CAPÍTULO 29: EL FINAL DEL SENDERO

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Llevaba mucho tiempo despierta cuando los rayos anaranjados se reflejaron en la puerta plateada y fría, rebotando al suelo para dejar al descubierto el polvo del lugar. Me quedé petrificada, mirándolos, para pasar el rato. No sé cuánto tiempo faltaba, pero pronto Angelina quitaría el seguro de mi puerta y me ordenaría levantarme para ir al desayuno. Desde que había salido de aislamiento, mi enfermera me había acompañado a casi todas mis actividades. Estoy segura de que los médicos le habían dado esa instrucción, sin los ánimos de otra persona no me pararía ni a golpes de la cama. Lo único que me lograba sacar de las sábanas eran mis deseos por saber de Edwin, sin embargo, ya había pasado mucho tiempo desde que la auxiliar me dijo que él no había regresado. Ahora no sabía la fecha exacta en la que me encontraba, no obstante, recordaba que Angelina me había comentado hace unos días que ya estábamos en junio.

Mi celda se hallaba más callada que una tumba. La luz iluminaba al gris de todas sus paredes y el blanco de su piso. Lo único que había dentro de ella eran esos dos lechos. En uno estaba yo enrollada en las cobijas, mirando hacia el umbral; y en el otro las cubiertas se encontraban intactas. No me gustaba mirar hacia el lado izquierdo de la habitación porque, la cama que había estado desocupada desde el 7 de enero de este año, me causaba escalofríos; aunque en ocasiones no tenía opción, ya que debía pasar frente a ella para ir al baño. Cuando comencé mi readaptación en Psiquiatría, Abad y Claire tuvieron una discusión sobre si debían cambiarme de cuarto o no. El doctor decía que el traslado era necesario para que saliera de la depresión, pero la doctora refutó, asegurando que debía permanecer en la misma recámara para que afrontara el trauma y superara más rápido la muerte de la joven, entonces al final me quedé. La verdad no creo que haya sido una mala idea, ya que aquí todos los cuartos son iguales, así que era lo mismo si decidían reubicarme o dejarme.

El sonido del seguro se hizo oír y la puerta se abrió ante mis ojos.

—Arriba, Emily, ya es de día —dijo mi enfermera.

Me levanté de la cama sin protestar, realmente me impresionó que lo hubiera hecho con suma agilidad. Sin embargo, tardé más en colocarme los zapatos; Angelina no me ayudó, ya que me había dicho días atrás que era bueno darme mi espacio y permitirme hacer las cosas yo sola.

Minutos después, nos dirigimos hacia el umbral para ir al comedor. Había mucho movimiento en los pasillos a pesar de que me había preparado lo más veloz que pude. Caminé a paso lento porque lo que menos deseaba era irme al montón y ser empujada por los pacientes. Angelina jamás se desesperó, ella siempre fue una persona tolerante.

Llegué a la cafetería cuando la mayoría ya estaba desayunando. Anduve entre las sillas con la espalda recta, los tobillos firmes y el rostro viendo hacia la pared al final del lugar. Me sentaría en mi sitio de siempre: la última mesa en la esquina superior derecha de la habitación. Había estado comiendo sola desde que salí de aislamiento, no quería estar con mis compañeros de terapia. Siempre me contemplaban al principio de los almuerzos para ver si por fin me sentaría con ellos, pero nunca lo hacía... y ya nunca lo haré. Deseaba pasar con mis amigos el menos tiempo posible. Me avergonzaba que me observaran a los ojos, sentía que en cualquier momento preguntarían por ella y qué fue lo que vi cuando falleció; para ese cuestionamiento jamás tendría respuesta, así que no me apetecía tenerlos cerca. Transité por su mesa momentos antes de llegar a la mía. Los vi de soslayo, y ahí estaban sus miradas inquisitivas de siempre. Fue un alivio cuando por fin me senté en mi lugar, dándoles la espalda a sus ojos indagadores.

Deborah inmediatamente le dio el plato a Angelina para entregármelo. Mastiqué el alimento sin disfrutar su sabor, aunque intenté no atragantarme. Quería salir huyendo de la cafetería para esconderme en mi soledad. Tiempo después logré acabarme la comida, fui a dejarla a la bandeja y me dirigí hacia el puesto de enfermería con Angelina siempre siguiéndome a distancia. Había pocos en la fila cuando llegué al sitio. No tardé mucho en pasar con Bridget y tomarme las pastillas sin vacilar. Después fui con Antoine para mi verificación rutinaria del ingreso de mis medicamentos a mi tracto digestivo.

—Todo en orden —avisó, pidiéndome con la mano que me retirara.

