Enemigos en la vida...

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  Apresó mis muñecas con su fuerte mano y las retuvo firmemente pegadas a mi espalda. Un incontrolable gemido delató la pasión que yo luchaba por mantener oculta. Mi oponente sabía cómo ganar en el juego de la seducción.

  La frialdad de la pared sobre mi abdomen, solo cubierto por la fina tela del corto vestido, contrastaba deliciosamente con el calor que emanaba de su cuerpo cercano a mi espalda. Su mano libre contorneó la curva de mi cintura y se detuvo justo en la cadera. Podía sentir su respiración profunda en mi oído. Sí, yo no era la única que estaba perdiendo esta batalla. Sus dedos empezaron a juntar con suavidad los pliegues del vestido. El deslizamiento de la tela sobre la piel de mi muslo me provocaba un estremecimiento en todo el cuerpo.

Por favor… para" —musité, pero mis reacciones gritaban lo opuesto.

“¿Estás segura… de que quieres que me detenga? —susurró en mi oído mientras jugueteaba y tiraba del encaje de mis bragas ahora expuestas—. ¿Por qué no eres sincera de una vez? ¿Quieres odiarme… o me quieres dentro de ti? —Solté un gemido cuando presionó su erección cubierta por la tela del pantalón contra mi trasero”.

“Yo… yo" —No podía ceder. No podía aceptar que deseaba a este hombre—. "Yo… quiero…”.

  —Oriana, ¿te fuiste por el inodoro? —. Los golpes de Daniel en la puerta del baño me hicieron apartar la vista de la tableta donde estaba tecleando y me trajeron de vuelta a la cruda realidad.

Fa quizieras tú —traté de decir con la boca llena de pasta de dientes.

  Aunque no lo estuviese viendo, podía imaginar la expresión de su rostro: labios apretados y ceño fruncido en clara señal de impaciencia.

—Llevamos 10 minutos de retraso. ¿Se puede saber qué te toma tanto tiempo?

  El cuadro era absurdo: Yo, sentada en el quicio de la ducha, mordisqueando el cepillo de dientes, mientras trataba de plasmar la escena erótica en el blog de notas.

Mi mente era un caos esa mañana y mis uñas habían pagado el precio de mi ansiedad.

  De la mujer valiente, desinhibida y alcoholizada, capaz de sostener una conversación casual con un mafioso y de arrojarle a propósito una bebida a su sicario, ya no quedaba ni el tacón de su zapato, literalmente; uno de ellos se había roto cuando lo estampé contra el quicio de la ducha.

  No quería ir abajo, y tener que enfrentarme a esa gente. Prefería quedarme aquí en la seguridad de este baño escribiendo sobre mafiosos ficticios que te daban placer. Al menos esto me relajaba, y además hacía que la imagen de Zalazar me resultara menos atemorizante.

  Y luego estaba el otro problema, al otro lado de la puerta del baño...

—Ya todo el mundo debe de estar en la recepción —me apremió él una vez más.

   A tempranas horas de la mañana, unos toques en la puerta de nuestra habitación interrumpieron nuestro sueño, o más bien mis pesadillas. Daniel se había levantado casi tambaleándose de su improvisado lecho en el suelo y había recibido a una joven chica del personal. Después de un intercambio de risitas por parte de ella y algunas palabras roncas por parte de él, de las que solo pude captar un “gracias, ahí estaremos” al final, Daniel volvió para anunciarme que debíamos estar a las ocho en punto en la recepción para una nueva y diabólica actividad de pareja. ¡Dios, qué persona tan sádica estaría escribiendo el argumento de mi vida!

  Respiré hondo. No podía aplazar más nuestra cita en la recepción; a fin de cuentas, era esa la razón por la que estábamos aquí. Solo esperaba que Martín, "el colombiano", no intentara tomar represalias por lo que le hice.

  Terminé de subirme el cierre de mi suéter púrpura. Según la pantallita con el reporte del tiempo en la pared del baño, hoy las temperaturas eran más altas y el cielo estaba despejado. Me aseguré de recoger cada una de mis pertenencias desperdigadas por doquier, porque todavía tenía en la mente el recuerdo de Daniel saliendo de la ducha esa mañana sosteniendo uno de mis sujetadores –el rosa de encaje– y rezongando algo como “nuevo defecto descubierto: desorganizada”. 

