En la guarida de la liebre

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  Ser uno de los periodistas principales tenía sus ventajas; como por ejemplo, tener una oficina privada, lejos de la mirada de los curiosos. El lugar perfecto para humillarme e imponer su voluntad sobre mi persona sin que el resto de los trabajadores se enteraran.

  Y ahí me encontraba yo, en aquella habitación blanca y gris, esperando mi sentencia.

  Daniel no me ofreció asiento, sino que se limitó a observarme, reclinado en el borde de su buró y con las manos en los bolsillos. En lugar del clásico saco de color oscuro, solo llevaba un chaleco gris sobre una camisa perfectamente blanca arremangada en los antebrazos. Hubiera parecido un galán de telenovela de no ser por la mirada asesina que me dedicaba.

  Si las miradas mataran… yo hubiese estado muerta hace cinco meses.

  “¡¿En serio dices que te graduaste de periodismo?! –me había dicho en aquella ocasión con los ojos echando fuego–. Creo que más bien sobornaste a alguien para obtener la Licenciatura, porque este informe deja demasiado que desear. Es deprimente”.

Recordar aquel episodio humillante hizo que mi rabia volviera a salir a flote.
Su voz serena en el presente me catapultó de vuelta a la realidad.

—Así que… —calculó sus palabras—, ¿te pone cachonda mi voz?

—¡¿Qué?! —Mis piernas se aflojaron por la directa que me había arrojado. A este punto del partido, no tenía sentido que intentara fingir inocencia—. Fue una simple broma. No te lo tomes a pecho.

—"Una simple broma" —repitió como sopesando mi respuesta— ¿Y para eso era necesario que te denigraras tanto?

  Este era el colmo. Si él deseaba que yo descendiera la mirada con las mejillas sonrosadas de la vergüenza se llevaría un gran chasco. En su lugar, me acomodé la falda con un gesto altanero y lo enfrenté con la barbilla en alto.

—¡¿Disculpa?! Yo soy la única que tiene derecho a poner los límites sobre su propia moral y orgullo. No considero que lo que hice fue denigrante. Fue más bien una devolución por tu pésimo comportamiento conmigo.

—¿Una devolución? —preguntó incrédulo, despegándose de la mesa y acercándose peligrosamente a mí—. ¿Y puedo saber cuáles son los cargos que enfrento?

Odiaba cuando se ponía en modo sarcástico.

—¡Me robaste dos, Daniel, dos coberturas en menos de una semana! —lo apunté con el dedo.

Él acortó la distancia que nos separaba y, aunque mis tacones no eran pequeños, me sacaba una considerable ventaja en la estatura.

—Ya deberías haber aprendido… —dijo con un brillo calculador en los ojos—. que nadie le quita nada a nadie. En la esquina verde, están los que tienen las cualidades para triunfar, y en la esquina roja, aquellos que siempre quedarán sepultados bajo la tierra de su propia ignorancia.

Apreté los puños con frustración. Él nunca se cansaría de hacerme sentir como un vil insecto.

—Y tú, Oriana… estás en la esquina verde.

Pestañeé. ¿Qué acababa de decir? Seguro había entendido mal.
Al parecer notó el desconcierto en mi rostro porque añadió:

—El único problema es que tú crees que estás en la roja. Cuando te des un voto de confianza a ti misma, nadie podrá detenerte.

—Yo… confío en mí misma —dije en un tono opuesto a lo que quería demostrar.

—¿En serio? —me retó— ¿Intentaste convencer a Francisco de que te dejara a ti hacer la locución, o te rendiste a la primera negativa? —Ante mi rotundo silencio, él prosiguió—: Seguro las cosas funcionaban distinto en tu país natal, pero aquí nadie te regalará nada. Si de verdad quieres conquistar un buen lugar tienes que luchar por él. No hay otro modo.

¡Como si las cosas fueran tan sencillas!

—¡Para ti es fácil decirlo! ¡Eres un hombre! ¡Todo el mundo tiene en cuenta tu opinión!

Me miró con su típica cara de desaprobación.

—Si las grandes mujeres de la historia hubieran usado esa excusa, el mundo no habría avanzado nada.

  Se acabó. No podía respirar el mismo aire que este hombre por otro segundo más; sobre todo porque, muy en el fondo, sabía que en sus palabras había algo de verdad.

  Di media vuelta para escapar, pero el rápido movimiento hizo que los tacones me jugaran una mala pasada haciéndome perder el equilibrio. Mi cuerpo no encontró el suelo porque unos fuertes brazos sobre mi abdomen me impidieron caer. Cuando pude recobrar el control, noté la extrema cercanía de Daniel a mis espaldas. Las poderosas manos no se habían apartado de mí y cuando me giré para enfrentarlo, su rostro estaba a solo unos pocos centímetros del mío. Mis ojos recorrieron un camino hasta sus labios entreabiertos. Y en ese instante, solo pude pensar que la vida era injusta. La rabia que había sentido todo este tiempo se había evaporado y en el espacio vacío se había alojado otra emoción.

  Frunció el ceño. Parecía estar lidiando con una contradicción interna. Hubiera dado lo que fuera por leer sus pensamientos. Pero él rara vez dejaba entrever sus emociones. Como si hubiese escapado de un trance, pestañeó y apartó sus manos de mi cintura.

—Ten más cuidado la próxima vez —espetó, recuperando el dominio de sí mismo.

