1 - "La propuesta"

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Era extraño encontrarme en este punto y en este lugar perdido.

Mordisqueé mis uñas con el nerviosismo presionando mi pecho compulsivamente.

Enrulé mi mediana y oscura coleta con el dedo; aun faltaban diez minutos para la dar hora exacta a la cita.

¿Desde cuándo me importaba la puntualidad? Yo jamás había sido cultora de aquel detalle. Pero ahora era distinto, me convencí. Él era quien debía serlo.

—Señorita, ¿otro café? — la camarera de bello cabello dorado de salón (de un mal salón, de hecho) mascaba chicle groseramente. 

¿Por qué no habría sido citada en otro lugar?

—No, gracias —fui cordial, ignorando decirle que era el café más amargo, espantoso y poco tragable del planeta tierra y alrededores. Yo no tenía una maestría en infusiones, pero al menos, hacía un café decente a las visitas cuando venían a mi casa.

Hice una mueca con la boca al perder mi vista en el parking, cristal de la cafetería mediante.

¿Yo, recibiendo visitas? El único que a menudo venía de paseo era Tom, el gato de pelaje gris oscuro y gracioso antifaz negro, el cual solía escaparse de la vivienda de los Wilson, los vecinos de toda la vida de mi madre.

Checando que mi móvil no hubiese sonado con algún mensaje de cancelación por parte de mi cita, continué aguardando con la expectativa en alto.

¿Y si me ponía de pie y regresaba a mi hogar? No podía, el factor responsabilidad me comería la conciencia. 

  ¿Si le enviaba un recado diciéndole que lo suspendía todo? Otra vez, la conciencia me lo demandaría.

El foco de la pregunta cambió, entonces: ¿por qué mis padres nos habrían inculcado con tanta vehemencia nuestras creencias religiosas? En este punto me detuve, con el cuestionamiento a flor de piel. Lo que estaba a punto de hacer no era para nada cristiano, entonces ¿por qué tenerle tanto miedo la mentira?

Meneé la cabeza de un lado al otro. La esquizofrenia era el paso siguiente a ese cúmulo de pensamientos sinsentido que se arremolinaban en mi cerebro. Quizás la inquietud de aquel momento era el culpable de mi conducta alterada.

Recurriendo a mi memoria, inspiré y exhalé como lo hacía en las clases de yoga medicinal impartidas en el Centro Médico en el que me habría hecho de una buena reputación...y del que me echarían como a una novata.

Reducción de presupuesto, recorte de personal y una serie de frases desafortunadas por parte de mi supervisora Alice Pearson, serían excusas baratas y facilistas. Yo bien tenía en claro el por qué de mi despido. Pero aunque lo explicase en mil idiomas a mi entorno, nadie lo comprendería y sería una completa pérdida de tiempo. Acaso quizás lo único que obtendría a cambio de mi silencio y mi promesa de no patalear, era la suma de dinero que me permitiría estar esta tarde en este sitio caído del mapa.

Presionando fuertemente contra mi falda el bolso con el efectivo, jamás había trasladado tanto billete a un lugar que no fuese dentro de mi propia casa. Mordí mi labio deseando que nadie sospechase que tenía mil dólares en mi poder.

La blonda camarera de jersey ceñido a sus pechos exuberantes me miraba de reojo. De seguro, deseaba tomarme otra orden y no que ocupase el tiempo (ni la mesa) sacando deducciones de mi futuro encuentro con ese hombre misterioso.

Quizás, para no levantar sospechas, lo mejor sería pedir otra cosa. Un té sería sin dudas, menos venenoso que el café.

—Disculpa... ¿podrías traerme un té con una rodaja de limón? —esbozando una sonrisa rígida y falsa, pedí. La chica siguió mascando con una ceja en alto. Procesando aquella información como si fuese una solicitud hecha a la mismísima NASA, tardó varios segundos en tomar nota en su pequeño bloque de hojas, el cual guardaba en el bolsillo trasero de sus indecorosos jeans rasgados bajo sus glúteos.

Continué insultando al vacío por estar allí mismo y no en algún bello sitio; quizás en un parque, no me hubiera cogido una gastritis como la que de seguro contraería después del té.

Observé mi reloj nuevamente. Habían pasado cinco minutos de la hora señalada. Pero yo, como la reina de la impuntualidad, ¿podía reprocharle algo? Pues sí, era quien pondría billete sobre billete para concretar la operación.

Recordé la voz espesa del otro lado de la línea cuando hice el llamado. Evidentemente, respondía a varios años de cigarro y alcohol. Pero ese era un detalle que no me importaba porque en definitiva, a mí sólo me incumbía que fuese efectivo y limpio en su trabajo.