  Al abrir la puerta del baño, el ogro ya me esperaba con los brazos en jarras. Como si fuera el fruto prohibido del árbol del Edén, lucía un suéter negro que era un perfecto mapa de todos sus músculos. Dios mío, qué ganas de recostar mi cabeza ahí. Me dio las mismas vibras que el meme del muñequito pequeño y delgado enterrando lujuriosamente la cara entre los pechos del muñeco más grande y fortachón.

   Pasé por su lado con la mayor parsimonia tarareando una melodía y comencé a guardar mis cosas en la maleta a mi propio ritmo. Sabía que por cada minuto que yo dilatara más el proceso era un año menos en la vida de Daniel.

—No voy a volver a dormir en el suelo. —Su tono volvía a ser frío y contenido.

—Haz lo que te dé la gana —Alcé la vista de la maleta—. Yo no te mandé a dormir ahí. Tú lo decidiste solo.

   Al parecer él no estaba de humor para porfiarme:

—Ya basta. ¿Pudieras apurarte aunque sea un poco... por favor? —las dos últimas palabras fueron un martirio para él.

   En ese justo momento terminé de cerrar la maleta y me puse en pie.

—Lista. Vamos.

  Ni siquiera esperé a que Daniel cerrara la puerta de nuestra habitación para empezar a caminar sola por el pasillo. Cada vez que lo miraba a la cara me acordaba del episodio de la “boda” y me embargaba el mismo ciclo de sensaciones: primero un hormigueo en mi intimidad, luego un decaimiento de decepción y finalmente un sentimiento de odio inconmensurable. ¡Y además... no dejaba de tener esos pensamientos acerca de él, y cada vez se hacían más frecuentes. Mi imaginación era el único lugar en el que podía existir un “nosotros".

—Oriana —Me alcanzó en el pasillo—, escucha, sé que es difícil para ambos, pero si queremos que esto funcione, y nuestras vidas dependen de ello, tenemos que pretender que somos una pareja que más o menos se tolera. Pero con la cara que tienes todos van a pensar que tu plan es matarme en Alaska y hacer que parezca un accidente.

  Aunque mi humor era horrible esa mañana, su comentario me sonsacó una sonrisa que traté de reprimir al instante. Pero fue demasiado tarde, porque Daniel la había notado.

—Vaya. Hacía mucho tiempo que no te veía sonreír… de manera sincera.

  Me atreví a sostener su mirada, tratando de encontrar una grieta en el muro de piedra; algún vestigio de que esas tiernas palabras pudieran corresponder a unos sentimientos igual de bonitos y, por un efímero momento, sus ojos de cielo lluvioso no estaban llenos de reproche o burla, no parecían querer decirme “estás haciendo todo mal” o “qué infantil eres”, sino simplemente, “me gusta cuando sonríes”. Tendría que estar en una situación de vida o muerte para que yo dijera esto en voz alta pero… desearía que Daniel siempre me mirara así.

—Bueno, centrémonos de una vez en esto —dijo después de aclararse la garganta—. Es seguro que en la actividad estén ellos. Yo me encargo de Zalazar. Tú trata de acercarte a su esposa. Puede que tú tengas más suerte sacando información de ella.

  Resoplé.

—Qué ingenuo eres, Daniel. Primero sacas una confesión de un hombre que de una mujer —le arrojé con un tono filoso antes de darme la media vuelta.

                             ***

  La recepción estaba atestada de parejitas ansiosas por emprender el “desafío aventurero”.  Para mayor infortunio de Daniel, habíamos llegado tarde a las indicaciones; pero según el mapa que nos dieron con cruces rojas sobre los lugares estratégicos, cada dupla debía hacer un sprint por las inmediaciones del hotel que consistía en una carrera por el bosque hasta la base del teleférico y un recorrido en kayak por el río hasta un campamento en la montaña. Las tres primeras parejas que consiguieran tomar los respectivos banderines en la base del campamento podrían disfrutar de unas recompensas que serían reveladas al final de la prueba.

