CAPÍTULO 18: MEDICINA PARA EL ALMA

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Los días eran lo mismo: despertar, ir a desayunar, mi dosis de dos píldoras, estar en esa odiosa sala sin hacer nada, comer, terapia grupal, irme a esconder a algún rincón del hospital y dormir. Uno detrás del otro, sin ningún sentido, sólo dando vueltas hasta que mi mente y cuerpo se cansaran de mantenerme en pie.

No intercambiaba palabra con nadie al menos que Angelina o algún médico me preguntara algo. Evitaba el contacto visual con los demás pacientes, y hasta Geneviève y yo estábamos distanciadas; así era mejor.

Cuando nos encontrábamos en el gran salón, la mayoría del tiempo examinaba a los enfermos; trataba de adivinar qué ocurría en sus retorcidas cabezas, claro que cuando me devolvían la mirada, apartaba la vista inmediatamente. No quería hablar con alguien, no quería abrirme..., y eso no estaba bien, pero era mejor si me mantenía lejos.

A veces me ponía a pensar en mi familia, en Peter y en mis amigos; ahí me perdía totalmente, era como mi manera personal de hundirme. ¿Por qué lo hacía? Porque prefería mil veces sentir dolor a siempre estar con mi irritante indiferencia.

El primer par de días no dormí, no obstante, después me fue muy factible, ya que estaba cansada todo el tiempo.

Ahora había llegado la hora de cenar. Era sábado de mi primer fin de semana en el hospital. Había muchos ruidos y voces, pero por suerte, la cafetería era un lugar amplio.

Iba con mi plato en mano hacia alguna banca cuando vi que un guardia se llevaba un trozo de pan a la bolsa. Le habría dicho algo, sin embargo, me hallaba muda; aunque supe que más tarde habría problemas por eso, aquí contaban mucho la comida.

Me senté a una mesa vacía y comencé a revolver con la cuchara lo que me habían servido. Sinceramente no sabía qué era, tenía un color entre verde y café con un olor repulsivo y el sabor tampoco le favorecía mucho. Las primeras veces que comí en este sitio vomité como tres veces. Después de que mi estómago se hizo resistente, dejé de preguntarme qué cocinarían en este sitio. Era tragar o morir de hambre, así que elegí la primera opción. Al juntar la mezcla rara con el pan crujiente se volvió más digerible.

De la nada, entraron bruscamente tres vigilantes al comedor. A uno lo reconocí, fue el que había hurtado el alimento. Se detuvieron en medio de la habitación y uno sentenció:

—¡¿Quién fue el que robó el pan de la bandeja?! —silencio. Algunos pacientes expresaban angustia, otros tenían la mirada matona y el último grupo estaba con su indiferencia, yo era una de ellos. ¿Nos estaban culpando por el pan? Dios, hasta me dieron ganas de reír con ironía, ellos eran los ladrones, no nosotros— Bien, no queríamos decirlo, pero ya que el individuo no confiesa, le tocará doble castigo —a todos nos examinaron hasta que detuvieron sus ojos en aquel hombre de mi grupo de terapia—. Gauvin, sabemos que fuiste tú.

Los guardias fueron por él y lo tumbaron al piso, provocando un gran estruendo. Iniciaron los gritos paranoicos, no sólo del hombre, sino también de otros pacientes; y otra vez fui espectadora de los golpes y patadas que le daban a una persona inocente.

El veneno invadió mi pecho y mis dientes crujieron. Esta vez no lo permitiría. Me armé con la fuerza suficiente y me levanté para ir al rescate de Gauvin.

—¡Alto! —bufé— ¡¡¡Deténganse!!! —concluí mientras empujaba a los vigilantes para que me dejaran pasar.

Quedé en medio del hombre y los guardias. Supongo que se detuvieron por la sorpresa de que yo hubiera intervenido.

Amélie, la ninfómana, y Céline, la mujer ansiosa, se inclinaron inmediatamente hacia Gauvin para asegurarse de que estuviera bien.

Hace días que no hablaba, así que mi diafragma tuvo que llenarse de aire para continuar.

—¡Parecen animales! —declaré— No creas que no te vi cuando tomaste ese pan, imbécil —le espeté al vigilante culpable—. Dejen al pobre hombre en paz, es inocente.