Mi madre se avergonzaría mucho si tuviese idea de lo que estaba a punto de hacer. Nuestra economía no era brillante ni mucho menos; yo, sin empleo aún y ella, cuidando una anciana para subsistir.

Tras mi separación de David, había regresado a mi casa paterna con la valija de la decepción a cuestas y la frustración de haber perdido cinco años de mi vida en manos de un embustero. Mamá me abriría las puertas para cobijarme entre sus brazos nuevamente.

Rebuscando en el interior de mi bolso, cogí la caja de cigarros a la que pocas veces recurría para mitigar mi ansiedad. Cercando uno con mis dedos, jugueteé con él cuando tomé dimensión que aquel no era sitio para fumar y que había abandonado el vicio hacía más de un año, cuando me entregué a la otra promesa.

Lo introduje nuevamente en la caja para sostenerla y dar pequeños golpecitos sobre la mesa de fórmica roja.

—Su té. Pero sin limón. No tenemos —cortante y desagradable, la muchacha me trajo el pedido y retiró la pequeña taza de porcelana blanca (para ser precisa, amarillenta) con más de medio té en ella.

Si me guiaba por la extrema y cuidadosa enseñanza de modales impartida por mis padres y el instituto católico, tendría que haber respondido con un "gracias". Pero en la escuela de la calle, donde la supervivencia es la única meta, simplemente me limité a dibujar con mis labios dos líneas finas y pronunciarlo en el más absoluto de los silencios.

Rolé los ojos por su conducta. Y la mía.

Rogando que la espera no fuese en vano, me encomendé a mi propia suerte. En mis manos, estaba la posibilidad de hacer justicia. Y Liz se la merecía.

Una triste sombra invadió mis ojos al recordarla. Pero yo debía ser fuerte. Contener mis sentimientos y más, frente a un completo extraño. Con un pañuelo desechable del bolsillo de mi gabardina, limpié mis húmedos lagrimales. Resoplé mi flequillo liviano y me abaniqué con la mano.

"Ya es tarde Maya, ¿dónde estás?"

Mamá me sacaba de mis pensamientos con su mensaje telefónico.

"Estoy con Grace, de pediatría. Hoy quizás salga más tarde del trabajo. Te aviso cuando esté en camino."

El primer pecado arrojado a mi madre: le acababa de mentir. No existía la tal Grace y mucho menos, el trabajo del cual emigrar. Lo cierto, es que yo ya no era parte del equipo de enfermería del Centro Médico Vanderbilt desde hacía más de tres semanas.

¿Pero acaso Dios no habría contemplado nunca a las mentiras blancas? Yo odiaba mentir, pero mi madre sobrellevaba el suficiente dolor como para que yo le sumase uno más.

Habiendo decidido mi objetivo después de estudiarlo por varias pesadas horas, resolví que me tomaría unos días más hasta buscar otro empleo. Era dueña de un ahorro decoroso que nos permitiría vivir por unas semanas más sin problemas. Eso, teniendo en cuenta el presupuesto acordado tres días atrás con este hombre de gruesa voz y trayectoria recomendada.

Una música estruendosa se agolpaba en mis oídos con salvajismo. Reconocí en la estridente voz de su cantante, acordes de ACDC. Bufé por mi infortunio. ¿Por cuánto tiempo sería prudente esperar?

¿Y si lo llamaba? ¡Sí, sin dudas era una idea grandiosa!

Impaciente, indagué entre los contactos de mi viejo teléfono móvil, carente de cualquier tecnología de avanzada, hasta dar con el nombre que me interesaba en ese momento.

Dudé en pulsar el ícono verde de la llamada. Molesta por el aparente incumplimiento, presioné sin más.

Al segundo pitido y sin siquiera poder articular palabra de mi parte, obtuve un: "en cinco minutos más" como un gruñido. Tampoco tuve la oportunidad de decir "adiós", "gracias" o un simple "bueno".

Ese hombre sí que sonaba irritante. Pues bien, al menos sabría que yo estaba pendiente de su llegada.

Encontrarnos en las inmediaciones de Nolensville, en un sitio alejado de nuestras ciudades de procedencia, suponía un acierto; no obstante, en ese momento, el arrepentimiento me generaba histeria.

Desde dentro observaba a mi Chrysler Town and Country, aquel que mi padre con mucho esfuerzo y dedicación me regalaría a los dieciocho año al graduarme con honores en la preparatoria. Ese modelo de automóvil me hacía lucir diminuta tras el volante; paradójicamente, sería el que me diese la confianza y seguridad como para salir a la carretera sin miedos y sentirme importante. Sonreí con la nostalgia asaltándome por completo. Habían pasado diez años de su muerte. 

Asimismo, me encontraba en la fase de recordarlo de ese modo, con una sonrisa, trayendo a colación momentos de satisfacción y zozobra.