—No puedo creer que haya venido hasta aquí para esto —se quejaba él con los brazos cruzados.

Al contrario que mi compañero, yo me sentía en mi ambiente.

—A mí sí me fascinan este tipo de cosas. Con diez años fui la capitana del equipo de Exploración y Campismo de mi escuela.

—¿Y no se supone que la puntualidad debe ser un requisito indispensable de los capitanes?

  Le saqué la lengua de manera infantil y él puso los ojos en blanco.

   La felicidad se me congeló cuando vi a Zalazar y a su esposa acercarse a nosotros. De pronto sentí como si el desayuno en mi estómago amenazara con volver a la superficie. Él nos saludó con su expresión relajada más propia de un abogado que de un narco:

—¡Buenos días! Por lo visto tuvieron una noche agitada. Llegaron tarde a la explicación de hoy.

Daniel lucía muy relajado cuando contestó:

—Sí, es que… amo a mi bella esposa —Casi pegué un salto cuando pasó su brazo alrededor de mi cintura, aunque lo disimulé con una sonrisa—, pero quisiera que fuera un poco menos... lenta alistándose.

—Así somos las mujeres, señor Robinson. La perfección tarda.

La voz dulce de Tania me tranquilizó un poco y me atreví también a comentar:

—Los hombres se quejan de nuestra lentitud para arreglarnos y nosotras de su rapidez en la cama.

  Las carcajadas de Tania y Zalazar resonaron en la recepción, y el temblor de mis manos desapareció un poco. A fin de cuentas, parecían sujetos bastante normales.

—¡Ah, las mujeres y sus lenguas viperinas que nos dejan siempre en evidencia! —bromeó Zalazar.

  La sonrisa forzada y la contracción de mandíbula de Daniel eran una clara promesa de que me la cobraría en algún momento.

  Tania se inclinó para decirle algo al oído a Zalazar y este asintió antes de volverse hacia nosotros.

—Por cierto, mi esposa me acaba de recordar que pasado mañana partiremos hacia Fairbanks en el ferrocarril de Alaska. Queremos ver las auroras boreales y nos gustaría extenderles la invitación a ustedes, si así lo desean.

  Si tan solo Daniel me hubiese mirado por un segundo, hubiese captado la inseguridad en mi rostro, y tal vez no hubiese respondido al instante:

  —Iríamos encantados pero... no tenemos boletos.

—No habrá problemas con eso. Déjenlo a nuestra cuenta —nos dio fe Zalazar.

  En ese momento, la charla se vio interrumpida por una voz ronca amplificada por altoparlante que nos anunciaba el inicio en breve del “desafío aventurero”.

   No tuve tiempo para reflexionar sobre la propuesta de Zalazar porque la recepción se convirtió en un enjambre de personas.

                              ***

  Lo mejor de viajar en un “teleférico de pareja” es que a través de las paredes acristaladas tienes una romántica vista 360 del bosque verde de coníferas, las montañas cubiertas con un ligero manto blanco, y el cristalino río que discurre entre ellas. Lo peor, es que si vas acompañada por una persona “non grata”, el reducido espacio se puede transformar en un ring de boxeo.

 —¡Oriana, ¿me estás escuchando?!

—¿Eh? Sí, sí —Parpadeé para volver a enfocar el rostro exasperado de Daniel.

—Necesito que te concentres en esto, ¿está bien?

—Sí, lo sé, perdona, ¿qué me estabas diciendo?

  Sentado frente a mí, Daniel cerró los ojos y se pellizcó el puente de la nariz, probablemente para no estrangularme. Infló su pecho de aire y probó con un tono controlado.

—Te estaba diciendo mi opinión sobre los dos contactos de Zalazar que estaban en la fiesta de anoche. El tal Berto, de nacionalidad italiana, y el tipejo colombiano al que tú muy imprudentemente le arrojaste la bebida.

—¿Martín?

—Sí, ese era su nombre.