Planeaba regresar a mi celda antes de mi terapia grupal... ¿Qué día era hoy? ¿Me tocaba asistir con Abad? Con Claire iba todos los días, excepto los domingos; y con Abad sólo los martes. La verdad no tenía idea de la fecha exacta, pero supuse que dentro del transcurso de la tarde mi enfermera me diría adónde ir.

—Emily, hoy es día de baño —anunció Angelina cuando yo intentaba retomar el camino hacia mi cuarto.

Me detuve sin tambalear con mi expresión habitual de indiferencia.

—Bien —contesté con la garganta reseca, dándole la espalda.

Aguardé en mi habitación a que la auxiliar regresara con mi ropa limpia, una bata y los utensilios de limpieza para ir a las regaderas. Estuve muy quieta, sentada en la cama, observando fijamente al umbral. Angelina no tardó mucho en volver con todo lo necesario. Posteriormente nos dirigimos a las bañeras. Mi enfermera iba en la cabeza de nuestra marcha.

Al entrar, un calor repentino me invadió. A pesar de que las ventanas estaban medio abiertas en lo alto de la estructura, el bochorno no desaparecía. Las paredes sacaban humo y el piso se encontraba resbaladizo. La primera vez que entré aquí, hace tiempo atrás, confirmé que la razón por la cual no dejaban que nos bañáramos sin la supervisión de un auxiliar era por el suelo propenso a fuertes caídas.

Angelina me entregó todo lo que traía en las manos y yo, sin esperar alguna invitación, me fui hacia un compartimiento para desnudarme y ponerme la toalla. Los momentos en que estuve sin sandalias mis pies se congelaron, por lo tanto, tuve que darme prisa en quitarme mis vestiduras. No sentí ni una ráfaga de viento en mi espalda, pero, aun así, me puse la bata. Tomé el jabón y el sobre de champú, asegurándome de que mi ropa limpia no se fuera a caer de la banca donde la había colocado. Salí del sitio y me dirigí a la regadera para poner los utensilios en el hueco de la pared.

—¿Qué día es hoy? —dije de repente sin mirar a mi enfermera.

—Martes, 18 de junio del 2013 —respondió Angelina desde la puerta, acostumbrada a pronunciar la fecha completa cuando le preguntaba.

Martes; hoy iría con Abad, qué horror. No obstante, lo peor de escuchar su respuesta no fue que era el día de mi terapia individual, sino que ya se habían cumplido más de dos meses desde la última vez que supe algo sobre Edwin. Por alguna razón, el hecho no provocó ningún malestar en mi cuerpo; simplemente me adherí a mi tristeza normal y me quité la bata sin darle más rodeos al asunto.

Puse la toalla encima de un compartimiento y abrí la llave de la regadera, midiendo la temperatura con la mano. Cuando el agua estuvo lo suficientemente templada para mí, me metí debajo de ella. Esta no tardó en mojar todo mi cuerpo. Cerré los párpados y me pasé las palmas por el rostro suavemente hasta la frente con el fin de colocarme el cabello atrás de mi cabeza. Un sentimiento muy liberador me acogió al realizar tal acción. Me restregué los ojos con mis nudillos y abrí los párpados. Posteriormente tomé el sobre de champú y lo rasgué para colocarme un poco de líquido en la mano. Protegí a mis ojos para después lavarme la cabellera. El producto emanaba un aroma tan dulce, que me hizo relajar los hombros.

Me había enjuagado la cabeza y el jabón ya había pasado por casi todo mi cuerpo cuando llegó el turno de mis brazos. Enjaboné con delicadeza ambas extremidades, el problema surgió en el momento en el que me topé con mi muñeca izquierda. TRAIDORA. Hace algunos meses me habían quitado el vendaje de mi mutilación, sin embargo, la cicatriz seguía ahí y era horripilante. Parecía que me habían escrito aquella palabra dentro de la piel. Apreté los dientes con fuerza y restregué el jabón encima de las sílabas, pero estas permanecieron ahí, intactas. Me desesperé, así que dejé el utensilio a un lado y, usando la ferocidad de mis uñas, intenté eliminar lo que me había hecho a mí misma. Claro que eso tampoco funcionó, sólo sirvió para llenarme de ira. Continué tallando mientras sentía cómo el ácido en el pecho me deshacía. Jadeaba entre el estruendo del agua y las lágrimas quemaban mis pómulos. Al ver que el vocablo no se borraba a pesar de mis esfuerzos, empecé a gimotear sin remedio y poco después me rendí, dejándome caer sobre la fría pared. Algo me apretaba tanto en el pecho, que no podía respirar; me iba a tirar de rodillas. Mi memoria no ayudó mucho cuando los nombres Geneviève, Peter y Edwin vinieron a mi mente. Por suerte, mi ataque no duró mucho tiempo gracias a Angelina. 

