EPÍLOGO: EMILY ANDERSON

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Año 2013


Era el séptimo día del mes de agosto cuando llegué al consultorio de la doctora Sarisha Kaur. Jane me hacía compañía mientras yo aguardaba a la psiquiatra. Ella y Jennifer habían venido la semana pasada a platicar con la doctora sobre mi estado, y la psiquiatra había aceptado recibirme el día de hoy para comenzar mi nuevo tratamiento. Yo no la conocía, pero mi hermana me había dicho que era muy amable y que probablemente me agradaría. No sabía si confiar en su palabra, mi experiencia con doctores no había sido la mejor en el pasado, así que probablemente esta psiquiatra me terminaría desagradando igual que los demás. Pero lo intentaría, tenía que intentarlo por Jane; ella había hecho hasta lo imposible para conseguir una consulta con esta doctora, así que era lo menos que podía hacer para devolverle el favor.

Balanceaba mis piernas para matar al tiempo, además de observar por la ventana qué ocurría en el mundo exterior: Las gotas caían como llanto sobre el cristal y los carros se amontonaban en el tráfico londinense.

—Nos vemos en una semana, Mildred —dijo la doctora cuando abrió el umbral.

De la puerta salió una mujer cuarentona, caminando hacia la salida.

—Adelante, pasen —pidió la psiquiatra, haciéndonos una seña a mi hermana y a mí.

Yo la miré con atención, pero no me moví de mi sitio.

—Es tu turno, Emily —aclaró Jane al notar que no pretendía pararme del asiento.

Por ella, me repetí en la cabeza y después me levanté para ingresar en el consultorio de la doctora. Mi hermana me siguió el paso. En el lugar de trabajo predominaban los colores marrones. Había dos sofás, uno frente al otro; parecían bastante cómodos. Tenía muchos libros en una repisa gigante y diplomas por doquier. También había plantas, tal vez no fueran reales, pero aparentaban serlo. Sin embargo, lo que más me llamó la atención fue un reloj en la pared justo arriba de uno de los sillones.

—Es un gusto conocerte, Emily. Soy la doctora Kaur.

La psiquiatra era de piel morena, cabello negro y complexión delgada. Su rostro me parecía agradable, tenía rasgos bastante finos. Su vestuario era gris y no llevaba puesta la bata.

—El gusto es mío, doctora Kaur —dije por cortesía.

—Jane, te voy a pedir que esperes afuera para comenzar la evaluación —aclaró Kaur.

—Claro —respondió mi hermana y se retiró.

Después la doctora cerró la puerta.

—Por favor, toma asiento —me pidió, señalando el sofá que estaba junto a la pared.

Yo realicé la acción sin vacilar y la observé sentarse frente a mí. De repente, el pánico me invadió. ¿Qué estaba haciendo aquí? ¿En serio le contaría todo a esta mujer? ¿Era imperioso recurrir a la ayuda psiquiátrica? No tardé ni dos segundos en convencerme de que no necesitaba a esta doctora y que debía escapar; pero en cuanto Kaur comenzó a hablar, toda idea descabellada desapareció.

—Bien, Emily, hoy quiero que comencemos a armar un historial sobre ti —hizo una pausa—. La esquizofrenia se desarrolla por múltiples factores, pero los principales son la química cerebral y tu salud emocional —explicó—. La parte orgánica es algo que podemos controlar fácilmente con antipsicóticos, lo complicado es lo segundo. Debido a esto, el primer paso para mejorar es llenar este historial, ¿está bien?

—Está bien —contesté nerviosa por lo que fuera a cuestionar.

—Excelente —afirmó—. Tu nombre completo es Emily Anderson, ¿cierto? —preguntó.

—Sí.

—¿Qué edad tienes, Emily?; ¿y cuándo naciste?

—Tengo veintitrés años y nací el 18 de marzo de 1990.

Apuntó la respuesta en la hoja y no despegó los ojos de ella para el siguiente cuestionamiento.

—¿Naciste aquí, en Londres?

—No, nací en Burdeos, una ciudad francesa.

—¿Cómo se llaman tus padres?

—Mi padre se llama Jack William Anderson y mi madre se llamaba Sarah Lorraine Collinwood.

—¿Hace cuánto falleció tu mamá?

Me sorprendió que captara con rapidez la muerte de Sarah.

—Se cumplieron diecisiete años en junio.

—¿Entonces tenías seis años cuando murió? —preguntó, mirándome directamente a los ojos.

—Sí —respondí con amargura.

—Lo siento —hizo una pausa y yo sonreí tristemente—. ¿A qué se dedica tu papá y a qué se dedicaba tu mamá?

—Mi padre es administrador de empresas y mi madre era actriz de teatro.

—Guau, sus profesiones eran dos mundos completamente diferentes.

—Sí, lo eran.

—Aparte de Jennifer y Jane, ¿tienes alguna otra hermana o hermano?

—Sí, Lorraine. Ella es la mayor, después sigo yo, luego está Jennifer y la menor es Jane.

—¿Y ellas a qué se dedican?

—Lorraine es abogada, Jennifer es bailarina de ballet y Jane toca el violín en una orquesta sinfónica.

—Y tú eres escritora, ¿no?

—Algo así.