—Ese tipo no es colombiano —Asesté el primer golpe y me di el gusto de ver cómo el rostro de Daniel pasaba del aburrimiento a la curiosidad.

—¿Cómo sabes que no es colombiano?

—Porque es muy difícil disimular un acento, y comprobé mis sospechas cuando dejé caer muy calculadamente —hice énfasis en esa palabra— la michelada sobre él. Por mucho que una persona finja un modo distinto de hablar, cuando está en situaciones de estrés, molestia, sorpresa, o en una situación sobre la que no tiene control, le sale su jerga habitual. Y Martín se delató cuando estuvo a punto de decir una palabrota que en esos contextos solo es usada por los cubanos, no por los colombianos. 
 
  La cejas arqueadas de Daniel era una imagen que me hubiese gustado conservar en una fotografía para colgarla en la puerta de mi refrigerador, como recompensa honorífica por haber vencido dos semestres de Sociolingüística en la Universidad. Sin embargo, él se recompuso al instante.

—Entonces, ¿por qué mintió y dijo que era “nacido y criado” en Colombia?

  La pregunta me provocó lo que el chirrido de una tiza nueva sobre una pizarra.

—No sé, Daniel. Pero tengo un mal presentimiento sobre él. Ni siquiera el propio Zalazar me da tanta mala espina como ese tipo.

  Como si mis palabras hubieran removido algo en las entrañas del infierno, un descenso súbito de la aceleración del teleférico y un balanceo de la cabina hicieron que casi me diera de bruces con Daniel. Algo andaba mal.

—¡¿Qué-qué pasa?! —balbuceé—. ¡¿Esto es normal?!

—No —dijo Daniel con una respiración profunda—. Creo que es una falla mecánica.

  Me atreví a echar un vistazo a mi alrededor y después al suelo del que nos separaban varios kilómetros, y comprobé, para mi horror, que la cabina no había disminuido su velocidad, sino que había dejado de moverse. El miedo me sobrevino cuando caí en la cuenta de que estábamos atrapados en esa jaula de cristal.

  Miré a Daniel en busca de tranquilidad, pero él estaba peor que yo. Quien no lo conociera, diría que estaba afrontando la situación sin apenas inmutarse, pero por la manera de crispar sus puños, y su forma de contraer la mandíbula, yo sabía que la situación lo estaba dominando. Fue como aquella vez en la inauguración del parque de atracciones de la ciudad. Tuvimos que ser el chico del tiempo y yo quienes hiciéramos el reportaje desde la noria porque Daniel rechazó estar en una cápsula en las alturas.

  Por el altavoz  de la cabina se escucharon las palabras más tranquilizadoras que escucharía en mucho tiempo.

—“Atención pasajeros del teleférico. Hubo un pequeño desajuste con el sistema eléctrico, pero en breve quedará solucionado. Les rogamos que tengan paciencia y lamentamos la incomodidad que esto pueda ocasionar. Por favor, mientras tanto disfruten de la agradable vista”.

  Noté que los hombros de Daniel se relajaban un poco en perfecta coordinación con los míos. Sus puños se habían aflojado, pero su frente todavía tenía esa arruga que delataba su ansiedad.

—¿Estás bien? —pregunté para generar conversación.

—No tanto como me gustaría —reconoció a duras penas—. Las alturas no son un problema para mí, pero no me gusta cuando no puedo tener el control de la situación.

   No estaba segura de cómo proceder. Daniel no era santo de mi devoción, pero tampoco me agradaba verlo en ese estado. Lo más acertado sería tomar su mano entre las mías, mirarlo a los ojos, y decirle que no había peligro y que todo estaba bien. Pero yo conocía a Daniel, y sabía que su ego lo interpretaría como un gesto de pena o condescendencia. Así que traté de despistarlo con la emoción que mejor se nos daba: la animadversión.

—“No te gusta cuando no puedes tener el control de la situación”  —saboreé las palabras maliciosamente—. Entonces, ¿eso significa que eres el activo?

  Al instante me arrepentí de mis palabras.

—¡¿Qué?! —Al menos su expresión era ahora de consternación—. ¿Te refieres en la cama? 
 