—¿Estás bien? —preguntó mi enfermera.

Esa pregunta fue la que hizo que recuperara la compostura.

—Sí, todo está en orden —respondí, poniendo mi espalda recta con ayuda de la mojada pared.

Moví frenéticamente la cabeza y me suprimí con éxito; claro, lo había hecho toda la vida ¿por qué esa técnica no me iba a funcionar ahora? Segundos después, cerré la llave de la regadera, y recorrí un par de pasos para llegar a mi bata y ponérmela encima.

Me vestí lo más rápido que pude para salir de aquel sauna. Al final me cepillé el cabello sin mucho interés a pesar de que estaba muy enredado; no terminé la tarea, y, aun así, me fui del compartimiento y le entregué todos los utensilios a Angelina. Ella apenas hizo una pequeña sonrisa antes de retirarnos del baño.

Posteriormente tomamos caminos separados. Yo me dirigí a la sala común con enfado al momento en que ella me prohibió regresar a mi celda. Si no hubiera tenido experiencia con mi enfermera, le habría hecho caso omiso a sus palabras, sin embargo, sabía que en algún momento del día iría a revisar mi cuarto para verificar que sus instrucciones hubieran sido acatadas. No quería provocar una escena entre la auxiliar y yo, así que no me quedó más que obedecer.

Entré al sitio de estar con cierto nerviosismo en el estómago. Me angustiaba que mis compañeros de terapia fueran a hablarme a pesar de mis múltiples intentos por huir de ellos. Sin llamar mucho la atención, me fui al mismo sillón que había utilizado para estar sola en total silencio. Me recosté en él y comencé mi sesión de preguntas sin respuesta, mirando hacia el techo. Lo bueno es que no pensé en las cosas terribles que sucedieron hace meses, sino que me acordé de la cita a la que asistí días atrás para que me hicieran un encefalograma. Los auxiliares nos fueron llevando por grupos pequeños al segundo piso para que nos realizaran el estudio. Recuerdo cómo me acostaron en esa silla acojinada con los bordes helados. Luego la doctora me pidió que no me moviera. Ya me habían hecho encefalogramas antes durante mi estancia en Psiquiatría, siempre estaba muy inquieta, no me gustaba presenciar tanto resplandor; pero en esa ocasión fue la primera vez que me petrifiqué, me sentía muerta. Al fijarme en mi comportamiento actual, me percaté de que justo ahora imitaba la posición que puse aquella vez: tiesa como una piedra.

—¿Quieres jugar? —quiso saber una voz conocida.

Volteé hacia mi derecha, pero no pude observar qué persona me había hablado; tuve que girar la cabeza hacia el piso para ver que se trataba de Amélie. La mujer tenía cartas en la mano y el resto de mis compañeros se encontraba a su alrededor, mirándome con curiosidad. Todos sentados en el suelo formaban un círculo.

—No, gracias —contesté rápidamente después de que analicé la situación.

Las manos comenzaron a sudarme. Iba a recargarme nuevamente en la almohada del sillón cuando, lo que más había temido que pasara, comenzó con dos palabras.

—Señorita Anderson... —dijo Ferdinand.

Sin embargo, Angelina lo interrumpió:

—Emily, es hora de tu terapia individual.

La enfermera lo anunció a una corta distancia de nosotros. No me había dado cuenta de su acercamiento por los nervios en mi pecho. Me levanté agresivamente del lugar para irme con ella, ignorando por completo a mis compañeros de terapia. No sé si hoy agradezco la intromisión de Angelina, pero en ese momento resultó ser un alivio para mis adentros. No obstante, pensándolo bien, me habría gustado escuchar al sabio Ferdinand hablar acerca de todo lo ocurrido, probablemente se trataba de algo alentador. Lo más triste es que esos dos simples vocablos fueron las últimas palabras que Ferdinand me dirigió.


Minutos después ya estaba sentada frente Abad. El doctor acomodaba unos papeles en un sobre amarillo, apenas había volteado a verme cuando ingresé al sitio. Yo lo observaba impacientemente, jugando con mis dedos para no irritarme.

—Bien —empezó a hablar luego de unos largos segundos—. Señorita Anderson —fijó su vista en mis ojos—, como sabe, luego del horrible accidente de la señorita Abdelbari —ja, accidente es como lo llama, ¿en serio?, pensé—, estos meses hemos intentado que usted se readapte a estar en grupo para darla de alta. Ya no es sano que ande en los muros de este hospital después de lo desgarrador que resultó para usted el fallecimiento de la joven. 

