CAPÍTULO 22: ESCLAVOS DE LA OSCURIDAD

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Mis semanas solitarias en el hospital psiquiátrico llegaron a su fin gracias a esa partida de truque. Comencé a sentarme junto a mi grupo de terapia en las comidas. Durante los tiempos libres, los siete nos enfocábamos en la baraja española. Ferdinand nos enseñó múltiples juegos que podíamos implementar con aquellas cartas. Sinceramente, en la actualidad no recuerdo nada de lo que aprendí y me causa nostalgia que sea así.

Por otra parte, en las mañanas siempre me comía una jugosa manzana y me iba a las siguientes actividades. A veces tocaba Pintura o Música. La verdad mi favorita era Pintura. Nunca supe dibujar y colorear muy bien, no obstante, me tranquilizaba ver cómo las acuarelas se deslizaban por el papel de una manera casi perfecta.

En las terapias todos tomábamos nuestra postura de fanfarrones, pero en general nos llevábamos bien. Nunca pude definir si éramos amigos o no; sin embargo, ellos fueron el único contacto humano que tuve en esa institución, por lo que jamás los desprecié. Durante el día jamás hablábamos sobre nuestro pasado, enfermedad o sentimientos; sólo platicábamos de la vida y la sociedad. Al llegar la noche solamente deseaba dormir, por lo tanto, tampoco entablaba una conversación profunda con Geneviève; nuestra relación aún no era trascendente, pero estaba bien así.

No recibí noticias de Edwin en los fines de semana posteriores a cuando le escribí la carta. Angelina me comunicaba que él no llegaba a la visita. Nadie venía a verme los domingos, y eso hasta cierto punto me alegraba porque evitaba que cayera en uno de mis ataques. No obstante, el hecho de que mi amigo aún no hubiera regresado a recoger mi carta, me causaba pánico; pero intenté con todas mis fuerzas no pensar en eso hasta recibir buenas noticias sobre él.

Finalmente, lo mejor de todo era la nula aparición de Sophie y la Serpiente en mi vida. Apenas y pensaba en ellas. Estaba tan plácida, que casi podría decir que experimenté la felicidad en aquellos días.

Dejé de ver a mis compañeros como enemigos y los comencé a visualizar como guerreros que intentaban abatir la pena, esto me hizo sentir compasión. Así que cada vez que estaban alegres, no podía evitar que mi corazón diera un vuelco de júbilo.

El recuerdo más asombroso que tengo sobre ellos es en una sesión del taller de Música. El profesor siempre traía canciones para que las tocáramos con los instrumentos que él nos daba, y, además, cantáramos las piezas. Esa vez trajo Novocaine for the Soul de los Eels. Nos repartimos la canción entre Amélie, Geneviève y yo. Dominique se fue a la guitarra, el señor Ferdinand tocó el tambor, Céline el pandero y Gauvin el xilófono. Fue algo inolvidable. Cada una de nosotras cantó una estrofa y todos exclamábamos juntos Before I sputter out en el coro. Estoy segura de que ese momento fue uno de los más radiantes que ha tenido ese hospital.

Sinceramente, sólo supe cómo fue el final de Geneviève, Ferdinand y Céline; de Amélie, Gauvin y Dominique jamás me enteré de nada al respecto. Ojalá que se encuentren bien; y si ya no están vivos, espero que la muerte no haya sido tan cruel con ellos tal como lo fue la vida. 