—Oye, lo siento. Olvida lo que te dije —Hasta yo me daba cuenta de que el comentario había sido inapropiado—. Yo también estoy nerviosa y digo tonterías.

Se había puesto muy serio, como no lo había visto en mucho tiempo, y con sobradas razones.

—¿Tú crees que la vida es como las novelas M/M que tanto lees? —me cuestionó.

¡Atrapada! Es verdad que una vez Daniel se había acercado a mi buró en el momento en que yo leía una novela de la saga erótica “Hombres heterosexuales” –lo de “heterosexuales” no era muy cierto–, y a pesar de que intenté esconderlo cuando me percaté de su presencia, fue en vano. Él no hizo ningún comentario en aquella ocasión pero alzó una ceja en gesto de desaprobación.   

—¿Qué tienen que ver esas novelas con lo que dije?

—Mucho. Esas cosas son escritas por mujeres heterosexuales que idealizan las relaciones gays y cosifican a los homosexuales. —Parecía habérsele evaporado toda la ansiedad—. Pero qué más se puede esperar si hasta se cosifican a ustedes mismas en las novelas de mafiosos.

  Toda la conmiseración que había sentido por él se había quedado relegada a un segundo lugar del estrado. La animosidad volvía a ocupar lo más alto del podio.

—Escúchame, nene. Primero, odio cuando los hombres dicen “ustedes las mujeres” como si fuéramos una extraña fauna homogénea; segundo, solo una persona de mente cuadriculada es incapaz de distinguir entre el sentido común y la fantasía sexual. Que a “algunas” mujeres nos guste leer sobre romance entre hombres, no significa que en la vida real cosifiquemos a los hombres gay. Y porque nos guste escribir historias eróticas sobre mafiosos, no significa que en nuestras vidas diarias queramos ser sometidas por los hombres. Y tercero… no, no hay tercero, es todo lo que quería decir —concluí cruzándome de brazos.

—¿Escuché mal o dijiste “nos" gusta escribir novelas eróticas sobre mafiosos?

Mi cara de horror debió de haber sido la confirmación.

—No, no. Fue un decir. Claro que no estoy escribiendo una historia de esas. —Era pésima mintiendo cuando me sentía acorralada.

  La burla en el rostro de Daniel me hizo hervir la sangre y olvidarme de toda consideración hacia su persona. Comencé a saltar sobre mi asiento y a moverme hacia adelante y hacia atrás para hacer que la cabina oscilara un poco. Solo un poco. No me importaba parecer una niña con pataleta. La ojeriza era mucho más fuerte.

—¡Oriana, para! ¡¿Estás loca?! —me increpaba con voz de trueno pero yo me mantenía firme en mi propósito de martirizarlo.

  Él atrapó mi muñeca y me atrajo hacia su cuerpo sin contemplaciones para hacerme caer a horcajadas sobre sus muslos. Como la cabina seguía meciéndose, tuve que abrazar su cuello para recuperar el equilibrio.

—¡Suéltame, Daniel!

—Eres tú la que me está sujetando. —Puso sus manos libres en alto para demostrar que era yo la única que seguía aferrada.

  Aparté mis manos de su cuello pero me mantuve encima de él, como si una fuerza magnética me impidiera moverme. Nuestras caras estaban demasiado cerca. Casi podía aspirar el aliento en forma de humo blanco que escapaba de sus labios. La velocidad del balanceo se fue ralentizando pero yo me quedé contemplando sus hermosos ojos grises que no se apartaban de los míos. Mi corazón latía apresuradamente.

—Me vas a matar un día, Oriana —Lo hacía pasar por un regaño, pero el brillo juguetón en sus ojos me decía lo contrario.

—Aunque quisiera... creo que no tengo ese poder sobre ti —bromeé, pero mi voz no salió tan firme como quería.

  No sé si lo hizo para que yo no cayera hacia atrás, pero de una manera inusualmente suave y casi con recelo, pasó sus manos en torno a mi cintura. Las emociones negativas de miedo y rabia que hace dos segundos amenazaban con hacer explotar la cápsula de cristal parecían haberse esfumado. Pero en su lugar había surgido algo mucho más peligroso, un instinto más primitivo y salvaje.