—¿Qué pasó con lo de superar el trauma? —cuestioné al instante, interrumpiendo su palabrería. 

No sé qué era lo que me tenía tan molesta.

—A veces para superarlo y seguir adelante se necesita alejarse del lugar donde nació —respondió.

—Pero así sólo se olvida, no se supera; y ambos sabemos que las palabras olvidar y superar no son sinónimas —refuté. 

—No, no lo son. Por eso tendrá que seguir asistiendo a terapia en cuanto regrese a su hogar. Ahora vamos con la información esencial, que es el propósito de esta cita —cambió de tema abruptamente—. La doctora Claire y yo hemos acordado que su proceso de readaptación ha concluido —¿qué? Si a pesar de que salí de aislamiento, el silencio es lo que más abunda en mi persona—. Sus parientes ya están enteradas de esto y analizan las oportunidades que tienen para beneficiar su salud mental, ahora ellas serán las que la cuiden —¡no, no y no!, a mi familia la quería lo más lejos posible de esta locura—. Les hemos recomendado que lo más prudente es que alguien viva con usted, así no habrá duda de que sus medicamentos son tomados en tiempo y forma, y si alguna... emergencia se llegara a presentar, recibiría ayuda inmediata —hizo énfasis al decir emergencia.

¿Qué pensaba?, ¿que me volvería a cortar? ¡Jamás!, claro, no conscientemente... Supe en ese momento que sí necesitaba ayuda para mantenerme al margen, pero no deseaba que ningún miembro de mi familia me tuviera lástima, eso sería detestable.

—Bueno, sin más preámbulos sobre el asunto, le informo que la daremos de alta el día de mañana: 19 de junio del 2013. Después del desayuno podrá irse a casa —declaró y yo no supe cómo sentirme al respecto.

Desde siempre había soñado con salir de este lugar infernal, sin embargo, me imaginaba que egresaría de aquí porque ya no habría nada de qué preocuparse; por lo que me causó un malestar enorme saber que no me daban de alta porque ya estaba bien, sino porque estaba tan mal, que seguir aquí me perjudicaría aún más. No me hallaba emocionada por la noticia, sino que me atormentaba el hecho de que mi familia sería nuevamente parte de esta historia; una historia donde la oscuridad era reina de mi vida. ¡Qué el Cielo me salve!, pensé, Ahora el juego de la Serpiente se extenderá al mundo exterior.

—Bien, me alegra escuchar tan buenas noticias —comenté, esbozando una sonrisa engañosa.

—Sí... —murmuró para sí— Bueno, vaya a disfrutar su último día en Psiquiatría, señorita Anderson —concluyó, fingiendo que me daba ánimos.

—Créame que lo haré —contesté burlonamente, mintiendo de nuevo.

Me levanté de la silla y salí por la puerta con brusquedad. Creo que el psiquiatra ni siquiera se dignó en mirarme mientras me retiraba de su oficina.


Decidí recorrer cada rincón permitido de la Sección D —sin angustiarme por la hora de la comida—, no sé si fue para despedirme o para pasar el rato en lo que la noche se hacía presente. No deseaba ir a la sala común porque sabía bien que ahí mis compañeros me darían un discurso motivador que sinceramente no tenía ganas de escuchar.

Andaba por el séptimo piso cuando se me ocurrió la fatal idea de que probablemente Geneviève también había caminado por estos pasillos para decirle adiós al lugar mientras se aseguraba de que el suicidio era la mejor opción para terminar con su dolor. El pensamiento fue tan terrible, que causó el origen de un lento y brutal escalofrío desde mi nuca hasta el final de mi médula. El sentimiento de pena y furia era horriblemente aniquilador, así que me vi obligada a recargar mi espalda contra la pared, no podía moverme. La sensación de culpa se volvió insoportable, por lo que me terminé desvaneciendo por completo en el suelo.

Mi llanto silencioso, pero asfixiante, no tardó en llegar. No sólo lloré por la adolescente y todos los sentimientos que su ausencia desataban, sino que también sollocé por Peter. Lo perdí, y aunque me repetía que esa había sido mi elección para mantenerlo a salvo, no restaba peso al nostálgico sentimiento de ruptura que emanaba de mis entrañas. De la misma forma chillé por Edwin, me daba miedo pensar que a él también lo había perdido. Mañana me largaría del manicomio y mi amigo jamás sabría adónde me fui. Mi egreso del sanatorio significaría el rompimiento total de nuestra relación. Probablemente nunca lo volvería ver y esa sola idea me provocó un nudo en la garganta que me mataba. Lloré a mares, pero ni un solo sonido salió de mis labios.