Esa mañana me hallaba de muy buen humor, ya que me había informado Angelina que era lunes, 10 de diciembre del 2012; ¡faltaban dos semanas para Navidad! Me encantaba esta época porque era de las pocas veces en el año en la que toda mi familia lograba reunirse en un mismo lugar. Sabía que en estas fechas no estaría a su lado, pero imaginarme el ambiente, como si me encontrara a punto de vivirlo, me producía un gran entusiasmo. Era un bonito autoengaño que me había propuesto realizar para impedir mi recaída. Realmente estaba esperanzada con la idea de que pronto me hallaría lejos del manicomio si mi comportamiento seguía tan sensato. Ningún pensamiento nocivo o autodestructivo había pasado por mi cabeza desde que había salido del cuarto de aislamiento cuando me golpeé la cabeza. Eso sí, me encontraba algo atareada porque sabía que estaba olvidando algo importante, sin embargo, no sabía qué era. Le daba vueltas al asunto, pero no lograba asentar de qué se trataba, así que sólo dejaba de pensar en ello para no abrumarme. Claro, después me arrepentiría de haberlo hecho... ¡Malditas píldoras!, ¡era su culpa que yo no recordara las cosas!

Llegué al salón, donde era la terapia grupal, y ocupé mi asiento con una actitud muy apacible. Gauvin era el único que ya estaba en su lugar, listo para iniciar la sesión. Balanceaba sus piernas de arriba hacia abajo como un pequeño niño impaciente. De una oleada, llegaron los demás siseando palabras que no logré entender. Se sentaron en las posiciones de siempre y pusieron su cara de pocos amigos. Claire entró después y cerró la puerta detrás de ella. La entrada quedó custodiada por Angelina, Deborah y los dos auxiliares de siempre.

—Bien —dijo la doctora, instalándose en medio del círculo—, me alegra vernos a todos aquí. Comencemos —hubo un silencio, algunos de mis compañeros lanzaron pequeños quejidos—. Primero que nada, quiero felicitar al grupo: Me han informado que, en estas semanas, el comportamiento de cada uno ha sido excepcional —me mostraba indiferente y encogida de hombros en mi asiento, pero admito que la noticia hizo que mi corazón diera un saltito de orgullo—. Han aprendido a ser pertinentes, han dejado de lado el individualismo...

Claire fue interrumpida por las carcajadas sarcásticas de Amélie.

—Amélie, ¿no estás de acuerdo con lo que estoy diciendo? —quiso saber la doctora.

—No, no estoy de acuerdo, doctora —admitió la mujer con algo de rudeza—. No me gusta que quieran minimizar mis problemas para convencerme de quedarme callada y aguantar todo el dolor que cargo —dejé de pensar en ese momento. Simplemente abrí mi alma para sentir el significado de esas palabras—. Sé que hay gente allá afuera que la pasa peor que nosotros aquí, pero eso no significa que nos tengamos que someter a lo que el mal deseé hacernos bajo la excusa de que hay cosas más crueles —nos miró a los seis melancólicamente—. No sé qué hicieron en el pasado o cuál fue la causa exacta por la que terminaron padeciendo sus enfermedades, pero por el tiempo en que he convivido con ustedes, puedo determinar que son buenos..., todos, me incluyo en esto. Así que no crean por un segundo que nos merecemos vivir en la miseria y alimentarnos de las sobras, somos dignos de que nos respeten.

Algunos agacharon la cabeza y otros se les reflejó en los ojos la inmensidad del vacío. Yo tuve una sensación de cansancio por el mundo. Estaba fastidiada de tener que pelear para conseguir una voz. Era algo tan titánico, que ya no me encontraba dispuesta a tolerarlo más. Allá afuera aplastan hasta al de mejores intenciones, nosotros éramos prueba viviente de eso. Sólo golpean y golpean. Destruyen a una persona desde sus adentros, y no paran hasta reducirla a cenizas. ¡Qué porquería! Prefería pudrirme aquí antes de regresar a un mundo como ese. Estaba a punto de ahogarme en la rabia, pero la voz apaciguada de la doctora Claire me calmó:

—Buen punto de vista. ¿Alguien no concuerda con Amélie?

Dominique alzó la mano tímidamente. Ahí fue cuando todo se salió de control.

—¡¡Tú mereces respeto!!, ¡aunque no lo quieras! —gritó histéricamente Amélie, saltando de su asiento.

Todos brincamos por el susto.

