El Caleuche

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Maarten de Windt, ex Almirante del buque ensignia Eendracht, actual capitán corsario del galeón Calanche, siempre ha estado fascinado por la leyenda del tesoro de Sir Francis Drake.

Había oído relatos sobre las aventuras del vicealmirante inglés por las Américas cuando era un muchacho, y también sobre sus múltiples ataques a los navíos de guerra del virreinato español. Temía al valiente y osado hombre tanto como lo admiraba.

Y fue por él, de hecho, que decidió dejar atrás su puesto como oficial en la Armada Real de los Países Bajos y convertirse en un infame corsario.

Pero más allá de rumores y chismes, Marteen se veía atraído por una leyenda en particular, que involucraba a su ídolo: La del tesoro perdido de Drake.

De acuerdo a lo que decían las malas lenguas, al abandonar el puerto de Valparaíso, luego de saquear la ciudad y destrozarla, Drake había sido forzado a dejar gran parte de su motín atrás.

Estos cofres, llenos de monedas relucientes y de objetos de valor, habían sido enterrados en un lugar secreto, conocido apenas por él y su tripulación, ya que se temía que el sobrepeso de la carga haría a su barco peligrar en el mar.

La idea del vicealmirante era volver por ellos más tarde.

Algo que nunca hizo.

Yo me sé toda esta historia de memoria porque aquí en el galeón Marteen nunca deja de contarla. Como dije, ha estado fascinado con la trama desde su juventud. Y ha querido, desde entonces, encontrar dicho tesoro perdido.

Fue por esto mismo que abandonó la armada. Ninguno de sus superiores le quería dar el debido permiso para seguir los pasos de Drake, así que él decidió rebelarse. Se volvió un corsario por ser terco, y por negarse a desistir de sus planes.

Hasta hoy quiere apoderarse de ese oro perdido, sin importar el costo, y hará lo que sea para conseguirlo.

Yo, como su hermano y primer teniente, lo he visto arriesgarlo todo para encontrar dichos cofres. Y estoy aliviado por poder decir que, al fin, luego de meses interminables en ultramar, hemos arribado a la costa de Chile.

Tenemos los cañones, las espadas, la pólvora, todo listo para nuestro ataque al puerto de Valparaíso.

Sólo nos falta lo esencial: comida. La tripulación ha estado viviendo de naranjas, limones y galletas saladas por infinitos días. Necesitan un poco de carne en sus estómagos o morirán en breve. Eso, o nos matarán a nosotros, sus líderes, por mala gestión, y nos consumirán como si fuéramos el más delicioso de los banquetes.

Por eso, convencí a Marteen a atacar a una embarcación española menor antes de desembarcar en el puerto y causar cualquier caos. Necesitamos más provisiones para seguir vivos y sanos.

Aunque lograr hacerlo esperar para el ataque no fue una tarea fácil. Marteen está completamente obsesionado por ese maldito tesoro. No quiere comer, dormir, ni hacer nada más que no sea hablar sobre su amor por esos cofres, que ni siquiera sabemos aún si existen o no. Me hizo jurarle que, así que rellenáramos nuestra embarcación con nuevos víveres, partiríamos de inmediato a Playa Ancha —donde se dice, Drake enterró sus pertenencias—.

Estoy aterrado por la posibilidad de llegar allá y no encontrar nada. Porque conozco a mi hermano mejor que nadie, y sé que reconocer su equívoco respecto a sus convicciones lo llevaría a la locura.

A las vez, también le temo a la idea de sí encontrar esos cofres. Porque he vivido en el mar por décadas, y sé que algunos tesoros están malditos.

No confío en las riquezas de las Américas. Están cubiertas por la sangre de sus indígenas. Están protegidas los espíritus de chamanes y brujos.

¿Quién me puede asegurar que Drake no dejó ese motín allí, en la tierra, por motivos más espeluznantes y macabros que un simple sobrepeso de su navío?

El comportamiento de Marteen me tiene preocupado también. Y con cada ola que cruzamos, cada kilómetro que dejamos atrás, el brillo maníaco de sus ojos aumenta. Su ambición, crece.

Ya no sé qué esperar. No sé qué hacer.

Pero una cosa tengo claro: algo de extraño le sucede a mi hermano.

Algo de muy, muy extraño.

——

Él abrió el cofre.

¡El desgraciado abrió el cofre!

Porque sí encontramos uno de ellos, allá en Playa Ancha.

Pero el resplandor dorado no fue uno de gloria y felicidad. Al menos, no por mucho tiempo.

Cargamos el contenedor y sus monedas al galeón. Contamos cada una de ellas mientras abandonábamos el puerto. Tomamos la decisión entonces de viajar al sur, y de investigar los otros tesoros que se rumoreaban, existían en el área.

Pero mientras atravesábamos las olas, el clima cambió. El oro perdió su brillo. Las nubes se volvieron oscuras. La tierra reclamó su fortuna de vuelta.

Nuestro barco se dio vuelta. Todos caímos al agua. Fallecimos por robar un motín que no era nuestro.

Y mi espíritu vio al de mi hermano ser jalado a las tinieblas del pacifico, a sus entrañas oscuras, por gigantescos tentáculos dorados.

Luego, perdí la consciencia.

Me desperté horas después, junto al resto de la tripulación, en una copia ennegrecida, mojada, y arruinada del Calanche. En segundos, percibí que aquella no era una embarcación común y corriente. Sino un espectro más, como nosotros. Un reflejo triste de lo que una vez había sido.

No encontré a Marteen por ningún lado. Pero por ser su brazo derecho, me convertí en capitán en su lugar.

Desde entonces, lo he estado buscando por la superficie fría y hostil del pacifico, junto a mi tripulación de muertos vivientes, y mi barco fantasma —ahora renombrado como Caleuche.

La misma obsesión de mi hermano por aquel oro se traspasó a mí.

Él se ha vuelto mi tesoro perdido.

Y aunque hallarlo me tome años, décadas, o eones, no abandonaré la idea de salvarlo.

Ni de verlo una última vez.

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