Cuando escuché que en la despiadada oscuridad se hicieron escuchar los llamados del personal para tomar el medicamento de la noche, no pude levantarme. Félice llegó hasta mí minutos después.

—Conque aquí has estado —bufó—. Angelina te estuvo buscando toda la tarde, no la esperaste. Cuando fue por ti a la oficina del doctor Abad, ya no estabas.

Me mantuve muda ante sus aclaraciones. Los sentimientos dentro de mí comenzaban a congelarse por mi fría indiferencia.

—Vamos, levántate —me ordenó, extendiéndome la mano.

Yo se la tomé, y de un impulso, ya estaba de pie. Me estiré los ropajes y fui hacia las escaleras para descender sin esperar otro comentario de la enfermera. Félice no siguió mi mismo camino, sino que dobló la esquina para continuar andando en el mismo piso; de seguro estaba verificando que ningún paciente se quedara fuera de la cama.

Cuando llegué al puesto de enfermería, ya no había nadie en la fila. Angelina cruzó los brazos al verme, y Deborah, Bridget, Bastien y Antoine dejaron escapar unas risitas de su boca. Bridget me entregó los medicamentos y el agua.

—Mañana por fin saldré de este manicomio —declaré, brindando con mi recipiente de pastillas.

La expresión dura de mi enfermera desapareció. Todos sonrieron al instante.

—Lo sabemos —comentó Deborah entre carcajadas.

Volteé a ver a mi enfermera y ella me asintió con la cabeza sin abandonar su postura anterior. Después me tragué las pastillas como siempre lo hacía.

Mi auxiliar me ayudó a llegar a mi celda. Luego me arropó como si fuera una niña y cerró la puerta del cuarto, dejándome en la negrura. Me dormí, mirando hacia la cama vacía de Geneviève. Fue hasta la mañana siguiente que me di cuenta de que había hecho lo que antes consideré imposible.


Angelina terminaba de cepillarme el cabello cuando pensé en un plan para no separarme de Edwin definitivamente. Claro, estaba considerando el hecho de que algún día él regresaría a buscarme a este hospital. Mi idea consistía en apuntarle el número de Jane en una nota, yo ya no tenía celular y dudé en conseguirme uno; así que le daría el teléfono de mi hermana menor, de esta manera podría llamar y nos reencontraríamos.

Hice una mueca.

—Lo siento, Emily —se disculpó mi enfermera por jalarme un rizo.

La auxiliar había insistido en que debía egresar del sanatorio de forma impecable. Tenía que darles una gran primera impresión a mis familiares, ya que no me habían visto desde aquella visita en febrero. Dijo febrero porque, tanto ella como yo, sabíamos que sólo mis hermanas vendrían a recogerme. La enfermera me había dado ropa de la maleta que me había traído Jennifer, convenciéndome de que usara unos pantalones de mezclilla oscuros con una blusa blanca que parecía suéter, de cuello largo, holgado. Además, me puse un saco negro porque tenía mucho frío; acostumbrada a mi uniforme caliente, que parecía pijama, cómo ahora no iba a tiritar con esta vestimenta. Me coloqué unas calcetas blancas junto con mis zapatos de siempre porque mis pies se helaban. Mi enfermera me había dicho que, en estos días, el clima había estado nublado, así que eso explicaba mi piel de gallina en su menor parte.

—¡Listo! —exclamó Angelina cuando puso el peine a un lado.

Me levanté de la cama, sacudiendo mis pantalones, sin preguntar cómo me había quedado el cabello. Confiaba ciegamente en la auxiliar para este asunto.

—Toma, Angelina —dijo Bastien desde la puerta—; es la información que le debes entregar a las familiares de Emily.

Mi corazón dio un vuelco. Aún no asimilaba el hecho de que ahora mis parientes estarían involucradas entre la esquizofrenia y yo. La enfermera fue hacia el umbral y tomó la carpeta de las manos del hombre.

—Gracias —comentó y Bastien se fue por el pasillo, dedicándole una amigable sonrisa a la mujer.

—¿Qué hay en esos papeles? —quise saber con un nerviosismo muy disimulado.

—Recetas médicas e instrucciones específicas, pero creo que también viene una copia con los datos de tu ingreso —concluyó, mirando por un segundo el interior del sobre.

Una gota de emoción me iluminó. Sonreí para mis adentros.

—Bueno —cambió de tema, dejando la información sobre el lecho—, está tu caja, tu pequeña bolsa de mano y en un segundo te traigo tu maleta... ¿Falta algo más?