Todos se quedaron estupefactos al ver cómo encaraba a los guardias. No determiné si lo que había hecho fue bueno o malo, ya que la ira consumía mi ser.

Hubo unos segundos de silencio antes de que el vigilante, al que yo había acusado de hurtar la comida, hablara.

—¡¿Cómo te atreves a mentir?!; ahora tú compartirás el castigo con Gauvin —dijo, fingiendo indignación.

Ya estaba harta de su actitud, ya estaba harta de que el personal de esta institución se hiciera la víctima cuando los enfermos éramos nosotros. Casi me lanzo sobre él, obedeciendo mis impulsos, pero Angelina intervino.

—¡Basta!, ¡es sólo un pan!, ¡déjenlos en paz! —pidió, poniéndose en medio de los guardias y yo.

—Angelina, ¿le crees a esta loca? —murmuró el vigilante.

—No, no, pero sólo es un simple pan; ya les has hecho bastante —susurró la joven enfermera.

Angelina calmó a los guardias, haciéndolos retroceder. También logró tranquilizarme, y se lo agradezco. Respiré profundo y traté de concentrarme. Me pareció que todo empezaba a dar vueltas. Iba a explotar.

Céline y Amélie estaban ayudando a Gauvin a ponerse de pie mientras Geneviève, Dominique y Ferdinand, que se hallaban en la misma mesa, me clavaban la mirada. Todos lo hacían. No pude soportarlo, por lo que salí corriendo del comedor con un mal sabor en la boca.

No me detuve hasta llegar a mi celda. La abrí rápidamente y la cerré de una manera que hizo retumbar a las paredes. Fui al inodoro y vomité sintiendo cómo toda mi voluntad, aliento y dolor se iban en el esfuerzo de sacar la comida de mi cuerpo. Me levanté rápidamente, jalé la palanca del baño, y me enjuagué la cara y boca con tanta agua, que terminé empapada. Entonces caí rendida al suelo.

Había empezado a sudar de una manera excesiva y las lágrimas brotaron imprudentemente. No podía detenerme. Comencé a gritar muy fuerte, probablemente volvería a vomitar. Estaba tan desesperada, que quería quitarme la estorbosa ropa y cortarme la piel hasta que mi cuerpo fuera pura sangre.

Flexioné las piernas y tomé mis pies, enterrando las uñas de mis manos en ellos, mientras chillaba y las lágrimas hervían contra mis mejillas. Paré hasta que me cansé de llorar. Mis pobres tobillos ya sangraban.

Me incorporé cuando escuché el chasquido de la puerta. Salí a averiguar quién era, se trataba de Geneviève. La chica me miró con mucha seriedad. No me pude ni imaginar cómo me encontraba, de seguro tenía los ojos desgastados y la cara roja.

—Fue muy valiente lo que hiciste y Gauvin te lo agradece —comentó.

Asentí con la cabeza sin dejar escapar un solo sonido y me metí en la cama, enrollándome con las sábanas para hacerme pequeña.

Mi acción por Gauvin no fue un acto de valentía, sino que simplemente era lo correcto; pero no contradije a la adolescente porque estaba cansada de hablar. No obstante, después pensé en lo que ocurrió entre Geneviève y yo: También pude haberlo detenido, sin embargo, no lo hice... Entonces vino la culpa, ya había tardado en aparecerse.

—¿Geneviève?

—¿Sí? —respondió ella, acostada en su cama.

—Perdón por lo sucedido en el jardín —murmuré.

—Ah, eso... No importa, me da igual —dijo y se volteó al lado izquierdo para darme la espalda.

Claro que le importaba, claro que no le daba igual. Seguía muy dolida por aquella situación y sinceramente yo ya no sabía qué hacer para compensárselo, así que rogué que esta culpa desapareciera pronto para poder continuar con mi estado de aislamiento.

Esa noche Angelina no nos esposó, lo cual fue un alivio porque, de esa manera, pude dormir plácidamente. No soñé, aunque no era novedad, toda la semana me la había pasado sin soñar. Era una persona vacía.

