16 - "Conociéndote"

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Como una muchacha rebelde salió despedida del restaurante en plena cena. La odié por esa actitud infantil y llena de todo riesgo.

¿Acaso no le habría dicho que no quería que la dañasen?

Como una loca caminaba por la avenida principal sin reparar en el tráfico ni en la gente que pasaba por su lado. Inconsciente, sin tomar real dimensión de lo absurdo que era escapar en un sitio desconocido, Maya avanzaba atravesando la cortina de lluvia que se desplegaba sobre nosotros.

Presuroso, desesperado por alcanzarla, tomé un atajo: con la fortuna de mi lado lograría interceptarla en W 8th St. Tomándola por sorpresa sujeté su brazo aferrado a su torso, para acercarla a mí y transmitirle con un beso pasional el miedo de muerte que me haría pasar durante esos cinco minutos de persecución.

Apenas comencé a caminar fuera del Dunhill, habría planeado regañarla en la mitad de la calle, reprenderla como a un hijo que es mal alumno y si era posible, atarla a la puerta de la habitación para que no cometiese una locura semejante nunca más.

Pero su ira reprimida, su andar sin rumbo, daban cuenta de una Maya aterrada. Una Maya que no necesitaba de palabras hostiles, de gritos reprochantes ni de comportamientos agresivos.

Maya necesitaba que le asegurase, una vez más, que yo estaría a su lado. Y de todas las formas que yo aceptase a darle.

Envuelto por mis propias necesidades, acaparé sus labios insensatamente. Marqué su ritmo con el mío, acompasé su respiración con mi aliento y perpetré esa atónita necesidad de tener algo más que amenas conversaciones y palabras desafiantes con ella.

Así como mi muñeca estaba dispuesta a aceptar aquello que yo le diese, yo estaba necesitado por hacer lo mismo. Mandando al demonio mis negativas vespertinas, éramos pura entrega emocional.

Con mis manos toqué su espalda, empapada por la lluvia. Plasmé mi tacto caliente y fervoroso sobre su tela mojada. Ella me correspondía; asiéndose por mi nuca, hacía de la conexión de nuestras bocas, algo profundo y placentero.

Nos deseábamos de un modo carnal y mental.

Éramos dos almas solitarias en un mundo de pares. Éramos dos cuerpos ardientes en un mundo frío y perverso.

Parados en la cornisa, nos columpiábamos sobre las brasas del arrepentimiento.

Nuestro presente estaba signado por la muerte, por el desarraigo y la traición. Pero en ese instante, en ese callejón oscuro, Maya y yo parecíamos olvidar el después.

En el hotel, la cosa no cambiaría; por el contrario, recrudecería.

Ella era pequeña y me entregaba una sonrisa hermosa inmerecida, porque sinceramente, yo no era digno de una mujer como ella: íntegra, fiel a sus principios y dispuesta a arrojarse al vacío por un tipejo como yo, repleto de errores y pocas virtudes.

—Se suponía que nunca llegarías ─el pecho me dolió fuerte, mucho.

—¿Adónde? ─compenetrada en mis besos húmedos sobre su vena enardecida, jadeaba complacida.

—A mi vida.

No preguntó ni detallé.

Ella no debía llegar a mi vida. ¿Por qué? Porque la cambiaría por completo.

Hasta el miércoles pasado yo era un hombre con un día a día ordenado milimétricamente; lejos de las adicciones, aceptando mi realidad, me dedicaba a casos de poca monta. El dinero era el necesario para vivir.

No me interesaba ostentar, mi Mustang era toda mi fortuna y mi total bienestar. Era mi gran compañero de aventuras y desventuras.

Las mujeres no eran más que un mal necesario: Mandy, Suzanne, Candice, Valerie...mil nombres y ningún rostro. Mil aromas y ningún perfume.

El insomnio no tenía rostro, tan sólo razones. Pero a partir de ahora, cada noche desvelado, cada día sin sol sería por ella: por Maya. Por su futura ausencia.

Mi pulgar arrastró su labio jugoso y sus ojos se clavaron en mí como dos dagas siniestras.

Las aletas de su refinada nariz buscaban oxígeno. Con miedo y furia, con desazón y aliento, rodeé su rostro bonito con mis manos.

—Siempre te protegeré ─me sumí en una promesa.

—Lo sé.

—Desde donde esté.

—También lo sé.

Ofrecidos a la emoción, al triste sentimiento de oler la muerte de cerca, la besé, como nunca había besado a nadie en mi estúpida y patética vida.

Había amado a Barbara, ella era una mujer hermosa y quien me daría el regalo más grande de mi vida: nuestro hijo Zachary. Pero con ella no había podido ser feliz.

¿Con Maya las cosas serían distintas? Tal como le confesé, parecía estar cerca.

Mis dedos comenzaron con una danza lenta, pero estudiada. Desabroché uno a uno los diminutos y molestos botones de su camisa de gasa morada. Su garganta reprodujo un sonido gutural inusitado.

Ella respiraba con bravura; inflando su pecho acompañaba el descenso de mis manos.