—No, me parece que no —confirmé, observando mis pertenencias en la cama.

Mi vista se concentró en la caja morada, portadora de las hojas y el lápiz que Edwin me había obsequiado. Tenía una última cosa que escribirle a mi mejor amigo.

—Bien, entonces enseguida regreso con tu valija —aseguró la auxiliar y abandonó la habitación.

Al instante me abalancé sobre la carpeta con desesperación. Angelina había dicho que probablemente dentro de él también había una copia de la información acerca de mi ingreso, por lo que ahí mismo el teléfono de Jane debía estar apuntado. Fue una bendición el momento en que este sobre llegó a mis manos, ya que sólo recordaba los últimos dígitos del celular de mi hermana. Necesitaba el número completo para asegurarme de que Edwin podría contactarme en el futuro; por supuesto, si es que volvía al sanatorio.

Los dedos empezaron a sudarme, así que me costaba trabajo cambiar de página. Me angustié después de un rato por no encontrar lo que buscaba, temía que la enfermera regresara y me viera husmeando. Sentí que pasaron unos largos minutos hasta que hallé la información del registro. El celular de mi hermana estaba escrito con suma claridad, excelente. Ja, si me hubiera adentrado más en el fondo de esos papeles, habría descubierto la verdad.

Rápidamente, abrí la caja morada y tomé el lápiz para escribir los dígitos sobre una hoja, ya me quedaban pocas. Apunté el número lo más legible que pude; aunque por unos segundos el estremecimiento me invadió, pude completar la misión con éxito. Ni siquiera firmé la nota, sólo coloqué el nombre Jane Anderson debajo de los números. Saqué el papel de la caja, lo doblé por la mitad tres veces y lo metí dentro del bolsillo de mi saco. Después coloqué el lápiz dentro del paquete y lo cerré. Al final, puse la hoja del registro nuevamente en medio de la información del sobre, acomodándolo como estaba. Segundos después, llegó Angelina; yo me hallaba sentada, al otro borde de la cama, para fingir inocencia.

—Aquí está —suspiró, poniendo mi maleta negra encima del lecho.

—Gracias.

Ella sonrió sin la mínima sensación de sospecha.

—Bien, ya sabes: Desayunas, te doy tu última dosis y eres libre —repasó como si fuera una lista de pasos a seguir.

—Entendido.

Dejamos todo mi equipaje en la celda, ella la cerró con llave y nos dirigimos al comedor. Ese fue el viaje a la cafetería más incómodo que experimenté. Ya no me sentía parte de los pacientes que caminaban arrastrando los pies, sino que tenía la sensación de ser una completa extraña ante el ambiente del hospital. Lo peor es que así me veían los enfermos más conscientes a mi alrededor: Como una visitante del mundo exterior que venía a perturbar su paz. ¡Yo he vivido aquí por ocho meses y hoy por fin me iré a casa!, me daban ganas de gritarles. Apreté fuertemente la nota dentro de mi saco para tranquilizarme. 

Al entrar a la cafetería me sentí peor. Todos, de alguna manera, parecían uniformados con sus ropajes de colores grisáceos y yo estaba fuera de lugar a causa de mi vestimenta mundana. No sé si me encontraba muy sensible, pero me dieron ganas de llorar. No porque echaría de menos al sanatorio, sino que me pesaba dejar a toda esta gente atrás. Me ponía furiosa al pensar que muchos de ellos quedarían abandonados aquí de por vida. Luché contra mi ira para irme a sentar en mi lugar de siempre. Los ojos de mis compañeros se clavaron en mí al instante. Supongo que les impresionó verme con un vestuario diferente. Su mirada estuvo tan concentrada en mi persona mientras ingería los alimentos, que me apresuré para salir por la puerta del comedor hacia el puesto de enfermería.

Cuando terminé, fui a dejar mi plato a la bandeja y me encaminé al umbral. Anduve a un paso ligeramente apresurado, sin embargo, vacilé al pasar junto a mis amigos porque se me había ocurrido una idea un tanto descabellada. Por suerte, la razón hizo presencia y no ejecute mi absurdo plan; aunque sabemos que a estas alturas de mi vida la lógica no era mi punto fuerte. Ya estaba a punto de llegar a la salida, cuando, de la nada, decidí regresar hacia su mesa. Mis piernas se tambalearon un poco y los nervios inundaron mi diafragma. En ese instante me percaté del frío de mis pies. Pasé saliva varias veces y apreté los puños. Los cinco observaban mi retorno con completa perplejidad, me perforaban el alma. Tenía que escuchar a la verdad emanar de mi boca.

