? — preguntó cerrando la puerta tras él.

—¡¿Que qué me pasa?! —Estaba fuera de mí—. ¡Que hasta ahora he tolerado tu horrible personalidad, tu arrogancia, tu falta de tacto... pero lo que sí no te voy a perdonar, Daniel, es que me trates como una zorra!

—Ven —Me tomó repentinamente del brazo.

—¡No! ¡¿Qué estás haciendo?! ¡¿No me estás escuchando?!

  Él se inclinó para sujetarme por las caderas y ponerme sobre su hombro en modo saco.

—¡¿Qué haces imbécil?! ¡Bájame ahora o te juro que te muerdo! —comencé a gritar más cuando me di cuenta de que me llevaba al baño—. ¡Suéltame gay violador de mujeres!

  Acató mis órdenes solo cuando estuvimos dentro del reducido espacio y cerró la puerta.

—¡¿Puedes dejar de gritar incongruencias?!

—Déjame salir...

Él retuvo mi mano antes de que alcanzara el picaporte.

—Hablar aquí es más seguro —trató de explicarme—. En la habitación pueden haber colocado micrófonos.

"Sí, bueno, supongo que mis gritos ya los pudo haber escuchado todo el hotel sin necesidad de micrófonos" —dije para mis adentros.

—Ahora cálmate, por favor, Oriana, y háblame sin alzar la voz.

  Respiré hondo, tratando de bajar la barrita de la ira como la del juego de "Un vecino infernal" y comencé a enumerar el historial de la noche.

—Primero, me das una palmada en el trasero; segundo, me dices esa frase super sexista en la ceremonia de los votos; tercero, pero no menos cuestionable, haces esa escenita con la liga sacada de las páginas de Cincuenta Sombras de Gray. ¡¿A qué estás jugando, Daniel?!

—¿Sabes cuál es tu problema, Oriana? —Él también parecía alterado ahora.

—¡¿Mi problema?!

—Sí. Que vas por la vida haciéndote la víctima. Vas por los pasillos del trabajo quejándote con el que se te ponga delante de que soy un tirano contigo, de que te robo las coberturas, etc, etc, y ahora dices que juego contigo. Y tú eres una santa, ¿no? Tú nunca insultas, nunca agredes, nunca has llamado a mi programa de radio para hacer una escenita de sexo telefónico. Pero de todas formas da igual si lo haces, porque la gente siempre se pondrá de tu lado solo por el hecho de que eres mujer.

  Me mordí el labio de frustración.

—Pero sabes que eso no siempre fue así, Daniel. Cuando comencé a trabajar en la emisora yo era amable contigo, y tú, aunque eras un creído desde el principio, también eras más empático conmigo. Teníamos un trato cordial hasta que, sin ninguna justificación, comenzaste a cambiar conmigo. Te volviste un tirano, un abusador, una persona fría y distante. ¿Por qué, Daniel? ¿Qué fue lo que te molestó de mí?

La mano que él tenía pegada a la puerta se crispó en un puño. Parecía que quería decir algo pero se contuvo y en su lugar concluyó:

—Disculpa. No voy a volver a tocarte. Vamos a fingir que somos una pareja pero respetando los límites.

  Nada más decirlo, abrió la puerta y desapareció tras ella.

  Pegué mi cuerpo a la puerta y me deslicé derrotada hasta el suelo. Me quité los tacones y los arrojé lejos con saña. Abracé mis piernas y enterré la cara entre las rodillas.

Hubo un tiempo en que Daniel y yo no nos odiábamos. ¿Qué cambió? ¿Por qué él cambió? ¿Cuándo fue que todo comenzó a salir mal?

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