Para cuando terminé con aquella ardua tarea, una fina línea de carne dividía las aguas de la tela. Sujetando sus orillas, la desplacé hasta que cayera rendida a nuestros pies. Con el sostén blanco frente a mí, Maya sonreía nerviosa.

Blasfemé por su lencería anticuada.

—Veo que no solo tienes camisón de abuelita ─rompí el momento acotando algo insensible. Maya me entregó una carcajada, lejana a la reacción molesta que yo merecía por mi antipatía.

Sin desconcentrarme besé su hombro redondeado. Olía dulce. Almibarado. Primero el derecho, después, el izquierdo.

Delineé su clavícula con una hilera de besos suaves. Irguiendo mi espalda, pasé mis manos por detrás de su nuca para soltar su coleta y dejar su cabello sumamente mojado a disposición del azar.

Partiéndolo en dos grandes mechones, los ubiqué por sobre sus pechos.

Observar las gotas de agua rodar sobre sus curvas cremosas y delicadas, encendió cada centímetro de mi fibra corporal. Maya era un ángel, y yo estaba a punto de profanarlo con mis oscuridades.

—¿Realmente quieres esto? ─siseé entre dientes.

—Sí, Mitchell. Te quiero a ti.

Sus pezones rígidos bajo la tela brillosa de su sostén, mojados por la pecaminosa corriente de agua vertida, me dijeron cuánto me deseaban.

Clavando mis rodillas en el piso de a una por vez, la despojé de la presión del botón de sus vaqueros, la única prenda medianamente acorde a su edad. Bajé su cremallera con lenta maldad sin dejar de mirarla por sobre mis pestañas. Ella permaneció como una estatua atenta a mis movimientos; traviesamente, unas gotas mojaban la cúspide de mi cabeza.

Se rió por la inocente depravación a la que me sometía con su cabello. Pasó el filo de sus dientes por su labio, disparando como con un rifle a mi sien.

¡Dios, ese ángel era el mismísimo diablo!

Tironeando sostenidamente hacia abajo, arrojé su pantalón fuera de mi vista.

Sus bragas no eran mejores que su sostén. Aún así, imaginarla sin ropa interior era sumamente encantador. Posando mis manos en sus nalgas, obtuve un aullido delicioso de su parte.

—Tienes las manos frías ─masculló, quejumbrosa, con piel de pollo.

—Pues espera a que me las caliente con tu piel ─sin perder el tono calmo pero encendido, hundí mi nariz en el vértice de su femineidad.

Acariciando su monte de Venus a través de la tela sedosa y húmeda, me sumergí en la búsqueda de algo más que sexo.

Maya no era una más; Maya era...Maya.

Una mujer con un rostro hermoso. Una mujer con un alma noble. Una mujer que me acababa de atrapar el corazón; un músculo muerto por muchos años y que revivía gracias a su abnegación y tozudez.

—Te deseo...─violenté su espacio secreto con mi voz turbada por el ardor.

—Hazme tuya, Mitchell ─reclamó.

Mis dedos dejaron su trasero para colocarse en la cima de sus bragas color beis; mirándola nuevamente, buscando su aprobación, las arrastré hacia el camino del olvido.

Maya sostenía sus puños comprimidos a ambos lados de su cadera.

Cómo un soldado, permaneció rígida.

—Bebé, no temas. Nunca podría hacer algo que no quisieras ─asintió con su cabeza y sonrió sonrosada.

Expuesta, su carne me daba la bienvenida. Mi lengua, presurosa, recorrió las mieles de su desenfreno femenino. Aferrándome a sus muslos, anclé mis propias necesidades en ese acto tan íntimo y desesperado por ambas partes.

Unas pocas gotas del agua de su cabello se inmiscuyeron en mi deleite; sabrosa, Maya era una canción de amor. Descubrí sus profundidades, latentes y alertas, con sedienta lujuria. Sofocando mis sentidos, congraciándolos con cada porción de su aterciopelada piel, anhelé dejar mi marca en ella.

Jadeante, Maya era un torbellino de exclamaciones y gemidos. Yo, en cambio, era puro silencio y devoción.

Refugiando mi respiración en sus pliegues palpitante, la hice mía y ella, me hizo suyo. Expulsando de sí su néctar de mujer, aflojó las rodillas. La sostuve por sus caderas, en un movimiento atento y considerado.

—P...perdón...─agitada, convulsionada y con cierto recelo, pidió innecesarias disculpas.

Poniéndome de pie con algo de dificultad producto de mi maldita rodilla, la hice beber de ella al robarle un beso.

—Esa también eres tú ─susurré a su boca. Batió sus pestañas. Esa versión de niña remilgada y pervertida era fascinante.

Tomó mis manos y me besó las palmas.

—Quítame la camisa ─pedí, en voz baja ─,me está quemando vivo ─Maya acató órdenes y presurosa, abandonó mis manos para sumirse en la tarea consignada.

De a poco, pero sin pausa, despejó de telas mi pecho ardido. Unos besos azucarados y sulfurosos marcaron un camino sinuoso desde la base de mi garganta hasta mi ombligo. Sin dejar de lado ese contacto, sus palmas anidaron en mi pecho. Enredando sus manos en el vello que lo cubría, parecía buscar el sitio donde latía mi corazón.