—¡Cállate!, ¡tú no sabes nada! —espetó Dominique más fuerte, incorporándose agresivamente de su lugar— ¡¡Yo maté a mi madre!!, ¡¡¡no merezco el perdón ni el respeto de nadie!!!

El chico había empezado a llorar desesperadamente. Le dolía tanto, que se dobló, tomándose con fuerza el abdomen. Yo estaba cerca de él, así que pude ver cómo sus piernas temblaban de la cólera. Temí por un segundo que las fuerzas le fallaran y se cayera. Los auxiliares iban a acercarse a sosegarlo, pero la doctora hizo un movimiento para indicarles que se detuvieran. Cuando Dominique logró calmarse, comenzó a caminar de un lado al otro con desesperación.

—¡¿Y ella qué te hizo?! —exclamó Amélie con la misma demencia que antes.

Vi de reojo que Céline se acercó a Gauvin para tranquilizarlo, ya que él estaba empezando a titubear de miedo por la situación.

—¡Nada! —bufó Dominique.

Por sus movimientos y su forma de hablar, supuse que estaba buscando desesperadamente un ancla que lo ayudara a no caer en la locura. Su estabilidad pendía de un hilo.

Por otra parte, yo estaba aterrada. Creía que, en cualquier momento, los calmantes perderían su poder y nos alzaríamos completamente desquiciados.

—¿Qué te hizo tu padre? —siguió imprudentemente Amélie, interrogando a Dominique con cinismo.

Él detuvo su andar y la miró con ojos de tiburón. Hubo un silencio de muerte en toda la sala.

—¡Ah! —se burló Amélie—, ¡él es tu trauma!, por tu padre estás aquí.

—¡Amélie! —la regañó Claire.

—¿Qué? —dijo agresivamente la mujer— Por lo menos él recuerda por qué cedió ante la locura —ahora era ella la que hacía movimientos bruscos en el aire—, ¡yo no!; ¡¡así es, tengo ninfomanía y no sé por qué!!

—Basta —ordenó Claire, poniéndole fin al griterío. Dominique y Amélie se aplacaron al instante. Fue como si la doctora los hubiera devuelto a la realidad— Siéntense —les pidió amablemente, ellos lo hicieron sin protestar.

Mi alma se alivió. Las paranoias de ambos estaban perpetuando mi frágil paz interior.

—Amélie, muchas veces los traumas más impactantes, que pueden definir algunas patologías del individuo, son bloqueados por el cerebro. En tu caso, ha sido difícil para la psicología determinar la causa exacta por la que la gente se inclina a la ninfomanía.

Cambió tan rápido el rumbo de la conversación, que fue complicado seguir el ritmo de sus palabras.

—Dominique, es bueno que recuerdes tu trauma porque se puede trabajar más fácilmente con él, y así, más pronto lo dejarás ir —era increíble cómo la doctora Claire había logrado apaciguarnos con palabras nada alentadoras. Tenía un don. Con su sola voz, el lugar había vuelto a su ambiente sereno—. Ahora —siguió, dirigiéndose al mismo joven—, debes entender que tus traumas no justifican para nada lo que has hecho. Sin embargo, ten la confianza de contar tus problemas en este círculo seguro.

Mis compañeros, con excepción del pobre Gauvin que se recuperaba del susto anterior, lo observamos con interés.

—¿Si soy capaz de decirlo, significa que ya lo superé? —preguntó él con un hilo de voz y los ojos cristalizados.

—No exactamente —contestó la doctora—. Si aún tienes ataques cada vez que piensas en ello, entonces no los has superado. No obstante, si lo cuentas ahora, quiere decir que por fin has decidido confiar en los presentes en esta sala.