"En el refrigerador tienes una porción de pollo con patatas." 

Mamá y su sobreprotección, dijeron presente en un segundo mensaje.

"Gracias, espero llegar para cenar contigo." Tipeé, con el malestar de sentir que estaba traicionando su confianza.

Silencié el teléfono; si continuaba con ese arranque de culpa, me iría sin perpetrar mi cometido. Y ya era tarde.

Mil cosas surcaron mi mente; novecientas noventa y nueve, me pedían a gritos que pagase la cuenta, tomase mi abrigo y mi bolso y huyera de regreso a casa con los billetes. Tan sólo una, suplicaba justicia. Aferrándome a esta última, terminé por convencerme que era lo correcto. No moralmente, pero sí espiritualmente.

La rubia insoportable merodeó mi mesa. 

¿Realmente ella deseaba irritarme o yo era víctima de la sugestión? Sin darle mayor crédito, retomé el contacto visual con mi coche, que junto a otros dos desperdigados por una gran playa de cemento, eran los únicos aparcados.

El té era potable. Al menos, más que el café. Aunque a decir verdad, hasta el agua de un riacho lo estaría.

Regresando de mis absurdos mentales, un carro negro lustroso, más precisamente un Mustang, se ubicó a pocas filas de mi automóvil. Agradecí que no se pusiese de lado: mi viejo Chrysler se sonrojaría de la vergüenza.

Quitando la vista de ese vehículo, sin ánimos de parecer indiscreta, regresé mi mirada a la taza de té. Bebí un poco más pero ya rozaba lo tibio. Haciendo una mueca de desagrado, me contenté con haber podido ingerir casi todo el contenido.

—¿Maya Neummen? —una voz potente, gruesa y rasposa, pronunció mi apellido. De un latigazo y poco disimuladamente, roté la cabeza en dirección a ese rugido.

—¿Sí? —cuando finalicé el medio giro, tuve la oportunidad de ver al propietario de ese sonido ronco.

—Soy Gustave Mitchell, señora —extendiéndome su mano derecha, desde las alturas, ese hombre de rasgos duros y rígidos, se presentaba.

Para cuando quise responderle con idéntico gesto, la pata de la silla me jugaría una mala pasada, interponiéndose entre mi nerviosismo y una de mis piernas. Ridículamente tropecé, chocando contra su chaqueta de cuero negro.

Aferrándome a sus antebrazos me sostuve; él, impávido, me sujetó por codos. Yo era un pigmeo a su lado. Por un momento, me sentí como cuando por primera vez subí a mi coche: era obscenamente grande para mi tamaño corporal.

Como era de esperar, la blonda artificial que oficiaba de camarera escondió una sonrisita. Había sido testigo de mi estupidez.

—Oh, disculpe —dije tomando distancia de ese perfume caro y embriagador. Bajé la vista, sintiéndome avergonzada por completo. Acomodé un mechón suelto de mi coleta, tras mi oreja, y regresé a mi asiento —.Soy un poco torpe —aclaré como si hiciera falta.

El hombre me miró condescendiente; sin esbozar sonrisa de compromiso, o palabra siquiera, se ubicó en la silla frente a mí. Lucía una chaqueta de cuero ceñida a su torso. Era lustrosa e impecable. Lo hacía ver más joven de lo que tal vez era. Bajando su cremallera, dejó a la vista una camisa inmaculada y perfectamente planchada. Su corbata, fina y renegrida, le imprimía un toque personal que me resecó la boca imprevistamente.

"G.Mitchell, detective privado. Confidencialidad. Eficacia. Rapidez" acusaba el breve pero contundente aviso en el periódico junto a un número telefónico que no era de Brentwood.

La mañana en que lo capturé, fue la misma en la cual diría adiós al Instituto Médico. El mismo día en que Alice pagaría por mi silencio y mi disimulado enfado.

Como una señal divina atesoré aquel matutino; como una solución me aferraba a que ese hombre que imaginaba obeso, entrecano y desaliñado, fuera capaz de conseguir mi tan ansiado objetivo.

Ahora, las cosas eran distintas: ni Mitchell era un viejo desarreglado ni estaba tan segura que podría ser quien me diera garantías suficientes. ¿Por qué pensaba eso? Porque quizás era demasiado atractivo para hacer ese tipo de trabajos con eficiencia. Prejuzgándolo, borré inmediatamente aquella deducción.

Deseando que ese hombre de semblante recio y de manos vigorosas no leyera mi mente, me removí en la silla plástica, la cual chirrió como si yo pesara una tonelada.

Mitchell entrelazó sus dedos, encerrando sus manos y por primera vez, me atreví a mirarlo a los ojos. Era intimidante, pero no sólo por su más de metro ochenta y contextura física, sino porque su quijada era firme y sus gestos, también.