Para mi sorpresa, lo encontraría finalmente.

Posando su mejilla justo bajo esa obtusa maquinaria, le obsequió una sonrisa tenue y sincera. Por fuera de todo protocolo, subí mis manos y acaricié su cabello, enredado y más oscuro de lo habitual.

Esa mujer era el paraíso. Sensible, encantadora, pasional...

—Si escuchas que palpita, atribúyete el mérito ─arrullé en su oído. Pero el silencio habló por ella.

Con lentitud, el contacto de su mejilla de porcelana contra mi pecho se evaporó. Pero no me importaba porque ella ya estaba metida debajo de mi piel.

Sin perder contacto visual, yo mismo me desprendí de mis oscuros vaqueros, quedando con mi bóxer puesto.

Maya descendió una mano díscola por entre nuestros cuerpos para rozarme allí debajo, donde la tela era una herramienta de tortura. Chirriando los dientes, perdí la poca cordura existente dentro de mí. Tragué con la presión arterial pujando por salir despedida.

Siendo felado con ternura pero sostenidamente, mi compostura de hombre maduro y dueño de un gran control mental, se fue literalmente a la mierda. Pero yo no deseaba que esto acabase en una retribución forzada: yo quería poseerla, sentirla en mí.

—Detente Maya, por favor.

—¿No te gusta cómo lo hago? ─su arrullo de hada me desarmó por completo.

—No es eso, preciosa ─sujeté su rostro desencajado ─, quiero que sigamos pero con otra cosa ─la persuadí.

Tomando asiento en el extremo de la cama, la invité a sentarse a horcajadas sobre mí, como por la tarde.

—Quiero ver tus pechos subir y bajar. Quiero ser testigo de tus gemidos, quiero adueñarme de cada chispa de tus ojos encendidos.

Aceptando mi pedido, accedió. El roce inicial sería entre su carne trémula y sonrosada con mi tela de algodón; pero el contacto final, aquel que quemaba por lo necesario, vendría después.

Deseoso, la recibí en mí: reticente de comienzo, pero gentil a posteriori, se abría sobre mi miembro, expectante, protegido y fulgurante.

Enredando mi muñeca en su pelo aún mojado, jalé de su pelo para inclinarle el cuello. Mi otra mano  recaló en la base convexa de su estrecha cintura.

Maya se sujetaba a mis hombros con apasionada suficiencia; sus gemidos era agudos y cortos, sus jadeos, constantes y sedosos. Abrazándome a la cremosidad de su piel, ayudado por mi mano, liberé sus pechos del sostén para engullirlos con primitivismo.

Mordisqueé sus pezones, expectantes. Lamí sus pechos turgentes y redondeados. Me apoderé de cada tramo de sus labios, de cada latido de su corazón. La penetré duro, potente. Ella repiqueteaba sobre mí con destreza y facilidad.

Con la necesidad implícita de una despedida que quizás ya tenía fecha, nos pertenecimos a la luz de la luna, a merced de nuestra soledad. Su rebrote se aceleraba, mi necesidad de liberación, tocaba su punto máximo.

Yo era su dueño. El dueño de sus frases irónicas, de sus gemidos indecorosos, de sus ojos verdes chisporroteantes. Yo necesitaba serlo. Necesitaba que ella fuese mi salvavidas, el ancla hacía una vida serena y lejos del peligro. Desmitificando todo razonamiento, redundancia mediante, yo quería ser querido.

Posando ambas manos en su cadera, reclamé por un corto pero efectivo repiqueteo de sus caderas en mí; Maya sujetó mi cara, intrusando mi boca con su lengua indiscreta y vívida.

Atrapando sus cabellos oscuros, sedosos, los dejaba como una maraña de arrebatos.

Hacia arriba y hacia abajo, mi cuerpo entraba y salía de ella con exquisita precisión suiza. Todo era un concierto de gemidos que trascendían la barrera de lo inconexo. Desesperadamente, yo ansiaba que nos fundiésemos, que su espíritu benevolente aquietara mi ser lleno de rincones sin luz.

Su boca permanecía semiabierta sobre mi hombro; cercándolo lo atrapaba sin ánimos de abandonarlo en lo inmediato.

Reprimiendo profunda lascivia, ella presionaba sus párpados mientras sus dientes se clavaban en mi piel malherida por las batallas perdidas en manos de noches sin sentimiento.

Pero hoy, algo más existiría entre ambos. Sin definir qué o cómo, ella bañaba de ilusiones mi tormento.

—Dame todo de ti ─exigí con impunidad.

Ella, obediente como pocas veces y leyendo el tono de mi ruego, corrió su rostro empapado en placer para mirarme con ojos insinuantes. Fulminándome con ellos, se entregó a mi más ferviente y primitivo deseo.

Mezclando suspiros, entregándonos silencios, la explosión fue mutua y consensuada.

Casi tanto como nuestra muda declaración de amor.

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