Nos examinó con cautela a cada uno, pasó saliva y empezó a relatar: 

—Mi padre siempre tuvo un temperamento muy explosivo. Nos pegaba a mi hermana, a mi madre y a mí con frecuencia... Por esto, cada vez que empezaba a ser violento, mi mamá decía que fuéramos al ropero y nos encerráramos ahí hasta que terminara. Era una pesadilla escuchar los gritos y los golpes feroces. Mi hermana se fue en cuanto acabó la escuela para ya no vivir en aquel tormento, huyó con su actual esposo. Yo tuve que quedarme más tiempo ahí por ser el menor —lágrimas cayeron de sus ojos. Dejé de verlo y agaché la cabeza. En ese hospital era difícil aguantarle la mirada a alguien mientras estaba en pleno sufrimiento—. Cuando estaba a punto de graduarme, decidí que no podía dejar la casa sin haber resuelto el problema que representaba mi padre, pero sinceramente no sabía qué solución era la más óptima. Un día llegué de la escuela y el caos se desató. Él se encontraba completamente enloquecido —su voz temblaba—. Iba a asesinarla en ese instante si yo no hacía algo, así que corrí al estuche de herramientas, saqué el martillo, me abalancé hacia él y le pegué en la cabeza hasta matarlo —silencio. Un largo silencio. Dominique se había quedado en trance... Después de unos extensos segundos, reaccionó—. Luego fue lo de la policía y el proceso judicial empezó. Mi madre fue declarada incompetente porque comenzó a tener episodios de ausencia, creo que no pudo controlar el shock que le provocó ver el asesinato. A veces sólo parecía catatónica, así que no pudo testificar —resopló—. En fin, tardaron un año en definir bien mi condena. Mi hermana consiguió un buen abogado y este pudo convencer al juez de que era mentalmente inestable debido a mi infancia violenta y demás, así que de milagro me aceptaron aquí.

Un ambiente de pesar se extendió por toda la sala. Ante tal historia, simplemente tragué saliva y me quedé callada. No tenía nada que añadir en voz alta. Eso sí, aumentó la rabia en mi pecho mientras me cuestionaba cómo era posible que hubiera tanta maldad en un hombre, y me enfurecí más cuando me respondí que la culpa recaía sobre la sociedad cancerosa que estaba allá afuera.

Lo más deplorable es que ahora hay cientos de hombres en el mundo que son como el padre de Dominique: Abusadores. La sociedad les ha enseñado que no existen consecuencias para tales actos aberrantes. ¿Y qué hacen? Siguen y siguen, aplastan y aplastan, viven sin probar una pizca de justicia; y los demás se hacen ciegos y sordos ante los gritos de súplica. Agonizamos. El amor, la empatía y el respeto agonizan. El individualismo es el veneno que está matando a la humanidad desde la raíz.

—Siempre has dicho que mataste a tu mamá, pero en realidad sólo asesinaste a tu padre —comentó seriamente Amélie.

—El estado mental de mi madre empeoró terriblemente desde que me vio asesinar a su esposo, así que, prácticamente, también la maté a ella —aclaró Dominique.

Después se inclinó en su asiento, cruzó los brazos y agachó la cabeza. Supuse que era suficiente. Dominique nos había abierto su corazón y ahora lo había vuelto a cerrar. Eso fue lo primero y lo último que nos dijo sobre su vida.

—Gracias, Dominique. Espero que te sientas mejor ahora que lo has dicho —habló Claire—. Si me lo permites, le informaré a tu terapeuta individual sobre esto para que lo trabaje contigo en privado.

Él apenas asintió con la cabeza.

—Bien —la doctora se aclaró la garganta—. Continuemos —volteó hacia Amélie—. Amélie, ¿deseas compartir algo sobre tu vida o tus sentimientos?

La mujer miraba al piso fijamente. Negó con la cabeza.

—Sólo deseo decir que estoy perdida, arruinada —alzó la cabeza y nos miró con las lágrimas contenidas—. La fe se me agotó —sollozó.

Eso me dolió en el alma. La sensación de impotencia me invadió y aterricé en la realidad...: Yo no podía salvar a estas personas.

Amélie gimoteó sólo una vez, luego se limpió las lágrimas con la manga del suéter y respiró profundo para controlar la melancolía. Claire sonrió tristemente de manera fugaz y se volteó hacia Céline. Por fin estábamos abriendo nuestros corazones.