En la mañana del domingo nos vinieron a despertar para que bajáramos a la visita. Todos nos pusimos el uniforme y salimos de nuestras celdas para encontrarnos con nuestros familiares y seres queridos..., ese fue el problema. Al ver los escalones me acobardé y decidí no ir. No quería ver a mi familia. No, no y no. Sería muy doloroso, ¿y qué tal si me salía de control...? No, gracias, mejor me quedaba en mi celda. Me escabullí y corrí de regreso a mi habitación sin dejarme pensarlo un segundo más porque, o si no, me arrepentiría.

Estuve un buen rato sentada, recargándome en la cabecera de la cama, hasta que Angelina llegó a mi cuarto. La enfermera me sonrió, después se sentó junto a mí.

—¿No bajarás? —preguntó dulcemente.

—No —respondí.

—Adivino, ¿te da vergüenza?

—Exacto —contesté, mirándola a los ojos.

Me dio un apretón en el hombro y trató de formular bien lo que quería comunicarme. Sería amable, ella me había rescatado de esos guardias.

—Fue muy noble que quisieras salvar a Gauvin... No eres un monstruo, así que no te avergüences de que tu familia te vea en estas condiciones; ellos te aman. La razón por la que te metieron aquí no es porque resultes una carga, sino que quieren que mejores, y deberías intentarlo.

No le contesté nada..., ni siquiera quise contradecirla. Tal vez tenía razón.

Hubo un prolongado silencio entre nosotras, hasta que la enfermera lo rompió.

—Bien, haremos un trato: Yo iré allá abajo, volveré a decirte quién vino a buscarte y tú decidirás si vas o no, ¿te parece?

Asentí con la cabeza infantilmente.

La auxiliar se fue y yo me quedé sola en la celda otra vez. Podría haber sido un buen momento para llorar, pero no lo hice, no quería hacerlo; ¿qué tal si al final me animaba a bajar y su primera impresión de mí fueran mis ojos húmedos? No, estaría mal.

Me entretuve jugando con un hilo de la almohada; eso me mantenía lejos de mis deseos por ver a mi familia. Quería que el domingo desapareciera para que se alejaran de mí para siempre.

No supe con precisión cuánto tiempo había transcurrido cuando Angelina regresó a mi habitación con noticias. Al escuchar el chasquido de la puerta me incorporé de la cama.

—¿Y bien?, ¿quién estaba? —pregunté, impacientemente, con el pulso a mil por hora y con un hormigueo en mi estómago.

—Había dos jóvenes: Una chica rubia y lacia con los ojos marrones, y otro chico castaño con ojos verdes; comentaron que estaban buscándote, ¿los reconoces?

Jennifer y Peter. Literalmente me lancé hacia la puerta para salir corriendo a su encuentro, no obstante, la enfermera me detuvo.

—Ya se han ido —anunció secamente—. Lo siento, Emily, la enfermera Deborah les dijo que no estabas y llegué demasiado tarde para detenerlos.

Sentí cómo mi corazón se fracturó y mi cuerpo perdió fuerza. Quise gritar y chillar como niña pequeña, repitiéndome lo estúpida que era. Sin embargo, Angelina no había terminado de darme el mensaje.

—Poco después entró un joven de cabellera negra y ojos oscuros. Preguntó por ti, yo le respondí que me permitiera unos segundos y vendría a avisarte, él me lo negó, pero me pidió que te diera esto —entonces me enseñó una caja envuelta con papel morado, ya la habían abierto—. Lo lamento, las reglas dictan que debo de revisarlo antes para asegurar que no contenga algún arma o algo así.

No pude pensar en otra cosa que no fuera el paquete. La enfermera me lo dio ¿o yo se lo arrebaté? No tuve ni idea. Parecía que mi alma rota se había recompuesto por un instante. Mis nervios tenían a mi cuerpo temblando, así que me costó trabajo abrir la caja. Aventé la tapa para descubrir en el interior unos papeles blancos con un lápiz sin punta justo al lado. Saqué las hojas, que serían como unas veinte, tratando de descifrar lo que significaban. Me tardé un poco por mi descontrol muscular, pero cuando por fin lo logré, me encontré con una pequeña nota amarilla en el fondo del contenido.


Haz lo que se te da mejor para sobrevivir,

Edwin.

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