   Lo miré confundida. Juraría que, solo por ese instante, una fría capa de hielo se había derretido en él. Sacudí la cabeza. No. Mi imaginación debía de haberme jugado una mala pasada.

Abrí la puerta del despacho para emprender la huida.

Era imposible que Daniel Smith sintiera por mí algo parecido al deseo.

                               ***

Darcy: He luchado contra el sentido común, las expectativas de mi familia, su inferioridad social, mi posición y circunstancia, pero soy incapaz de contener mis sentimientos  y estoy dispuesto a dejar los prejuicios a un lado y pedirle que ponga fin a esta agonía”

“Elizabeth: No comprendo”

“Darcy: Permítame que le diga que la admiro y la amo, apasionadamente. Por favor le ruego que acepte mi mano”

  Las palabras de Mr. Darcy eran ahogadas por el ruido que hacía Kevin al masticar los cheetos crujientes con picante.

  Como tenía antojos de romance rosa, había convencido a mi amigo para que renunciáramos por esta vez a Frodo y a su pandilla de la Comunidad del anillo, y que en su lugar nos pusiéramos en vena una buena dosis de amor ficticio con el idilio de Mr. Darcy y Elizabeth Bennet.

  —¿Cómo es posible que seas tan fría en la vida real, y al mismo tiempo seas una consumidora compulsiva de historias rosas? —me cuestionó mi compañero de adicciones.

—Exactamente por eso —afirmé robando un cheeto de su paquete—. Las personas suelen buscar en la ficción lo que no pueden encontrar en la vida real.

—¿Es por eso que estás escribiendo una novela erótica en Wattpad?

Le arrojé una mirada asesina.

—¡No! Estoy escribiendo una novela erótica porque es lo que tiene más popularidad en esa plataforma.

—Sin embargo, hace más de una semana que no actualizas —me provocó con una mueca burlona.

—Porque quiero regalarle un buen capítulo a los seguidores de mi historia. Y eso, cariño, lleva tiempo.

  Le solté la excusa más cutre que pudo habérseme ocurrido, porque no podía confesarle que tenía un “ligero” bloqueo de escritor en la parte más candente de la historia; de lo contrario, tendría que tolerar sus bromitas durante semanas.

  Unos segundos después, no sé cuál fue el bizarro flujo de conciencia que me llevó a preguntarle a mi amigo:

— Oye Kevin... —Traté de parecer casual.— ¿alguna vez te has sentido atraído por alguien del sexo opuesto?

La pregunta pareció desconcertarlo un poco, pero al fin respondió:

—No...no realmente...¿Por qué me lo preguntas? —De pronto se mostró más interesado.— ¿Quieres saber si tienes alguna remota posibilidad de gustarle a Daniel?

—¡Claro que no! Es solo... información... para mi novela.

Kevin entornó los ojos. No estaba muy convencido con mi justificación, pero tampoco insistió.

Seguimos viendo la película hasta que él no resistió la tentación de agregar con una voz más profunda:

—Nunca me he enamorado de una chica. Pero tampoco me hubiese escandalizado si alguna vez sucedía. Creo que... el amor es mucho más que una cuestión de sexo o género. A veces puedes enamorarte de la persona menos esperada. —Entonces sonrió al recordar algo—. ¿Cómo era esa frase cubana que me decías? Era algo como... "no le pongas títulos..."

—"No le pongas subtítulos a tu gozadera" —completé en medio de una carcajada.

—¡Exacto! —dijo contagiado con mi risa—. Significa que no tienes que ponerle etiquetas a tu vida amorosa.

—Y eso lo dice el que le dio la patada a la puerta del "closet" en el show de Jimmy Fallon.

—Porque tenía muchas acosadoras mujeres —se defendió—. Y además... no sabía cómo hacerle saber a Francisco mi orientación.

—¡Qué romántico! —ironicé.

Me arrojó juguetonamente un cojín a la cara.

—Piensa lo que quieras. Para mí tuvo sentido hacerlo, en su momento —dijo haciendo un tierno puchero.

  Para muchos en la emisora seguía siendo un misterio cómo Kevin, todo una celebridad en TikTok aclamada por las mujeres, hasta el punto de haber llamado la atención del presentador Jimmy Fallon, no solo había confesado que era gay, sino que se había despedido del mundo visual para decantarse por el "anonimato" de la radio. Pero yo sabía la razón. A pesar de su personalidad extrovertida y carismática, Kevin era un chico sencillo que prefería que los demás lo valoraran por su ingenio y no por su extraordinaria belleza.

—Está bien, Kevin. Hiciste lo que sentías en ese momento —concluí, apoyando la cabeza sobre su hombro, mientras las escenas de Orgullo y prejuicio seguían pasando ante nosotros.

  Una vez más, Kevin había sido "mi hado padrino". Con el toque de su varita mágica me había hecho sonreír y olvidar los sinsabores del día.

  Pero como mi vida podría ser una copia barata del libro “Una serie de catastróficas desgracias”, un mensaje al móvil de Kevin –porque el mío aún no había despertado del coma– desmoronó mi apacible y rosada noche.

Mi amigo me mostró la pantalla de su celular con un mensaje de Franciscorrecto:

  “Comunícale a Oriana que la espero a ella y a Daniel, a primera hora en mi despacho. Buenas noches”.

  Tragué en seco. El jefe no perdía su precioso tiempo sosteniendo conversaciones en privado con sus subordinados a menos que se tratara de un asunto de extrema importancia.

  Esto solo podría significar problemas. Graves problemas.

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