—¿Céline?, ¿algo qué agregar? —dijo la doctora.

La pobre mujer ya estaba en el lamento. Negó con la cabeza mientras cerraba los párpados con fuerza. Las lágrimas caían suavemente por sus mejillas coloradas. La pena del pasado se reflejaba en su rostro.

—No, no estoy lista —gimió. Lloraba desconsoladamente—. Cuatro años han pasado desde que el martirio se acabó, pero a veces siento que aún sigue aquí. Lo veo en mis pesadillas todo el tiempo —comentó, después se sumió más en el llanto.

Amélie la tomó del hombro dulcemente y Céline se hundió en sus brazos. Fue extremadamente complicado soportar sus sollozos sin derramar lágrimas, pero lo logré. No podía llorar ahora ni nunca frente a estas personas. Necesitaban ver a alguien con seguridad y fortaleza para no caer en la locura; decidí que yo debía ser esa persona, yo sería su retorno al mundo real.

—¿Gauvin? —siguió Claire.

Él tenía los brazos cruzados y la cabeza agachada, negó rápidamente.

—Sólo digo que a veces me enojo.

—¿Te enojas? —inquirió la doctora.

—Mucho.

—¿Por qué?

—Porque no sé qué está pasando a mi alrededor la mayoría del tiempo.

Otro golpe para mi frágil cordura. Debía estar aquí, pero ya no podía resistir tanto. La tristeza amenazaba con hundirme...

—¿Geneviève?

La chica estaba con los pies arriba del asiento, abrazando con mucha fuerza sus rodillas. Miraba al suelo como si se sintiera avergonzada de vernos a los ojos.

—No tengo nada que añadir —sollozó y se limpió las lágrimas de los pómulos con su mano izquierda.

Claire asintió y giró hacia la siguiente persona.

—¿Emily?

Para mí era confuso. Tenía recuerdos muy borrosos de mis episodios de demencia, a veces ni podía recordar con claridad lo que había ocurrido en el incendio; era como si una densa niebla se extendiera sobre ellos. Durante mucho tiempo intenté ahuyentar a la capa que lo cubría todo, pero nunca cedía completamente. Fui capaz de unir todas las piezas e hilar lo ocurrido hasta los veintiocho años por mi estabilidad. Gracias a ello, hoy puedo contarles esta historia. Sin embargo, en aquel presente sólo escuchaba siseos espeluznantes.

—Fuego —respondí con la mirada perdida en el vacío.

—Disculpa, ¿qué dijiste, Emily? —volvió a preguntar Claire.

—Sólo veo fuego —contesté, dirigiéndole una mirada débil y fría.

El cuestionamiento me había desahuciado. Ella asintió suavemente con la cabeza.

—¿Y qué hay de ti, Ferdinand?

—No tengo nada que agregar —replicó.

—¿Seguro?, ¿no deseas dedicarles a tus compañeros algunas palabras reconfortantes?

El hombre guardó silencio un instante.

—¿Qué se le puede decir a alguien que ya perdió la esperanza? —concluyó, rompiéndome en pedazos.


Después de la sesión pasé el resto del día en la sala común sin intercambiar conversación alguna. Estuve tranquilamente sentada, tratando de deshacerme de la ira y el dolor para no hundirme en la oscuridad; porque si lo hacía, despertaría a Sophie de su profundo sueño. Me sentía muy mal; creí que no lo lograría, pero mi método de ver hacia el techo, buscando las imperfecciones en la pintura y el concreto, dio resultado. Pude matar al tiempo.

El fin de mi agobio llegó cuando me dieron mis medicamentos de la noche. Eran unas drogas muy potentes que hacían que me quedara dormida casi al instante. Ya ni siquiera podía componer una oración coherente cuando esos fármacos empezaban a hacer efecto.