Ella sonrió al escuchar el tono de sarcasmo en mi respuesta.

—¿Qué edad tenían tus hermanas cuando tu madre falleció?

—Lorraine tenía diez años, estaba a punto de cumplir los once cuando el accidente ocurrió; Jennifer tenía cinco; y Jane, cuatro.

—¿Tu madre murió en un accidente? —se interesó.

—Hubo una fuga de gas y la casa se incendió. Ella murió por salvarme la vida.

—Oh, ya veo —comentó mientras apuntaba algo en su libreta que después subrayó.

—Hablemos de tu vida sexual, Emily.

Una rápida ráfaga de pudor me invadió por unos segundos. Su cambio tan drástico en la conversación me confundió un poco.

—¿Has tenido relaciones sexuales? —preguntó.

—Sí.

—¿Cuántas parejas sexuales has tenido?

—Sólo una.

—¿Era tu novio?

—Sí.

—¿Hace cuánto tiempo fue su última relación sexual?

La pregunta me abochornó demasiado.

—No sé. A finales de agosto del año pasado, creo —respondí, intentando recordar—. Pero él ya no es mi novio.

—Oh, lamento oírlo —comentó—. ¿Cuál es el nombre de tu ahora exnovio?

—Peter. Peter Bennet —dije con los hombros tensos.

—¿Terminaron por tu enfermedad?

—Sí, pero yo fui la que terminó con él —aclaré.

Ella lo escribió en su libreta y también lo subrayó.

—Aparte de tus antipsicóticos prescritos, ¿consumes algún otro medicamento?

—No. ¿Sabes qué pastillas debo tomar?

—Sí, tus hermanas ya me pasaron una lista de ellas.

Me impresioné. Realmente Jane y Jennifer se habían encargado de que todo estuviera en orden.

—¿Consumes alguna droga, bebida alcohólica o fumas?

—No, desde hace más de un año que no bebo alcohol y el olor del cigarro me resulta insoportable.

—Bien —escribió en la hoja—. ¿Algo más que yo deba saber? ¿Has sufrido acoso de algún tipo o violación?

Al escuchar la palabra violación los pelos se me pusieron de punta y por dentro me alteré. La palabra me resultaba tan fuerte, que un nudo me obstruía la garganta cada vez que la escuchaba o pensaba en ella.

—No —mentí.

—¿Estás segura?, tus hermanas me comentaron que en la escuela te molestaban.

Me quejé en silencio. Ellas no estaban en la posición de comentarle a esta doctora que una niña tonta me acosó durante mi infancia.

—Sí, eso fue cuando vivíamos en Bérgamo.

—¿Cuánto tiempo estuvieron allá?

—Ocho años.

Ella lo apuntó en su libreta y lo subrayó.

—¿Qué me dices del acoso sexual?, ¿alguna vez te sentiste acosada de esta manera?

Imágenes demasiado turbias comenzaron a formarse en mi cabeza. De repente, una densa niebla se extendió sobre el pasado.

—No —volví a mentir.

—¿Estás segura?

—Sí.

No sé si había leído en mi expresión que la estaba engañando, ya que, de igual manera, escribió algo en sus hojas y lo subrayó. Me sentí avergonzada.

—Bien, creo que hay bastantes temas de los que tenemos que hablar. Además, también me gustaría que me platicaras sobre tu estancia en el psiquiátrico, y qué sucedió antes y después de que ingresaste, ¿te parece? Tus hermanas me contaron que pasaste momentos muy duros en aquellos días.

—Sí, fueron duros —comenté con sequedad, dándole a entender que, cuando se trataba de mi situación en el hospital, las respuestas no saldrían tan fácilmente de mi boca.

—Pero no quiero que empecemos por ahí —añadió como si pudiera leer mi mente—. Eso es casi el final del libro; y todos sabemos que, para que una historia tenga coherencia, se debe empezar desde el principio.

—¿Entonces quieres que te cuente mi vida como si fuera una especie de novela? —pregunté, frunciendo el ceño.

—Sí. Al fin y al cabo, tú eres la escritora; sabes cómo narrar una buena historia.

—Está bien. ¿Desde dónde quieres que comience?

—Desde el fallecimiento de tu madre hasta ahora.

—No me acuerdo muy bien qué fue lo que sucedió la noche en que murió mi madre, ¿sabes?

—Pues cuéntame lo que recuerdes.

—Bien.

—Preséntame la novela —insistió.

Pensé muy detalladamente en las palabras que iba a usar a continuación.

—Esta es la historia de Emily Anderson y cómo es que enloqueció.

—Eso no me agrada —comentó—, en la historia también debe venir la solución.

—Sí, pero esa todavía no existe.

—Pero va a existir —refutó, alzando el dedo índice—. Mejor que esta sólo sea la historia de Emily Anderson, sin adjetivos.

—Está bien —acepté—. Esta es la historia de Emily Anderson —hice una pausa—. Todo comienza cuando ella es una niña y pierde a su madre en las despiadadas llamas de un incendio.

—¿Y dónde termina?

—Aún se sigue escribiendo, pero lo último que se ha redactado es la descripción de una mujer muy confundida.

—¿Por qué está confundida?

Suspiré.

—Porque no sabe si está enamorada de su mejor amigo.

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