   Un calor indescriptible se propagó por mi cuerpo. Ahora me sentía como una fiera que había acorralado a su presa y esperaba el momento oportuno para hincar sus dientes en la jugosa carne. Su elegante y masculino cuello parecía el lugar perfecto para comenzar mi festín. Se me hizo agua la boca cuando su varonil nuez de Adán se contrajo al tragar en seco. El hambre voraz coaccionaba a todos mis sentidos. Una vez que hubiese asaltado su boca sin piedad y mordisqueado sus apetitosos labios, arrancaría ese suéter negro para dejar al descubierto su tonificado abdomen. Seguiría con mi lengua el sensual camino entre sus cuadritos marcados, hasta llegar al borde de su pantalón que ocultaba la mayor tentación y…

—“Gracias por conservar la tranquilidad, pasajeros del teleférico, iniciaremos el sistema en 3…2…1…”

  La voz del altoparlante tuvo el mismo efecto que el pitido de un silbato en el ring de boxeo. Me levanté del regazo de mi “oponente” con poca delicadeza y me aparté de él como si me hubiesen anotado una falta. Regresé a mi lado del ring.

  Un pinchazo de culpa hizo que centrara mi vista más allá del cristal, donde los árboles comenzaban a moverse otra vez. “¡Mierda, Oriana, en qué estabas pensando!” El miedo. Eso era. Cuando una persona está en una situación de miedo, su cuerpo produce adrenalina y cortisol que pueden hacerle desarrollar sentimientos fuertes como pasión, lujuria o apego por la persona que tiene al frente. Pero ese momento ya había pasado y ahora el calor de la vergüenza se expandía por toda mi cara, probablemente tiñéndola de rojo. “Imbécil, tonta, ingenua, patética…” —me azoté con todos los insultos habidos y por haber.

Era obvio que Daniel nunca podría mirarme de la manera en la que yo lo miraba a él. Era una batalla perdida aun antes de empezar.

  Me atreví a echarle un vistazo con discreción. Él también “contemplaba” ahora el paisaje a través del frío cristal. Su mandíbula aún estaba contraída y los músculos de su pecho se tensaban por la fuerza con la que entrelazaba los dedos de sus manos, cerca de la bragueta de su pantalón. Okay, puede que no lo estuviese mirando con tanta discreción, pero me producía cierta fascinación inconfesable verlo en ese estado de vulnerabilidad, porque era una faceta que él se esforzaba en ocultar.

  El resto del trayecto transcurrió en el más absoluto silencio.

  Cuando llegamos a nuestro próximo destino en el embarcadero, Daniel todavía lucía demasiado incómodo; lo que me hizo sentir aún más repulsiva.

—Oye, Daniel… discúlpame —aproveché para decir mientras nos equipábamos con los chalecos salvavidas.

—¿Por qué?

  Él se acercó más a mí para que una pareja de treintañeros pudiera acceder a su kayak. No había señales de Tania y Zalazar. Daniel había insistido en que los dejáramos abordar antes el teleférico, por lo que ya debían de estar río adentro.

—Por la forma en que me comporté allá arriba —confesé fingiendo que estaba concentrada en reforzar las correas de mi chaleco—. Fui muy insensible e inmadura.

  Él demoró en responder, así que tuve que enfrentarme a su mirada.

—Hiciste que me olvidara del estrés del momento —repuso, pero su voz no sonaba tan segura como otras veces.

—Pero es… —Me mordí el labio esperando que las palabras acudieran a mi mente, pero no lo hicieron —Nada. Olvídalo. —Sacudí la cabeza para desprenderme de la mala sensación—. Vamos. Tenemos una carrera que ganar.

  El kayak cortaba las aguas como un cuchillo y avanzaba a una velocidad digna de una final de campeonato. En cuestión de segundos habíamos reducido la ventaja que nos separaba de la pareja de treintañeros y habíamos conseguido rebasarla. Daniel y yo remábamos con fuerza a un ritmo perfectamente sincronizado. Ya habíamos avanzado un buen trecho cuando una bifurcación nos cortó el paso.