—Buenas tardes, ¿desea beber algo? —desplegando su encanto, la rubia regresaba.

¿Es que acaso no tenía otra mesa que atender que se encontraba como un halcón carroñero alrededor de la mía? Volteé mis ojos porque en ese instante, ella lució simpática y enérgica. Todo lo contrario al momento de atenderme a mí.

—Un café doble. Amargo —concreto, disparó apenas mirando a la muchacha que parecía hacerse pis en sus bragas. Frenética, tomaba nota.

—¿Gusta algo más? —batió sus pestañas con una sonrisa estampillada en su boca.

—No, gracias —sin mayor efusividad, Mitchell respondió.

Repiqueteando sus nalgas cual adolescente, ella se retiró de nuestra vista.

—El café de este sitio es horrible —establecí inofensiva conversación.

—Lo sé —lapidó.

—Yo que usted ni siquiera lo probaría —agregué innecesariamente.

—También lo sé.

Silencié por un momento con la intención de focalizarme en lo verdaderamente importante: nuestro trato, dejando de lado el intento por una charla cordial.

—Pues bien, le confieso que he pensado mucho antes de llamarlo.

—Puedo imaginarlo.

—Es la primera vez que recurro a esta clase de...servicios —reconocí con las mejillas hirviendo del pudor.

—Puedo imaginarlo —repitiendo como periquito, no se le movía un músculo de su rostro de piedra.

—Oh...veo que es un mago que todo lo adivina —ironicé.

—Yo no llamaría adivinar. Más bien, tener experiencia —con seguridad, replicó.

Lo real del caso es que yo lo había googleado, pero nadie con su nombre aparecía en la red. Sólo un pequeño anuncio, en la octava página del buscador, me llevaba al mismo número telefónico que obtendría en el periódico local, uno de baja tirada y con publicaciones de gente de Brentwood y ciudades aledañas.

—Desde luego. No quise subestimar su profesionalismo —sin amilanarme, respondí. Sería difícil tratar con él, aunque si cumplía con lo pactado, el resto era anecdótico.

—¿Ha traído el dinero? —directo al grano, no perdió tiempo.

—Por supuesto. No soy una persona que no cumpla con sus promesas —deslicé.

—Puedo imaginarlo —levantando una ceja, era su turno de ironizar.

Le entregué una media sonrisa, y con eso, debía llamarse agradecido.

Para cuando quise retomar mi plática, la muchacha apareció con el café y unas galletas de manteca y chispas de chocolate.

¿¡A mí ni siquiera me traería cuchara para revolver mi insulso té y a él le regalaba galletas!?

—Cortesía de la casa— adjudicó dejándole un papel plegado en dos.

Mitchell ni se inmutó. Evidentemente no le sobraban sonrisas.

—Gracias —cordial, respondió regresando su mirada potente y oscura a la mía.

—¿No va a...abrirlo? —pregunté, inmiscuyéndome.

—Es un número telefónico. No me interesa.

—¿Cómo lo sabe lo que tiene si ni siquiera lo ha abierto? —¿acaso yo cuestionaba que no se dejara coquetear?

—Puedo imaginarlo —¡maldita muletilla! —. Y bien, señorita Neummen. Aquí estamos; yo dispuesto a hacer un trabajo y usted, dispuesta a pagar por ello.

Removiéndome inquieta por enésima vez, bajé las manos al bolso. Tragué fuerte e incorporé valor.

—Sé que no he sido muy clara vía telefónica. Pero realmente deseaba explicarle los alcances de mi pedido cara a cara —dije manteniendo la firmeza —.Como le he dicho, jamás imaginé estar ante una situación semejante, pero la desesperación me ha arrastrado a ello.

—Es válido. Pero no es de mi incumbencia el motivo que la perturba.

—Puedo imaginarlo —me apropié de su frase. Y por primera vez, un atisbo de sonrisa movió sus labios de concreto —.Mire Mitchell, no cuento con datos, sólo con suposiciones. Pero debido a que la justicia ordinaria no ha podido encontrar al culpable, pues me quiero encargar yo misma de hacerlo.

—¿Pretende hacer algo ilegal? —levantó una ceja y bebió de su café renegrido.

—Querer buscar a alguien y darle un susto, no califica de ilegal. Al menos no en Tennessee.

Obtuve otro gesto similar al de una sonrisa. Quizás era mi día de suerte.

—¿A quién desea encontrar y asustar? —repitiendo el último término con cierto recelo, dio el puntapié a mi confesión.

—A quien ha asesinado a mi hermana.

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*Si te agrada lo que lees, pues agradecería saberlo. ¿Qué puedes hacer? Dándome una "estrellita" de confianza y un comentario como aliciente, te agradeceré inmensamente (con rima y todo ;)  ) *



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