—Buenos días —comencé—. Creo que es muy notable que hoy me darán de alta, por lo que no me puedo ir de aquí sin antes confesarles algo —estudié su reacción uno por uno; hasta Gauvin estaba atento—. Ustedes fueron muy buenos conmigo. Se convirtieron en uno de mis pilares para mantenerme en equilibrio aquí adentro, así que no se pueden ni imaginar lo mucho que les agradezco. Sin embargo, no merecía tanta amabilidad, les correspondí muy mal... Sé que fuimos seis quiénes la perdimos y sé que fue muy egoísta alejarme también, pero al verlos a la cara sólo podía sentir culpa por lo que pasó. Era insoportable..., aún lo es —me callé. Ellos me miraban con nostalgia y yo les sonreí con tristeza—. En fin, eso ya es pasado y ahora siento que estoy justificando lo injustificable —suspiré—. Espero que algún día logren encontrar la paz que tanto anhelamos —concluí tontamente sin saber qué más decir.

Giré abruptamente para continuar mi camino hacia la salida.

—Nosotros también te deseamos lo mismo —dijo Céline, deteniéndome el paso.

Volteé nuevamente hacia la mesa. Los cinco me sonreían con dulzura. Yo les dediqué el mismo gesto mientras rezaba en silencio por su eterna felicidad. Después me alejé para ir al puesto de enfermería.

Al llegar al sitio, los nervios ya controlaban gran parte de mi cuerpo; aunque intentaba disimular mi pánico con gran fuerza. Yo siempre había sido de los pacientes que desayunaban rápido, así que no había mucha fila para el medicamento. Fue la misma Angelina quién me tendió las pastillas para que las consumiera. Me tragué la medicina, sintiendo cómo el frío se apropiaba de mis manos y cómo mi espalda era el hogar de múltiples escalofríos. Luego fui con Antoine para hacer mi última inspección. Él me sonrió levemente para indicar que todo estaba en orden. Me di la vuelta para ir a la celda por mis cosas, ahí fue cuando la voz de Bridget me detuvo.

—¡Qué te vaya bien, Emily!; ¡mucha suerte!

Giré para mirarla. Angelina ya venía detrás de mí, y Félice, Bastien, Bridget, Antoine y Deborah se despedían de la mano con una sonrisa. Alguna que otra parecía fingida, pero el gesto me puso de buen humor.

Mi enfermera y yo llegamos al umbral de mi cuarto poco después. Ella abrió la puerta con la llave, y yo me apresuré a sacar mi cepillo de dientes de la bolsa de mano para ir al baño y lavarme la boca. Me limpié los labios con el agua fría, recordando —con una sensación extraña— que la primera vez que ingresé a este sanitario había pensado en suicidarme. Sacudí la cabeza para alejar las malas memorias, ahora más que nunca necesitaba tener la mente despejada y bien centrada en la realidad. Salí del baño para guardar mis utensilios.

—¿Estás lista? —preguntó Angelina cuando cerraba el cierre de la bolsa.

—Sí, lo estoy —fingí entusiasmo.

La verdad es que no pude definir lo que sentía. ¿Había emoción o miedo en mi interior? Jamás lo supe, pero el nerviosismo por poco hacía que castañeara los dientes.

—Bien, antes de que bajemos debo informarte que los doctores no nos acompañarán, a esta hora es cuando están más ocupados, pero le han informado de todos los detalles a tus hermanas en una cita previa, y, además, ya han entregado a la administración tu resumen clínico firmado. Yo sólo les daré la carpeta a tus familiares; y después tu hermana, quien registró tu ingreso al sanatorio, deberá firmar un rápido papel de recibo, ¿está bien?

—Sí.

—Perfecto, entonces vamos abajo.

Iba a tomar mi bolsa para colgármela en el hombro, no obstante, pensé que el momento era ahora.

—¿Angelina?

—¿Sí?

—Necesito pedirte una última cosa —ella asintió con la cabeza, expectante—. Por favor, si el muchacho de las cartas se vuelve a aparecer por aquí, dile que ya me han dado de alta, pero que este mensaje lo ayudará a encontrarme.

Saqué la nota de mi bolso y extendí la mano. Ella tomó la hoja.

—Claro que lo haré —respondió sin mirarme a los ojos, guardando el pedazo de papel en su bolsillo. Resopló y regresó la vista a la mía—. He puesto las últimas dos cartas que no le fueron entregadas en el sobre, al igual que todas las demás cartas que recibiste.

—Gracias.

Ella sonrió, agachando la cabeza, y se giró para jalar mi maleta negra. No quería que las palabras se me quedaran en la boca.