   La situación me recordaba a una escena de película. Un afluente era más ancho y estaba despejado y soleado, mientras que el otro era considerablemente más angosto, oscuro y flanqueado por una abundante vegetación que estaba ganándole la batalla territorial al agua. Una era la ruta que elegirían las personas con sentido común; y la otra, las personas cuyas ganas de conseguir la victoria fueran superiores a sus instintos de supervivencia, como yo. 

  Detrás de mí, Daniel dejó de remar cuando se percató de que yo ponía rumbo hacia el pasaje más estrecho.

—¿Qué haces? No podemos ir por ahí.

—Confía en mí. Lo vi en el mapa. Es un atajo. 

—A ver, préstame el mapa.

  Solté un bufido que removió los mechones de cabello sueltos que me caían sobre la frente.

—¡Ay, no puedo ahora, Daniel! Me lo guardé en el suéter. Tendría que quitarme el chaleco. ¿Podrías solo callarte y remar? Estoy al frente aquí.

—¡¿Quién coño decidió eso?!

  Por una vez, tomé la inteligente decisión de morderme los labios y concentrar mis esfuerzos en avanzar hacia mi objetivo, aunque para eso tuviera que valerme de un solo remo.

  El kayak se balanceó un poco cuando Daniel se inclinó hacia mí. Se notaba la tensión en su voz.

—¿No estarás hablando en serio, verdad? Por ahí no hay salida, Oriana. He hecho suficientes reportajes de muertes en los Everglades de gente que intentaba hacer estupideces como esta y resultó devorada por los cocodrilos.

—¡¿Pero serás tonto?! ¡No estamos en los Everglades, Daniel! Y es obvio que no hay cocodrilos. Además tenemos GPS —Alcé mi muñeca mostrándole la pulsera con el dispositivo de rastreo.

—¡Si caemos al agua y lo pierdes, puedes darte por muerta! —Sonaba más alarmado cuando la punta del kayak comenzó a internarse en el sombrío pasaje.

  Apreté los labios, rezando por no estar equivocada, y que este lado del río nos llevara rápido hasta la base de la montaña. 

—¿Desde cuándo eres tan paranoico, Daniel? —dije sin siquiera voltear a verlo, sorteando cada rama de árbol que se interponía en nuestro paso.

—Desde que estoy en un kayak conducido por ti y nos estamos metiendo en un matorral. ¡¿Sabes qué creo, Oriana?! —Sonaba como si estuviese llegando al límite de su temple—. Que lo estás haciendo solo para contradecirme, como siempre haces. ¿Has logrado algo con eso alguna vez, además de hundirte?

—¡¿Puedes dejar de tratarme como a una niña pequeña?! —Esta vez sí me giré un poco para mirarlo y tuve que aferrar el borde del kayak para equilibrar el movimiento—. Eres como un viejo de ochenta años.

—¡Eso es porque tú eres una niñata malcriada sin remedio! —Su rostro estaba contraído por la furia—. ¡No pienses ni por un segundo que te voy a rescatar si caemos al agua!

—¡No me hace falta que me rescaten, imbécil! Y si no vas a cooperar entonces dame tu remo, anda.

  Previendo su negativa, intenté tomar el remo de sus manos; momento en que él aprovechó para arrebatarme el mío. El forcejeo hizo que el kayak se inclinara peligrosamente hacia los lados.

  —¡Devuélvemelo! —demandé, pero él lo sostuvo fuera de mi alcance.  

  Me impulsé un poco para recuperarlo y fue el detonante de la tragedia. El kayak se desestabilizó hasta el punto de que uno de sus bordes casi rozó la superficie del agua. Cuando intenté hacer el contrapeso, ya era demasiado tarde. Ni nuestros mejores esfuerzos por conservar el equilibrio impidieron que termináramos cayendo al agua helada.

   Era como esa parte de serie de animados de los 90 en la que la pantalla se fundía en negro en medio de una situación caótica y el espectador no tenía ni la más remota idea de cómo saldrían los protagonistas invictos de esa encrucijada dramática.

                              🐢❤🐇

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