Cuando Bridget me puso las píldoras enfrente con el vaso de agua para que las ingiriera, le pedí suplicantemente que me diera más pastillas, ya que deseaba dormir plácidamente; y para mí, dormir plácidamente era no soñar nada. Ella me lo negó, recordándome que no era nada bueno desear estar drogada para sentirme bien. No analicé su comentario, sólo lancé un quejido de reproche y me tragué los medicamentos hasta el fondo.

Llegué a mi celda arrastrando los pies. Mi cuerpo amenazaba con caer inconsciente antes de que pudiera llegar a mi cama. Me dominaba la penumbra, ni siquiera vi si Geneviève ya se encontraba en su camastro al momento en que cerré la puerta. Apenas logré meterme entre las cobijas y poner mi cabeza en la almohada cuando me dejé caer en los brazos de Morfeo.


Unos abrumadores aullidos me despertaron en medio de la noche, sin duda alguna las drogas habían perdido su efecto. Me levanté de un salto, espantada por tales alaridos. Identifiqué que los chillidos venían de la esquina superior izquierda de la habitación. Pude observar los pies de Geneviève gracias a la llanura debajo de su cama. Me quité las lagañas de cada carúncula y me levanté sigilosamente del lecho.

Llegué de puntillas hacia el lugar. En medio de la oscuridad, pude visualizar a la joven hecha un ovillo, lamentándose sobre la pared. Se agarraba los tobillos con una fuerza lastimosa para su piel. Me di cuenta de que yo había sido una tonta por pararme a ver cómo se encontraba, no sabía ni cómo comenzar a consolarla.

—Diles que se vayan —me susurró entre sollozos cuando se percató de que estaba frente a ella.

—¿A quiénes? —quise saber, dándole vueltas a la celda con la mirada.

Luego reaccioné. Qué estúpida. Creo que aún seguía adormilada porque tardé en notar que Geneviève se refería a sus visiones.

—¿Dónde están? —pregunté con el tono más tranquilo que mi voz pudo emitir.

—Detrás de ti.

—Claro —asentí convincentemente.

Sé que debí sentirme como una ridícula por lo que estaba a punto de hacer, pero la verdad sólo quería ayudar, así que no me avergoncé en lo absoluto. Volteé hacia mis espaldas y me preparé para hablarle a la nada.

—¡Oigan, impertinentes! —espeté, quitándome la pena de encima—, probablemente son las tres de la mañana y mi amiga quiere dormir, así que vengan a joder en otro momento, ¿quieren? —concluí cómicamente.

Geneviève empezó a lanzar risotadas maniáticas, haciendo que me girara de inmediato. Se me hizo extraño, no creí que me hubiera salido tan gracioso. En fin, estuve a nada de esbozar una sonrisa cuando la vi produciendo dopamina.

—¿Funcionó? —le murmuré, inclinándome hacia el suelo.

Ella no me respondió, sino que siguió con las carcajadas descontroladas. Después, de un momento a otro, estaba volviendo a llorar a mares. Me inquieté demasiado. Ya no sabía qué hacer para calmarla. Parecía una estatua, observando cómo la pobre chica sufría.

—¡Quiero morirme! —exclamó—, ya no aguanto más. ¡¡¡Quiero morirme!!!

Ante su último bramido de suplicio, me senté en el suelo junto a ella y extendí mi brazo para abrazarla. Geneviève hundió su cabeza en mi pecho, y siguió temblando y gimiendo mientras repetía cada vez más bajo Quiero morirme. Después de un rato, dejó de decirlo y se aferró firmemente a mi cuerpo. 

Sé que me había prometido no involucrarme en nada personal con esta chica, pero sus chillidos hacían que mi alma retumbara. Nadie vendría a ayudarla, aquí no le hacían caso a los gritos que se oían en la noche; yo era su única esperanza.

Sinceramente, no tenía idea de lo estaba haciendo e ignoraba si esta era la manera correcta de consolar a una persona como Geneviève. Por lo tanto, en ese momento sólo pude tener certeza de una cosa: Se sentía bien. 

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