—Gracias por todo lo que hiciste para que mi estadía aquí fuera lo más cómoda posible.

—No hay de qué —respondió, viéndome fijamente—. Recuerda, las cartas están en el sobre —concluyó.

Su comentario me confundió.

—Por supuesto, lo recordaré —contesté sin saber precisamente por qué me repetía aquello.

Era tan poco observadora, que no me percaté de que Angelina me estaba mandando un mensaje entre líneas con esas palabras. En fin, me crucé la pequeña bolsa en mi pecho, estreché la caja morada contra mi muslo y tomé la valija negra que mi enfermera me ofrecía con la mano izquierda. Ella agarró los papeles y salió de la habitación antes que yo. Me dirigí al umbral, pero no me atreví a dar un paso más. Giré ágilmente hacia atrás, mordiéndome el labio. La melancolía envenenó mi corazón, así que decidí irme del cuarto antes de que me invadiera por completo. Vi cómo Angelina cerró la recámara y al instante comenzamos a andar para descender a los pisos inferiores. Así fue cómo la escena de la luz iluminando con esplendor a las dos camas impecables, que habían pertenecido a Geneviève Abdelbari y Emily Anderson en la celda 472, se quedó impregnada en mi memoria.

Al bajar por las escaleras, mis vellos estaban de punta. Tuve suerte de que mi blusa no fuera de tela ligera, ya que mis axilas comenzaron a sudar. Llegué a la planta baja, caminando como una autómata. Ahí Jane y Jennifer me esperaban con una expresión seria, pero cuando me vieron, esbozaron una sonrisa; la mayor realizó un gesto de lado a lado mientras que la menor apenas hizo un pequeño movimiento con los labios. Nos dirigimos hasta su encuentro, donde Angelina comenzó a hablar inmediatamente. Se lo agradecí porque Jennifer estuvo a punto de abrir la boca.

—Buenos días —dijo, esbozando una sonrisa gentil—. Aquí están las recetas para los medicamentos de Emily, junto con las instrucciones del doctor Abad —informó, extendiendo la mano.

La mayor volteó a ver a la pequeña, pero al ver que esta se mantenía firme en su lugar, decidió ser ella quien tomara el sobre amarillo.

—Gracias —fue lo único que comentó.

Mi enfermera asintió con la cabeza y continuó con su trabajo:

—Antes de que se retiren, la que autorizó el ingreso de Emily tendrá que acompañarme a firmar una forma a la administración; no durará ni cinco minutos, se los aseguro.

—Claro —respondió Jennifer y le ladeó la cabeza a Jane.

Ella siguió a Angelina, mirándome de reojo. Mi hermana y yo contemplamos su ida, aguardando en la recepción a que regresaran.

—Me da mucho gusto verte, Emily —declaró Jennifer después de unos segundos de silencio.

Dio un paso hacia el frente con intenciones de abrazarme, sin embargo, yo retrocedí. Ella comprendió al instante, así que no se esforzó en proseguir.

—A mí también —contesté por educación.

Ya no hubo más conversación, pero mi hermana me estuvo analizando de pies a cabeza con su sonrisa inquebrantable hasta que la enfermera y Jane volvieron.

—Bien, eso sería todo —concluyó Angelina—. Qué estés bien, Emily —dijo, mirándome con una sonrisa alentadora.

Yo agaché la cabeza en signo de agradecimiento.

—¡Gracias! —exclamaron mis hermanas al unísono.

Ellas comenzaron a moverse hacia la salida del hospital, pero yo no me volteé hasta que contemplé cómo mi enfermera subió el último escalón visible para retornar al manicomio. Sonreí con nostalgia y giré hacia la puerta. Caminé unos cuantos pasos para el umbral con una sensación extraña en el pecho, no obstante, mis demás músculos ahora se encontraban más firmes que nunca. La puerta gigante se abrió al detectar mi presencia y yo di un último paso para salir al mundo real. Me alteré por ver a los automóviles recorrer la avenida y a las personas andar por la calle. Sentí cómo el viento empujaba mi alma hacia el frente. Quise gritar por tanto movimiento que se había vuelto inusual para mí después de ocho meses en sigilo.

—Déjame ayudarte con tu valija —dijo Jane, regresándome al ahora.

Yo se la di sin protestar, fijándome que ella abría la cajuela de un carro que se me hizo extrañamente familiar. Qué raro, pensé que vendrían en taxi. Jennifer se subió al lugar del copiloto con la carpeta todavía en mano. Después de que mi hermana menor terminó su tarea, hizo un gesto con sus dedos para que me subiera al auto. Yo me dirigí a la puerta derecha del vehículo sin mirar atrás.

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